No estoy de acuerdo con quienes piensan Maurizio Pollini pasará a la historia como gran intérprete de Beethoven y de Chopin: con excepciones tan importantes como las geniales Polonesas de 1975, el italiano nunca brilló en esos repertorios, el clásico y el romántico. Lo hizo en el siglo XX, como puede comprobarse este célebre compacto que reúne dos vinilos que en su momento ganaron el Grand Prix International du Disque. Ambos se registraron en la Herkules-Saal de Múnich, el primero en 1971 y el segundo en 1976, con una toma seca –pero de calidad– que acentúa las características del sonido pianístico del artista y sus propias maneras interpretativas.
Las Tres piezas de Petrushka de Igor Stravinsky son un hito de la historia del disco. Haciendo gala de una agilidad digital pasmosa y de un sonido muy percutivo, pero rico en dinámica y texturas, el italiano ofrece una interpretación seca y angulosa, sin pathos ni atmósfera, tampoco del todo flexible en el trazo, pero llena de tensión interna y de un prodigioso sentido del ritmo. Le inyecta, además, cierto sentido del humor agrio que resulta aquí muy interesante.
La Sonata nº 7 de Prokofiev conoce una lectura muy personal: percutiva, mecanicista aunque no mecánica,llena de aristas, que renuncia en gran medida al vuelo lírico y a la emotividad, pero no a una tan implacable como controlada tensión interna. De este modo, los pasajes más poéticos suenan ambiguos, esenciales, abstractos y sin atmósfera, con clímax que alcanzan gran desazón e incluso desgarro, mientras que los violentos resultan feroces e implacables a más no poder. Personalmente prefiero a Gavrilov y a Lang Lang, más plurales en concepto, pero no soy capaz de prescindir de Pollini.
El otro disco, tan duro como genial. Las Variaciones para piano op. 27 de Anton Webern no apuestan por la esencialidad, el misterio o la abstracción, sino por la tensión, la incisividad y hasta la violencia, ¿Mirada hacia el expresionismo antes que hacia el futuro? Algo así.
Para terminar, la larga y genial Segunda sonata para piano de Pierre Boulez, una obra temprana (1948) que Polini expone haciendo gala de un virtuosismo descomunal –agilidad, potencia sonora, claridad– y con ese interés suyo por atender antes a la arquitectura que a la atmósfera que enlaza magníficamente con el espíritu del francés. No hay concesiones al oyente, pero ello no impide ni al compositor ni al intérprete hacer gala de un enorme pálpito interior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario