lunes, 2 de agosto de 2010

Barenboim: vivir en Beethoven

El siguiente texto lo he escrito como parte de las notas al programa del concierto que mañana martes 3 de agosto ofrece la West-Eastern Divan Orchestra en Jaén bajo la dirección de Daniel Barenboim, con un programa integrado por tres sinfonías de Ludwig van Beethoven. Agradezco a la Fundación Barenboim-Said el permiso para colgar aquí el texto de manera previa al evento.

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Barenboim Vida en Musica

Cuando Daniel Barenboim publicó su autobiografía (mejor dicho, su conjunto de reflexiones con hilo autobiográfico) la tituló Mi vida en la música para expresar “la particularidad de no sólo tener música en mi vida, sino de realmente vivir la vida dedicado a la música”. Siguiendo este enunciado, nos atrevemos a afirmar que el de Buenos Aires no solo ha vivido en la música, sino también en Beethoven. Y no ya porque en su doble calidad de pianista y director ha interpretado más obras del autor de Fidelio que ningún otro artista y nos está dejando un legado fonográfico (desde las tres sonatas que registró cuando tenía solo dieciséis años hasta los conciertos para piano filmados en 2007) difícilmente igualable en cantidad, sino también -y sobre todo- por el absoluto grado de identificación entre compositor e intérprete. No quiere esto decir que el Beethoven de nuestro artista sea el único posible, porque son muchos los que han dicho cosas de enorme interés sobre el genial sordo, sino que en sus interpretaciones se aprecia una fortísima conexión espiritual que se traduce en una absoluta adecuación entre forma y contenido, en una enorme sinceridad y en una hondura admirable.

¿Por qué se produce semejante conexión? Quizá radique en que la filosofía musical de Barenboim se ajusta como un guante a lo que hace que Beethoven sea Beethoven, que no es ni su elevadísima inspiración melódica ni su asombrosa capacidad de sintetizar toda la tradición para inventar fórmulas nuevas, sino la manera en la que a través de dichas fórmulas realiza la más profunda reflexión sobre el ser humano -sobre su existencia, su naturaleza, sus contradicciones- que jamás se ha ofrecido desde la esfera musical. Frente a los reivindicadores de eso que algunos llaman la “música pura”, nuestro artista es un firme defensor de la existencia de un contenido que “no puede definirse como meramente matemático, poético ni sensual; es todas esas cosas y muchas más”, pero que en cualquier caso “tiene que ver con la condición del ser humano, ya que la música es escrita e interpretada por seres humanos que expresan sus más íntimos pensamientos, sentimientos, impresiones y observaciones”.

Por otra parte nos encontramos ante el gran heredero espiritual (que no discípulo ni imitador) del justamente mítico director alemán Wilhelm Furtwängler (1886-1954), cuya filosofía musical se basaba, como afirma Barenboim, en la idea de que “las paradojas y los extremos eran inevitables para conseguir el equilibrio; que los extremos eran esenciales para alcanzar el equivalente musical a la catarsis griega; los extremos como necesidad para iniciar el camino al orden”. A su vez nuestro artista confiesa que la única doctrina que él mismo sigue “surge básicamente de la naturaleza de la paradoja: de la necesidad de los extremos de que tienes que llegar a unirlos, no necesariamente disminuyéndolos, sino para crear el arte de la transición”. ¿Y no es precisamente este conjunto de tensiones y paradojas, ese atrevimiento de correr hacia el precipicio y detenerse justo antes de llegar a él, esa necesidad de mirar al abismo para intentar aprehender lo inefable, de pasar por las tinieblas para llegar a la luz, lo que otorga a Beethoven su último sentido como filósofo del ser humano?

No es el de Barenboim, por tanto, un Beethoven tramposo hecho de concesiones de cara a la galería. En él la brillantez o la belleza sonora jamás tienen sentido por sí mismas, sino únicamente al servicio de la expresión, de la “idea” que existe detrás de las notas. Una idea que es musical, desde luego, pero que debe conducir a otra al mismo tiempo emocional y reflexiva. Como repetidamente ha declarado el cofundador del West-Eastern Divan, “la música puede significar cosas diferentes para cada persona, y a menudo cosas diferentes para la misma persona en momentos distintos”, pero a lo que no puede limitarse un intérprete es a ofrecer un más o menos seductor juego de sonidos. Una postura para muchos la más sensata, para otros discutible, pero que en cualquier caso -aplicada a Beethoven, aunque no exclusivamente a él- va a chocar con determinadas corrientes interpretativas de tiempos pasados y actuales.

