Fascinante el Concierto para piano nº 2 del de Bonn, porque nos permite comprobar como, una vez más, el mayor intérprete beethoveniano de los últimos cien años no solo no logra llevar a su terreno a la señora Argerich, sino que en cierto modo se amolda a las personalísimas maneras de hacer de su admirada colega. Al menos es lo que ocurre en un primer movimiento que, sin ser muy distinto al que le conocíamos de ocasiones anteriores, parece sonar ahora más nervioso e inquieto, dotado de una desazón –ocurre en toda la introducción orquestal– de lo más atractiva. El resultado es un Allegro con brio que suena menos noble y reflexivo, más dionisíaco, pero no por ello precisamente gozoso sino más bien agitado, altamente dramático, sin que eso signifique la pérdida del control ni por parte del director ni de la solista, extraordinaria en todos los sentidos.
Sinfonía nº 4 de Tchaikovsky en la segunda parte. Ninguna novedad conceptual ofrece aquí el maestro frente a sus testimonios anteriores, aunque quizá sea en esta ocasión cuando sus aportaciones ofrezcan una síntesis más redonda y equilibrada hasta redondear una interpretación quizá no genial, pero a todas luces modélica. En este sentido, el primer movimiento es toda una lección de desarrollo orgánico en la arquitectura y de cómo planificar tensiones para alcanzar clímax de enorme fuerza sin recurrir a efectismos. El segundo, una vez más con Barenboim mucho antes incandescente que ensoñado, está dicho con enorme sensualidad y una plasticidad enorme en el tratamiento de la cuerda. Un prodigio la regulación dinámica de los pizzicatos en el tercero, irónico más que distendido, por no hablar de la claridad de las maderas en un trío que suena mordaz y bastante ruso. Y qué decir del Finale, de nuevo especialidad de la casa: imposible ofrecer una más lograda convergencia entre arrebato y control. La orquesta funciona estupendamente poniendo lo mejor de sí misma, aunque Barenboim hace un poco de trampa y se trae de refuerzo al mismísimo Mathieu Dufour, por entonces flautista de Chicago y ahora en la Filarmónica de Berlín.
Como primera propina llega el Vals triste de Sibelius, uno más de los muchos extraordinarios testimonios de Barenboim interpretando esta música; ciertamente lo hace no de la manera más siniestra posible, ni de la más alucinada en el clímax, pero logrando mezclar voluptuosidad, anhelo y amargor con perfecto control de los medios y enorme concentración.
La sorpresa viene en el segundo bis. Barenboim anuncia que la obertura de Ruslán y Ludmila de Glinka la va a dirigir quien ha sido su asistente en estos conciertos, un chico al que augura un futuro prometedor: Lahav Shani. El maestro no regatea en elogios hacia el joven israelí y hace a todo el público del Teatro Colón decir en alto su nombre: Lá-hav-Sha-ni. La interpretación es sensacional, arrebatadora pero muy bien cantada, así que la velada termina por todo lo alto, con el respetable entusiasmado y la Argerich aplaudiendo con satisfacción entre bambalinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario