Hoy miércoles 18 se cumplen cien años de la muerte de Gustav Mahler. Buena ocasión para hacer mi particular quiniela de versiones favoritas de las principales obras del autor, no sin advertir que no voy a descubrirles nada nuevo a quienes ya se hayan adentrado en este mundillo, que por mi parte no hay intención alguna de sentar cátedra y que -como en casi todos los repertorios, aunque en este de manera aún más marcada- a veces se advierten grandes diferencias de valoración cualitativa en función de los gustos de cada melómano.
Los míos los tengo bastante claros en los que a Mahler se refiere: me gusta mucho antes "expresionista" que "romántico", y desde luego más atento a la garra dramática que a la delectación sonora, aunque toda buena interpretación ha de atender en mayor o menor medida a numerosos y con frecuencia contradictorios ingredientes un universo en el que con frecuencia se dan de la mano lo estentóreo y lo delicado, lo efectista y lo sincero, lo vulgar y lo exquisito, lo sublime y lo ridículo. De ahí quizá que, para un buen conocimiento de lo que estas músicas encierran, sea necesario conocer no una sino varias opciones interpretativas complementarias. Para ello van aquí algunas sugerencias.
Pero antes, un par de cosas más. La primera, que la fecha que he indicado en cada registro es la de grabación, no la de edición. La segunda, que muchos lectores echarán en falta algunas grabaciones para ellos señeras, y que esto puede deberse tanto a desconocimiento por mi parte como a no encontrarme particularmente interesado en esas interpretaciones; ni que decir tiene que si alguien tiene curiosidad por alguna en particular, me encuentro a su disposición para decirle si no la he escuchado o, en su caso, si es que no me parece de primera línea y por qué.
Para
Das Klagende Lied no hay muchas opciones. Me quedo con la de
Chailly y la Radio de Berlín (Decca, 1989), que ofrece una dirección colorista y contrastada que sabe ser refinada sin caer en la blandura y dramática sin rendirse a los efectismos; es muy bueno el equipo de solistas vocales y además está magníficamente grabada. La de
Vladimir Jurowski (Ideale, 2007) es una buena opción de DVD que permite en un equipo surround disfrutar de la orquesta fuera del escenario situada detrás a la izquierda, pero se ve perjudicada por las voces.
De las
Canciones y tonadas de juventud grabó
Dietrich Fischer-Dieskau una amplia selección (Sony, 1968) difícilmente superable, y no ya por el piano de
Leonard Bernstein sino por la prodigiosa -refinadísima y sutil, pero nunca amanerada- capacidad del barítono alemán para acertar con el justo matiz expresivo.
Los
Lieder eines fahrenden Gesellen también pertenecen por derecho propio al genial
Fischer-Dieskau, que dictó varias veces su inalcanzable lección de cómo conjugar belleza canora y penetración psicologica, pudiéndose escoger como acompañantes, entre otros, a
Furtwängler (EMI, 1952), a
Kubelik (DG, 1968) o a
Barenboim tanto en su faceta de pianista (EMI, 1978) como en la de director (Sony, 1989).
El ciclo
Des Knaben Wunderhorn cuenta desde hace lustros con una grabación de referencia: los inalcanzables
Schwarzkopf y
Fischer-Dieskau, un prodigio de sutileza y de variedad expresiva, dirigidos por un
George Szell (EMI, 1968) que demuestra, pese a su característica sobriedad, una enorme sintonía con el universo mahleriano. No obstante es necesario conocer la interpretación pianística que por las mismas fechas el matrimonio
Walter Berry-
Christa Ludwig, más rústico y espontáneo que la pareja anterior, hizo en vivo con quien es probablemente el mejor intérprete mahleriano de la historia, obviamente
Leonard Bernstein (Sony, 1968), que quizá no fuera el más diestro pianista posible pero derrocha una imaginación tan desbordante como lo es su compromiso expresivo.
En los
Kindertotenlieder y los
Rückertlieder quien quizá más haya profundizado sea
Janet Baker, particularmente en sus grabaciones junto al dramático
Barbirolli (EMI, 1967), aunque en esta última obra no podemos olvidar a -de nuevo-
Fischer-Dieskau, bien sea bajo la sobria batuta de
Karl Böhm (DG, 1973) o, mejor aún, con un inspiradísimo
Bernstein al piano (Sony, 1968); en los
Rückerlieder, por su parte, es también necesario escuchar a la
Ludwig con Otto Klemperer (EMI, 1964), ambos más allá del bien y del mal.
