Liszt en Valencia
En el Palau de la Música de la ciudad del Turia actuó junto a la Orquesta de Valencia por mediación del titular de la misma, Yaron Traub, antiguo asistente del maestro. El artista tocó los dos conciertos con enorme esfuerzo físico, lo que creo que no le sienta mal a estas partituras. El concepto de “lucha” del intérprete contra la materia es, como el propio Barenboim ha señalado en sus escritos, una parte indispensable de la interpretación en un Beethoven, y me parece que la misma idea se puede aplicar a Liszt. Otra cosa, claro está, es que hubiera una importante cantidad de imprecisiones, roces y notas falsas. ¿Importó? Muy poco, porque la manera en que el artista buceó en las múltiples facetas expresivas de las partituras fue portentosa. No solo atendió, como en él era de esperar, a los tintes oscuros, turbulentos y hasta macabros de la escritura lisztiana, sino que además hubo mucho de sensualidad, de vuelo lírico y de emotividad, como también de carácter épico y triunfal, aunque esto último sin la menor retórica. Y todo ello jugando muy peligrosamente con el delicado equilibrio entre mente y corazón, arriesgándose a cometer tropiezos con tal de conseguir los fines expresivos necesarios; lo importante no es la perfección formal, sino el concepto, por lo que no cabe una sola frase musical que no tenga un “significado” más allá de la brillantez sonora. El resultado, con todos los reparos de ejecución que se quieran poner, fue absolutamente genial. Quizá Arrau, en su increíble grabación con Sir Colin Davis, haya llegado aún más lejos en lo que a poesía se refiere, pero no en riqueza de concepto, densidad filosófica e incandescencia emocional.
La enloquecida, furiosísima y arrebatadora coda del Primer concierto –ofrecido en segundo lugar- arrancó encendidos aplausos que fueron correspondidos por tres propinas en las que de nuevo Barenboim hizo gala de un fraseo de impresionante naturalidad en su respiración, una riquísima paleta de colores y una potencia creativa inigualable: la Consolación nº 3 de Liszt, el onírico Vals olvidado No. 1 del mismo autor y nada menos que la Polonesa Heroica de Chopin, página en la que de nuevo se arriesgó muchísimo –con los comprensibles tropiezos- con el fin de arrojar mil y una luces nuevas sobre tan manoseada partitura. ¡Qué manera tan distinta, lírica y digamos “humanística”, de enunciar el celebérrimo tema principal! Increíble.
Yaron Traub, por su parte, realizó la noche del viernes 18 de febrero el más convincente trabajo que le he escuchado hasta la fecha, dirigiendo con enorme solvencia los dos conciertos y acertando con las piezas orquestales que completaban la sesión. Les Préludes de Liszt estuvieron muy bien trazados y ofrecieron un enfoque ante todo épico y extrovertido sin caer en la ampulosidad; un poco más de sensualidad no le hubiera venido mal. En cuanto a la obertura de Maestros Cantores, el resultado me recordó -salvando las distancias- a mi versión favorita, la de Barenboim con la Orquesta de París: lenta, muy bien paladeada en sus melodías, mucho antes lírica que chispeante y conducida con singular grandeza hacia un final cálido y sin pizca de retórica. Sobraba, eso sí, alguna excentricidad. Por otra parte Traub debe trabajar más aún determinados aspectos técnicos, toda vez que la orquesta, en la que los violines estaban colocados acertadamente de manera antifonal, presenta serias limitaciones. No obstante hay que quitarse el sombrero ante el chelista Iván Balaguer, impresionante en el bellísimo solo del Segundo concierto lisztiano.
Schubert en Madrid
La tarde del domingo 17 le escuché el recital Schubert que ofreció en el Auditorio Nacional. No pudo haber mayor diferencia con lo presenciado esa misma mañana en el mismo recinto madrileño, es decir, el Tercero de Rachmaninov por Yuja Wang ya comentado por aquí (enlace): frente a la aséptica e insensible perfección técnica de la pianista china, la imperfecta poesía del de Buenos Aires. O sea, la música de verdad –emoción más reflexión, a partes iguales- frente al más vacío virtuosismo al servicio de la nada. En cualquier caso lo más apasionante para quienes admiramos desde hace mucho el arte de Barenboim es ver cómo están cambiando sus maneras de ver las cosas. No sólo es que interprete ahora el Schubert pianístico mucho mejor que antes (¡pianista en decadencia, dicen algunos!), sino que en líneas generales su concepto de la interpretación musical es ahora más rico y, al mismo tiempo, más esencial. La evolución comenzó a notarse con su Clave bien temperado y la última grabación de las Sonatas de Beethoven, y se puede detectar en su Tristán milanés, en sus más recientes interpretaciones de Bruckner, en su Chopin filmado en Varsovia o en este Schubert. En las notas al programa Luis Gago se preguntaba si en estas sonatas D. 894 y D. 958, antepenúltima y penúltima de su autor respectivamente, podrían corresponder a ese “Late Style” del que hablaba Edward Said en su libro póstumo (editado en castellano por la Fundación Barenboim-Said, dicho sea de paso). Y yo me permito preguntarme ahora si el de Buenos Aires, tras sesenta años de carrera, ha entrado ya en su particular estilo tardío. Un estilo que estaría caracterizado por una parcial -y solo parcial- renuncia a ese denso y profundo sentido trágico que tantas veces le ha llevado a no hacer concesiones, para enriquecer el concepto con aspectos tales como la delicadeza, la ternura y, por qué no, la espiritualidad trascendida. Tal vez triunfa finalmente en Barenboim el espíritu sobre una materia “desmaterializada” en su divina imperfección formal, como en Miguel Ángel o en El Greco al final de sus vidas. O como en un Furtwaengler, un Celibidache o un Giulini, podríamos añadir.
Sea como fuere, su interpretación de las dos sonatas fue sensacional. Los tempi, más bien lentos, permitieron paladear las melodías con la mayor cantabilidad posible, pero el pulso no se vino abajo en ningún momento. El fraseo fue siempre natural, fluido, elegante, y estuvo matizado con tanta flexibilidad como sutileza, atendiendo particularmente al peso de los silencios y de los acordes. El toque fue riquísimo en su pulsación, tanto en dinámica como en colorido (¡qué mano izquierda!), sin necesidad de exagerar los contrastes pero sin caer tampoco en la tentación de buscar la belleza sonora en sí misma. Muy sensible el pedal, elegantísimo el legato, pero sin rastro de dulzonería. E impresionante la planificación de las tensiones en cada movimiento y hasta en cada frase, todo ello sin que el equilibrio digamos “clásico” y el sentido de lo apolíneo se resintieran lo más mínimo. Interpretaciones excelsas, pues, en las que quisiera destacar el tercer movimiento de la Sonata en Sol Mayor y los dos extremos de la Sonata en Do Menor, realmente creativos. En las propinas, el Momento musical nº 3 y el Impromptu Nº 2, páginas que había grabado para DG en los años setenta, quedó bien claro lo mucho que ha profundizado en el mundo schubertiano un Daniel Barenboim que es cada día un pianista más genial y admirable. Lástima que, como les contaré en una próxima entrada, apenas pude disfrutar de tan excelso recital por culpa de la energúmena que me tocó al lado. ¿Cómo es posible tener tanta belleza delante y llevarse todo el tiempo navegando por internet con el móvil?
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