domingo, 30 de noviembre de 2025

Orfeo y Eurídice de Gluck en el Maestranza: experimento barrokizante

Ante todo, agradecer al Maestranza que haya contado con este blog y este crítico en un acontecimiento especial en el que las entradas se encontraban muy demandadas: Orfeo y Eurídice de Gluck en versión semiescenificada con la megadiva Cecilia Bartoli. También darle al teatro sevillano el pésame por el tristísimo fallecimiento a destiempo de que fuera su primer director, José Luis Castro. Fue un hombre honrado, director de escena por vocación que cuando recibió el encargo de tomar las riendas del coliseo no cayó en la tentación de convertir este en una plataforma para difundir sus propias labores artísticas: durante todos los años que estuvo a su frente, solo se encargó a sí mismo Alahor en Granata, El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro. Nada que ver con lo que otros, yo diría que demasiados, han hecho a este y al otro lado de los Pirineos. Me consta que se dejó la piel en Sevilla y que el tremendo estrés de su cargo hizo mella en su salud, pero aún así ha querido seguir trabajando: al parecer, ha muerto en Mallorca con las botas puestas. Se plantea uno si eso merece la pena, si se debe correr el riesgo de quitarse años de vida a cambio de continuar haciendo lo que a uno más le gusta. A tenor de lo ocurrido, José Luis Castro pensaba que sí, que sin dedicarse a aquello para lo que uno cree y para lo que uno vale, la existencia carece de sentido. Difícil es irse con mayor dignidad: nuestro máximo respeto y admiración hacia él.

Y ahora, Bartoli. A ver cómo me explico. Fui de los cientos de miles de melómanos que allá por el siglo pasado caímos rendidos a sus pies con su Rossini, para luego rendirnos de asombro ante sus intensísimas y un punto desmelenadas interpretaciones del repertorio barroco. Avanzada la nueva centuria pasé a alienarme con sus no pocos haters: esta señora se había vuelto pazza del chamounix. A ese periodo corresponde la primera vez que la vi en directo, justo en el Teatro de la Maestranza: saturación de amaneramientos y considerable artificiosidad. No me gustó. Pero hete aquí que en julio de 2022 pude cumplir uno de mis sueños de melómano: escuchar a la mezzo romana en un título de Rossini. Fue Il turco en Italia, en la Ópera de Viena pero con los mismos conjuntos "históricamente informados” que ahora se ha traído a Sevilla, Les Musiciens du Prince-Monaco bajo la dirección del maestro Gianluca Capuano. Allí comprobé, y aquí intenté explicar, que aunque el instrumento de Bartoli había sufrido mermas desde aquella etapa de gloria de los noventa, era falso eso de que más allá de la primera fila no se la escuchaba: desde arriba la pude seguir sin problemas. Y claro, en el mundo rossiniano esta señora alcanza su plenitud, así que la disfruté plenamente.

Ha venido ahora con Gluck. Pero no el Gluck barroco de las agilidades, sino el de la reforma que se enfrentaba precisamente a los excesos a los que ella misma acostumbra. O sea, Bartoli sin red, sin su famosa coloratura en forma metralleta. Al igual que Mozart, esta música te desnuda completamente: virtudes y limitaciones quedan al descubierto. Y ha venido, además, en una producción muy pensada y trabajada, nada de bolos. ¿Resultados? En lo que a ella se refiere, notables. Nada más, nada menos. Le encontré fría en el primer acto, quizá por mostrarse prudente y reservona; se podía haber ahorrado algún da capo a media voz, pero entiendo que quisiera lucir la marca de la casa. Mejor en el enfrentamiento con las furias, y espléndida en la tensa secuencia con Eurídice, verdadera piedra de toque para comprobar quién hace ópera y quién se limita a cantar bonito. Sí, su canto legato sigue siendo mórbido y acariciador, pero Bartoli sabe construir un personaje. Junto a ella, la soprano Mélisa Petit se encargó tanto de Euridice como de Amore. En el primero de los roles la encontré carente de la elegancia y el refinamiento de los que hizo gala en el segundo, pero en cualquier caso se mostró expresiva y convención sin problemas.

Bueno, ¿y cómo pudo Petit encargarse de los dos papeles si hay un trío en la conclusión? Pues porque se suprimió el final feliz, así por todo el morro: Orfeo desaparece por una puerta del patio de butacas, suena el arranque orquestal de las furias y a continuación se repite el primer coro de la ópera con tempo particularmente lento. No se aclara si esto se debe al uso de la edición de Parma de 1769, pensada para castrado soprano y por ende más adecuada a las posibilidades vocales de Bartoli en la actualidad, o más bien a una decisión artística. Apuesto que a lo segundo, al igual que la incorporación del coro de las furias que, por lo que tenemos entendido, no aparece hasta la versión de París de 1774 cortada y pegada del ballet Don Juan. Teatralmente, la decisión es interesante y nos deja con el corazón en un puño, pero desde el punto de vista musical la cosa es más que discutible, porque se pierde la manera en que la obertura rima con el final aquí amputado. Tampoco parece muy coherente con la ideología detrás de este título, una exaltación en toda regla de la fuerza del amor conyugal. Pero claro, supongo que también se intenta mirar hacia el mito clásico: véase cómo Jean Pierre Ponnelle intentó resolver la contradicción en su propuesta para L’Orfeo de Monteverdi, haciendo que sonara una cosa y se viera otra.

