En el Tercero de Prokofiev lo mejor es la batuta, vitalista pero también cuidadosa, además de centrada en el estilo, obteniendo muy buen partido de la orquesta y haciéndola sonar con la adecuada incisividad. En el piano hay que admirar la agilidad y la claridad en la digitación, así como la amplia gama dinámica y la adecuada fortaleza –aun sin ser un sonido particularmente carnoso– para el compositor, pero expresivamente resulta irregular, con momentos muy logrados –pasajes líricos del segundo movimiento–, otros de ironía solo conseguida a medias y otros donde sencillamente pasa de lado ante los matices y se dedica a la mecanografía.
Menos convincente aun Abdumariov en el Primero de Tchaikovsky, servido con un sonido poderosísimo y una digitación de pasmosa claridad, pero ignorando todos los pliegues expresivos que nos hablan de sensualidad, ternura, desgarro, hondura trágica… Para el jovencito, como para tantísimos otros pianistas, esta partitura es ante todo un derroche de virtuosismo al servicio de una idea épica, sin más. Valcuha dirige en la misma línea, aunque con mucha garra, alta intensidad emocional (¡lleno de grandeza el celebérrimo arranque!) y no desdeñable inspiración; lástima que en el segundo movimiento la poesía se le escape de las manos y en el tercero, dirigido con gran vistosidad, deje que el solista se limite a ofrecer cascas de notas sin el menor sentido.
Entre una obra y la otra, Behzod Abdumariov nos ofrece la Danza de los cuatro cisnes de Tchaikovsky en arreglo de otro mecanógrafo famoso, Earl Wild, lo que no deja de ser significativo.
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