Beethoven piano sonatas Barenboim EMI

En este sentido, la primera integral de las sonatas grabada por Barenboim, editada por EMI en la segunda mitad de los sesenta, supuso un revulsivo en el panorama de la época, porque a pesar de que algunos grandes pianistas habían realizado importantes aportaciones sobre semejante monumento de la historia del piano, nadie había logrado ofrecer una visión tan honda, de tan admirable equilibrio entre arquitectura sonora y tensión dramática, y al mismo tiempo tan humana y reflexiva, de estas treinta y dos páginas en su conjunto. El de Buenos Aires logró así inyectar en el corpus pianístico beethoveniano toda la densidad conceptual que los más grandes directores de orquesta –con el citado Furtwängler y el no menos admirable Otto Klemperer a la cabeza- ya habían logrado poner de relieve en su música sinfónica, abriendo un camino que el propio Barenboim más tarde ha continuado con su doble integral (en audio y en video) de principios de los ochenta, acentuando el carácter visionario de esta música, hasta llegar así a su aplaudida filmación de 2005, una labor de síntesis que algunos consideran como uno de los más grandes testimonios beethovenianos jamás ofrecidos.

Su labor pianística en la música de cámara (realizada fundamentalmente junto a su gran amigo Pinchas Zukerman y su primera esposa, la llorada Jacqueline du Pré) ha alcanzado igual reconocimiento, por no hablar de las reveladoras interpretaciones de los conciertos para piano repartidas a lo largo de sus más de cinco décadas de actividad fonográfica. Pero extrañamente solo en fechas cercanas ha realizado Barenboim un trabajo intenso de batuta en el mundo beethoveniano, no apareciendo su esperadísima integral de las sinfonías hasta el año 2000. Y aquí el concepto barenboiniano vuelve a chocar con lo que hacen otros artistas, en este caso con las nuevas corrientes de interpretación historicistas o semi-historicistas.

Y es que desde que a principio de los ochenta empezaran a grabarse las primeras integrales con instrumentos “de época” y unas maneras históricamente informadas, han sido muchos los directores que, con mayor o menor fortuna, han emprendido la labor de renovar sustancialmente la interpretación beethoveniana. Unos en la forma, otros en el fondo y otros incidiendo en los dos aspectos, trátese de intérpretes que provienen del historicismo o de batutas “tradicionales” reconvertidas para la ocasión. Frente a todos ellos, y aun habiendo reconocido el valor de estas aportaciones (sobre todo en lo que a la articulación se refiere), Barenboim afirma que “hay que tener el valor de dejar atrás las cosas que hay que dejar atrás y seguir adelante” porque “hoy en día o bien buscamos el momento brillante, o bien la fría arquitectura o la verdad histórica, pero nos falta la búsqueda del contenido”. Nuestro artista permanece así como el mayor de los grandes directores que aún hoy se atreven con un Beethoven visto desde el futuro, es decir, desde el siglo XXI, asumiendo los valores aportados por la tradición musical posterior al compositor y, en especial, los de tradición wagneriana, pues no en balde los escritos de Wagner sobre la interpretación de la música del sordo de Bonn y las propias partituras del autor, fundamentalmente Tristán e Isolda, han sido para Barenboim elementos fundamentales a la hora de modelar esta música.

Nos encontramos así ante un Beethoven basado no tanto en el color como en el peso –la presión armónica- del sonido; en una “necesidad de opuestos y contrastes” que según Barenboim “es única en este compositor”; en la existencia de un “elemento de valor y de lucha” que es “parte esencial de la expresión en la música de Beethoven”; en la concepción de la forma –y de la propia interpretación- como un todo orgánico en el que los extremos han de integrarse a través del arte de la transición; en la afirmación de que hay que evitar toda rigidez y toda falsa fidelidad a la partitura (“el mayor crimen que se puede cometer contra la auténtica naturaleza de la música es tocar una obra mecánicamente”) matizando y acentuando en función del contexto melódico, rítmico y –sobre todo- armónico de cada nota, ante el cual el intérprete debe hacerse continuos interrogantes; y en la profunda creencia de que la música “nos da una herramienta muy valiosa con la que aprender sobre nosotros mismos, sobre nuestra sociedad, sobre política y, en resumen, sobre el ser humano”. Un aprendizaje que alcanza su culminación interpretando y escuchando la música de Beethoven. Viviendo en Beethoven.

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