Llegamos así a la madre del cordero de esta producción que ha llegado al Maestranza: la idea musical y dramática de Gianluca Capuano. Su Turco en Italia arriba referido me gustó regular, no porque fuera un Rossini historicista, sino porque entre la enorme electricidad desplegada no hubo espacio para la depuración sonora, la elegancia y la sutileza. Su dirección fue muy basta. Tampoco me hizo mucha gracia la orquesta, particularmente en la noche siguiente, la gran galaRossini encabezada por Bartoli: aquello sonó de una manera bochornosa para un espacio como la Wiener Staatsoper. En Sevilla el maestro y los Les Musiciens du Prince-Monaco, tocando muchísimo mejor de como lo hicieron entonces, han dejado claro lo que son en realidad: una buena agrupación de Barroko Radikal. Lo diré de otra manera: si en el breve recorrido discográfico que aquí realicé dejé claro que un Solti o un Leppard, al margen de sus virtudes e insuficiencias, se encontraban fuera de estilo, Capuano también lo ha estado, pero por escorarse justo hacia el lado opuesto. Su Orfeo y Eurídice ha sonado barroco, con todos esos contrastes extremadamente marcados, esos ataques muy incisivos, esas asperezas sonoras y esa enorme imaginación a la hora de plasmar los afetti (¡cuánto odio esa palabreja que tantos desmanes ha encubierto!) que asociamos a un repertorio con el que precisamente este título quiere romper.

¿Un disparate, pues? No. Es interesante hacer el experimento, descubrir cosas nuevas en la partitura y ver cuánto puede heredar de una música que no es que fuera anterior, sino estrictamente contemporánea. Ya lo hicieron el horrible Stefan Plewniak y sus rascatripas en la versión protagonizada por Orlinski, que no comenté en mi anterior entrada porque la he escuchado a posteriori. Capuano y los suyos lo han hecho con bastante mejor gusto, también con mucha mayor imaginación, aunque la tendencia del maestro por tallar la música a golpe de hacha y enriquecerla con algunos portamentos insufribles sigue ahí. Resultados desiguales: obertura anodina a pesar de las aportaciones, buenos coros luctuosos y danzas, muy notable secuencia de las furias, no del todo poética escena en los Elíseos...

Lo más original y discutible, lo hecho con la emblemática “Che faró senza Euridice”: entendiéndola como una plasmación de las diferentes fases del duelo, Capuano y Bartoli reinventaron por completo articulación orquestal y vocal al tiempo que decidieron ir de lo disparatadamente rápido –furia, rebeldía– hasta lo terriblemente lento, sin hacerle mucho caso a la delectación melódica ni a eso que se llama el equilibrio clásico. Pathos a lo bestia, no sé muy bien si barroco o sturm und drang, pero pathos al fin y al cabo, añadiendo –por si fuera poco– algún efectismo indisimuladamente verista. La utilización de fortepiano en lugar de clave pareció un atrevimiento modernizador, pero lo que hizo fue añadir cursilería a la sonoridad. Hubo buenos primeros atriles, sin ser nada del otro jueves: la Barroca de Sevilla es una formación claramente mejor y posee músicos de superior técnica y musicalidad. Compárese la algo desvaída flauta de Jean-Marc Goujon con la de Rafael Rubérriz, sin ir más lejos.

No hay reparo alguno para el coro Il Canto di Orfeo, que bajo la dirección de Jacopo Facchini ofreció momentos de enorme intensidad expresiva junto con arriesgados reguladores y pianísimos imposibles.

La puesta en escena venía sin firma. Escenario a oscuras, coro con candelas y Bartoli deambulando por el patio de butacas: en un momento cantó (¡les juro que no exagero!) a cincuenta centímetros de mis oídos. Ella y Mélisa Petit actuaron bien, el coro se movió de manera sensata –nada de marear al personal– y se evitó la rigidez de una versión de concierto sin tener que sacar los pies del plato sin más que en final reinventado. Funcionó francamente bien.

Abrumador éxito entre el público. Era de esperar.  Yo me lo pasé estupendamente.

Fotos: Guillermo Mendo/Teatro de la Maestranza

viernes, 28 de noviembre de 2025

Algunas grabaciones del Orfeo y Eurídice de Gluck (y II)

Seguimos con el repaso iniciado en la entrada anterior de algunas grabaciones del Orfeo y Eurídice de Gluck con la tercera de las realizadas por John Eliot Gardiner, una filmación de 1999 editada en DVD por Arthaus en la que vuelve a la versión francesa arreglada por Berlioz, pero esta vez con instrumentos “de época”, obviamente los de su Orquesta Revolucionaria y Romántica. Dirección muy de Gardiner: seca, incisiva, muy áspera en la sonoridad –cuerda ácida, metales broncos–, con predominio del staccato, escasa sensualidad y no mucha delectación melódica, pero también con una considerable dosis de teatralidad y de fuerza dramática, particularmente en la danza de las furias tomada de Don Juan. Magnífico el Coro Monteverdi.

Magdalena Kozená, mezzo muy lírica aunque no particularmente corta en el grave, canta de manera canónica y con expresividad contenida; en línea con la batuta, pues, pero sin caer en la frialdad, al tiempo que ofrece acariciadores medias voces. Muy bien Madeline Bender como Eurídice, y excelente el Amor de Patricia Petibon, soberbia además en la expresividad facial que es base de la puesta en escena de Robert Wilson. Esta es la propia del autor: estática, de bellísimos tonos azulados, coreografías elegantes y simbólica y vestuario idéntico para todo el mundo. Por lo demás, hay escenas notablemente resueltas y otras poco convincentes, como la del momento de volver la vista atrás y –en general– todas las danzas. Muy hermoso el final en un teatro neoclásico. Una propuesta globalmente interesante, pues, que pierde por una toma sonora que deja la orquesta muy atrás. 

