Reapareció Daniel Barenboim. Habida cuenta de los horrores que se están viviendo en Oriente Medio, tenía que volver a ponerse al frente de su West-Eastern Divan Orchestra para dejar bien clara la vigencia –pese a todo, o precisamente por tenerlo todo en contra– del mensaje que con su creación se pretende transmitir. También para unirse, a través de un texto leído por varios miembros de la formación multicultural (ver aquí), a lo que exigimos la mayoría de los occidentales: devolución inmediata de los rehenes, alto el fuego definitivo y búsqueda de una solución para el conflicto justa y a largo plazo. Esta vuelta a los escenarios la realizó el de Buenos Aires el pasado miércoles 7 de agosto en el precioso auditorio art decó conocido como Die Glocke de Bremen, comenzando así una gira que le llevó ayer viernes a Berlín y mañana a los Proms; seguirán luego con Wiesbaden, Salzburgo y Lucerna.
Volvió a dirigir Barenboim, decía, y lo hizo en un estado de salud problemático. Le vimos entrar demacrado, caminando con dificultad y con problemas para subirse a la silla desde la que iba a dirigir el concierto. De esta última circunstancia se rio con Anne-Sophie Mutter, demostrando ser capaz aún de burlarse de su propia situación. Enseguida se puso serio, tomó la batuta e hizo música. ¡Y de qué manera! No es que haya perdido arte con la enfermedad degenerativa que está sufriendo. Todo lo contrario. El de Buenos Aires mantiene plena lucidez y ha subido enteros en su inspiración. Lo he defendido a partir de los testimonios videográficos de los últimos años, y lo sigo defendiendo después de escuchar el concierto de Bremen: Barenboim ha alcanzado el mayor nivel posible en la dirección de orquesta, solo comparable al Furtwängler posbélico, al Klemperer de su última década y a pocos más. Por ejemplo, al Karl Böhm de finales de los setenta y principios de los ochenta, a quien me recordó mucho el otro día. ¿Recuerdan al de Graz en ese vídeo de los ensayos de la Elektra con Rysanek, extremadamente débil en lo físico pero haciendo una recreación descomunal, llena de fuerza al tiempo que transparente en lo sonoro, de la partitura straussiana? Pues eso mismo.
Concierto para violín de Brahms abriendo el programa. Cuarta recreación que le escucho al de Buenos Aires. Con un gran Zukerman (DG, 1979) y con un extrañamente descomprometido Vengerov (Teldec, 1997) ofreció recreaciones de corte apolíneo, siempre dentro de la más estricta ortodoxia brahmsiana y sin dejar de ofrecer incandescencia en los momentos obligados. Los resultados fueron más que notables por su parte en ambos casos, sin alcanzar en ninguno de ellos la genialidad. Sí que lo hizo con Perlman (EMI, 1992), pero en ese caso plegándose al concepto personalísimo del violinista: dolor y garra dramática en primer término. ¿Y en 2024? Yo diría que ha sido una vuelta al concepto clásico, solo que con una inspiración poética ahora en todo momento excelsa. ¿He conocido alguna vez expuesto con semejante efusividad el tema lírico del primer movimiento? Yo diría que nunca: en este momento estoy escuchando por los altavoces del ordenador cómo lo hizo con Vengerov, y lo del otro día en Bremen fue abiertamente superior. Y qué decir de la manera de frasear todo el Allegro non troppo, cargado de tensión sin necesidad de resultar en exceso rotundo, facilitando que la cuerda sonara con plasticidad y permitiendo que la música fluyera con cantabilidad suprema.
Lo del Adagio ya se lo imaginan ustedes: la mezcla de ternura y espiritualidad es precisamente la especialidad del maestro en esta etapa de su carrera. Al oboe –no pude ver su cara, pero era un varón– habría que ponerle un monumento. El Allegro giocoso conclusivo nos trajo al Barenboim dionisíaco, efervescente y de sanamente rústico sentido del humor, pero con todo bajo control: la habilidad de este señor para llevar a la orquesta por donde él quiere es asombrosa. En fin, que no conozco ninguna dirección de la Op. 77 brahmsiana que me guste más que esta.
