Ya desde la primera intervención a capella quedó bien claro por dónde iba a discurrir la interpretación del
Réquiem de Verdi que ofreció ayer viernes 13 de junio, convertido en casual homenaje al tristemente fallecido Rafael Frühbeck de Burgos, la
Orquesta de Valencia en el Palau de la Música de la capital: un coro absolutamente de lujo, el
Philharmonia Chorus, que no será ya el mítico de tiempos de Wilhelm Pitz pero demuestra mantener la herencia intacta, manejado por una batuta (¡esos reguladores diseñados a hachazo limpio!) vulgar a más no poder, la de un
Yaron Traub que ha firmado aquí el peor trabajo que le he escuchado al frente de la formación de la que después de muchos años sigue siendo titular.
No encuentro nada positivo que destacar de su labor. Ni siquiera se puede hablar en esta ocasión de comunicatividad primaria pero efectiva, de inmediatez expresiva o de seductora brillantez, que son las cosas que se suelen decir cuando la interpretación ha sido basta pero al menos ha llegado al oyente: su labor se limitó a hacer que orquesta y coros sonaran lo más fuerte posible en los momentos más espectaculares, y punto. No se debe confundir esto con la teatralidad a flor de piel, el sentido operístico y la electricidad apabullante de un Muti o un Solti (brillantísimos recreadores de la página en una línea muy distinta a la honda reflexión de un Giulini, un Karajan o un Barenboim): el maestro israelí se mostró no solo epidérmico, ajeno tanto a la poesía humanística como a la atmósfera ominosa y al sentido al mismo tiempo rebelde y suplicante de la página, sino también muy tosco a la hora de frasear, de modelar los planos sonoros, de marcar tensiones, de planificar los contrastes... ¡Qué lástima tener un coro así para una interpretación tan de andar por casa! ¡Qué desperdicio!
Maria Guleghina estuvo muy en la línea del director, es decir, a pepinazo limpio y sin detenerse en sutilezas; vocalmente anduvo accidentada (fatal el siempre peligrosísimo sobreagudo antes de la fuga final), y en lo expresivo confundió la obra verdiana con la que a esa misma hora la soprano de Odesa debería haber estado cantando -pues eso sí que lo hace muy bien- con Zubin Mehta unos metros más abajo del Turia: la
Turandot de Puccini.
Del tenor
César Augusto Gutiérrez solo puedo decir que se mostró sensible en lo expresivo, porque técnica e instrumento no me parecen suficientes para su parte.
Enrico Iori fue el típico bajo tremolante, pero al menos fue sonoro y estuvo muy en estilo. En realidad, del cuarteto solo brilló mi siempre admirada mezzo grancanaria
Nancy Fabiola Herrera, muy justita en el grave pero cantante y artista de mucha clase, además de una bellísima señora. Suyos fueron los únicos momentos emotivos de una velada decididamente a olvidar.
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