Me animé por el encargado de dar viva al personaje más carismático de la simpática página de Manuel Fernández Caballero: el barítono jiennense Luis Álvarez, a mi entender uno de los mejores intérpretes de zarzuela, por la suma de solvencia canora y enorme talento escénico, que se han visto en nuestros escenarios en los últimos lustros. Estuvo muy bien como Querubini, desde luego, pero no tan simpático y chispeante como en el vídeo filmado en el Teatro Real el 31 de diciembre de 2004 sobre la ya mítica producción escénica de José Luis Alonso.
El problema, ya lo están imaginando, ha estado en Francisco López, regista en muchos casos solvente, en ocasiones notable, a veces incluso brillante, pero soso y estirado como él solo, aquí incapaz de mover la escena con el punto de desmadre y locura que exige el libreto de Miguel Echegaray. Hubo histrionismo, sí, al menos en los personajes de Amina y Doña Serafina; pero histrionismo encorsetado, poco sincero, acomplejado incluso. Por si fuera poco, el contrastado talento de López para mover masas se puso aquí al servicio de un concepto francamente casposo: los movimientos del coro resultaban más bien ridículos, con coreografías que bordeaban la cursilería.
Plásticamente las cosas funcionaron bien en la primera parte de la obra: se notaban las estrecheces económicas, pero la escenografía resultaba digna y el vestuario estaba muy conseguido. La segunda parte, la que transcurre entre bambalinas, fue sin embargo un horror visual: difícil es ofrecer algo más rematadamente feo, amén de mal iluminado. Las bombillitas que se apagaban y encendían durante el célebre dúo de la tiple y el tenor recordaban a las que anuncian cierto tipo de locales en nuestras carreteras, mientras que la coreografía de los figurantes durante este número, preparada por la directora de una escuela local de música y danza, no superaba el nivel de una función escolar de fin de curso.
Lo más molesto vino al final: dispuesto a llevar todo lo lejos posible el carácter metalingüístico de este zarzuela, López decide que el teatro donde se está ofreciendo la función de L'Africaine no sea otro que el mismísimo Villamarta de 1929, proyectándose unas imágenes en blanco y negro del interior que a los que ya somos un poco mayorcitos nos tocaron la fibra sensible. Hasta ahí, vale. Pero luego al regista cordobés, que no tiene ni puñetera idea de cómo resolver teatralmente el muy insatisfactorio final del libreto, se le ocurre añadir una morcilla: sale un señor vestido de época diciendo que es el empresario del recientemente inaugurado Villamarta, afirma que este teatro va a ser en el futuro un brillante desfile de los más grandes nombres de la música, el flamenco y el teatro, y termina pidiéndole a Querubini que cante el celebérrimo “Brindis de Carrasquilla” de Don Gil de Alcalá: “¡Jerez! Este es el vinillo de la tierra mía, y éste es el jerez. ¡Olé ya!”. Imaginen los alaridos de entusiasmo de un respetable entregado al más absoluto delirio provinciano-onanista.
Se anunciaba en el foso la presencia del Ensamble Orquesta Álvarez Beigbeder, dirigido por Juan Luis Pérez. La cruda realidad: violín, violonchelo, clarinete y piano a cargo cuatro jóvenes del conservatorio local bajo la batuta meramente concertadora del maestro jerezano. Tiempo de recortes. ¿Funcionó? A mi entender no, por dos razones: la ausencia de una verdadera orquesta y, sobre todo, el deficiente nivel del violín. Su nombre lo prefiero omitir, porque entiendo que se trata de un chaval que ha intentado ofrecer lo mejor de sí mismo, pero escucharle fue para mí una experiencia muy insatisfactoria. Además, la responsabilidad no recae en él, sino en el teatro que le contrató y en el maestro que dio el visto bueno a su intervención. Siento mucho escribir esto, porque admiro profundamente a Juan Luis Pérez por su educación, inteligencia, honradez y extrema profesionalidad, pero es lo que pienso como melómano que ha pagado su entrada y tiene derecho a disfrutar de un nivel mínimo de calidad que aquí no se satisfizo.
El Coro del Teatro Villamarta me sorprendió gratamente por la notabilísima labor de sus voces femeninas, sobre todo en la primera parte de la obra, en la que ellas sonaron no solo empastadas y nada tirantes, sino también muy maleables, siempre atentas a los matices canoros. Bravo por las chicas y su director, Juan Manuel Pérez Madueño. Los caballeros, por el contrario, se mantuvieron a un nivel mediocre, y en el jerezanísimo brindis final tanto ellos como ellas montaron un guirigay. La emoción del momento, supongo.
¿Y los cantantes? El ya muy maduro Álvarez mostró limitaciones en la romanza de Penella ofrecida como propina, pero como Querubini, ya lo dije, estuvo muy bien. Me decepcionó Emilio Sánchez, un señor que generalmente ha demostrado enorme solidez y musicalidad pero al que la edad, lógicamente, empieza a pasarle factura; simpatiquísimo su acento maño. Junto a ellos, brilló la Antonelli de una total desconocida: Belén López-León. Todavía tiene que pulir determinados aspectos –sobreagudo metálico, proyección no siempre conseguida–, pero su voz es de mucha calidad, su canto musical y muy matizado, y su talento escénico enorme. Saladísima, irresistible haciendo de sevillana típica y tópica. Muy bien la Amina de Paola Ramírez, siempre en una línea desaforada que le conviene al personaje, e irreprochable la Doña Serafina de Milagros Ponti. La anécdota: en el papel del comisario apareció un señor llamado Nicolás Montoya, autor del texto que comenté en esta entrada. Saquen ustedes sus conclusiones.
2 comentarios:
Antes que nada, felicitarle por su blog, hace poco que supe de su existencia y desde entonces le debo confesar que me tiene muy interesado. Bravo.
También le quería comentar, la Amina del otro día en Villamarta fue Paola Ramírez, supongo que el error se debe a un lapsus.
Un saludo.
Muchísimas gracias, ¡y mil perdones! Gran despiste el mío, efectivamente. Ya he corregido el error. Un saludo.
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