No me convenció Albert Montserrat por su emisión musculada, línea carente de morbidez y parquedad de matices, aunque hay que reconocerle que su voz de ex barítono es adecuada y que se esfuerza por inyectar intensidad a su personaje. Dicho esto, ¿dónde encuentran ustedes hoy Pollione que se pueda escuchar sin sobresaltos? Ya ha tenido bastante el Villamarta con encontrar a alguien que dé las notas.
Espléndida María Rodríguez. Sí, una soprano: a mí me gusta más así el rol de Adalgisa. Salvando un sobreagudo algo apurado, realizó una labor admirable por su solvencia técnica y perfecta mezcla de elegancia con intensidad expresiva. Fue quien más y mejor transmitió desde las tablas, y quizá también la que mejor se movió sobre ellas. Me ha gustado muy poco el Oroveso de Francisco Santiago, cuya voz se queda cortísima para el personaje: en su primera intervención la orquesta llegó a sepultarle casi por completo, y eso que un servidor estaba sentado en el sitio con mejor acústica –fila dos de paraíso– de todo el recinto.
La Orquesta de Córdoba se volvía a poner a las órdenes de Carlos Aragón tras aquella muy deficiente Novena de Beethoven de hace un año en la que el maestro no hizo más que marcar el compás. Ahora las cosas han funcionado mucho mejor. Cierto es que a su dirección le faltaron nervio y garra dramática, como también imaginación y flexibilidad –aunque hubo un estupendo ritenuto en la cabaletta de las dos chicas–, pero se nota la buena sintonía de su batuta con el mundo de Bellini, porque el fraseo hizo gala de esa holgura, esa morbidez y esa elegancia que esta música necesita. Hizo sonar a la orquesta con buen carácter sinfónico, sin optar por ese sonido “a banda de pueblo” que se dice históricamente informado, equilibrando bien los planos y sin incurrir en el menor exceso. Y se integró a la perfección con la línea de canto de los solistas, sin llevarlos con la lengua afuera. Hay que comparar para saber en qué nivel nos estamos moviendo: Maurizio Arena se llevó por delante las bellezas de la partitura en el año 2000 en el vecino Maestranza, mientras que el señor Fabio Biondi –la negra sombra que planea sobre el belcantismo en Les Arts– patinó en su filmación con June Anderson por su tendencia a lo pimpante. Carlos Aragón lo ha hecho con mayor sensatez y musicalidad que ellos. En cuanto al Coro del Teatro Villamarta, no me parece que pasara de lo discreto, aunque se confirma la tendencia de que las señoras, al contrario de lo que ocurría hace algunos años, realizan ahora una labor más satisfactoria que los caballeros.
Los amantes de Teruel, Maruxa, Don Pasquale, La Traviata, La canción del olvido, Romeo y Julieta, Orfeo y Eurídice, El elixir de amor, Rigoletto, Don Giovanni, Suor Angelica, Carmen, Doña Francisquita, La Flauta mágica, El trovador, Aida… Estos son los títulos que Francisco López ha dirigido escénicamente en el Villamarta a lo largo de estos últimos veinte años. La mayoría de ellos se han repuesto en una, dos e incluso tres ocasiones. A todos ellos hay que sumar los numerosos espectáculos más o menos vinculados al flamenco o la danza española de los que se ha hecho cargo. Dudo mucho que en ningún otro teatro público europeo –subrayo lo de público– haya habido un regista que haya acaparado tal porcentaje de producciones escénicas. No hace mucho dejó de ser director de la hoy extinta Fundación Teatro Villamarta –el ayuntamiento no se podía permitir el desembolso–, y lleva ya tiempo sin ser director gerente de este centro artístico jerezano, pero su sucesora ha decidido perpetuar esta relación: además del espectáculo con Ainhoa Arteta y Estrella Morente de las navidades y un evento de flamenco más adelante, ahora se encarga de esta nueva producción de Norma. No hace falta insistir en lo que he repetido muchas veces y resulta obvio en lo que a este peculiar vínculo se refiere, así que vamos a los resultados propiamente dichos.
No se le puede reprochar a López –el presupuesto resulta muy limitado– la extrema parquedad de medios con que ha contado en esta ocasión, hasta el punto de que no había escenografía: tan solo unas tarimas, una gran cama matrimonial a la derecha y abundantes proyecciones en el fondo. Tampoco que el vestuario resultara tan heterogéneo: el programa de mano no indicaba responsable alguno, tan solo “Teatro Villamarta”, así que todo apunta al reciclaje de producciones previas. Lógico si no hay de dónde tirar. Pero sí se le puede criticar la pedantería del concepto. López decide establecer un continuo paralelismo entre el libreto de Felice Romani y la Metrópolis de Frizt Lang, cinta de la que se ofrecen, en el fondo de la escena, continuas imágenes fijas o en movimiento, particularmente con Brigitte Helm en primer plano. Ni que decir tiene que aquí la sacerdotisa es Marie, o mejor dicho, la falsa Marie, el robot revestido de piel humana que inflama el ánimo de los obreros y los manipula. Me parece inteligente que la escena de Norma en la pira se resuelva proyectando el ajusticiamiento final del personaje fílmico, pero el conjunto no funciona porque la relación entre ópera y película está traída muy por los pelos, por mucho que se aluda a ese corazón como mediador entre el cerebro y la mano a la que se hacía referencia en obra de Lang.
Tampoco se pueden decir cosas buenas de la dirección de actores, pobre por no decir inexistente, algo raro en quien en otras ocasiones ha sobresalido precisamente por eso, por cuidar de manera especial este aspecto. La cursilería de las sacerdotisas vestidas “de primera comunión” y de la lluvia de pétalos sobre la protagonista antes de cantar Casta Diva son otra evidencia de lo fallido de esta producción de la que solo se salva la belleza plástica de la penúltima escena, con el coro al fondo mientras Norma y Pollione discuten sobre su destino, así como la voluptuosidad erótica del rojo que emanaba del lecho.
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