Vamos a por el asunto Anne-Sophie Mutter. Aquí me resulta especialmente difícil ser objetivo, porque su excelsa grabación con Karajan (DG, 1981) fue la primera que tuve y la que llevo escuchando toda mi vida. El solo hecho de verle esta obra en directo ya era mucho para mí, pero también es verdad que cuando conocí –hace poco, porque me imaginaba cómo iba a ser la cosa– la que hizo con Kurt Masur (DG, 1997) me llevé el esperado disgusto. Qué quieren que les diga, yo en Bremen disfruté muchísimo. Cierto es que su enfoque es más lírico de la cuenta, también que hubo detalles de narcisismo, pero la he visto bastante más controlada que con Masur. ¿Cosa de Barenboim? Yo creo que no: simplemente a esta mujer ya se le ha pasado la edad de entregarse a eso que el gran crítico Pedro González Mira llamaría “devaneos sonoros” y vuelve a hacer música con mayúsculas. Por otra parte, a nivel estrictamente técnico es imposible escuchar un violín más hermoso en la tímbrica, más homogéneo en los registros, más seguro en afinación y en fraseo, más increíblemente capaz de hacer todas las diabluras habidas y por haber, esas mismas que le hicieron a Joachim jurar en arameo. Y como su interés por la delicadeza, la ternura y el canto íntimo coincidían con el concepto que ahora Barenboim tiene la obra, pues todo perfecto. Insisto en que yo me encontraba en el séptimo cielo. El público, enloquecido. Hubo sarabanda bachiana como propina, con todas las vibraciones habidas y por haber: anatema para los amantes de los HIP.
Sinfonía La Grande de Schubert en la segunda parte. Aquí no puedo decir que hubiese –salvando la supresión de la repetición en el cuarto movimiento– ninguna diferencia conceptual con respecto a su registro con la Filarmónica de Berlín (CBS, 1985) que comente aquí en la discografía comparada. Fue lo mismo, pero todavía mejor; quiero decir, con mayor inspiración poética y –por increíble que parezca– aún más depurado trabajo con la orquesta. Y si aquel ya antiguo registro es el que más me gusta de los cuarenta y dos comentados, imaginen qué me pareció este. ¿Pero cómo fue, exactamente? Miren ustedes, fue una Grande precisamente eso: grande. Orquesta de considerable tamaño. Sonoridad musculada. Tempi amplios. Importante dosis de pathos, de potencia expresiva. Triple equilibrio entre carácter épico, sensualidad terrena y grandeza espiritual.
Dicho esto, hay que especificar también lo que no fue, porque grandísimos directores de parecido planteamiento se han estrellado contra la partitura precisamente por caer en ciertos errores. La interpretación de Barenboim no fue pesada –Böhm–, ni trompetera –Karajan–, ni excesivamente severa –Klemperer, Szell–, ni otoñal –lo fueron las sensacionales lecturas de Giulini y Celibidache en su ancianidad–. Tampoco anduvo desatenta –aquí habría que citar a la mayoría de las batutas– a la particular mezcla de sensualidad, vuelo lírico y amargor que necesita el Andante con moto para funcionar: la mayoría se quedan en lo épico, cuando no cae en lo mecánico o –peor aún– en lo frivolón. De hecho, creo que este segundo movimiento fue la cumbre de la velada en Bremen, y no solo por la referida cuestión expresiva: también fue un milagro la manera que tuvo Barenboim de diseccionar la polifonía de la pieza, de hacer que se escuchasen cantos y contracantos, de otorgar su papel a las voces intermedias… De dejar, en definitiva, que la fuerza del movimiento no cargase en un constante vigor rítmico sino en el desarrollo orgánico, tomando el conjunto como si fuera una sola transición; desde el gran clímax dramático hasta el final, sección particularmente complicada en la que a demasiados directores les cuesta planificar con lógica, Barenboim dio la lección magistral de técnica de batuta. Por cierto, buenísima idea la disposición antifonal de los violines en esta partitura.
