La Primera Sinfonía le duró 47 minutos, lo mismo que su grabación con la Sinfónica de Chicago de 1980, que era espléndida, pero tres menos que la de la Filarmónica de Berlín de 1996, con la que Barenboim rozó el cielo. ¿Anduvo en Granada desconcentrado? Un poco, particularmente en el cuarto movimiento, que sufrió evidentes caídas de tensión y necesitó mayor unidad. Tampoco la orquesta anduvo muy final, y no tanto por los gazapos puntuales como por su sonoridad vacilante. En cualquier caso fue una muy buena interpretación, equilibrada –mucho antes que virulenta- en el primer movimiento, de una atractiva mezcla entre espiritualidad y desazón en el segundo, sorprendente por el carácter ominoso del trío el tercero y, pese a los reparos antes apuntados, brillante sin la menor pesadez el cuarto. No todos los días se escucha un Bruckner así.
Si la Primera no dejó un agridulce sabor de boca, la Segunda Sinfonía me pareció la mejor que jamás he escuchado, registro de Giulini (Testament, 1974) incluido, pese a ser bastante más rápida que su último y soberbio registro (Teldec, 1997, siguiendo la edición de William Carragan). Sencillamente, no puedo concebir una más fascinante unión entre garra dramática, vuelo poético y hondura filosófica. El primer movimiento, en el que las maderas –no siempre afinadas- lucieron un sonido particularmente carnoso, respiró con naturalidad pasmosa en sus numerosos silencios. Increíble el segundo, cálido y elocuente a más no poder, trabajando con atención la polifonía para obtener una hermosísima sonoridad que poco a poco fue dando paso a una tensión tan soterrada como inquietante. En el el tercero, flexible y creativo, sobresalió la increíble belleza del trío, que fue quizá lo que menos bien le salió a Barenboim en sus dos grabaciones oficiales. El cuarto comenzó con una enorme fuerza y resultó un modelo de lógica constructiva, solo alcanzable por maestros con una técnica suprema (¡algunos siguen dudando de Barenboim como director!) y una absoluta convicción en la escritura bruckneriana. Un final tan elocuente como ajeno a la retórica puso fin a una interpretación muy difícilmente superable.
La Tercera, siendo magnífica, no alcanzó la altura de la Segunda del día anterior ni de la referencial interpretación con la Filarmónica de Berlín (Teldec, 1995), aunque sí la de su anterior grabación en Chicago (DG, 1980), siempre dentro –no me canso de repetirlo- de un enfoque distinto del de antaño. Hubo, ciertamente, mucho nervio y garra dramática en el primer movimiento, pero si ahora destaca por algo es por la naturalidad de su desarrollo. El segundo comenzó algo desconcentrado, centrándose poco a poco para ofrecer, a través de riquísimas sutilezas de la agógica, una interpretación más anhelante que extática, lo que no puede ser del gusto de todos. Estuvo muy bien el scherzo, particularmente por un trío rústico, flexible y distendido, sin la rigidez de su grabación en Chicago. Y sensacional el movimiento conclusivo, de nuevo una lección de cómo planificar tensiones y distensiones, de cómo cantar las melodías y de cómo extraer de la orquesta, adecuadísima, el necesario sonido organístico. Por cierto, ¡qué increíbles pianísimos!
Completando la calurosa velada del domingo, Barenboim nos ofreció en la primera parte del programa el Concierto para piano nº 27 de Mozart, último –aunque no el más inspirado- de su autor. Hubo importantes desencuentros con la orquesta que evidenciaron una probable falta de ensayos, pero en cualquier caso se trató de una enorme interpretación: bellísima, flexible, trasparente, equilibrada, elegante y apolínea a más no poder, muy delicada, pero en absoluto sosa, ingrávida o cursi, como tampoco ajena a la tensión interna ni a los imprescindibles tintes amargos que debe tener (Karl Böhm dixit) toda interpretación mozartiana. ¡Cuánto tendrían que aprender todos esos intérpretes, historicistas y no historicistas, que pretender convertir la creación del salzburgués en una cajita de música! Increíble la propina shubertiana ofrecida como encore.
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