Soy consciente de que emitir una valoración muy negativa sobre un espectáculo en el que se han invertido mucho dinero, mucho tiempo, mucho esfuerzo, muchos conocimientos y muchas ilusiones tiene por fuerza que sentar mal a algunos. Pero lo único que soy capaz de escribir es lo que realmente pienso (que no es “la verdad”, sino sencillamente eso: mi opinión). Aunque me busque problemas.
Sospecho que me irá mal con lo que ahora voy a decir de este Tristán e Isolda que ha estrenado, ayer viernes 23 de mayo, el Teatro de la Maestranza. Sobre todo porque, según me dicen, me encuentro en franca minoría en mi valoración de que el resultado fue de una alarmante mediocridad.
Me irritó la dirección de Pedro Halffter. El maestro madrileño, que se acercaba por primera vez a la complejísima partitura, hizo un esfuerzo ímprobo por hacer sonar bien a la orquesta a lo largo de las cuatro horas de música. Y lo logró. ¡Vaya si lo logró! Pero a costa de ofrecer una recreación flácida, deslavazada, morosa (que no lenta) e insustancial de semejante obra maestra.
No hubo tensión interna. La teatralidad brilló por su ausencia. La gama dinámica -prestó gran atención a no sepultar a los cantantes- fue reducida. El colorido resultó muy parco. Y el director intentó suplir la falta de garra con un efectista desmadre en el final del primer acto.
Se echó de menos una variedad mucho más rica de matices expresivos, pues los que hubo caminaron todos en una misma dirección: sustituir las tensiones de la pasión amorosa (física, pero también espiritual) por una ensoñación dulce y relajada que no le sienta nada bien a esta partitura.
Así las cosas, los actos impares resultaron planos, anémicos y carentes de continuidad dramática, mientras que el central se quedó en una tan bella y delicada como tímida, narcisista e inoperante combinación de sonidos. Embrujado por la sugestión irresistible de la partitura, Pedro Halffter -como si fuera un caballero del Grial en el jardín mágico de Klingsor- se dejó arrastrar por el embriagador perfume de las flores y olvidó que su misión es ofrecer carne, sangre y, sobre todo, drama.
La Sinfónica de Sevilla estuvo francamente bien, con algún desliz que prefiero callar. Tuvo una estupenda intervención, este nombre sí hay que decirlo, el corno inglés de Sara Bishop. Irreprochable el empaste, conseguido el equilibrio de planos y notable claridad en las texturas, todo ello mérito tanto de los propios músicos como de su director. Eso sí, todos parecían tocar como si estuvieran dormidos. Nada que ver con el Tannhäuser de Klaus Weise o con el Lohengrin de Marc Soustrot. No dudo que el maestro madrileño conoce este repertorio con la misma profundidad con que lo ama, pero me parece que le queda muchísimo camino por recorrer para servir adecuadamente a la música de Wagner.
La misma irritación que la labor de Halffter me produjo la producción escénica, que procedía de la Ópera de Roma. Es de agradecer, con lo que tenemos que aguantar hoy día, que la acción trascurriera en la Edad Media; que el barco fuera un barco y no una nave espacial; que Kurwenal y Melot no practicaran la sodomía mientras Marke jugaba con un iPod; o que Isolda no se inmolase como una terrorista suicida en un mercado israelí.
Plásticamente la cosa no estuvo del todo mal, pues aunque el primer acto fue terriblemente feo, el segundo consiguió momentos muy sugerentes gracias a las proyecciones y el tercero impactó, mediante el uso de la informática, con una escarpada costa de Cornualles abrasada por un inmenso sol achicharrante que, en su progresivo proceso de desintegración, traducía en un plano metafórico las alucinaciones del infortunado protagonista.