Pero volvamos atrás para reparar en que, tras una introducción en la que los violonchelos de la WEDO frasearon con idéntica belleza y elegancia con que lo hicieron los de la mismísima Filarmónica de Berlín, tampoco estuvo precisamente mal el primer movimiento: como en el disco de 1985, se consiguió la misma mezcla de arrebato y profundidad de un Furtwängler sin tener que recurrir a sus tirones de tempo, esos que infructuosamente ha intentado imitar Thielemann. Es fácil copiar las formas externas, lo difícil es conseguir un efecto expresivo similar.
En el Scherzo Barenboim no quiso cargar las tintas, dejando más bien que sirviera de alivio frente a las tensiones del Andante. Tuvo su adecuada dosis de vigor y de sonoridad musculada, pero en compañía de una elegancia, una transparencia y una alegría, incluso de picardía y hasta de ligereza bien entendida, que también son muy schubertianas; el Trío rebosó encanto y elevación poética. Todo ello lo logró en gran medida haciendo gala de un fraseo muy alejado de toda rigidez, matizando con una enorme sutileza a una WEDO que lució cuerda de empaste mórbido y maderas de enorme musicalidad.
Y fue justo esa capacidad de alejarse del mecanicismo, como también de ese énfasis rítmico y de esa brillantez a toda costa en los metales, lo que hizo que el Finale también alcanzara la excelsitud. El enfoque estilístico, además, fue el acertado. Hubo volumen, hubo potencia sonora y expresiva, hubo muchísima grandeza espiritual, pero Barenboim no quiso que esto sonara a Bruckner, sino a Schubert, con todo ese punto de equilibrio, de carácter bullicioso –por momentos recuerda a la “chispa “rossiniana”–, de ligereza e incluso de delectación melódica que contiene este movimiento. No, no hubo Bruckner, como tampoco “carga del Séptimo de Caballería”, lo que no impidió al maestro y sus músicos ofrecer una interpretación valiente y decidida.
No hace falta que les diga la emoción tan grande que me embargó durante los cincuenta y ocho minutos de este Schubert: una de las mejores sinfonías de todos los tiempos, y de las más difíciles de interpretar a plena satisfacción, en la lectura más redonda que yo haya escuchado. Es posible que buena parte del público pensara lo mismo, porque el éxito fue abrumador.
Barenboim y la WEDO ofrecieron algo como despedida. Lo más inesperado: el Scherzo de El sueño de una noche de verano. ¿Escogieron la pieza por el título? Lo veo muy posible, por aquello del deseo veraniego de alcanzar cierta justicia social en Oriente Medio. Pero la gracia para el melómano estuvo en ver cómo hacía Barenboim esta genial piececita que hasta ahora nunca se le ha escuchado en discos. Y ahí vino la sorpresa: con ligereza y carácter aéreo, cualidades imprescindibles en la música de Mendelssohn que los detractores del maestro jamás asociarían con sus maneras de hacer. Yo mismo no hubiera imaginado una interpretación así por parte de Barenboim hace quince o veinte años, pero su evolución como artista le ha llevado a explorar estos terrenos expresivos. Sin confundirlos, eso sí, con levedades mal entendidas, con frivolidades ni con otras cursiladas, y añadiendo una maravillosa dosis de sensualidad y carácter feérico. Bueno, son tantos los elogios hasta aquí vertidos que no me voy a cortar en las últimas líneas: desde el radicalmente distinto Klemperer no escuchaba cosa igual en el Sommernachtstraum. ¡Y qué llamativa la depuración sonora que supo ofrecer la orquesta, probablemente en su mejor momento! ¡Qué maderas, cielo santo!
Pues eso, noche de verano inolvidable. Ahora, a esperar la transmisión radiofónica del concierto de los Proms.
PD. Las fotos son de Manuel Vaca y Patric Leo, y las he tomado del Facebook oficial de la orquesta.
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