La
Primera Sinfonía, que no es precisamente lo mejor de Mahler, necesita una interpretación de primerísima línea si no quiere uno aburrirse al llegar al cuarto movimiento. Aunque le he escuchado propuestas muy interesantes a un
Bernstein, un
Solti o un
Chailly, entre otros, mi versión favorita es la de
Giulini frente a la increíble Sinfónica de Chicago (EMI, 1971), una lectura presidida por el buen gusto, por la total ausencia de efectismo, por el alejamiento de la cursilería y por el profundo sentido lírico esperable en el maestro italiano; se puede preferir una versión más ácida, con más nervio y con más sentido del humor, pero la propuesta es coherente, rezuma sinceridad y está fabulosamente ejecutada.
Para la
Segunda no lo tengo tan claro, porque me resulta imposible renunciar a la socarronería de
Klemperer (EMI, 1961-62), a la inmejorable ortodoxia de
Zubin Mehta (Decca, 1975), a la tensión dramática de un
Solti (Decca, 1980) y al movimiento final tal y como lo entendía
Bernstein (tanto en el DVD de 1977 como en el audio de 1987, ambos en DG). Me los quedo a todos, y quizá también a
Boulez en su registro en Berlín (DVD Euroarts, 2005) y a
Eschenbach en su filmación que aún se encuentra online (
enlace); la grabación oficial de este último junto a Philadelphia no la he escuchado.
La
Tercera, esta sí, es patrimonio casi exclusivo de
Jascha Horenstein (Unicorn, 1970). No descubro nada nuevo a los buenos mahlerianos: una obra tan
bonita necesita del más ácido expresionismo para convencer. La única otra interpretación que se le acerca es la de
Bernard Haitink al frente de la Sinfónica de Chicago (CSO, 2006), más clásica en su enfoque y espectacularmente bien grabada, si bien es de justicia recordar la intervención insuperable de
Jessye Norman en la primera -y más notable- de las grabaciones de
Abbado (DG, 1980). Lástima que no la haya grabado Barenboim, de cuyo entendimiento con la partitura (¡quién lo diría!) les dejo aquí una muestra en audio.
Para la
Cuarta mi dirección favorita es la de
George Szell (Sony, 1965): analítica y objetiva, por completo ajena a devaneos sonoros, pero llena de fuerza e intensidad, así como elocuente y poética en el tercer movimiento y adecuadamente dulce -pero sin pasarse- en el cuarto. Por desgracia la intervención de
Judith Raskin desluce la versión un tanto, así que prefiero recomendar la de
Lorin Maazel con la en este repertorio insuperable Filarmónica de Viena (Sony, 1983), dirigida de modo asombroso en su segunda mitad -la primera resulta algo distanciada- y con una
Kathleen Battle con la emoción en los labios y sin ápice de su habitual cursilería. Espléndida también la versión de
Chailly (Decca, 1999), aunque
Barbara Bonney sí que está un pelín repipi. Obviamente no se puede dejar de conocer el experimento de
Klemperer, por él y por la
Schwarzkopf (EMI, 1961).
Hay mucho donde escoger en la
Quinta Sinfonía, pero no me parece que haya una versión que se encuentre claramente por encima todas. Si acaso la última de
Bernstein (DG, 1987), en la que el autor de
West Side Story bucea en el mundo de contrastes sonoros y anímicos propuestos por el compositor sin tener miedo del exceso, pero evitando igualmente caer en él. No obstante existen propuestas complementarias de muchísimo interés, como las adustas de
Barbirolli (EMI, 1969) y
Barenboim (Teldec en CD, Arthaus en DVD, 1997). Más ortodoxas pero igualmente admirables son las del joven
Abbado (DG, 1980) y la de
Chailly (Decca, 1987), o la filmación del propio
Bernstein (DG, 1972).
