Ayer jueves 31 de junio se presentaba en el patio del Alcázar de Jerez de la Frontera, dentro del ciclo Noches de verano que organiza el ayuntamiento, el violinista de origen armenio Ara Malikian en compañía del guitarrista y compositor de Buenos Aires Fernando Egozcue, con un recital centrado exclusivamente en obras de este último. Precios muy asequible, cutrez organizativa –ni un papelito con biografías de los intérpretes–, sonido inevitablemente amplificado, ambiente muy relajado, jaleo excesivo entre el público y una agradable brisa de poniente, todo ello con un entorno medieval de lo más sugestivo, conformaron la típica serie de pros y contras que se pueden esperar en un espectáculo de estío al aire libre.
Malikian vestía ropa muy informal –perfectamente estudiada–, luciendo biceps con tatuaje y una muy abundante pelambrera. Deambuló continuamente por el escenario, saltó, brincó, se arrodilló y desarrolló una amplísima gestualidad que inmediatamente hace pensar en su admiradísima figura de Paganini y, en general, en todos los artistas románticos, en tanto que el virtuosismo y la teatralidad escénica se convierten en fines en sí mismos. Ofreció además largas elocuciones presuntamente explicativas que en realidad eran descacharrantes números humorísticos un tanto en la línea, para que se hagan una idea, de las presentaciones que realiza Marcos Mundstock en el conjunto Les Luthiers.
La cuestión es: ¿hay detrás de toda esta parafernalia, ya digo que no mero complemento sino ingrediente fundamental, un músico todo lo intenso, entregado y comunicativo como lo aparentan sus movimientos en el escenario? Rotundamente, sí. Si uno cierra los ojos lo que escucha es un violín en estado de incandescencia perpetua pero controlado por una técnica portentosa, no solo en lo que a agilidad digital –tremenda– se refiere, sino también en lo que respecta a la belleza del sonido –muy carnoso–, al despliegue de colores, a la administración de las tensiones y a la capacidad para hacer volar las melodías con una enorme intensidad. Irreprochablemente respaldado por la guitarra muy personal del propio compositor, Malikian sacó un extraordinario provecho de las eclécticas músicas de Egozcue para hacernos pasar un rato estupendo y, además, tocarnos la fibra sensible con las dos o tres páginas en las que su colega despliega esa melancolía típicamente porteña tan difícil de describir como fácil de reconocer.
Si tienen ustedes la oportunidad de ver este espectáculo, se lo recomiendo abiertamente, como ya hice con su Pagagnini comentado tiempo atrás. No lo duden.
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