Artículo publicado hoy, primer viernes de marzo, en Diario de Jerez (enlace).
El Ateneo de Jerez, dentro de su IV Ciclo Marzo, con M de Mujer, me invita a hablar este lunes 6 de marzo, a las 19:30 horas, de una de las féminas más fascinantes de las que se tengan noticia: Hildegard von Bingen. Si lo prefieren ustedes, Hildegarda de Bingen, o sencillamente Santa Hildegarda.
Nacida en el Sacro Imperio Romano Germánico allá por 1098 y fallecida en 1179 a los ochenta y uno recién cumplidos, la abadesa que fundó los monasterios de Rupertsberg y Eibingen en las cercanías del Rin siempre afirmó de sí misma no ser más que una pobre inculta que había tenido el privilegio de recibir, desde muy temprana edad, una serie de visiones divinas que se decidiría a poner por escrito a partir de 1141. Pero lo cierto es que el análisis científico de su muy abundante producción literaria deja entrever un profundísimo conocimiento de las Sagradas Escrituras, del mundo grecorromano y de la patrística cristiana, incluyendo entre otros muchos nombres a nuestros Séneca, Lucano y San Isidoro, aunque sin dejar por ello de lado la propia tradición de tierras germánicas. Una tradición que también recoge en sus justamente célebres tratados de historia natural y medicina, al tiempo que sintetiza en ellos los saberes de la Antigüedad que habían cristalizado en Galeno, tan influyente a lo largo de toda la Edad Media.
No son contradicciones, aunque para una persona de nuestro cada vez más ideológicamente radicalizado siglo XXI la vida y la obra de la abadesa renana puedan parecer repletos de ellas. Hildegard decía recibir visiones, pero dejó muy claro que estas nunca le llegaron en momentos de éxtasis ni de ausencia de los sentidos. Se mantuvo rigurosamente fiel al dogma al tiempo que desarrolló una religiosidad en cierto modo renovadora, en la cual el ser humano y sus circunstancias no son ya fuente de pecado, sino objeto de profunda admiración como máxima creación de la divinidad. Defendió sin titubeo alguno la jerarquía eclesiástica y la obediencia a los superiores, sin que ello le impidiera denunciar públicamente y con extrema dureza el comportamiento de sacerdotes y prelados. Se carteó con reyes y emperadores, que con frecuencia le escribían pidiendo consejo, mas no tuvo problemas a la hora de reprobar a su hasta entonces amigo Federico Barbarroja cuando este se enfrentó con el papado. Tuvo en la más alta consideración la vida eremítica, y de hecho permaneció aislada durante décadas, pero ya muy mayor tuvo la valentía de realizar largas predicaciones por tierras alemanas en las que no se cortó precisamente la lengua a la hora de condenar tanto a buena parte del clero como a la herejía cátara.
Mantuvo la tradición de no permitir ingresar en sus conventos a personas de baja condición social, mientras que reivindicaba de manera especial la atención a pobres y necesitados. Aceptó tradiciones curativas no muy distantes de la hechicería con la misma naturalidad con la que ofrecía reflexiones médicas derivadas de la más atenta observación empírica. Consideró merecedoras de la muerte las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, y reconoció al mismo tiempo haber sentido un intenso amor por su secretaria Richardis von Stade, luchando con uñas y dientes contra el arzobispo de Bremen cuando este la separó de su seno para nombrarla abadesa en Sajonia. Aplaudió la castidad y condenó la masturbación en los dos sexos, lo que no le impidió describir con toda propiedad, por primera vez en la historia, la experiencia física y psicológica del orgasmo femenino desde el punto de vista de la mujer. Y asumió la tradicional creencia en la inferioridad de esta con respecto al varón mientras que aprovechaba para reivindicar de una manera desacostumbrada para esa época de transición que fue el siglo XII aquello que hoy denominaríamos empoderamiento femenino.
Así las cosas, no debe extrañar que Benedicto XVI proclamara a Hildegard Doctora de la Iglesia Universal, declarando la manera en que “en el horizonte de la historia, esta gran figura de mujer se perfila con límpida claridad por santidad de vida y originalidad de doctrina”, mas tampoco puede sorprendernos que la investigación científica de carácter feminista haya puesto los ojos en esta abadesa benedictina por sus planteamientos igualitarios (reivindica una “relación de reciprocidad y una sustancial igualdad entre hombre y mujer”, en palabras de Ratzinger), por la incansable valentía de su testimonio y por la calidad de su producción filosófica, científica y musical.
Y aquí llegamos al que quizá sea el campo más interesante de todo su legado. Hildegard es la más importante de todas las mujeres, desgraciadamente muy pocas desde el punto de vista porcentual, que han sido compositoras de eso que llamamos de manera genérica “música clásica”. ¿Gregoriano? No exactamente: en sus cantos religiosos, escritos para comunidades monásticas tanto femeninas como masculinas, sigue las fórmulas de aquella ya veterana tradición, pero haciéndolo con unas maneras muy personales y desplegando soberbia inspiración. De paso, Hildegard es la autora del primero de los dramas litúrgicos conservados, muy lejano pero obvio precedente del género operístico: Ordo Virtutum.
De su labor creativa en el mundo musical, de la estrecha relación que para la abadesa este guarda con su propia concepción de la creación divina, así como de la capacidad de la música para materializar las visiones que fue recibiendo a lo largo de su vida, es decir, para hacer tangible lo intangible, tendré el privilegio de explicarles algo en nuestro Ateneo.
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