Era lógico que al realizar una película sobre la figura de Simón Bolívar se contratase a Gustavo Dudamel como asesor musical, siendo este no solo el gran astro venezolano de la música clásica a nivel internacional sino también el titular de, precisamente, la orquesta que lleva el nombre del célebre personaje histórico. Lo que nadie se esperaba es que el joven maestro terminase convirtiéndose también en el compositor de la banda sonora, que por cierto ha editado Deutsche Grammophon con una toma realmente excepcional.
¿Y cómo es esta música, estilísticamente hablando? Pues ahí tenemos otra sorpresa, porque está escrita desde la más absoluta ortodoxia de los blockbusters más o menos históricos norteamericanos, de manera más concreta siguiendo el modelo establecido por James Horner en Braveheart (Mel Gibson, 1996), precisamente otro relato de libertador: hay aquí gran orquesta, coro, niño solista con intervenciones de aire fúnebre, flauta y ritmos étnicos, melodías épicas punteadas por los metales, momentos líricos con ribetes místico-trascendentes a cargo de la cuerda… Lo cuenta el propio Dudamel en su página web:
“Hice una elección consciente en basar el motivo principal de Bolívar en una progresión similar a la famosa Fanfarria para el hombre común de Aaron Copland, porque quería reflejar el personaje de Bolívar primero como un hombre - un hombre común - y no de inmediato como un héroe.
(…) Asocié la flauta con el motivo de amor de Simón y María Teresa, así como (después) el de Manuela. La flauta, sobre todo porque aquí se escribió para un tipo especial de flauta de madera de América del Sur, para mí expresa el alma del pasado, un sentimiento de añoranza (…). Estos dos motivos musicales se establecen desde el principio, tanto en la película como en mi Suite, con las cuerdas ascendiendo con contra-melodías líricas y la percusión haciendo acentos marciales. (…) Es un enfoque minimalista, muy sutil, que permite que las imágenes cuenten la historia mientras se escuchan acordes sostenidos y notas largas, por lo general en los registros más bajos, para construir tensión.”
Todo ello lo lleva a cabo el maestro con un lenguaje perfectamente accesible por todos los públicos, un formidable dominio de los medios y exquisito gusto que, por momentos, llega a alcanzar una notable inspiración. Hasta ahí, perfecto. Pero esta música tiene un problema no dentro –habría que ver cómo funciona en la película– sino fuera de la pantalla, que a mi entender es el mismo que el de la mayoría de la música de cine actual: su falta de personalidad. No me refiero al uso de todos los códigos y convenciones arriba referidos, porque por su propia naturaleza las bandas sonoras han de recurrir en mayor o medida a ellos, sino a la capacidad de ofrecer una expresión con identidad reconocible, atractiva y que despierte nuestro interés más allá de la función utilitaria en la pantalla grande.
Ya digo que les pasa a todos, o casi todos: hasta los años noventa del pasado siglo la mayoría de los maestros que escribían para Hollywood poseían una identidad más o menos reconocible, pero desde entonces a esta parte se ha llegado a tal grado de asimilación de la herencia del pasado inmediato, el de las dos últimas décadas del siglo XX, que todo suena a una mezcla entre John Williams, Jerry Golsmith, James Horner, Alan Silvestri, Danny Elfman, Hans Zimmer, James Newton-Howard y Howard Shore. Incluso esos mismos compositores (con la excepción del difunto Goldsmith y de un Williams siempre fiel a sí mismo) hace ya tiempo que comienzan a parecerse los unos a los otros.
¿Y cómo es que Dudamel, ajeno a las academias de composición por la que han desfilado los jóvenes autores de bandas sonoras, ha adquirido tanto el enorme dominio técnico como la personalidad indiferenciada de los mismos? Pues alguien podría decir que siendo titular de la Filarmónica de Los Ángeles bien se le puede haber pegado algo de Hollywood, pero a mi me parece la respuesta podría estar en la labor de “adaptación y orquestación” de la partitura a cargo del veterano William Ross, que quizá haya sido decisiva en los resultados.
Ross ha sido orquestador de compositores como John Williams, Alan Silvestri, James Horner o Alan Menken, además de componer él mismo algunas bandas sonoras: recordemos que fue responsable de arreglar los temas de originales de Williams para Harry Potter y la Cámara de los Secretos. Quizá por eso mismo la cita a Copland no suena directamente al autor de Primavera Apalache, sino a John Williams cuando imita a éste. Claro que hay otros referentes, porque los esquemas rítmicos punteados por acordes de la cuerda recuerdan no poco a los diseños “con sintetizadores” –aun trasvasados a la orquesta– de Hans Zimmer y su escuela. Personalmente no me interesan estas secciones de la partitura del venezolano: me quedo con el Dudamel de corte lírico y nostálgico, porque me parece más sincero y más inspirado.
La Orquesta Simón Bolívar realiza un excelente trabajo, lo mismo que el Coro Nacional Juvenil y los Niños Cantores de Venezuela, así como el flautista étnico Pedro Eustache. Dudamel pone su batuta al servicio de sí mismo y los resultados, como era de esperar, son formidables. ¿Recomiendo la grabación? A medias: las dos veces que la he escuchado (una de ellas con sonido “alta definición”, otro día les hablaré de eso) me he aburrido a ratos, pero también he encontrado momentos muy emotivos.
1 comentario:
De entrada ya digo que sé poco de música de cine. Lo que escucho en la película. Rara vez como música aparte. Es muy difícil que la música de cine sea buena aisladamente. Se han compuesto sublimes melodías, secuencias muy inspiradas pero raramente "suites" que valgan por sí mismas a no ser que el director supedite las secuencias de las imágenes a la música o tengan tanto ritmo que el músico les ponga notas durante un buen rato. Todo esto porque lamento que los músicos de cine sean tan poco propensos a dar forma a su música para el cine de forma que se pueda recrear en la sala de conciertos.
Es una lástima que tanta buene música no se vuelva a escuchar por su forma inicial fragmentaria.
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