jueves, 13 de mayo de 2010

Cómo me convertí en melómano

El siguiente artículo lo escribí a petición de la revista Ritmo para una serie en la que sus colaboradores íbamos contando la manera en la que nos aficionamos a la música. En un principio me mostré reacio a participar, porque no le veía mucho interés a escribir sobre mí mismo, pero luego me di cuenta de que tenía un mensaje que lanzar. Un mensaje que sigue hoy más vigente que nunca, en un momento en el que en España se nos viene encima el estado del bienestar.

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VOLUNTAD Y MEDIOS

¿Cuáles son las circunstancias que habitualmente confluyen para que se despierte la sensibilidad musical? El ambiente familiar suele generar su caldo de cultivo, como en los últimos meses otros colegas han venido explicando. En mi caso particular, la afición de mi padre por la música -como la de mi madre por la historia del arte- ejerció una influencia decisiva sobre mi futuro. Aquellas colecciones de quiosco en las que el primer número estaba protagonizado por Karajan empezaron a familiarizarme con algunos nombres, pero en ese momento me dejaron más honda huella las casetes con arreglos de temas de películas famosas. Y es que éstas tendrían como consecuencia el desarrollo de una irrefrenable fascinación por las bandas sonoras -así como por el cine en general- a lo largo de mi adolescencia.

Sea como fuere, me gustaría que estas líneas sirviesen para valorar esas iniciativas ajenas a uno mismo y a su entorno inmediato sin las que difícilmente se puede formar un interés y una sensibilidad por lo que no sea la música de consumo masivo. Es decir, todo aquello que en nuestro tiempo de salvaje neoliberalismo económico podemos perder en un descuido. Por ejemplo, ¿se han parado a pensar que hubiera sido de tantos y tantos de nosotros sin Radio 2? Debo mucho a Pérez de Arteaga y a su clásico “El mundo de la fonografía”, programa que en un primer momento seguía para escuchar las bandas sonoras que aún hoy tiene por costumbre poner en antena. Por no hablar de aquella Radio 3 de los buenos tiempos. Quien esto suscribe se levantaba los fines de semana a las ocho para oír la sección de música cinematográfica que ofrecía, con voz seductora, Ana Vega Toscano. De esta manera podía disfrutar, sin tener que estar continuamente sacándole dinero a mis progenitores, de las novedades de mis amados Barry, Williams, Goldsmith o Morricone, así como de clásicos como Rózsa, Rota y, sobre todo, Bernard Herrmann, cuya música me sigue acongojando como pocas.

Poco después llegó la clásica. Siendo estudiante en la capital hispalense, acudía una semana tras otra a los conciertos de la recién creada Sinfónica de Sevilla en la Sala Apolo, aprovechando los precios reducidos para universitarios; así pude acercarme al repertorio de la mejor manera posible, es decir, en directo. Otro acontecimiento resultaría trascendental por esas mismas fechas. Un amigo de la familia puso en mis manos un ejemplar de cierta revista cuyo nombre resultará obvio para el lector. Empeñado en ablandar mi duro oído haciéndome con versiones de altura, comprobé pronto que los Klemperer, Giulini y Barenboim eran también los intérpretes más afines a mi propia sensibilidad. Luego conocería otras publicaciones de gustos diferentes de los míos, las cuales me permitirían practicar el saludable ejercicio de poner en tela de juicio las convicciones propias.

La suerte estaba echada. Siendo la radio mi principal suministro de grabaciones, y atento siempre a pillar ofertas en las tiendas y chollos en las colecciones de quiosco, comencé a explorar el sinfonismo programático y algunos clásicos del XX -es en Prokofiev y Shostakovich, junto con el citado Herrmann, donde más me encuentro a mí mismo-. Luego me encaminé hacia el resto del repertorio, aun a costa de dedicar menos tiempo a mis compositores favoritos y de pararme a escuchar aquello que en un primer momento no me interesaba especialmente. Así hasta convertirme en un melómano incorregible y un apasionado del fenómeno de la interpretación musical.

Si se extrae alguna conclusión de esta historia tan cotidiana es la de que, siendo el esfuerzo propio por ampliar horizontes indispensable, la labor divulgativa de los medios de comunicación, el acercamiento de instituciones como teatros y orquestas a los públicos potenciales, así como la existencia de buenas revistas especializadas, resultan vitales para que continúen germinando nuevos melómanos. En fin, que hace falta voluntad, pero también medios. Ojalá que éstos no falten a las generaciones venideras.

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Artículo publicado en el número de junio de 2003 de la revista Ritmo.

4 comentarios:

Poppea dijo...

Me ocurrió lo mismo:mi familia no es aficionada a la música, mi entorno tampoco favorece interesarse uno por la música "clásica" Me dijeron que este camino que uno toma lo considera como una forma más de expandirse personalmente.En mi caso, la labor de mi profesora de música en la ESO fue también decisiva.Al contrario que tú, mi fuente de conocimiento y audiciones la encuentro en Internet,no en la radio.

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Hombre, es que cuando yo comencé no existía Internet. Los jóvenes de hoy lo tienen infinitamente más fácil, gracias a la red, a la hora de hacerse con una discoteca básica. Yo tenía que dedicarme a rastrear en el boletín de Radio Clásica, apuntar todo lo que me interesara y estar pendiente de la transmisión para grabarla. Con frecuencia las grabaciones no quedaban bien, tanto por el cambio de cara de la cinta a los cuarenta y cinco minutos como por la deficiente calidad de recepción de la señal en mi casa. Pero es lo que había...

vicentin dijo...

En mi caso todo empezó con cassetes de bajo coste que me compraba en mercadillos de mi ciudad. En la andalucia profunda era (y es) dificil encontrar un disco y no digo mas encontrar personas con las que compartir tu aficion,pero con los conciertos de Juventudes musicales (QEPD) Y de la programacion del Gran teatro iba cogiendo poco a poco album bagage.tambien,afortunadamente, ahi estaba Radio 2 clasica y con los boletines que todos los meses recogia en una tienda de revistas (ya desaparecida) y con los discos que me iban regalando (recuerdo que un vinilo costaba 900 pelas) y las cassetes pirateadas de la radio y de colecciones de amigos de la familia
Tambien me ayudó mucho la bilioteca publica con las ediciones de RITMO Y SCHERZO QUe llegaba a fotocopiar. Todo era poco.Esos primeros años solo oia musica barroca y del clasicismo.Cosas de la edad...

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Pues sí, Vicentín, yo también tenía el boletín de Radio 2 como herramienta básica. Y también me hartaba, durante los años en que estudiaba Geografía e Historia en Sevilla, de fotocopiar páginas de Scherzo y Ritmo (mi presupuesto no me permitía comprarlas). Por cierto que siempre preferí las críticas discográficas de la segunda a las de la primera: me sentía mucho más identificado con ellas. No podía entonces imaginar que terminaría escribiendo en la misma y que algunos de mis críticos favoritos terminarían siendo buenos amigos míos :-)

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