No seré yo precisamente quien dude que la música de Georges Bizet debe ser interpretada con esa elegancia, ese refinamiento tímbrico y esa sensualidad que habitualmente asociamos con la música del país vecino. Pero no me parece menos obvio que tanto Carmen como La arlesiana deben poseer también una buena dosis de vigor rítmico, de luminosidad y de desparpajo, en marcado contraste expresivo con la carga dramática indispensable en estas dos magistrales partituras. No es fácil encontrar el equilibrio entre todos estos componentes, pero prefiero –con mucho– a quienes atienden a la fuerza expresiva de las notas que a quienes se pierden en los vericuetos de bellezas y delicuescencias sonoras.
Es justo por eso por lo que me gusta mucho lo que hizo Igor Markevitch con las suites de las dos citadas páginas en 1960 para Philips. La Orchestre des Concerts Lamoreux aportó esa sensualidad mórbida y carnal de las maderas tan típicamente gala, al tiempo que la batuta supo ofrecer concentración para paladear con exquisita delectación melódica determinados momentos clave, pero estas recreaciones se caracterizan ante todo por su nervio, por su inmediatez expresiva y por su capacidad de atender tanto a la chispa –incluso al salero– como a la carga dramática, al tiempo que ofrecen un sentido de la rusticidad bien entendida que le sienta estupendamente a estos pentagramas. Aun funcionando unos números mejor que otros –lógico–, el resultado global es de altísimo nivel. ¡Dejémonos del Bizet sosote y disfrutemos de la fuerza de la música!
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