Al Prokofiev le tengo especial cariño, porque fue lo primero que escuché –Pérez de Arteaga emitió en Radio Clásica a principios de los noventa el audio del Laser Disc– del maestro rumano. Nostalgias aparte, esta recreación es una joya. Sin alcanzar ni mucho menos el grado de perfección técnica, limpieza, distinción y sentido de lo apolíneo del registro de Giulini con la Sinfónica de Chicago (DG), Celibidache ofrece en esta filmación “de estudio”, sin público, acompañada de esos maravillosos ensayos –sin subtítulos en castellano– en los que el maestro rumano despliega todo su histrionismo facial, una recreación antológica en la que, además de desplegar el riquísimo sentido del color que en él es habitual, pone de relieve como nunca los aspectos más irónicos y socarrones de esta Primera sinfonía del autor –portentoso el tratamiento de las maderas– ofreciendo mucha retranca, pero sin excederse en la acidez, y sin merma alguna de la elegancia consustancial a la obra ni del vuelo poético que debe alcanzar -aquí lo hace como pocas veces- el segundo movimiento.
La lentitud de los tempi no debe echar atrás para nadie, porque la arquitectura está delineada sin fisuras. A destacar, por añadir algo entre tanta maravilla, los prodigiosos rubatos en la Gavotta y la alucinante manera en la que ésta se va acercando a la conclusión. Solo una pega: en los clímax del primer movimiento no se escucha del todo bien el entramado de las maderas.
La Sinfonía del Nuevo Mundo, personalísima y genial en grado sumo, ya es más discutible, porque no suena a Dvorák y sí bastante –con descaro en el arranque y el final del segundo movimiento– a Anton Bruckner. Nada de lo que escandalizarse, porque el arte celibidachiano tuvo en su última etapa mucho de transgresión estilística. La interpretación, por si ustedes no la conocen, es exactamente como imaginan, pero mucho ojo con los tópicos: es lentísima, concentrada, esencial, bellísima en lo puramente sonoro, altamente contemplativa y de una gran hondura diríamos que filosófica, sí, pero no dulce, ni amable, ni ensoñada, porque está recorrida de un permanente sentido trágico y los clímax, sin ser escarpados, alcanzan una enorme tensión. La manera de tratar la coda final, que suena mucho antes amarga que épica, demuestra hasta qué punto Celi sintoniza con el contenido expresivo de la partitura.
Desde el punto de vista técnico, por lo demás, el anciano maestro hace una verdadera exhibición de técnica de batuta, no solo por la ya referida manera de sostener el pulso, sino también por la riqueza del color y, sobre todo, por la manera que tiene, sin perder de vista la arquitectura global y fraseando con una naturalidad y una cantabilidad portentosas, de diseccionar la polifonía hasta el más mínimo motivo: dudo mucho que haya una sola interpretación de la obra donde se escuchen tantas cosas como en la presente. Encima el sonido, repetimos, es un muy buen estéreo, por mucho que los vendedores del producto no se enteren.
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