Bastante mejor suena la grabación de René Jacobs con la magnífica Orquesta Barroca de Friburgo y el no menos estupendo Coro de Cámara de la RIAS una producción de Harmonia Mundi registrada en 2001 que sigue la versión de Viena. El contratenor francés, que hiciera de Orfeo en el registro de Kuijken, ofrece una dirección marcadamente historicista, ágil, afilada e incisiva, de acusado sentido de los contrastes y apreciable teatralidad. También hay coquetería y encanto en su propuesta, hasta el punto de que alguna danza puede resultar un punto pimpante. Atractivo el despliegue tímbrico, al mismo tiempo sensual y con la aspereza de los instrumentos originales. A Bernarda Fink le falta un grave más sólido, pero canta con gran musicalidad. Lo mismo se puede decir de la Euridice de Veronica Cangemi y del Amor de Maria Cristina Kiehr. Excelente el clave de Nicolau de Figueiredo, profusamente ornamentado.

Curioso el Blu-ray de Arthaus de 2014, una película de Ondrej Havelka está realizada en un castillo barroco: las escenas de la Arcadia y el Elíseo se encuentran filmadas en un teatro como si fuera una representación de época, y las del Hades entre bambalinas. Ofrece enormes aciertos puntuales, como el aria de Eurídice, y también errores de bulto como la danza de las furias. También hay cursilerías –Amore resulta un poco estúpido– junto con algunos planteamientos muy sugerentes. El sonido en playback está excepcionalmente bien sincronizado, pero choca al oyente, mientras que la filmación cinematográfica no está realizada con toda la lógica posible.

Musicalmente, en esta propuesta fílmica encontramos a Vaclav Luks al frente del Collegium 1704 para ofrecer la versión de Viena con criterios por completo historicistas. La dirección es enérgica pero un tanto plana, escasa en cantabilidad, en sensualidad y en variedad expresiva; tampoco parece del todo depurada en lo sonoro, aunque al menos cuenta con un rico clave ricamente ornamentado. El punto fuerte es un Bejun Mehta que canta de maravilla y se muestra muy entregado en lo expresivo, a despecho de alguna blandura en el primer acto. Magnífica la Eurídice de Eva Liebau, mal el Amore de Regula Mühlemann.

La grabación en vivo firmada por Laurence Equilbey para el sello Archiv en abril de 2015 es la que más me ha gustado de todas. Curioso que el producto se ofrezca en dos versiones, la original de Viena y una selección que mezcla Viena con París para incluir algunos de las danzas y arias adicionales a los que estamos acostumbrados. He escuchado las dos con enorme placer. La directora francesa se marca la mejor dirección imaginable. Historicista al cien por cien, pero sin confundir eso con tener carta blanca para hacer el ganso, Equilbey libera definitivamente a la música de Gluck del encorsetamiento academicista de un Gardiner para devolverle la vida, el color y los contrastes con un fraseo nada rígido, rico en inflexiones, concentrado cuando debe –la expansión lírica es fundamental–, también con mucho nervio y sentido teatral. Su Insula Orchestra es espléndida, aporta las sonoridades rústicas que esta música necesita sin caer en lo chirriante y toca con tanto entusiasmo como buen gusto. Mención especial merecen los timbales de Koen Plaentinck y el oboe de Jean-Marc Philippe, este último son la sonoridad gangosa de otros solistas “históricamente informados”. También espléndidas las flautas de Jocelyn Daubigney y Stefanie Troffaes, así como el arpa de Virginie Tarrête. ¡Cuántas señoras aquí dando la lección a sus compañeros masculinos! Bueno, entre estos últimos hay que citar a Sébastien d’Hérin, portentoso clave que ofrece ese continuo que la versión original de la partitura pide a gritos.

Franco Fagioli es el Orfeo casi ideal. Cierto es que no posee ese dominio de la correspondencia entre lo que se dice y lo que se canta que tenía Janet Baker, pero su voz oscura, aterciopelada y de graves holgados, su legato mórbido y su expresividad tan melancólica como contenida, muy en el estilo sin necesidad de extremar el pathos, es una gloria bendita. La que sí saca un poco los pies del plato, yo diría que para bien, es la soprano Malin Hartelius: rebelde, intenso y desafiante su Che fiero momento. Emmanuele de Negri canta estupendamente y se permite ornamentar con brillantez el rol de Amore. El Coro Accentus es el de la propia Equilbey, así que su rendimiento técnico y expresivo es óptimo.

 

Entre 2016 y 2017 Diego Fasolis y su conjunto I Barrochisti realizan para Erato la primera grabación mundial de la versión de Nápoles de 1774, que reduce la orquestación, suprime recitativos y sustituye el dúo y el aria de Eurídice por dos piezas de mucho menor valor atribuidas a Diego Naselli. La tesitura del protagonista es mucho más aguda y las voces están más ornamentadas, todo al gusto napolitano. Además, se incluyen efectos propios del Sturm und Drang. Por eso mismo la dirección de Fasolis es muy enérgica, teatral y contrastada, mirando a los efectos no se sabe muy bien si barrocos o protorrománticos. Es en parte por ese despliegue de energía por lo que pierde elegancia neoclásica: necesita tempi más lentos, mayor vuelo lírico y sensualidad. La orquesta es magnífica, y los dos claves, muy ornamentados, realizan una soberbia labor al continuo. El Coro della Radiotelevisione svizzera se muestra expresivo, sin ser una maravilla en lo técnico. Philippe Jaroussky canta con de manera irreprochable, algo milagroso teniendo en cuenta lo agudo de esta versión; lo hace con un gusto exquisito y aportando enorme intensidad dentro de una visión a la que le falta la melancolía poética de un Mehta o un Fagioli. Siendo muy intensa y teatral la Eurídice de Amanda Forsythe, sobresale una soberbia Emöke Baráth como Amore: voz con más carne de lo habitual en el papel, ninguna ñoñería y buena ornamentación en la segunda vuelta.

