sábado, 20 de enero de 2024

Claudio Abbado: una aproximación

Hoy hace diez años que nos dejó Claudio Abbado. En su recuerdo, la revista Scherzo ha publicado un breve acercamiento a su arte escrito por Rafael Ortega Basagoiti. Les recomiendo que lo lean con atención (aquí), pero también les confieso que hay muchas cosas en el texto con la que estoy en manifiesto desacuerdo. Por eso me permito copiar aquí las líneas que sobre él escribí para ese libro sobre directores de orquesta que aún tengo entre manos, pero que anda paralizado por culpa del de Barenboim. Así, si les apetece, pueden ustedes tener dos visiones contrapuestas de quien, sin el menor género de duda, fue un grandísimo director. Otro asunto es ponerse de acuerdo en qué es lo que fue verdaderamente grande en su arte.

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Pocas batutas se han conocido con tanta destreza técnica como la suya, con tal capacidad para modelar a una orquesta con un virtuosismo extremo y conseguir dinámicas, colores y texturas al límite de lo imposible, alcanzando al mismo tiempo el máximo de belleza y depuración sonoras. Pese a ello, el milanés Claudio Abbado protagonizó una de las más desconcertantes carreras sobre el podio que se recuerden, pasando de ser un artista extremadamente comprometido con la música a un maestro que, convertido nada menos que en sucesor de Karajan en Berlín, iba a resultar amanerado, autocomplaciente e incluso vulgar.

A lo largo de los años sesenta fue adquiriendo enorme –y probablemente merecidísima– fama tanto en el foso operístico como en el repertorio sinfónico, lo que le condujo a ser nombrado director del Teatro alla Scala de Milán en 1968. Un poco antes, en 1966, había empezado ya a grabar para Decca al frente de la Sinfónica de Londres. Los nueve vinilos editados daban buena cuenta de un director que aun tendría que madurar en ciertos compositores, pero que en el repertorio del siglo XX era ya descomunal.

En 1967 llegó a DG por la puerta grande: nada menos que con la Filarmónica de Berlín. La orquesta de Karajan, por más señas, al servicio de un director que militaba en el Partido Comunista. Mucho talento había que tener este joven de treinta años para tanto privilegio. Lo demostró con vitalistas y angulosas recreaciones del Concierto en sol de Ravel y del Concierto para piano n.º 3 de Prokofiev, en perfecta sinfonía expresiva con una arrolladora chica que contaba veintisiete llamada Martha Argerich. Con la Sinfónica de Boston hizo tan vistosas como sensuales, comunicativas y bien clarificadas recreaciones de Tchaikovsky, Debussy, Ravel y Scriabin, a despecho de cierta precipitación y de la tendencia a que primen la extroversión sobre la poesía: es lo que tiene ser un director joven. El mismo temperamento es el que se aprecia en su primer acercamiento –esta vez en Londres– al universo de Alban Berg: puro expresionismo tenso, seco y sin concesiones.

También quedaron bien documentadas algunas de sus grandes noches en La Scala. Fue él uno de los grandes protagonistas de la renovación filológica de la interpretación rossiniana, siempre apoyándose en las ediciones de las partituras a cargo de Alberto Zedda. Entre ambos corrigieron errores, pusieron freno a tradiciones espurias y devolvieron a Rossini la ligereza y la luminosidad mediterránea que le corresponde. Sus memorables recreaciones de El barbero de Sevilla y La Cenerentola quedan para el recuerdo a pesar de que algunas de las voces todavía estaban lejos de la perfección técnica y estilística que en fechas más recientes se ha logrado en este autor.

Más brilló aún su talento en Verdi, al que supo abordar con una frescura juvenil y una garra teatral que borraban cualquier “exceso sinfónico” –nada que ver con lo que hacía Karajan por las mismas fechas– e impregnaban a la narrativa de una inmediatez apabullante. Ahí está su Macbeth, su Simon Boccanegra con Capuccilli y Freni o su grabación de arias con Ghiaurov de 1969 para demostrarlo.

