En este sentido, y sin cuestionar una técnica de batuta a todas luces excelsa, discrepo abiertamente con los que han visto en él a un enorme artista. En su obituario para El País, Pablo L. Rodríguez afirma que "Su secreto artístico residía en una personal aleación de la influencia rusa de Yevgueni Mravinski y alemana de Herbert von Karajan, para quienes trabajó como asistente". Permítanme que, en mi ignorancia, no reconozca en modo alguno el influjo de estos dos maestros de tan poderosa personalidad. También dice que "su huella en el mundo sinfónico ha sido inmensa". Tampoco lo veo: una cosa es haber dirigido muchísimo y otra muy distinta haber dejado huella.
Sencillamente, porque Jansons no ha tenido ninguna huella que dejar. Si por algo se distinguía la batuta del letón es por su carácter neutro, por su apatía intelectual, por ver en las notas sonidos y nada más que sonidos. Alguien dirá que eso mismo es lo que hacía el gran Bernard Haitink, uno de sus antecesores en la Concertgebouw. Pues sí, pero con la diferencia de que el holandés, aun siempre objetivo y negándose a aportar una mirada personal, procuraba comprometerse a fondo en lo expresivo. A mí me parece que Jansons no lo hacía así. O al menos, que lo hacía solo en contadas ocasiones, con partituras con las que parecía tener una conexión muy especial.
Una de ellas fue la Sinfonía litúrgica de Arthur Honegger, una soberbia, escalofriante música que grabó con excelentes resultados para EMI en 1993 al frente de su Filarmónica de Oslo y que repitió en 2004 frente a la citada Concertgebouw. La propia orquesta editó el resultado en un SACD sobre el que ya dije algo por aquí. Hoy he descubierto que hay vídeo disponible en YouTube. Lo he visto y he vuelto a quedar conmocionado. Y no solo por la temperatura que alcanzan las partes más escarpadas y terroríficas de la obra, sino también por la profundísima belleza de sus secciones líricas. Este es, sin duda, el Mariss Jansons que quiero recordar. Descanse en paz.
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