Me acerqué el domingo 14 de octubre al Teatro de la Zarzuela para ver el espectáculo que bajo el título Ay, amor preparó en 1995 para Bruselas y Basilea el malogrado Herbert Wernicke a partir de dos emblemáticas obras de Manuel de Falla: El amor brujo -la gitanería, no el mucho más breve ballet al que estamos acostumbrados- y La vida breve. Dirigía musicalmente este estreno madrileño no quien lo hizo en los primeros días, Juanjo Mena, sino Guillermo García Calvo, dos nombres ascendentes con los que el nuevo responsable del teatro, Paolo Pinamonti, sobre cuyo nombramiento tanto despotricaron los de siempre por el hecho de ser italiano, comienza su proyecto de traer batutas de fuste a la calle Jovellanos.
La primera parte me dejó relativamente frío. Al frente de un grupo muy reducido de instrumentistas, el director madrileño desplegó tempi espaciosos para desgranar el lirismo de la partitura y atender a la sensualidad que desprende la misma, pero por desgracia no suyo inyectar tensión interna -sin progresión alguna la danza del fuego- y no atendió a la tímbrica incisiva e incluso un poco stravisnkiana propuesta por Falla, tendiendo más hacia el Impresionismo. A mí me aburrió, tanto como la cantaora de turno, una Esperanza Fernández todo lo gran artista que se quiera, pero limitada en lo vocal y escasa en sutilezas. Tampoco la bailaora en que se desdoblaba Candelas, la ubetense Natalia Ferrándiz, ofreció dentro de su innegable corrección ese plus de magia necesaria para estar a la altura de los pentagramas. Lo mejor, el trabajo de Wernicke, marcadamente conceptual y de enorme belleza plástica, si bien sobran los desfiles de nazarenos de Semana Santa, erróneamente identificados por el alemán: los de negro son para él la muerte y los de blanco la vida.
En la segunda parte el nivel subió de manera considerable, y eso que La vida breve es obra desequilibrada en lo dramático e irregular en la inspiración. Pero aquí García Calvo, pese a tener a su servicio a una orquesta y un coro insuficientes, logró insuflar vida, emoción y aliento teatral a los pentagramas, todo ello sin caer (como hacen otros directores españoles y extranjeros) en el estruendo ni en el topicazo a la hora de poner en sonido los extensos pasajes orquestales. La comparación con las maravillas que hizo en Valencia Lorin Maazel no me parece procedente, porque hablamos de niveles que no tienen nada que ver el uno con el otro
No me tocó Lola Casariego como Salud, sino María Rodríguez. Me encantó: la voz me parece mejor ahora -con carne, rica en vibraciones, extensa en tesitura- y la chica canta con buena línea y emoción sincera, siempre desde la honestidad musical, sin desgarros ni gimoteos, en una concepción del personaje distinta de lo racial -Berganza- y de lo aniñado -de los Ángeles-. Junto a ella estuvieron una notable Milagros Martín, que fue de menos a más como la abuela, y un muy tosco pero efectivo Enrique Baquerizo como el Tío Salvaor. El tenor peruano Andrés Veramendi hizo lo que pudo con el siempre desagradable (para el público y para los cantantes) rol de Paco. Josep-Miquel Ramón estuvo bien como Manuel y se lució Gustavo Peña como la voz en la fragua. Triste encontrarse a la en otros tiempos reputada Milagros Poblador como miembro del coro cantando la vendedora primera.
A pesar de las muy convencionales coreografías diseñadas por la Candelas/bailarina de la primera parte, Natalia Ferrándiz, la escena funcionó muy bien gracias a Wernicke, de nuevo esencial y mayormente antinaturalista, “moderna” sin estridencias, y en general -salvando la escena del baile- alejada del tópico. La dirección de actores podía mejorar, aunque en la concepción de los personajes hubo detalles muy buenos. La aparición durante el interludio de Esperanza Fernández, espléndida como recitadora, enturbió un tanto la música pero le otorgó mayor solidez dramática a la obra. Bellísimo y estremecedor el final, donde el regista devuelve a la partitura -según sus propias palabras- la sutileza originalmente ideada por el gaditano -el final en fortissimo lo escribió por motivos comerciales- haciendo que la cantaora -sublime por fin Fernández- le cante la Nana de Sevilla (“Este galapaguito no tiene cuna…”) al cadáver de una Salud enterrada en una lluvia de pétalos. A mí se me saltaron las lágrimas.
4 comentarios:
Fernando, lo del galapaguito es original de la partitura o un añadido del tal Weinike. Hasta donde se estas canciones populares fueron musicadas por Garcia Lorca en 1.931 cuando las grabó con la Argentinita.Si lo lee Justo Romero tambien podia dar algo de luz.
Una pregunta, simplemente:
¿Transmitirá alguna cadena de radio o televisión online el concierto que daran Abbado Y Barenboim en La Scala el 30 de octubre? ¿La RAI, tal vez?
Es que no quiero perderme esta extraña reunión que promete ser el concierto del año.
Muchas gracias por tu comprensión, y saludos.
Lo que hubiera sido la caña es un binomio Barenboim/Karajan. ¿Nunca se produjo este encuentro?
Por si no lo ha visto:
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/10/17/actualidad/1350502769_344178.html
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