viernes, 18 de febrero de 2011

La Inacabada de Schubert: una introducción


SCHUBERT: Sinfonía nº 7 (8), Inacabada, en Si menor, D. 759


El asunto trae de cabeza a musicólogos, críticos y aficionados: ¿por qué no completó Schubert su Séptima Sinfonía? Los dos sublimes primeros movimientos están completamente terminados en un manuscrito autógrafo que data de octubre de 1822. El tercero puede reconstruirse con cierta facilidad: el trío central apenas está iniciado, pero el scherzo se encuentra completo en versión para piano y parcialmente orquestado. Del cuarto no hay nada, aunque hay quienes han especulado que, una vez resignado a dejar la partitura sin concluir, transformó su música en uno de los intermedios de Rosamunde. ¿Estuvo la obra alguna vez completa del todo y se ha perdido lo que falta? Todo apunta a que no, a que Schubert la dejó así, y tampoco hemos de extrañarnos: en los años inmediatamente anteriores ya el artista había dejado varias sinfonías sin terminar, aunque en ninguna de ella llegase -como en ésta- a completar movimiento alguno. ¿No tuvo tiempo o fuerzas para rematarla? Pues tampoco, porque sí que fue capaz de levantar posteriormente su impresionante Sinfonía en Do Mayor “La grande” (Octava o Novena, como ustedes prefieran, porque la Séptima de la numeración antigua nunca existió). Y también en esos últimos años de su vida fue capaz de escribir obras maestras absolutas del calibre de su cuarteto La Muerte y la doncella, el Quinteto para cuerdas D. 956, sus últimas sonatas para piano o los ciclos de canciones La bella molinera y Viaje de Invierno. ¿Consideró el artista que, llegado al final del segundo movimiento, la obra había quedado tan perfecta que seguir adelante la hubiera estropeado? Si esta explicación más bien “romántica” está hoy considerada como bastante improbable en el caso de otra célebre “inacabada”, la Novena de Bruckner, con menos razón puede ser aceptable en una página como la que escuchamos esta noche, que aún pertenece a un periodo, el del Clasicismo, en el que una estructura semejante para una sinfonía hubiera resultado de todo punto inaceptable.

¿Miedo a la hora de enfrentarse, rematando una obra tan sombría, ante sus miedos y angustias vitales? Resulta demasiado melodramática esta otra argumentación, pero sin embargo parece probable que, aunque de otra manera, sí que pudiera haber influido en el abandono de la partitura el conocimiento por parte del compositor de que había contraído un virus, el que a la postre acabaría con su vida: el de la Sífilis, ese misma enfermedad que segará las trayectorias de Donizetti y Schumann y que perturbará de manera considerable los últimos años de Gioachino Rossini. Los últimos meses de 1822 los pasó en una clínica enfrentándose a una enfermedad que por entonces era mortal. Al salir de ella el compositor vienés no debió de sentirse con ganas de continuar con la labor, menos aún cuando tenía pendientes varios encargos de relevancia. Y cuando años después decidió retornar al mundo sinfónico algo muy grande había sucedido en la historia de la música: el estreno en 1822, en la propia ciudad de Viena, de la Novena Sinfonía de su admiradísimo Ludwig van Beethoven (al que, apuntemos la curiosidad, apenas se atrevió a acercarse en persona). La conmoción debió de ser tal que, sabiéndose inferior en su dominio del género sinfónico al genial sordo, dejó definitivamente inacabada la Sinfonía en Si menor para responder al desafío beethoveniano con una obra muy distinta en espíritu, La Grande, que no en vano cita en su cuarto movimiento al ya por entonces célebre Himno a la Alegría.

La paradoja reside en que pese a este complejo de inferioridad que no dejaba de estar hasta cierto punto justificado (¿ha habido alguna vez sinfonista tan genial como Beethoven?), el sin duda menos visionario pero más lírico y elegante Franz Schubert superaba al autor de la Heroica en al menos un aspecto: su inspiración melódica, esa que le permitió durante su breve trayectoria dejar a la posteridad la más admirable colección de lieder jamás escrita. La Sinfonía Inacabada que nos ocupa es también buena muestra de semejante habilidad, empezando por ese punzante tema que, tras una sombría introducción en la cuerda grave, nos hace sentir dolor en nuestras entrañas, y continuando por esa otra melodía, dulce y conmovedora, que intenta mitigar con su infinita ternura el desgarro producido por el anterior. La combinación de uno y otro, alternándose y desarrollando las correspondientes variaciones, generan la estructura sonata -puramente clásica-que da forma al primer movimiento, Allegro moderato. Un puntual pero sapientísimo uso de las disonancias y un magistral uso expresivo de los silencios, que pesan aquí como una losa, otorgan una poderosísima fuerza expresiva a esta página que concluye con una coda acongojante.

El Andante con moto -tempo sorprendente por no ser mucho más lento que el del movimiento anterior, como mandan los patrones clásicos- se basa igualmente en el principio del contraste, aunque aquí no es solo melódico sino también de dinámicas y volúmenes orquestales pues, aun haciendo uso de una plantilla ortodoxa para su tiempo (nada que ver con lo que Berlioz iba a desplegar en la Fantástica tan solo siete años más tarde), Schubert confronta texturas casi camerísticas en las que sorprende la magistral utilización de una total economía de medios (¡qué agridulce manera de hacer cantar al clarinete y al oboe!), con rebeldes explosiones sinfónicas que han sido comparadas con las de la poderosa marcha fúnebre de la Heroica beethoveniana. Hemos de insistir en que la obra es ajena a connotaciones extramusicales, pero nadie puede negar que hay dolor, mucho dolor y mucha rabia, en el seno de esta apolínea, elegantísima y aparentemente simple partitura. Cómo hubiera podido quedar terminada no lo sabremos nunca, y los intentos hasta ahora realizados -el más sensato y conocido de ellos el de Brian Neuhold- han resultado frustrantes, porque la calidad de los añadidos no alcanza a los dos primeros movimientos.

En cualquier caso Schubert no se debía de sentir poco orgulloso de esta sinfonía en su forma inconclusa, pues así se la regaló a su amigo Josef Hüttenbrenner como gesto de agradecimiento ante el galardón que en 1823 le había otorgado la Sociedad Musical de Graz. Lo extraño es que Hüttenbrenner, en lugar de entregárselo a la referida asociación, no dijo nada a nadie y le pasó el manuscrito a su hermano Anselm. Solo treinta y siete años después de la muerte de Schubert, en 1865, se hizo pública la existencia de semejante partitura -durante la vida del compositor nadie sabía de ella- entregándosela al director Johann von Herbeck, que la estrenó en Viena completándola con la adición del último movimiento de la Tercera Sinfonía del propio Schubert. Muchos fueron los extasiados ante la acongojante belleza de la obra, aunque aún era demasiado pronto para que alguien percibiera que la dirección en la que apunta el compositor señalaba hacia un artista que por entonces, y sin salir del territorio austriaco, estaba dando sus primeros pasos en el mundo sinfónico: Anton Bruckner.

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Notas escritas para el concierto que la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria ofreció bajo la dirección de Günther Herbig el 17 de diciembre de 2010.

2 comentarios:

pastoso dijo...

Dumbda du! Interesantes notas que hablan más de las motivaciones que de la la historia.

Una preguntilla: ¿es posible que le reconociera ayer sábado (19) en el corte inglés de sol? ¡ay ay, Barenboim en Madrid!

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Obviamente el de ayer en En Corte Inglés por la tarde era yo. Haberme saludado, hombre, salvo que desee mantener la incógnita de su identidad... Y esta tarde Barenboim, claro :-)

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