Tras cruzar Creta de norte a sur y de sur a norte en veinticuatro horas, me desperté muy temprano. Recorrí las calles de Heraclión, tomadas literalmente por los gatos; cogí el coche, lo devolví en el aeropuerto, volé a Atenas y allí alquilé otro vehículo. Tenía claro que mi recorrido iba a ser cronológico: después de lo minoico, lo micénico. Así que pasé sin prestar atención por el famoso Canal de Corinto, dejé la excelente autopista para meterme por carreteras secundarias y llegué a mi destino. La primera, en la frente: el Tesoro de Atreo.
Ya, ya sé que la idea de que ésa era la tumba de Agamenón se encuentra
completamente descartada, pero menuda impresión estar allí. Sobre todo
cuando te das cuenta del tamaño: las imágenes de los libros no le hacen
justicia. Y claro, poco que ver con los tholoi que tenemos en
Andalucía. Por lo demás, no podía dejar de imaginarme a Elektra con su
hacha clamando venganza bajo los acordes de Richard Strauss. ¡Qué le voy a hacer, el tópico es el tópico!
Micenas está solo unos metros subiendo por la carretera. La vista panorámica del conjunto es impresionante. Cuando subes hasta arriba del todo, descubres el tremendo desfiladero que hay detrás y te enteras del carácter eminentemente defensivo de la ubicación.
Pero claro, antes de hacerlo tienes que ir recorriendo todo eso que estudiaste hace ya unas cuantas décadas: los muros de aparejo ciclópeo, la Puerta de los leones, el primer círculo de tumbas... ¡Y qué emocionante ver el solar donde se encontraba el mégaron!
El museo, interesante sin más: las joyas originales las vería al día siguiente en el Museo Nacional de Atenas. Así que volví a tomar el coche, me zampé una estupenda musaka en un restaurante del camino y me puse en dirección a Esparta. Es decir, me adentré en la Arcadia.
¡Qué belleza de paisaje! Nada que ver con lo que vi en Creta el día anterior, una isla que ha ido siendo tristemente pelada en los dos últimos siglos. La Arcadia es una delicia. Me llovió por el camino, y eso la hizo más bella aún. Por eso no me dio demasiada rabia cuando tuve que renunciar al importante templo de Atenea Alea en Tegea: la carretera de acceso estaba cortada por obras. Me conformé con disfrutar del paisaje.
Llegué finalmente a la muy anodina Esparta: lo único interesante que tiene es ver lo bien rodeada de montañas que se encuentra y, por ende, en cómo la orografía influyó decicidamente en la historia. En cualquier caso, era otra ciudad justo allí al lado lo que yo realmente quería conocer: Mistra o Mistrás. Es decir, una de las cosas más fascinantes que he visto en mi vida. Pero eso se lo contaré a ustedes mañana.
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