YouTube nos regala la oportunidad de ver la propuesta de 2018 con Fasolis y Jaroussky en París, pero esta vez siguiendo la versión original de la partitura. Todo gira en torno a la producción escénica de Robert Carsen, sencillamente un modelo de cómo se puede ser “moderno” al tiempo que cien por cien respetuoso con la dramaturgia original: todavía recuerdo con horror el destrozo que Rafael Villalobos hizo en el Villamarta. Carsen no está para tonterías, sino para ir al meollo de la cuestión. Escenografía despojadísima, minuciosa dirección de actores y una bellísima labor de luminotecnia que busca la expresión al tiempo que se pone al servicio de los cantantes. No hay más. Resultados, excepcionales.

Fasolis sigue en su línea briosa y agitada en exceso. Jaroussky da buena cuenta de su enorme clase, pero aquí se lo merienda la señora Patricia Petibon, que pasa de ser un gran Amore con Gardiner a convertirse en una Euridice de referencia. No es solo su voz plena y con carne, o su canto de cuidadísima línea. Se trata también su variedad expresiva, la intensidad con que frasea, la incisividad de los acentos. ¡Y qué decir de su categoría como actriz! Sus quince minutos con Jaroussky son de altísimo voltaje musical y escénico: solo por ellos ya merece la pena el visionado. Por si fuera poco, la hermosa Emőke Baráth luce una voz maravillosa –esmaltada, bien proyectada– y se implica a fondo en la expresión.

¿Conclusiones? Para quien se acerque por primera vez a la obra, el vídeo gratuito de Jaroussky, Fasolis y Carsen. Para quienes quieran un audio de referencia, la grabación de Equilbey con Fagioli. Y luego hay que escuchar a Janet Baker, por supuesto.

jueves, 27 de noviembre de 2025

Algunas grabaciones del Orfeo y Eurídice de Gluck (I)

Anda Cecilia Bartoli haciendo el Orfeo y Eurídice de Gluck en una gira por España: espero escucharla el sábado en el Teatro de la Maestranza. Se trae una edición rara de la partitura, la de Parma de 1769. Tan rara, que no he encontrado ninguna grabación de ella.

La que a mí más me gusta es la original de Viena de 1762. Breve, despojada y directa al grano. Reforma operística pura. Funciona de maravilla y es la que más se graba últimamente. La de Parma, al parecer, estaba pensada para un castrato soprano, así que se adaptará mejor a los medios actuales de una Bartoli que debe de haber perdido registro grave. La de París de 1774, ideada para tenor, añade mucha música nueva y maravillosa, al tiempo que pierde coherencia y unidad dramática. Está muy bien el arreglo de 1859 preparado por Berlioz para Pauline Viardot, que se puede hacer tanto en francés como en italiano. Finalmente están las infinitas variantes que el director de turno desee proponer cogiendo de aquí y de allá, que es lo que se acostumbraba a hacer hasta no hace mucho.

A partir de aquí, hay muchas posibilidades interpretativas, incluyendo una con barítono que confieso desconocer. La verdad es que un servidor disfruta con todas ellas, aunque voy a confesar mis preferencias: la edición de Viena me gusta más en versión rigurosamente historicista, con continuo abundante y cantada por contratenor, mientras que para las diferentes “versiones largas” me quedo con la voz de mezzo e instrumentos modernos.

Lo que viene a continuación no es una discografía comparada, porque son pocas las grabaciones que se comentan. Menos aún es un estudio de la evolución interpretativa de la ópera. Se trata simplemente de ordenar mis notas para que el interesado por acercarse a esta genial creación tenga algunas ideas de por dónde meterle mano.

Comenzamos el recorrido, que seguirá un orden cronológico, con el registro de Sir Georg Solti al frente de las huestes del Covent Garden de Londres, buena grabación realizada por Decca en 1969 que posee unas voces para caerse de espaldas. Pocas veces se ha escuchado una intérprete femenina tan adecuada para papeles masculinos como la de Marilyn Horne. ¡Qué pasta vocal la de esta señora! A la absoluta suntuosidad del instrumento se añade una técnica belcantista de primerísimo orden –justo la que le permitió triunfar en Rossini–, un fraseo cuya enorme intensidad no atenta en modo alguno contra el equilibrio clásico y una sutileza para los matices digna de la mayor admiración. Junto a ella se encuentra otro instrumento supremo, el de una Pilar Lorengar que, siendo lírica pura y haciendo gala de una expresividad muy carnal, perfila la Eurídice menos frágil y más atractiva que uno se pueda imaginar. Junto a ellas, el Amore de nada menos que Helen Donath.

¿Y Sir Georg? Pues fatal en el primer acto: plúmbeo y fuera de estilo. Semejantes tempi y articulación no le sientan nada bien a Gluck. Busca el pathos y consigue pesadez. Pero hete aquí que llegan las furias, Solti despierta y el nivel interpretativo sube de manera fulgurante. Aquí está el maestro incisivo, vibrante y profundamente teatral, el de las descargas de electricidad y la inmediatez expresiva bajo el más absoluto control. Su danza de las furias –ya saben, cortada y pegada por el propio Gluck de su maravilloso ballet Don Juan– es una de las cosas más grandes que le he escuchado a este director en el campo operístico, que ya es decir. Las danzas del Elíseo son lentas, pero de ellas sí que consigue extraer poesía, justo como hace en un tercer acto que arranca –cosa bien difícil, aunque Gardiner lo conseguirá– con enorme ímpetu teatral. Luego solo hay reparos para el fundamental Ché faró senza Euridice, que la batuta lleva de manera algo prosaica.

