Se abrió el programa con Tapiola, en versión rápida –poco más de dieciocho minutos–, nerviosa y dramática que atiende a la vertiente más encrespada de la partitura dejando un tanto a un lado el lirismo desolado y contemplativo que asimismo alberga, pero en cualquier caso demostrando buen idioma y una excelente técnica para manejar las masas sonoras de una orquesta que, como ya demostrara en las grabaciones de Herbert von Karajan –sobre todo en la última, tan distinta a esta– resulta la mejor posible para esta página: la cuerda es suntuosa, los metales de una seguridad apabullante, las maderas todo lo incisivas que deben sin perder belleza.
Siguió el Concierto para violín nº 2 de Shostakovich. Solo un año posterior al Concierto para violonchelo nº 2, tiene en común con este tanto su orquestación extremadamente esencial, como su carácter fantasmagórico en el que los diálogos del solista con otros instrumentos de la plantilla, mucho antes que con el tutti, se convierte en vertebradores del discurso. Por desgracia, la inspiración de esta op. 129 resulta mucho menor que la de aquel. O al menos a mí me parece una obra más bien insípida y aburrida, diría incluso que interminable, a la que solo una interpretación de primerísima línea como la de Oistrakh con Kondrashin o la de Vengerov con Rostropovich puede salvar. Esta de Berlín ha sido muy notable. Slobodeniouk fraseó con concentración, Baiba Skride –que había dejado una extraordinaria lectura del Concierto para violín nº 1 en esta misma Digital Concert Hall junto a Nelsons– lució su carnoso sonido violinístico al tiempo que lograba aunar lirismo con desgarro. Los formidables solistas de la orquesta berlinesa dejaron en evidencia su enorme categoría, con especial mención para la trompa de Stefan Dohr. Y sin embargo, todo ello no me ha librado de sufrir cierto tedio, quizá porque todavía hacía falta una última vuelta de tuerca en lo que a compromiso expresivo se refiere.
Sinfonía nº 2 de Prokofiev en la segunda parte. Una obra interesantísima que se programa con poca frecuencia, quizá porque muchas orquestas la encuentran difícil de tocar. No hay problema en ese sentido con la Berliner Philharmoniker, que en 1990 registraba bajo la batuta de Ozawa una lectura admirable. He querido repasarla, como también la no menos espléndida de Rostropovich; además he escuchado la nueva grabación de Kitajenko –notable- y las recientes de Jurowski –magnífica– y Ashkenazy –deplorable– para así juzgar con mayor perspectiva. Tras las comparaciones y la referida segunda audición, creo que Slobodeniouk alcanza un nivel notable, sin llegar a lo excepcional.
El maestro ruso acierta por completo en el primer movimiento, demostrando su batuta, aun sin llegar al nivel de depuración sonora ni de riqueza tímbrica del maestro oriental, poseer virtuosismo más que suficiente como para mover las tremendas masas del maquinista y decibélico sin que aquello resultara un caos, planificando con enorme virtuosismo y apreciable atención al detalle. Y lo hace, además, sin caer en la vulgaridad ni en la machaconería, sin precipitarse ni dejarse llevar por el nervio, aunque se puedan preferir enfoques más viscerales: ya les hablaré de la grabación de Jurowski.
En ese largo tema con variaciones que es el segundo movimiento, Slobodeniouk convenció algo menos. Cierto es que hubo trazo fino y se dejó a la música respirar, como también que se diferenciaron correctamente los diferentes universos expresivos, desde la nostalgia onírica hasta la violencia alucinada pasando por la fina ironía y el humor grotesco, pero a mi entender faltó una pizca de emotividad lírica en la exposición del tema y en su retorno final –pese al magnífico el oboe de Markus Weidmann–, al tiempo que se necesitaba una dosis adicional de magia, misterio y vuelo poético en las variaciones más introvertidas. Una tímbrica más contrastada y con mayores significaciones expresivas hubiera asimismo servido para redondear una lectura de alto nivel que se vio beneficiada por una orquesta cuya potencia y carnosidad sonora (¡tremenda cuerda grave!) son sencillamente ideales para Prokofiev, por no hablar de su insuperable virtuosismo y su enorme implicación emocional. A la postre, notable concierto.
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