Salió de la factoría Gergiev a principio de los noventa. Firmó una exclusiva con Philips en 1992. Grabó cosas con gente como Colin Davis o el propio Gergiev; en algunas brilló de manera considerable, en otras no tanto. Alcancé a verla en Sevilla en una selección de Boris Godunov bajo la batuta de su mentor. Y desapareció casi por completo del mapa, al menos del discográfico. Lo último que le recuerdo es una filmación de Aida en el Met de 2002.
Me ha resultado conmovedor escucharla en este registro realizado en Hamburgo en 1993, cantanto hermosísimas canciones de Tchaikovsky en torno al amor y –sobre todo– el desamor en el que Olga Borodina demuestra tenerlo todo: asombrosa belleza vocal, homogeneidad –sin los cambios de color de su referida Amneris–, pureza de la línea de canto, un legato para derretirse, intensidad muy controlada, enorme sutileza a la hora de poner matices... ¡Cuánta belleza, cuánta emoción y cuánto dolor hay aquí! La última canción, apenas susurrada, es de las que dejan el corazón en un puño. Arriba se la he dejado a ustedes.
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