viernes, 18 de diciembre de 2009

La primera sinfonía de Shostakovich

Hoy y mañana se escuchará en Sevilla, a cargo de la Orquesta de Extremadura, la admirable Primera Sinfonía de Shostakovich. Por eso traigo ahora las notas que sobre la misma escribí para un concierto ofrecido por la Filarmónica de Gran Canaria el 16 de octubre de 2009. He modificado sustancialmente las primeras líneas, que enlazaban el texto sobre esta partitura con el resto de las notas al programa.
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Dimitri Shostakovich hizo gala de una asombrosa precocidad en su madurez artística: tan solo contaba diecisiete años cuando en 1923 comenzó a gestar su Sinfonía nº 1 en fa menos, op. 10. La partitura, en principio un mero trabajo escolar escrito con motivo de su graduación en el conservatorio de su ciudad natal, fue finalizada el 1 de julio de 1925 y estrenada el 12 de mayo del año siguiente por la propia Filarmónica de Leningrado bajo la dirección de Nikolai Malko, todo un lujo -costeado por la propia institución- para un joven que aún no era nadie en el mundo de la música.

La obra, que triunfó de manera apoteósica en su estreno soviético y, un poco más tarde, en su ejecución por la Filarmónica de Berlín de la mano de Bruno Walter, ya resulta admirable no sólo por el pleno dominio de los recursos por parte de un adolescente, sino también por la redondez del resultado: de las otras catorce sinfonías que gestaría a lo largo de su dilatada carrera, muy pocas (Cuarta, Octava, Decimoquinta, por delante de las celebérrimas Quinta y Séptima) parecen abiertamente superiores a esta sensacional partitura.

Pero es que además, pese a las más que comprensibles influencias que se van a detectar, en esta Primera Sinfonía Shostakovich nos ofrece ya una personalidad definida, siendo reconocible la mayor parte de los rasgos que van a identificar su labor creativa. Lo comprobamos ya en el burlón arranque del primero de los cuatro movimientos, que a pesar de su clásica estructura en forma sonata ofrece una discontinuidad y un deslavazamiento que, como ha señalado Leonard Bernstein (uno de los mejores traductores de la partitura y uno de sus más certeros estudiosos: las explicaciones que acompañan su filmación editada en DVD son fascinantes), ponen de manifiesto la rebeldía de un “niño malo” que intenta burlarse de la tradición y jugar con el oyente sorprendiéndole con desarrollos inesperados, defraudando sus expectativas y ofreciendo caricaturas donde se podría esperar -y más en una obra de graduación- un intento de desplegar brillantez sonora y profundidad dramática.

Si la burla y el sarcasmo -más y más agrios conforme pasan los años- se van a convertir en auténtica marca de la casa, también lo son los aires cinematográficos y vodevilescos, incluso circenses, bien presentes en el tema marcial de este primer movimiento y en el vals (segundo tema de la forma sonata) que le sigue. Ambos parecen beber de las improvisaciones que el autor llevaba realizando desde 1924 frente a la gran pantalla, sin que podamos olvidar la más que obvia referencia al ballet Petrushka que Stravinsky había estrenado en 1911, tanto en lo que a la parquedad de su instrumentación se refiere -apenas hay tutti orquestales- y a su tímbrica descarnada, incisiva, como a los -más inquietantes que desenfadados- aires de teatro de marionetas: el recurso a lo guiñolesco como metáfora del ser humano va a ser otra constante en la obra de Shostakovich, desde aquí hasta el primer movimiento de su nihilista Decimoquinta sinfonía.

A la influencia de Stravinsky se suma la de Sergei Prokofiev en el breve segundo movimiento, un Allegro que funciona a la manera de scherzo en el que de entrada sorprende el falso arranque a cargo de de violonchelos y contrabajos (la misma melodía pero con notas de diferente duración: nuestro gamberro autor pretende crear la impresión de que no saben tocar juntos). Tras esta broma se van a ir alternando un tema vivaz, humorístico, que ofrece la aparición -casi concertante, a la manera de la citada Petrushka- de un piano, y un tema lento (Meno mosso) más bien sombrío e inquietante, punteado por el triángulo y por los redobles de la caja. La crispación con la que terminan mezclándose los dos temas anuncia el giro que va a realizar la obra tras este movimiento, cerrado brutalmente por los golpes percutivos del piano: la sátira juvenil se va a transformar en un hondo patetismo de amplio aliento romántico.

Efectivamente, un desolado solo de oboe abre el Lento, que nos adentra en un mundo de tristeza infinita que se hace aún más sobrecogedora cuando las trompetas nos conducen hasta un ominoso Largo cuya atmósfera enrarecida, patética y no poco nihilista, nos hace descubrir el más claro antecedente de la espectral Passacaglia de la Octava Sinfonía, si bien aquí el tema no permanece en pianísimo sino que por momentos se transforma en una áspera, tensa y rebelde marcha fúnebre, otra de las fórmulas que se va a convertir en identificativas del compositor (fundamental en la sinfonías Cuarta, Undécima y Decimoquinta, por ejemplo). Sea como fuere, el buen melómano podrá percibir que dicha fórmula nos habla, en esta obra temprana, de la gran influencia que planea sobre todo este movimiento: la de Gustav Mahler, claro está, a la que hay que añadir la de un Richard Wagner -hay citas más o menos directas del Anillo y de Tristán- , compositor que llegó a Shostakovich filtrado a través del autor de La Canción de la Tierra.

Un largo redoble de caja nos hace pasar sin cesura alguna al último movimiento, que enlaza con el anterior no sólo en su material temático, sino también en el marcado carácter trágico que lo impregna. En él la atmósfera se va enrareciendo poco a poco hasta que la tragedia que se ha venido mascando desemboca en un pasaje lleno de crispación y visceralidad, con chirriantes figuraciones en la cuerda y la significativa recuperación de un piano percutivo.

Tras el estallido de toda la tensión acumulada se produce una dramática e inesperada ruptura del discurso musical a cargo de un solemne solo de timbal que retoma, invertido, un motivo rítmico del anterior movimiento. Un doliente solo de violonchelo conduce a un apasionadísimo pasaje digamos “romántico” (según Bernstein nueva cita del Anillo, más concretamente del despertar de Brunilda) tras el que parece salir la luz, brillando la orquesta, por primera vez en la partitura, con el más resplandeciente fulgor sinfónico. No nos engañemos: se trata de un falso final feliz, el primero de los muchos que se podrán encontrar en la obra del compositor, en el que una forzada explosión triunfalista -en la coda hay más frenesí que carácter afirmativo- intenta ahogar el lamento y congoja.

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