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Los veintiocho años de carrera de Gaetano Donizetti (1797-1848) dieron para setenta y cinco óperas, veintiocho cantatas, ciento quince obras de música religiosa, dieciocho cuartetos, tres quintetos, trece sinfonías y numerosas arias de concierto y piezas instrumentales. Los datos -tomados de esa excelente Breve historia de la ópera de Jesús Trujillo Sevilla en la que, no vamos a ocultarlo, se vierten duras opiniones sobre el autor de Lucia di Lammermoor- hablan por sí solos de una trayectoria extraordinariamente prolífica e injustamente breve, siendo cercenada por la sífilis antes de que el compositor alcanzara la plenitud de una inspiración que, aun habiéndonos legado algunas páginas excelsas, hasta entonces se había mostrado un tanto irregular y esquiva.
Domenico Gaetano Maria Donizetti nació en Bérgamo el 29 de noviembre de 1797, justo el mismo año en que lo hacía Franz Schubert. Cinco años antes había visto la luz Gioachino Rossini, apenas unos meses más tarde de que falleciera Mozart. Dicho de otra manera: el mundo que van a vivir los dos italianos y el austríaco es el de la transición del Neoclasicismo (el Clasicismo musical) al Romanticismo, estilos entre los que nuestro autor se va a mover continuamente a lo largo de su prolífica trayectoria. Lo que ocurre es que mientras el creador de Viaje de invierno va a consagrar sus mayores esfuerzos al lied y a la música sacra, los otros dos van a ser, junto con el algo más joven Vincenzo Bellini (n. 1801), las grandes luminarias de la ópera italiana que van a brillar en el espacio de tiempo comprendido entre la desaparición del citado Mozart y la madurez de ese otro gran genio, ya plenamente romántico, que es Giuseppe Verdi, de quien el autor de La Favorite es el más claro precursor.
Nacido en el seno de una modesta familia sin particular interés en la música, el joven Donizetti tuvo la enorme fortuna de entrar en contacto a sus nueve años con el compositor bávaro Johann Simon Mayr, a la sazón prolífico autor de óperas en estilo italiano que por entonces ejercía de maestro de capilla en la catedral de Bérgamo. Mayr no sólo le impartió provechosas clases teóricas que le formaron en el espíritu del clasicismo vienés (Haydn, Mozart y el joven Beethoven, este último aún en vías de realizar su gran revolución), sino que además, una vez frustradas sus tentativas en la cantoría catedralicia debido a serias limitaciones vocales, concertó y financió parcialmente su desplazamiento al Liceo Musical de Bolonia para estudiar con el prestigioso Stanislao Mattei, a su vez maestro de Rossini.
Y no solo eso. Habiendo mostrado Donizetti ya en su trayectoria estudiantil algunas habilidades en la escritura vocal, fundamentalmente con Il Pigmalione (cuyo estreno aún se haría esperar), Mayr logró que el teatro San Luca de Venecia le brindara a sus veintiún años la oportunidad de realizar su presentación en el terreno de la lírica. El resultado sería la ópera Enrico di Borgogna (1818), a la que pronto seguirían algunos otros títulos escénicos y diferentes páginas tanto sacras como camerísticas.
El giro en su trayectoria vendría con una invitación nada menos que del Teatro Argentina de Roma -pocos años antes se había estrenado en él El barbero de Sevilla-, invitación que se saldaría el rotundo éxito de Zoraida di Granata en 1821, que a su vez le abrió las puertas de un Nápoles que por entonces dominaba el todopoderoso empresario Domenico Barbaja. Comenzaba así para Donizetti una larga etapa napolitana en la que nuestro autor trabajaría muy intensamente para el prestigioso Teatro San Carlo al tiempo que intentaba satisfacer compromisos con centros tan prestigiosos como La Scala de Milán (fracaso de Chiara e Serafina en 1822) o el Teatro Valle de Roma (enorme éxito de L'ajo nell'imbarazzo en 1824), al tiempo que con Alahor in Granata (Palermo, 1826) recibía críticas (bastante justificadas, como pudimos comprobar en su recuperación mundial en el Maestranza) por sus evidentes deudas rossinianas.
