¿Hasta qué punto está dispuesto un oyente a aceptar transgresiones estilísticas y derroches de creatividad que van mucho más allá de las fronteras que la mayoría de los intérpretes se atreven a rebasar? Las posturas van desde los que desde dos ángulos completamente distintos –los defensores a rajatabla “la tradición” por un lado y los talibanes del historicismo por otro– no dejan pasar ni una al director o solista de turno, hasta los que se encuentran muy a gusto en la heterodoxia y la provocación, por aquello de saberse diferentes a la mayoría o, peor aún, por creerse participantes de una especie de verdad revelada.
La mayoría de los melómanos adoptamos posturas intermedias entre esos dos extremos, y seguramente intentaríamos dar una respuesta a la pregunta anterior diciendo que el límite de la transgresión estaría en el punto en el que se produce un desencuentro entre las posibilidades expresivas de la partitura y la propuesta del intérprete. Otros preferirían afirmar que esos muy difusos límites se rebasarían en el momento en el que la interpretación perdiese coherencia consigo misma y poder de convicción; lo importante sería, por tanto, que tuviese detrás una idea expresiva concreta, que esa idea resulte atractiva, que la manera de poner en sonidos la partitura estuviese supeditada siempre a esa idea y que encima el intérprete fuese capaz de convencer a quien le escucha de que las cosas funcionan así igual de bien, o incluso mejor, que de la manera digamos tradicional.
En el fondo hablamos de subjetivismo puro y duro, que es por otra parte lo que termina primando dentro de la valoración de la obra de arte; en este caso, de la interpretación musical. Porque si no es desde el subjetivismo puro y duro –aunque este se transforme en argumentos objetivos a la hora de escribir–, ya me dirán ustedes cómo se explica que a un servidor le pareciese una monumental tomadura de pelo el recital de Ivo Pogorelich en Úbeda del pasado mes de junio y sin embargo se lo pasase estupendamente, aun con muchos reparos por delante, en una propuesta no menos discutible en lo estilístico como fue lo que hizo ayer domingo en el Teatro de la Maestranza Fazil Say con Mozart y Debussy. O interesarme mucho esto que el pianista turco planteó con los dos citados compositores y al mismo tiempo parecerme una mediocridad –virtuosismo vacuo de cara a la galería– lo que él mismo hace, en disco compacto, con el Primero de Tchaikovsky o la Sonata en Si menor de Liszt.
Al final no he logrado decir nada interesante: a ver si mañana logro salir del atolladero y explico cómo estuvo el concierto..
3 comentarios:
Piense en otro título: Los límites de la interpretación. Y creo que está en el camino: Que la interpretación sea "coherente" a lo largo de la obra y que sea "posible" según la partitura. Este "posible" es más conflictivo. Uno porque los oyentes rara vez pueden saber si la interpretación es fiel a la partitura. Otro porque pequeñas infidelidades pueden obedecer a que, simplemente, el compositor no las tuvo en cuenta o tuvo que escoger una.
En el fondo es cuestión de gustos y de sentido del intérprete. Una gran ventaja frente a, por ejemplo, la escultura.
Pensemos en la literatura. Ponemos a 5 personas a leer ¡el BOE!. Pues saldrán cinco lecturas distintas en lo global y en cada matiz e igual las cinco pueden ser interesantes.
Lo que planteas justamente lo que requiere es una gran cultura, conocimientos y mente abierta. Otra cosa que las transgresiones nos gusten mas o menos, pero para valorarlas antes hay que conocer las propuestas tradicionales como punto de partida,pues muchas veces la idea en si es buena pero pa propuesta fallida. En definitiva, el arte al estar tan apegado al ser (el alma como diria algun cursi) es susceptible de intepretaciones por parte de los espectadores que necesaria no tenemos que conectar con la idea primigenia sin que eso no le quite valor. Para muestra la fuente de Magritte...¿arte o tomadura de pelo...?
Pues a mi sí me ha parecido interesante ;-)
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