Al año 1982 corresponde la filmación en DVD que procede del Festival de Glyndebourne. Al frente de la Filarmónica de Londres, Raymond Leppard sigue en italiano la versión de Berlioz. El norteamericano dirige con tensión, vuelo lírico y efusividad dentro de criterios por completo tradicionales. Sus lentitudes no son las de Solti: lo serán en minutaje, pero no en pulso interno en lo que al primer acto se refiere. En el segundo, eso sí, Solti resulta preferible. En cualquier caso, es el de Leppard Clasicismo del bueno, sereno y efusivo, denso en su punto justo y dotado de adecuada teatralidad. Hay que destacar cómo la batuta diferencia la progresión expresiva de los diferentes segmentos –recitativos y arias– de las intervenciones de Orfeo, en este caso una soberbia Janet Baker. De acuerdo en que el instrumento de la insigne mezzo británica se muestra algo gastado y en que la artista encuentra problemas en el aria adicional que cierra en primer acto, pero su expresividad a flor de piel, su sinceridad, su elegancia y su nada relamida sutileza no conocen parangón. ¿Se nota que es la cantante femenina de cualquier cuerda que más me gusta de todo el siglo XX? Bien a secas la Euridice de Elisabeth Speiser y el Amor de Elisabeth Gale. Masivo y con desigualdades el Glyndebourne Festival Chorus bajo la dirección de Jane Glover.

Este problema no es nada en comparación con la rancia, fea y muy pasada de moda la puesta en escena de un Sir Peter Hall que no logra sacar el menor provecho del pequeño escenario de Glyndebourne. Feos los figurines neoclásicos, y muy pobretonas las coreografías. Resultando ridículos el Amor y las Furias, lo que se ve se salva parcialmente por la muy buena actuación escénica de la Baker. Existe una versión en CD, que desconozco; arriba les dejo el YouTube con el audio de los Proms, que sirve para conocer lo que allí se hizo sin lastimarse los ojos.

Saltamos a 1989 con John Eliot Gardiner poniéndose al frente de la Orquesta de la Ópera de Lyon y de su sobrenatural Coro Monteverdi para hacer en francés la versión de Berlioz. Su dirección no puede calificarse como historicista, pero la articulación se encuentra claramente renovada con respecto a las otras lecturas con instrumentos modernos: la graduación de las gafas es la correcta y ahora vemos las cosas muchísimo más claras, mucho más ajustadas al estilo. Otra cosa es que el maestro, que nunca ha sido precisamente el colmo de la efusividad poética, se empeñe en hacer un Clasicismo severísimo y distante. Así dirige a la orquesta y lo mismo hace con su coro. La gran baza es Anne Sophie von Otter, que será sueca pero se muestra francesa a más no poder. Maravillosamente francesa, por dicción y por fraseo. Pura morbidez que acaricia y eleva espiritualmente sin tener la intención de conmovernos. En cualquier caso, la voz se encuentra en óptima forma y su canto es exquisito. Sorpresa Barbara Hendricks: instrumento insulso, pero esta vez cantante implicadísima en la expresión. Brigitte Fournier está irreprochable como Amore, así que el doble CD no sufre grandes desigualdades y termina disfrutándose muchísimo.

En 1991 Gardiner vuelve a la carga, esta vez con la versión original vienesa. De manera coherente, hace uso de instrumentos originales y de una voz de contratenor, pero no acertó con Derek Lee Ragin: el norteamericano canta bien, salvando sus cambios de color, pero resultar lánguido y afectado, por no decir escasamente viril. Mejor Sylvia McNair y Cyndia Sieden. Los English Baroque Soloist son formidables, si bien su fundador sigue insistiendo en una severidad que en el futuro otros intérpretes historicistas demostrarán que era innecesaria, incluso inconveniente. El Coro Monteverdi canta con exquisita y gélida perfección.

Termino esta primera parte del repaso con un verdadero fiasco, el protagonizado en 1998 por Arnold Östman y los conjuntos del Teatro de Drottningholm en un registro editado por Naxos. Están bien Euridice y Amore, Maya Boog, Kerstin Averno respectivamente. Los conjuntos suecos cumplen con dignidad. La dirección, superficial y a menudo confusa, puede resultar aceptable merced a su empuje y vitalidad. Pero quien no tiene perdón es Ann-Christine Biel, una soprano de timbre oscuro, no precisamente holgada por abajo y muy discreta en su línea de canto. Olvídense.

 

CONTINUARÁ

domingo, 23 de noviembre de 2025

Pappano y las Danzas eslavas, en el Maestranza y en Esterházy

En la anterior entrada comenté la primera parte del concierto de Antonio Pappano y la Chamber Orchestra of Europe en el Teatro de la Maestranza del domingo 16 de noviembre: Sinfonía española de Lalo con una María Dueñas que causó el delirio entre el público sevillano. Para la segunda parte he querido esperar a la transmisión televisiva que ayer sábado tuvo lugar desde el mismísimo palacio de Esterházy a través de las plataformas Stage+ y Medici TV. Por una cuestión de exclusiva discográfica la participación de la violinista granadina en la segunda de ellas ha estado disponible solo veinticuatro horas. En cualquier caso, ahora lo que me interesa es la otra mitad del programa: las Danzas eslavas op. 46 de Antonín Dvorák, primera parte del díptico escrito por el compositor checo.

Pablo L. Rodríguez ha escrito en El País (leer aquí) que vaya rollo de música para tocarla así seguida. Una vez más, estoy en rotundo desacuerdo con este señor: a mí me interesa muchísimo más que la página de Lalo, y desde luego no he tenido ningún problema en zamparme una importante cantidad de grabaciones a lo largo de las dos últimas semanas. Así puedo confirmar, después de verla en mi televisión dos veces, que la interpretación de Pappano se sitúa en primera fila discográfica, con poco o nada que envidiar globalmente a los Kubelik, Dohnányi y compañía.

