Por un lado, Pérez Floristán tocó la imposible partitura
con una destreza admirable. No es su limpieza digital tan extrema como la de un
Zimerman o un Pollini, ni su agilidad la de una Argerich –hubo algún pasaje un
pelín trabajoso–, ni su capacidad para desplegar colores la de un Pogorelich,
ni la densidad de su sonido tan claramente lisztiana como la de Barenboim (véase
discografía comparada); pero demostró no solo ser capaz de dar las notas, cosa que parece un milagro para su edad, sino también dominar
las dinámicas, trabajar el sonido con plasticidad, resultar
apabullante sin hacerlo a través del mero despliegue de potencia sonora, sino
planificando con inteligencia las tensiones, y ofrecer texturas pianísticas tan
hermosas como delicadas. Posee además una poderosísima concentración que ni
siquiera fueron capaces de romper las muy maleducadas toses que torpedearon los
pasajes más íntimos de la partitura.
Por otro lado, y esto me parece muchísimo más
importante, demostró una musicalidad de primer orden. No hubo en su
recreación ninguna frase mecánica. Ni una sola. El fraseo, holgado y natural, de
tempi más bien reposados –treinta y un minutos–, estuvo dotado de sentido
incluso en las secciones más rápidas y claramente virtuosísticas. De hecho, no
hizo nuestro artista la menor concesión al efectismo. Nada de carreritas de
cara a la galería ni de grandes efectos teatrales. Todo estuvo presidido por la
lógica, la sinceridad y la sintonía entre la forma y la expresión, siempre
desde un punto de vista que me recordó, antes que a pianistas de la línea digamos electrizante, al lirismo humanista de un
Claudio Arrau. En este sentido, Pérez Floristán podrá enriquecer en el futuro
su acercamiento a la genial página lisztiana atendiendo más a la atmósfera
enrarecida de la partitura, como también a la reflexión filosófica que las
notas proponen. También podrá subrayar con mayor incisividad, retranca y fuego infernal los aspectos mefistofélicos de la página. Añadir acentos y aportar ideas
propias. Pero tendrá difícil llegar más lejos en lo que a cantabilidad,
pasión amorosa y vuelo poético se refiere: en la sección lírica comprendida aproximadamente
entre los minutos diez y quince alcanzó, merced al mágico legato del que ya hablé al referirme al recital que le pude escuchar en Úbeda el pasado mes de mayo, unas cotas de inspiración de
primerísimo orden.
Hubo más en el concierto. Mucho más. Los cuatro Preludios de Debussy me parecieron de
referencia, aunque en lugar de optar por el distanciamiento un tanto estático,
esencial y lleno de misterio al que estamos acostumbrados, el joven sevillano
decidió marcar contrastes y subrayar emociones: incisiva y tremendamente
racial La Puerta del vino, sensual Canope, caricaturesco y hasta gamberro General Lavine, impetuoso el Viento del Oeste. Haciéndolo con
sensibilidad, con belleza sonora y con enorme sensibilidad a la hora de aportar
matices.
Tremenda la Sonata de Bartók, en la que hizo gala de
un sonido muy adecuado –poderoso y percutivo ma non troppo–, desplegó un
sabor folclórico y una rusticidad impresionantes y nos atrapó con un sentido del ritmo irresistible; pero fue capaz también de
capturar ese inquietante espíritu nocturnal típico de Bartók que posee el movimiento central.
Al mismo nivel los tres Preludios de
Gershwin, dichos con una mezcla de elegancia, sensualidad y sentido del swing
insuperables, mas sin el exceso de nervio en el que caen los pianistas
provenientes del jazz al abordar este repertorio. Cerrando el programa oficial,
las Danzas argentinas de Ginastera le
permitieron hacer una exhibición de ritmo, de color, de frescura y de fuerza
expresiva.
Dos propinas. La primera fue una impactante pieza
fúnebre del norteamericano Henry Cowell denominada The Tides of Manaunaun. La segunda, una bulería del jerezano
Gerardo Nuñez arreglada por él mismo, le permitió homenajear al flamenco que tanto le entusiasma –no se
olvide que su padre, el director Juan Luis Pérez, es de Jerez– y realizar una
exhibición de dedos de esas que levantan al público del asiento. Lo
consiguió, aunque para convencernos de su excepcional talento no hacía falta
semejante exhibición: en el resto del concierto había dejado perfectamente
claro que, además de un virtuoso, es un artista hecho y derecho que se
encuentra ya por completo adentrado en una primera y admirable madurez. A sus
veintitrés años.
PD: La fotografía la he robado del Facebook del Maestranza.
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