En realidad, si la violinista georgiana no termina de redondear su aproximación se debe a la dirección de Nézet-Séguin. Y eso que a la labor del maestro franco-canadiense no le faltan virtudes: apreciable sentido del ritmo, transparencia, colorido tan variado como incisivo, amplia gama de acentos y una gran intensidad en la expresión. El problema es que esta resulta un tanto unidireccional. Yannick acierta por completo al subrayar el lado más anguloso, combativo y dramático de esta música repleta de dolor, pero se equivoca al negarle sus raíces románticas. Su lectura carece de la suficiente dosis de calidez, de sensualidad y de vuelo lírico: escúchese a Rostropovich para comprender como una cosa no está reñida con la otra. Resulta además en exceso rápida y nerviosa en el tercer movimiento, no terminando de descargar la suficiente fuerza trágica en su gran clímax (a partir de 6:05) al no encontrarse este lo suficientemente preparado. Eso sí, resulta difícil no descubrirse ante el refinadísimo trabajo de texturas y colores del joven director, perfectamente sintonizado con la estupenda orquesta, en toda la fantasmagórica sección final.
Sigue el Gran vals –no el de la medianoche– de La cenicienta, de nuevo en arreglo de Tamás Batiashvili, perfecta ocasión para que nuestra artista demuestre que cantar, lo que se dice cantar, es capaz de hacerlo como nadie, pero sin dejar de hacerlo con ese trazo curvilíneo y esa mezcla de ironía y lirismo agridulce que necesita el compositor ruso.
El Concierto nº 2 recibe una interpretación más satisfactoria que el primero, por la sencilla razón de que su escritura, pese a la cercanía en el tiempo con Romeo y Julieta, resulta menos “romántica” que la de aquel, y por ende sintoniza mejor con el planteamiento nervioso, tenso y afilado de Batiashvili y Nézet-Séguin. Pero claro, si uno repara en el logro singular de Vengerov y Rostropovich de 1996 –yo he realizado la comparación mientras escribía estas líneas–, se dará cuenta de que en primer movimiento hay frases a las que se le podría sacar mucho más partido –tampoco entiendo muy bien por qué la solista exagera los portamentos de 0:56), mientras que el Andante assai, aun ofreciendo una considerable intensidad dramática, podría encontrarse mucho más paladeado (9:16 frente a los 10:44 del citado registro de Teldec) y ofrecer mayor calidez lírica sin merma de los acentos dolientes que esta página necesita. El Allegro ben marcato conclusivo sí que es sensacional: virtuosismo extremo por parte tanto de la batuta como de la violinista, virulencia en su punto justo y una buena dosis de mala leche –ni rastro del Prokofiev supuestamente juguetón– son sus señas de identidad.
Una particularmente ácida marcha de El amor de las tres naranjas pone punto y final a un disco en el que nuestra querida Lisa Batiashvili deja bien claro que ella también sabe sacar las uñas.
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