Hace ahora casi un año volví al Clave bien temperado, libro primero, que grabó Daniel Barenboim en 2003. No fue capaz (aquí) de decir casi nada: esta música y esta interpretación son tan grandes que me superan. Hoy –mientras se estaba coronando Carlos III– ha tocado el libro segundo, registrado por el de Buenos Aires en septiembre de 2004, y me pasa lo mismo. Un par de apuntes, si acaso.
Primero, he notado con mucha más claridad que antes el carácter “orquestal” de esta lectura. Y creo que no es percepción mía. Puede que se deba al diferente carácter que ofrece este segundo libro frente al primero, ofreciendo más posibilidades de construir grandes “edificios sinfónicos”. Pero también podría influir la propia evolución como pianista de Barenboim. Cuando tuve la suerte de escucharle el libro primero en Madrid el maestro me dio la impresión de que lo hacía mejor que en el compacto. Ya entonces estaban grabados los cinco discos, lo que significa que Barenboim volvía hacia la serie inicial con toda la nueva experiencia bachiana acumulada. Con más colores, ciertamente. Con muchos, fascinantes y –atención a esto– muy expresivos colores. Porque su Johann Sebastian Bach es cualquier cosa menos un sesudo catálogo de ejercicios de contrapunto: cada uno de ellos no es sino la vía para decirnos cosas, para hacernos reflexionar y para enriquecernos como seres humanos. La calidez y la hondura –que no la pesadez ni la gravedad, no caigamos en el estúpido tópico que mezcla los términos– se ponen por delante de cualquier otra consideración.
Segundo, el carácter orgánico de la interpretación va parejo al de la música. Nos recuerda Jeremy Siepmann en sus notas de la carpetilla que “ninguna música de ningún compositor, ni siquiera la de Beethoven, es de una naturaleza más orgánica que la de Bach”, a la vez que nos trae las palabras del propio compositor refiriéndose a su deseo se enseñar “no solo a tener buenas ideas, sino a desarrollarlas bien”. Y si hay algo que caracteriza a Daniel Barenboim, en buena medida por su profundo conocimiento de la música de Richard Wagner y por la herencia de las maneras directoriales de un Furtwängler, es precisamente su concepción del edificio musical como un todo orgánico. La flexibilidad de la agógica –y de la dinámica: el maestro no le tiene miedo al pedal– no sirve únicamente para aportar acentos: es que ella es la esencia misma del desarrollo. Y lo que ocurre en un momento concreto tiene que afectar, necesariamente, a lo que está pasando en otra línea del tejido polifónico o a lo que va a ocurrir más adelante. Todo se encuentra interrelacionado.
Todo lo dicho lleva a otra cuestión que se aprecia de manera especial en este libro segundo: en claro y desprejuiciado distanciamiento de lo que se puede hacer con un clave, nuestro artista no duda en jugar con los planos sonoros, alejando o acercando líneas de la polifonía mediante colores y dinámicas, pero sin que el magistral juego contrapuntístico se resienta. Lo dice el propio Barenboim en la carpetilla: con el piano “sólo se consigue algo musicalmente interesante si se tocan con tanta claridad las diferentes voces polifónicas que puedan oírse todas y, al mismo tiempo, se crea un efecto de perspectiva”.
En fin, una música inmensa en interpretación a altura que merece. En Amazon, 16 euros los cinco discos.
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