¿Y cómo son estas interpretaciones que Pappano ha ofrecido en Sevilla y Esterházy? Pues muy parecidas a las de la segunda serie que filmó en Praga con la Filarmónica Checa de las que pude escribir un comentario: muy carnales en la sonoridad y la expresión, palpitantes y llenas de gozo vital, hedonistas en el mejor de los sentidos, pero en absoluto desatentas a la voluptuosidad melódica, a la ensoñación ni a la evocación poética. Es decir, a medio camino entre la vía más claramente rítmica, incisiva y rústica de un Szell y la sensualidad melancólica de Dohnányi. Por otra parte, interesa muchísimo comparar lo que lo maestro londinense hace con la lamentable interpretación de Harnoncourt con la misma orquesta que comenté hace unos días: la Chamber Orchestra of Europe, a pesar del relativamente reducido tamaño de su cuerda, le suena con mucha más carne y con empaste más redondo, los ataques con menos incisivos, la electricidad se modera en favor de la cantabilidad, los contrastes entre las secciones intermedias y las extremas no resultan tan forzados, las transiciones se encuentran mejor resueltas y hay mayor flexibilidad en el fraseo.

En cualquier caso, ninguna de las grabaciones desconoce irregularidades, como tampoco lo hace la propuesta de Pappano, así que se debe matizar. La Nº 1 no me ha terminado de convencer: lineal, poco matizada y más contundente de la cuenta. Tampoco la Nº 7, más rápida de la cuenta, aunque esto no impide precisamente a las maderas de la orquesta dar toda una lección de virtuosismo. El resto se mueve entre lo magnífico y lo sensacional. En la Nº 2, dicha con especial voluptuosidad, destaca el brío de su sección central. La mezcla de fuego y flexibilidad -la que estaba ausente del primer número- caracteriza a la Nº 3. En la Nº 4 Pappano sabe destilar poesía sin dejarse llevar por la ensoñación; aquí las frases melódicas de los violonchelos -maravilloso legato antihistoricista- resultan particularmente sublimes. Perfecto dominio del arte de la transición en la Nº 5, sentido de la elegancia en la Nº 6 y brío controlado a la perfección en una sensacional Nº 8. De propina, tanto en Sevilla como en Esterházy, la Danza Nº 2 de la segunda serie: comienza con los mismos molestos portamentos con que la interpretó en la filmación de Praga antes referida, pero luego se redime por su especial efusividad.

¿Y María Dueñas? Otra vez fabulosa. Por cierto, en Esterházy también le aplaudieron detrás de cada movimiento. 

lunes, 17 de noviembre de 2025

María Dueñas y la Sinfonía española: más allá del fandom

Desde aquel ya lejano 1991 he aguantado muchas colas en el Teatro de la Maestranza para conseguir autógrafos de mis artistas favoritos. Ninguna como la de María Dueñas de ayer domingo. Yo no iba para ella, sino para que Antonio Pappano me firmara su autobiografía –estuvo tan amable como suele–, pero me vi envuelto en una verdadera marea de gente joven –y no pocos padres– que generaron en el estrecho pasillo un ambiente muy parecido al que todos los días se vive en una salida al recreo. Griterío, risas, jaleo y muchísimo gozo. Había que ver las caras radiantes al salir de camerinos, en ocasiones pegando auténticos chillidos como los que lanzarían ante un artista pop. Eso me hace cambiar un poco el enfoque de esta reseña, dejar lo del maestro londinense y sus Danzas eslavas para más adelante y centrarme en este caso tremendo de la violinista granadina haciendo la Sinfonía española de Lalo.

Por un lado, me alegra muchísimo que la chavalería se entusiasme ante el talento descomunal de esta chica, que lo hagan en un repertorio que es el de la música culta y que, gracias a ella, tengan sus primeras experiencias en una sala de conciertos: los aplausos en todas y cada una de las pausas del evento hablaban claro. Por otra, siento miedo ante eso de que el éxito fulminante se encuentra al alcance de la mano y de que “quien la sigue la consigue”, una idea extendida por los triunfitos televisivos y, más recientemente, por ese monumental fraude llamado Rosalía. Sé de lo que hablo. En los últimos años los profesores de secundaria estamos asistiendo a un crecimiento exponencial de alumnos que se sienten fracasados si no consiguen las máximas calificaciones. No entienden que el objetivo de la enseñanza consiste en desarrollar todo lo posible las capacidades propias, sean estas cuales fueren, y hacerlo en un ámbito en el que todos sean respetados y apreciados dentro de sus fortalezas y limitaciones. No les basta. Ni siquiera les interesa. Lo que quieren es estar en el top, evitar ser tachados de “loser”, adjetivo (des)calificativo significativamente extendido en tierras norteamericanas.

Por eso mismo el caso de María Dueñas no puede ser tomado como modelo. Es algo excepcional, algo que tiene que ver sin la menor duda– con muchísimas horas de trabajo y con enormes sacrificios, pero también con un talento natural fuera de lo común que bordea lo milagroso. Talento al que hay que dejar crecer sin lanzar campanas al vuelo, que es lo que está haciendo Deutsche Grammophon con una campaña de promoción de un narcicismo tan molesto que hasta David Hurwitz lo ha denunciado en su videoblog.

Verán ustedes, no dudo en absoluto que la granadina sea ya una de las violinistas más técnicamente dotadas del planeta, pero por una simple cuestión de edad no se la debe poner entre las más admirables artistas, porque no es lo mismo. Aún tiene que ampliar su repertorio. Tiene que demostrar qué hace con el Brahms y con el Berg, tiene que hacer música de cámara, tiene que enfrentarse con los monstruos bachianos. De momento lo que tenemos en discos es un muy notable Concierto para violín de Beethoven, y un Paganini sobrenatural, de caer rendidos a los pies de la violinista. En YouTube hay más cosas, entre ellas un Mendelssohn discutible junto a Mikko Franck, al que el próximo sábado se va a sumar esta Sinfonía española de Lalo desde Esterházy.