La colección de oberturas de los dos compositores citados que fue registrando en sucesivos vinilos no alcanzaron menor inspiración; los realizados para RCA, además, suenan increíblemente bien después de los últimos reprocesados. Para este sello nos dejó, además, un importante y poco frecuentado Mussorgsky que incluía, entre otras cosas, el primer registro de la versión original de Noche en el Monte Pelado. Y qué decir de su reconocida Carmen de Bizet realizada a partir de las representaciones del Festival de Edimburgo de 1977: nadie ha dirigido esta música de una manera tan plural, sabiendo compaginar la epidermis vistosa y colorista no exenta de picardía con la carga dramática que albergan los pentagramas.

Tuvo también por esta época algunos escarceos discográficos con la mismísima Filarmónica de Viena, que en fecha todavía tan temprana como la de 1971 le convierte en uno de sus directores principales. No quedó bien su Sinfonía n.º 1 de Bruckner, en exceso nerviosa. Por el contrario, el milanés demostró un notable grado de inspiración con Mozart en la selección de conciertos para piano que registró con Friedrich Gulda, ambos dentro de un enfoque mayormente apolíneo, alejado de grandes tensiones y contrastes. Para la historia queda la Cuarta de Tchaikovsky.

Paralelamente, se ponía al frente de la que ya era su Sinfónica de Londres –titular entre 1979 y 1987– y de la Sinfónica de Chicago para grabar repertorio sinfónico con resultados excelsos. Fue increíble su Prokofiev. En la misma línea de brillantez, incisividad y colorido se encuentra su Stravinsky: formidables Pájaro de fuego y Petrushka, floja La consagración de la primavera, aunque la cima de sus grabaciones de ballets del siglo XX vendría con la versión completa El mandarín maravilloso de Bartók, ya de 1982. Los primeros escarceos con Gustav Mahler son muy satisfactorios, sobresaliendo unas Primera, Quinta y Sexta en Chicago en las que combina de manera magistral tensión dramática y clarificación de texturas. Y con Maurizio Pollini nos deja un Bartók que, pese al toque algo monolítico del solista, ha sido justamente considerado como un modelo durante décadas.

¿Todo el Abbado de los setenta y principios de los ochenta fue de notable para arriba? Un par de discos grabados en 1980 avisaron de que el músico encendido, teatral y combativo escondía otras maneras que podían salir en cualquier momento: unas irregulares Cuatro estaciones y las dos sinfonías postreras de Mozart manifestaban una tendencia a la asepsia y la blandura.

En la nueva década la cosa empezó a cambiar, alternándose de manera desconcertante aciertos y desaciertos. Todavía era capaz de hacer maravillas con Rossini redescubriendo Il viaggio a Reims –el registro para DG de 1984–, pero su Verdi perdía fuelle: Aida y Don Carlos empezaban a sonar más refinados que rústicos. No estaba nada mal su aproximación al Wozzeck de Berg, si bien resulta hoy algo externa, muy volcada en el decibelio. En Londres defrauda en sus ciclos dedicados a Mendelssohn y Ravel, perjudicado ambos por tomas sonoras no muy allá. Tampoco le graban demasiado bien la Sinfonía Fantástica con la Sinfónica de Chicago, aunque aquí los resultados artísticos siguen vigentes. Con la misma orquesta registra una serie de discos dedicados a Tchaikovsky dando frutos muy irregulares, desde referenciales recreaciones de la Sinfonía n.º 2 y La tempestad hasta una infumable Obertura 1812. Con la Orquesta de Cámara de Europa graba las sinfonías de Schubert evidenciando agilidad, refinamiento, equilibrio y cierta asepsia expresiva.

En 1989 alcanzaba el podio de Berlín y era aclamado como el maestro que, ideológicamente de izquierdas y buen conocedor de la música de vanguardia, iba a renovar anquilosadas tradiciones: era la época del “llamadme Claudio”. Lo cierto es que empezó a sufrir lo que no sabemos si denominar “síndrome Karajan” o, si lo prefieren, “síndrome Filarmónica de Berlín”: sonoridades opulentas, tímbrica suavizada, enormes contrastes dinámicos para impresionar al personal y un interés en absoluto disimulado por el preciosismo. Los peores defectos de su antecesor, para entendernos, a los que el milanés añadió una progresiva ligereza en las texturas y una obsesión por obtener sonoridades ingrávidas.

