Siguieron los encargos estrenados hace unos días en el Teatro Colón en la visita de la WEDO a Buenos Aires, ambos de unos doce minutos de duración. Ayan Adler opta en Resonating Sound por un vocabulario convencionalmente "moderno" basado en la tímbrica y la elasticidad de las masas sonoras. Kareem Rouston deja clara en Ramal su experiencia como autor de bandas sonoras cinematográficas con una música más asequible que la de su colega. Ninguno de los dos aporta realmente nada nuevo –la sensación a déjà vu es inevitable–, pero los dos han escrito sus partituras con excelente dominio técnico y han muestran notable inspiración. Se han disfrutado.
Evolución interpretativa, decíamos mas arriba. Ya lo hemos explicado en muchas ocasiones en este blog: Barenboim va perdiendo carácter escarpado y se interesa bastante más por lo amoroso, lo cantable y lo sensual. Esto último, obviamente, resulta ideal para Ravel, el compositor que ha protagonizado la segunda parte de la velada. En discos el maestro se había entendido de manera desigual con él, a veces acertando de manera considerable y en otras ocasiones patinando relativamente. Hoy se ha superado a sí mismo en todas las partituras en el atril: soberbia la Rapsodia Española (ya era magnifica su recreación con la Sinfónica de Chicago); con algún desajuste pero excelsa en su sección central la Alborada del Gracioso; muy efusiva la Pavana para una infanta difunta; y decidido, emocionante y en general muy bien trazado –hubo algún "escalón" en exceso evidente, como suele ocurrir en demasiadas ocasiones– el Bolero, acogido con el esperable entusiasmo por los prommers. Lógicamente, esta ultima obra fue un examen para los solistas de la formación multicultural: los hubo buenos, muy buenos y extraordinarios, entre ellos el responsable de la caja.
Tras semejante repertorio francés "a la andaluza", la propina estaba cantada: suite nº 1 de Carmen. Ya se la he escuchado varias veces a estos mismos artistas y creo que en esta ocasión es donde han estado mejor, sobre todo porque Barenboim parece por fin dar del todo su brazo a torcer, reconociendo que esta música hay que interpretarla no a la alemana sino a la francesa, preferiblemente subrayando esa –repetimos el concepto– sensualidad no poco hedonista con que Bizet anticipa, en cierto modo, el mundo raveliano. Cerrando la suite, la celebérrima obertura fue interpretada con el maestro sentado en un rincón dirigiendo no la orquesta sino al público, que tocaba las palmas como si estuviera en la Marcha Radetzky. Nos lo pasamos en grande, claro.
Reveladora la "propina extra": aunque Barenboim ya había grabado El firulete –arreglo de José Carli– con la Filarmónica de Berlín y la Sinfónica de Chicago, esta lectura ha sido aún mejor, porque los chicos de la WEDO, que un rato antes habían demostrado enorme maleabilidad para sonar dentro de la más pura ortodoxia raveliana, han hecho gala de una sintonía absoluta con el carácter popular, un punto canalla, lleno de frescura y sentido del humor, de esta deliciosa música. El maestro es sin duda responsable último de los resultados artísticos, pero está claro que los integrantes de esta orquesta, sean judíos, musulmanes o andaluces, poseen un talento fuera de serie, independientemente de que hubiera alguno de esos resbalones que tanto gustan a los críticos tipo Beckmesser para poner una marca en su pizarrita.
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