Me interesaba escuchar cómo es el violín de esta chica en directo. Confieso que al principio me desconcertó un tanto, porque no era como lo recordaba de discos, pero como Arturo Reverter había escrito en su crítica del evento en Madrid (leer aquí) que en el arranque del primer movimiento su sonido no terminó de funcionar, me quedé un poco maś tranquilo. Luego ya no hubo problema alguno. El resto no fue solo impecable, sino también apabullante. ¿Hay algún violín aún más bello, afinado y homogéneo en la actualidad? Sí, el de Anne Sophie Mutter: su Brahms del año pasado en Bremen aún no tengo grabado en la memoria. No sé si alguno más, tengo mis dudas. ¿Capacidad para sortear las más terribles diabluras violinísticas habidas y por haber? Al mismo nivel sí los hay, pero no creo que alguien vaya aún más lejos. Y que conste que he escuchado en directo a Mintz hacer completos los Caprichos de Paganini, así del tirón. Podría argüirse, siguiendo lo que comentaba Barenboim a tenor de algunos pianistas, que con Dueñas uno no dice “qué fácil parece” sino “qué manera de resolver a la perfección lo extremadamente difícil”, pero eso no creo que sea ningún problema: la tremenda tensión que se produce entre los dedos de la granadina y los retos que tiene que superar no hace sino aportar incandescencia adicional a su arte.

Ahí llegamos a la cuestión fundamental: ¿cómo interpreta esta chica? Pues con un romanticismo exacerbado, atrevido y muy brillante, pero no precisamente falto de profundidad expresiva. Y lo de romanticismo, con todas las letras. Su Beethoven se encuentra en la antípoda de las prácticas historicistas, hasta el punto de que le han criticado su presunto exceso de vibrato. Sin embargo, en su citado Mendelssohn la cosa cambia, porque creo que al autor de la Escocesa no se le debe hacer como a Tchaikovsky. En Lalo, claro está, semejante despliegue de temperamento resulta ideal, hasta el punto de que uno piensa enseguida “así debió de hacerlo Sarasate”. Sí, con María Dueñas volvemos al concepto del demonio del violín de virtuosismo paranormal que se consume en las llamas de su irrefrenable pasión mientras el común de los mortales asistimos anonadados al mefistofélico espectáculo. ¿Divismo? Mucho, va con el concepto. ¿Fuegos artificiales como una de las metas? Sin la menor duda. Pero María Dueñas también y al mismo tiempo hace música de verdad. Su pasión no es impostada, sino por completo sincera. Las chispas saltan por necesidad expresiva. El fraseo es amplio, extremadamente flexible en la agógica sin ser nunca caprichoso, posee un legato digno de toda admiración y se encuentra dotado de lógica interna en sus tensiones, sin quiebra alguna en el discurso: nada de carreritas y parones en la línea de la peor escuela historicista. Y vibrar, vibra todo lo que quiere y más. ¡Bravo por ella, ya está bien de sonoridades anémicas e insustanciales!

Me estoy volviendo a salir del tema. Sinfonía española, decía. Hubo dos o tres detalles de preciosismo en el primer movimiento que no me interesaron, pero tampoco me molestaron: una obra como esta permite el desmelene si hay sensatez de por medio. Me gustó una barbaridad la habanera del tercer movimiento, que la artista no tenía en su YouTube. No es mala cosa, habida cuenta de que grandísimos violinistas, incluido el que quizá sea el mayor de todos David Oistrakh no sintonizaban con ella. En el cuarto tampoco en su vídeo Dueñas demostró estar a la altura de las circunstancias y profundizó en las notas, aunque aquí Perlman en su momento fue más lejos. La granadina no apuesta por el dolor. Por lo demás, hubo en su recreación mucha brillantez, desparpajo y sabor español, sin descuidar en absoluto la sensualidad de los pentagramas, en este sentido bien ayudada por un formidabilísimo Antonio Pappano y una espléndida Orquesta de Cámara de Europa.

Resumiendo mucho, y para los discófilos: Zukerman y Perlman son quienes más me gustan en esta obra (aquí la discografía comparada), pero Dueñas apenas les va a la zaga. Pappano se situaría solo un paso por detrás de Mehta, así que cuando salga el vídeo del sábado que viene tendremos otra versión de referencia. Nada mal, ¿verdad?

Fotografías: Guillermo Mendo/Teatro de la Maestranza.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Pappano hace Shostakovich. Prokofiev y Beethoven con la LSO: carne y sangre

Antonio Pappano se ha llevado largos años, primero en Bruselas y luego en Londres, diciendo mucho y muy bueno en el mundo de la ópera, pero tan intensa actividad le ha mantenido en exceso alejado del campo sinfónico. Por eso es buena noticia que haya cambiado la titularidad de la Royal Opera House por la de la London Symphony; están empezando a llegar grabaciones y filmaciones en la que queda claro que ahí también tiene mucho que decir.

