La NDR Elbphilharmonie Orchester cerraba el pasado fin de semana la temporada de abono con su titular Alan Gilbert y la presencia de Leonidas Kavakos. No quedaban entradas para la función del sábado, así que saqué para el domingo: justo la tarde del día en que en la misma Elbphilharmonie escuché, con Argerich y Cambreling, a la otra orquesta de la ciudad, la Sinfónica de Hamburgo. Esta de la NDR me ha parecido algo mejor, pero no diría que haya una enorme diferencia entre ellas. Ambas son de muy buen nivel, sin llegar a una auténtica primera fila. En la de Gilbert destacaría una cuerda extraordinaria, solidísima y muy bien empastada, frente a unos vientos más convencionales en los que se puede presentar algún desajuste sin importancia.
Acudí especialmente interesado por el Concierto para violín nº 2 de Martinu, pero el griego decidió no interpretar la partitura alegando una enfermedad y la sustituyó por el Nº 3 de Wolfgang Amadeus Mozart, no casualmente la página que mañana viernes 5 tiene previsto interpretar con la Filarmónica de Gran Canaria dirigiendo él mismo. También era el propio Kavakos el que dirigía su grabación de 2006 que comenté en esta discografía comparada. Escuchado el concierto del domingo, he acudido a la filmación del que se ofreció el día anterior, que tienen ustedes disponible en YouTube. Y me temo que lo tengo ahora más claro: no me gusta cómo interpreta este señor la página. Que en Hamburgo no estuviera del todo bien de dedos –lo de la enfermedad debe de ser verdad– importa poco. Es una cuestión de estilo y de expresión. Kavakos quiere ser tradicional e históricamente informado, optando por una tercera vía que, en su caso, no es chicha ni limoná. Modera considerablemente las vibraciones –a veces el resultado es tímbricamente feo–, apuesta por la articulación incisiva y añade una buena cantidad de adornos no siempre afortunados. Ojo, que está muy bien que el artista tenga ideas propias, arriesgue y demuestre un intenso trabajo detrás, pero a mí lo que suena a ratos me resulta frío, a ratos me parece frivolón y pimpante. No sé decir si las cadencias eran las mismas del disco, pero iban por el mismo camino. En mi función no hubo propina, sí en la del vídeo: movimiento conclusivo de la Partita nº 1 en interpretación formidable.
¿Bueno, y qué pasa con Alan Gilbert? Dirigió bien a Mozart, recortando un poco la articulación para encajar con su amigo Kavakos sin por ello renunciar a lo tradicional. El resto del programa rimaba con el Martinu inicialmente previsto, porque originalmente estaba todo dedicado al repertorio checo. Vysehrad, primero de los poemas sinfónicos que integran el ciclo Mi patria de Smetana, recibió una interpretación de buena planta. El maestro neoyorquino se mostró sabio a la hora de poner de relieve la sana rusticidad que los pentagramas necesitan, y supo no confundir ese ingrediente con la precipitación ni el exceso: dejó que la música fluyera con naturalidad, equilibrando francamente bien los planos sonoros y cantando con amplitud toda la sección final. Y ya está: no hubo particular inspiración.
Sinfonía del Nuevo Mundo en la segunda parte. Como en el audio con la Filarmónica de Nueva York, Gilbert se mostró muy consciente de que la más célebre –no la mejor– de las partituras de Dvorák no puede limitarse a la delectación melódica: el carácter combativo y el amargor que la música alberga tienen que ponerse bien de relieve. Su batuta lo hace buscando el contraste entre lirismo y fuerza dramática, aportando no pocas ideas propias –el arranque del movimiento conclusivo, sin ir más lejos– y acertando de pleno en una coda llena de desgarro. Me gustó particularmente que el maestro no se tomara las cosas con prisas y buscara la claridad de texturas. Y esta vez me ha interesado más la manera de resolver el celebérrimo tema lírico del primer movimiento.
Dicho esto, he de volver a lo que comenté acerca de la Séptima del mismo autor por la Filarmónica de Viena y Lorenzo Viotti: en directo se aprecia mucho mejor el estudio de la gama dinámica. Y si en aquella ocasión lo hizo para bien, esta vez lo ha hecho para mal. En el soberbio auditorio principal de la Elbphilharmonie queda en evidencia que Gilbert realiza un trabajo bastante grueso a la hora de regular el volumen de su orquesta. No importa que no se interese por ofrecer esos pianísimos imposibles a los que tan aficionados han sido otros directores –Abbado el primero de ellos–, pero entre el piano y el mezzoforte la cosa debería haber estado mucho más matizada. Por lo demás, tampoco me parece que su recreación fuera de una particular poesía: tratándose de una lectura muy disfrutable en vivo, el vídeo tiene poco que hacer en un panorama discográfico repleto de grandes versiones.
Una cosa sobre el público. Se supone que el de allí es mucho más culto que el de aquí. Verdad es que se mostró bastante más silencioso que el de un Maestraza o un Villamarta, pero no es menos verdad que en la función del sábado –la del vídeo– se aplaudió detrás de todos y cada uno de los movimientos de las dos partes del programa. En la del domingo Gilbert logró, con un claro gesto, que no se aplaudiera entre los dos últimos de la Novena de Dvorák, pero luego el personal reventó como si hubiera escuchado las versiones de Karl Böhm o de Celibidache, y no fue para tanto. Efecto Nuevo Mundo, sin duda: lo popular sigue siendo lo que más vende. Aquí abajo y allí arriba.
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