A partir de ahí, cuesta abajo y sin frenos. El paso del maestro por los conciertos de Año Nuevo de 1988 y 1991 se vivió con más pena que gloria. Su Rossini se aligeraba en exceso y perdía chispa. Fue muy notable la Khovanshchina de 1989 en la Ópera de Viena, pero su triunfo en el Festival de Salzburgo con Boris Godunov en la orquestación original vino antes por el lujo de los elencos vocales que se fueron congregando y por la puesta en escena de Herbert Wernicke que por su sintonía con Mussorgsky.

Su Brahms y su Bruckner se beneficiaban de la inmejorable sonoridad de las orquestas –Berlín y Viena, respectivamente–, pero la batuta se volcaba mucho antes en los grandes contrastes sonoros, en la opulencia y en el refinamiento que en la expresión. Triste fue comprobar cómo su Mahler, antes lleno de verdad y de fuerza, se convertía en una mera excusa para hacer exhibición de técnica de batuta desplegando preciosismos por doquier; que algunos críticos alabaran hasta el delirio interpretaciones tan irritantes como su Quinta de 1993 resulta incomprensible para el autor de estas líneas.

El punto artístico más bajo de su carrera llegó con sus sinfonías de Beethoven con la Filarmónica de Berlín. Se vendió como un documento renovador, y sin duda lo era por ser uno de los que más temprano se llevaron al disco siguiendo la soberbia edición de las partituras a cargo de Jonathan del Mar. Pero también se dijo que este era un Beethoven menos “olímpico” y más humano. No estamos de acuerdo: esa línea lírica, menos interesada por los grandes bloques de tensión sonora y expresiva, ya la habían seguido maestros como Kubelik o Giulini con enorme fortuna. Lo que hizo Abbado fue extremar el contraste sonoro entre el músculo berlinés y sonoridades particularmente ingrávidas que él sabía muy bien cómo conseguir. Nada más, porque la rutina, la falta de matices, la asepsia y hasta la vulgaridad presidían estas recreaciones. Los mismos calificativos se pueden aplicar a su aburridísimo retorno a Verdi en 2001 con Falstaff.

Mención aparte merece su Mozart. En los ochenta se fue haciendo cada vez más frío, en los noventa se volvió blando y ya con el cambio de siglo desembocó en lo cursi. ¿Fue debido una mala digestión de las corrientes historicistas de interpretación? Probablemente no. Lo que hizo con la Orquesta Mozart resultó en exceso amable y pulido para los seguidores de la escuela HIP –que ya empezaban a acostumbrarse a la agitación perpetua de los directores más radicales–, al tiempo que parecía ligero y hasta cursi a aquellos melómanos más apegados a la tradición.

En 2003, tras haber superado temporalmente una grave enfermedad, recuperaba el antiguo nombre de Orquesta del Festival de Lucerna para dar a conocer una formación que, contando como corazón con la Joven Orquesta Gustav Mahler, iba a congregar a una lujosa nómina de instrumentistas que se comprometieron con el proyecto solo para celebrar el nombre del maestro. Brilló su batuta como no lo hacía desde mucho tiempo atrás interpretando El martirio de San Sebastián y El mar de Debussy. En las anuales citas en la localidad suiza prosiguió con su revisitación del universo mahleriano, pero la recuperación era un espejismo. Ni siquiera en Tchaikovsky o en Bruckner alcanzaba el nivel que se debe exigir a un director de primera. Francamente triste la despedida de la Filarmónica de Berlín con soporíferas interpretaciones de El sueño de una noche de verano y la Sinfonía fantástica. No era solo enfermedad. Era desgana.

 

Fotografía: 

De senato.it, CC BY 3.0 it, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=99042210

 

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