Por ejemplo, en este concierto del 18 de septiembre de este mismo año en el Barbican Hall disponible en la plataforma Stage+. En primer lugar, el maestro británico se marca una de las mejores interpretaciones de la Sinfonía nº 9 de Shostakovich que recuerdo. Rozhdestvensky y Michael Sanderling (aquí discografía comparada) me gustan un poco más, pero esta es de primera. Pappano no solo logra que la cosa suene a lo que tiene que sonar, sino que además atiende con plenitud a todas las aparentemente contradictorias facetas de la página sin dejar a un lado, al contrario de lo que le ocurre a otros grandísimos directores, a ninguna de ellas: tremendo carácter burlesco en el movimiento inicial, desazón en el segundo, rebeldía en el tercero chulesca e implacable la trompeta, silencioso dolor en el cuarto y una perfecta mezcla de rabia y sarcasmo antimilitarista en el quinto. En este sentido, la etiqueta de "director objetivo" resulta por completo pertinente, porque si con otras batutas quizá se ha logrado profundizar más en otros aspectos, con casi ninguna se ha conseguido una síntesis tan equilibrada e intensa. Por descontado, todo eso no sería suficiente de no haber de por medio al mismo tiempo un soberbio trabajo de tensiones, planos sonoros, agógica y matices con la orquesta, una Sinfónica de Londres en magnífica forma a la que solo se le puede poner un reparo: la fagotista arriesga mucho y lo pasa un poco mal. Por supuesto, interpretación infinitamente superior a la de Kirill Petrenko con la Filarmónica de Berlín.

Sigue el Concierto para piano nº 2 de Prokofiev. Pappano repite la soberbia dirección que realizó para Beatrice Rana: carnosa en la sonoridad, absolutamente perfecta en el estilo, encendida en el temperamento, pero siempre bajo el más absoluto control y no quedándose, en absoluto, en el carácter "explosivo" de la página, sino indagando bien en las notas. En cualquier caso, en esta partitura el protagonista absoluto es el piano, en este caso un Seong-Jin Cho que nos deja boquiabiertos: si sabíamos que este señor era capaz de ofrecer las más delicadas exquisiteces de Ravel, pero no que pudiera lidiar con semejante monstruo que pide no solo agilidad extrema, sino también una potencia sonora fuera de lo común. A todo ello añade expresividad, sutilezas y el vuelo lírico que la música también pide, así que firma una versión de referencia. Hay que ir a Kissin para escuchar algo aún mejor.

Sinfonía nº 5 de Beethoven en la segunda parte. Una recreación de carne y sangre, en la que el abundante músculo de la sonoridad no resta agilidad ni equilibrio de planos. Recreación con la que retornamos al sonido y al concepto maravillosamente tradicionales que estamos perdiendo en medio de una verdadera marea negra (¡alucinante comprobar las entusiastas críticas ha recibido Herreweghe en su gira española!) de interpretaciones ora canijas, ora esquizofrénicas, casi siempre triviales, de la peor escuela historicista. Luego se podrá advertir que en esta lectura londinense el primer movimiento resulta algo lineal en sus tensiones, que al segundo le falta vuelo poético y que en el resto el trazo resulta un tanto primario, poco atento al refinamiento, a los matices y a la sutileza expresiva, pero a la postre resulta un privilegio escuchar una Quinta con la que podemos volver a sufrir, a gozar, a rebelarnos, a dejarnos llevar por la pasión, a lanzarnos en plancha ante lo mucho que hay de dionisíaco en una música especialmente genial.

viernes, 14 de noviembre de 2025

Danzas eslavas por Harnoncourt: ¿provocación u horterada?

Como la formación con la que Pappano está haciendo las Danzas eslavas de Dvorák es The Chamber Orchestra of Europe, me he animado a escuchar el registro que entre 2001 y 2002 grabó Nikolaus Harnoncourt al frente de la misma orquesta para Teldec. En mala hora lo he hecho, aunque en el fondo me alegro.

Verán ustedes, a Harnoncourt lo tengo como un señor culto e inteligente que, amén de contribuir de manera decidida a renovar la praxis de la interpretación del repertorio barroco, posee ideas que resulta por lo general interesantes en tanto que se apartan del deseo de "hacer bonito", de lo puramente comercial o acomodaticio, para decidirse arrojar nuevas luces sobre repertorios architrillados. Eso sí, tomando la provocación no solo como medio para conseguir incomodarnos y hacernos pensar, lo que en principio no está mal, sino como fin en sí mismo. Y eso sí que es un problema.

En cualquier caso, lo que nunca me había planteado es que Herr Harnoncourt podía dirigir con mal gusto, incluso con zafiedad. Y aquí lo hace, sin que exista excusa "históricamente informada" que poner por delante. Escuchen su tratamiento de la percusión, pura machaconería propia del más zafio desfile de carnavales o de fiesta de pueblo. Que no, que no me vale eso del folclore checo y tal. El folclore es una cosa muy seria que, bajo ningún concepto, puede identificarse con lo vulgar. Y lo mismo vale para las etiquetas de lo popular, lo festivo y lo referente al espíritu de danza: eso ya lo consiguieron otros maestros en estas maravillosas piezas de Dvorák. Lo de Harnoncourt es hortera sin más.

Claro que con lo del bombo y platillo no acaba la cosa. El fraseo es seco, enjuto, poco fluido, amén de extremadamente rígido: la danza exige un ritmo marcado, cierto, pero siempre con una soltura y una naturalidad que aquí no se hacen presentes. Los acentos expresivos suelen resultar artificiosos. La búsqueda de los contrastes extremos de tempi, en absoluto rechazables si se usan con moderación, llega aquí a saturar. Y cuando el maestro intenta ponerse lírico y serio, su moderación del vibrato le hace resultar por completo insípido. ¿Que a veces consigue una extraordinaria efervescencia, como en las Danza nº 7 de la primera serie o la que ocupa el mismo lugar en la segunda? Desde luego, y reconozco que cuesta resistirse ante semejante derroche de electricidad, pero los defectos arriba apuntados terminan imponiéndose.

Al final Harnoncourt sí que logra hacernos pensar, pero en algo que seguramente él no pretendía: en su valía real como director de orquesta. 

Orfeo y Eurídice de Gluck en el Maestranza: experimento barrokizante

Ante todo, agradecer al Maestranza que haya contado con este blog y este crítico en un acontecimiento especial en el que las entradas se enc...