En cualquier caso la intensidad de su trabajo logró convertirle a partir de 1828 en director del Teatro Real de Nápoles, un cargo que le ofrece estabilidad a su reciente matrimonio y en el que va a permanecer durante diez años algo menos intensos en lo que a cantidad de producción lírica se refiere, pero más felices en inspiración, lo que se evidencia en el éxito de L’esule di Roma (Nápoles, 1828) y, sobre todo, de Anna Bolena (Milán, 1830), título que no solo evidencia ya una más clara definición en su estilo, sino que además hace a Donizetti famoso a escala europea, colocándole en primera línea de la lírica italiana.
La mera enumeración de algunos de los títulos que vendrían a continuación confirma que Donizetti entraba en su más fructífera etapa: L'elisir d'amore (Milán, 1832), Lucrezia Borgia (Milán, 1833), Maria Stuarda (Milán, 1835), Lucia di Lammermoor (Nápoles, 1835) y Roberto Devereux (Nápoles, 1837) siguen siendo páginas básicas del repertorio. Por desgracia las circunstancias personales se muestran extraordinariamente duras: entre 1835 y 1836 pierde a sus progenitores y en julio de 1837 su esposa Virginia Vasselli fallece cuando intentaba -el niño nace muerto- dar a luz. La joven tenía solo veintinueve años. Y el mismo Donizetti -que contaba cuarenta- ya había reconocido hace tiempo en sí mismo los síntomas de la sífilis que probablemente había generado los problemas de su esposa.
Sumido en una más que comprensible depresión, Donizetti termina de derrumbarse cuando ve frustradas sus esperanzas, ese mismo año fatídico de 1837, de convertirse en nuevo director del Conservatorio de Nápoles, donde llevaba algunos años impartiendo clases de contrapunto. Decidido a salir del agujero cambiando de aires y a la vista sus continuos choques con la censura napolitana a causa de sus libretos, nuestro artista toma conciencia de que no tiene más a lo que aspirar en el sur de Italia y, siguiendo los pasos de Rossini, decide materializar su sueño de vivir y trabajar en París.
En la capital francesa va a permanecer desde octubre de 1838 hasta casi el final de sus días. Durante los tres primeros años se limita a reponer viejos títulos sin componer nada nuevo, pero una vez superado el bache vuelve a recuperar el pulso creativo -no así la inspiración, según algunos especialistas- con obras como La fille du régiment (Opéra-Comique, 1840) o La favorite (Théâtre de l'Académie Royale de Musique, 1840), bien recibidas por el público parisino, al tiempo que La Scala vuelve a requerir sus servicios con Maria Padilla (Milán, 1841).
En 1842 sus horizontes se amplían con una apetecible propuesta de la corte imperial vienesa ofreciéndole un trabajo no sólo bien remunerado, sino también lo suficientemente flexible como para permitirle cumplir con sus otros compromisos. De este modo puede escribir Linda di Chamounix y Maria di Rohan para la capital austrohúngara (1842 y 1843 respectivamente), Caterina Cornaro para el San Carlo (abucheada en su estreno en enero de 1844) y su excelente Don Pasquale (1843) para el Théâtre-Italien parisino, que se convierte en canto del cisne no solo del propio Donizetti sino de toda la vieja tradición de la ópera bufa.
Desdichadamente la enfermedad no perdona. Los síntomas se agravan y Dom Sébastien (Paris, noviembre de 1843) es la última obra que logra completar. Il Duca d’Alba queda inconclusa porque el autor se muestra ya incapaz de enfrentarse a un pentagrama. Los trastornos neurológicos -propios de la sífilis en su tercera y más peligrosa fase- terminan transformándose en demencia, hasta el punto de que en 1846 ha de ser ingresado en un sanatorio mental a las afueras de París. La presión de su círculo de amigos y familiares logra que se le traslade en otoño de 1847 a la vivienda de la Baronesa Rosa Rota-Basoni en su Bérgamo natal. Donizetti fallece el 8 de abril de 1848, a los cincuenta años de edad, mientras en Europa estalla la mayor revolución política de todo el siglo y allá a lo lejos suenan los acordes del piano en el que Richard Wagner completa Lohengrin.
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