Entonces, ¿dónde está el problema de la propuesta? Pues sencillamente en que no hubo ni concepto dramático ni dirección de actores. Pierluigi Pier’Alli, a tenor de este Tristán y del mediocre Fidelio del Palau Les Arts, me parece un interesante diseñador de escenografía y de videocreaciones, pero un pésimo director escénico. Los cantantes deambulaban a su aire sin contar con la más mínima indicación que les ayudara a definir sus personajes y las diferentes situaciones dramáticas en los que estos se ven envueltos.
Por si fuera poco, de vez en cuando tenían que adoptar unas poses propias del más rancio teatro operístico de otros tiempos, mientras que las escenas de masas estuvieron planteadas con bochornosa incompetencia: no exagero al decir que la secuencia bélica del tercer acto parecía sacada, literalmente, de La venganza de Don Mendo. También de la astracanada de Muñoz Seca parecía proceder el vestuario, obra del propio Pier’Alli.
En medio de semejante panorama escénica y musical, los cantantes congregados, de digno nivel medio para lo que hoy se ofrece, pudieron hacer muy poco. Robert Dean Smith, gran promesa como tenor lírico en los ya lejanos Maestros de Thielemann, ha hecho mal en meterse en papeles dramáticos. Su voz está peor que en el Tristán de enero de 2008 en Madrid (con la Meier y López Cobos). Muy reservón en el primer acto e incómodo y calante en el segundo, al menos logró ofrecer -como en el Real- una muy sentida y matizada recreación de las alucinaciones tristanescas. Esta acongojante escena, que coincidió con el momento más logrado de la propuesta escénica, fue lo mejor (lo único) de la velada.
La que sí tiene una voz adecuada para su personaje, de dramática auténtica, es Evelyn Herlitzius. Tener una Isolda que dé las notas ya resulta un lujo… pero no es suficiente. Aunque recreó bien, con fuerza dramática, a la “Isolda vengativa” del primer acto, se le escapó por completo la sensualidad de la protagonista con un fraseo plano, rígido, tosco y por completo carente de legato. Que de vez en cuando chillara en el agudo es lo de menos: la Meier también lo hace pero no por ello deja de ofrecer un completísimo retrato de su personaje. Herlitzius no. O, al menos, no con semejante dirección musical. Su liebestod pasó sin pena ni gloria.
La en otros tiempos admirable Iris Vermillion empieza a andar mal de voz. Reinhard Hagen fue un Marke monótono hasta la exasperación y con serios problemas en el grave. Martin Gantner hizo un más que solvente Kurwenal. Y muy dignos Gustavo Peña, Javier Galán y Mirko Janiska. El coro no estuvo mal en sus breves intervenciones.
El público reaccionó con calidez. A la mayoría de la crítica, me dicen, le pareció una muy buena función. Pero yo, que había salido levitando de la maravillosa Fanciulla portentosamente dirigida por el propio Halffter de hace unos meses (enlace), tardé mucho en conciliar el sueño. La experiencia había sido demasiado traumática.
Espero que estas líneas -tardaré en publicarlas porque donde en este momento escribo no tengo conexión a Internet- me sirvan para exorcizar mis demonios y olvidar cuanto antes este soporífero Tristán que, eso sí, ha servido para traer por fin al Maestranza una obra maestra que debería haber llegado (¡qué ridículas excusas puso a la ampliación del repertorio el anterior equipo directivo!) muchísimo antes.
PS. Me dice un amigo que, hombre, no hay por ahí precisamente muchas batutas que hoy día hagan justicia a Tristán e Isolda, y me cita a Christian Thielemann y Antonio Pappano como ejemplos de afamados directores de actualidad que no terminan de convencer en la obra. Estoy de acuerdo con él. Pero tanto el uno como el otro de los citados -a pesar del plano y prosaico tercer acto del alemán- me resultan bastante más convincentes que Pedro Halffter en esta partitura, al igual que el director madrileño, dicho sea de paso, me parece preferible a Thielemann en La fanciulla del West y a Pappano en la Segunda de Rachmaninov. Por ejemplo.
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