lunes, 20 de noviembre de 2017

La Filarmónica de Málaga, otra vez: mal Dvorák, bien Tchaikovsky

Lo pasé mal el sábado por la noche durante la interpretación del Concierto para violín de Dvorák que ofreció la Filarmónica de Málaga en el Teatro Villamarta bajo la dirección de mi admirado Manuel Hernández Silva. No logré disfrutar de la labor de Andrea Sestakova, concertino de la orquesta que desempeñó en esta ocasión el papel de solista. La encontré bajo mínimos desde el punto de vista técnico, sobre todo en lo que a la afinación se refiere. Sufrí por la música y sufrí por ella. Porque me dio la impresión de que esta señora, que ha sido alumna nada menos que de Leonid Kogan, es una profesional seria y trabajadora que ha hecho un favor a su orquesta atreviéndose con esta nada fácil partitura. Y no pudo con ella, porque esa noche le fallaron los dedos. Claro que quizá yo esté por completo equivocado: el público la aplaudió, sus compañeros golpearon los atriles y el maestro Hernández Silva, seguramente el responsable de haber contado con la artista, dio muestras de satisfacción. Me limito a decir lo que a mí me pareció. Solo añadiré que fue en el hermosísimo Adagio donde Sestakova se mostró más centrada tanto en lo técnico y lo expresivo, logrando plena sintonía con una batuta que dirigió el primer movimiento de manera amplia y solemne, quizá con excesiva gravedad, convenciendo mucho menos en un tercero en el que se echaron de menos luminosidad , frescura y sabor folclórico.


Me gustó bastante la Sinfonía Patética de Tchaikovsky. Cierto que eché de menos un trazo más fluido y, sobre todo, una matización mucho mayor de la gama dinámica. También hubiera sido deseable mejorar el empaste de los trombones, si bien es cierto que los metales de la Filarmónica de Málaga se mostraron mucho más seguros de lo habitual –mucho más que una semana atrás en El Puerto– y que la cuerda lució un perfecto empaste, independientemente de algún que otro desajuste entre las familias instrumentales. Pero a la postre estuvimos ante una muy buena recreación de la obra tchaikovskiana, porque el maestro venezolano hizo gala de las dos más importantes virtudes para recrear esta página: intensidad dramática y cantabilidad en el fraseo.

Esto último me sorprendió especialmente. De su fogosa batuta esperaba una de esas interpretaciones rápidas, vehementes y de elevado sentido teatral, a la manera de un Markevitch o un Solti, y no fue así. Hernández Silva, a quien considero como el mejor de los directores asentados actualmente en España, se sirvió de tempi lentos y un fraseo muy amplio para prestar enorme atención al vuelo melódico, no se dejó llevar por el nerviosismo, planificó bien los ascensos hacia unos clímax muy poderosos y quiso atender a la atmósfera ominosa de la página, particularmente en un arranque muy bien llevado, en la sección intermedia del segundo movimiento –no todos los directores que saben llenar de desazón ese pasaje– y en un Adagio lamentoso denso, lleno de negrura aun optando por una visión antes lírica que escarpada. Este último culminó con una coda en la que los contrabajos, tratados desde el podio con enorme plasticidad, latieron con ese carácter agónico que necesita la página, justo lo que no logró –hace ahora casi dos décadas, pero me acuerdo perfectamente de la ocasión– Yuri Temirkanov con la Sinfónica de Sevilla en este mismo escenario. El público se confundió al aplaudir tras la marcha, pero corrigió el equívoco reaccionando con justificado entusiasmo al terminar la interpretación.

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