Y es que esta Octava es puro fuego, frescura y vitalidad. Entusiasmo a tope y rusticidad muy bien entendida. Nada de suntuosidad sonora –tampoco es que la orquesta sea nada del otro jueves– ni de narcisismos. Directo al grano, sin rodeos. Y subrayando a conciencia a los pasajes más tempestuosos del Adagio, que no va a ser todo alegría en esta página.
Por desgracia, Yannick no sabe controlarse y la obra se le va de las manos. Con frecuencia la incandescencia termina convirtiéndose en nerviosismo y en precipitación, mientras que el lirismo de la obra no fluye como debería. Obviamente, no resulta imprescindible adoptar esa visión eminentemente otoñal –y para mí maravillosa– de Giulini en su registro con la Concertgebouw, pero sí hay que cantar las melodías con mayor dosis de sensualidad, ternura y capacidad evocadora. No es que no sepa hacerlo: la sección central del último movimiento está paladeada de manera irreprochable. Simplemente, el joven maestro no está por la labor. Sobra, además, algún que otro portamento en el tercer movimiento. Lo dicho: tiene que madurar.
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