Dos versiones hay que tener de la genial
Sexta en las estanterías. Una es la personalísima y genial de
Barbirolli con la New Philharmonia (EMI, 1967), de enfoque mucho antes dramático que épico, sobria y ajena a efectismos, como también a blanduras, pero llena de una extraordinaria fuerza interna; en ella es prodigioso el análisis tímbrico y de texturas -la lentitud ayuda a ello-, así como la arquitectura general de la pieza. La otra es la última de
Bernstein (DG, 1988), una lección de batuta por todo (planificación, creatividad, sentido del color y de los contrastes) y una verdadera salvajada en lo expresivo. Increíble prestación orquestal, con una Filarmónica de Viena que pasa en segundos de las más angulosas aristas a la mayor dulzura y belleza sonora. Con la misma orquesta, el propio
Bernstein (filmación en DG, 1976) y
Pierre Boulez (DG, 1994) consiguen resultados quizá no tan geniales, pero en cualquier caso memorables.
Horenstein con la discreta Filarmónica de Estocolmo (Unicorn, 1966) y
Haitink con la poderosísima Sinfónica de Chicago (CSO, 2007) han firmado otras versiones señeras.
La complicada
Séptima tiene para mí en
Chailly al intérprete casi ideal, logrando alcanzar el punto justo entre los muy contradictorios ingredientes de la partitura -épicos, líricos, ominosos- y obteniendo una inmejorable respuesta de una de las mejores orquestas mahlerianas del orbe, la del Concertgebouw de Amsterdam, que se beneficia además de una formidable toma de sonido. Falta quizá un punto de carácter visionario, ese que alcanzan en determinados pasajes
Klemperer (EMI, 1968) y
Barenboim (Teldec), pero a estos no los puedo recomendar sin reservas, al primero -cuya versión es sin duda genial- por excesivamente personal, y al segundo porque tras el tercer movimiento el interés de la versión decae de manera considerable.
Confieso que la
Octava sinfonía nunca me ha entusiasmado y que, por tanto, tengo pocas interpretaciones en mi discoteca. Eso sí, hay tres que resultan difícilmente superables: las dos de
Leonard Bernstein (en CD y DVD grabados con muy pocos días de diferencia en 1975, ambas en DG), director que se mueve como pez en el agua en este maremagnum sonoro, y la de
Klaus Tennstedt (EMI, 1991), dirigida de modo admirable pero con un elenco canoro inferior al de Lenny, pese a la presencia de una sensacional
Julia Varady.
Toda la crítica internacional está de acuerdo en que
La canción de la Tierra se beneficia de dos verdaderos hitos de la historia del disco:
Bruno Walter con
Julius Patzak -regular-,
Kathleen Ferrier -sublime- y la Filarmónica de Viena (Decca, 1952, también disponible en Naxos) y
Otto Klemperer con el malogrado
Fritz Wunderlich y
Christa Ludwig (EMI1964-66). Personalmente me decanto por esta última, de una negrura aplastante. Para la versión con barítono la cosa ha estado también siempre clarísima:
James King y
Fischer-Dieskau (¡again!) dirigidos por
Bernstein (Decca, 1966). Y quien quiera escuchar a Wunderlich y a Dieskau juntos, que busque el registro pirata (Myto, 1964) bajo la sensual dirección de
Keilberth o que se compre la que acaba de salir con
Joseph Krips (DG), que aún no he escuchado pero promete muchísimo.
Para la
Novena hay de nuevo un consenso casi total:
Giulini con la Sinfónica de Chicago (DG, 1976) ofrece una cantabilidad y un sentido humanista incomparable sin perjuicio de la incisividad tímbrica ni de la garra dramática. Eso sí, a mi modo de ver nadie ha alcanzado en los dos movimientos centrales que hizo
Klemperer (EMI, 1967) destilando una dosis muy concentrada de mala leche. Por otra parte yo no me perdería la realización de
Chailly (Decca, 2004), insuperable dentro de una línea ortodoxa, ni la filmación dirigida por
Eschenbach que hace tiempo recomendé en este mismo blog (
enlace).
Queda la inconclusa
Décima. Quienes se conformen con el escalofriante Adagio bien pueden acudir a la bellísima interpretación de
Abbado (DG, 1985), por ejemplo, pero a mí me parece que las versiones ejecutables de Deryck Cooke nos acercan, pese a sus insoslayables insuficiencias, a la mejor música mahleriana. La interpretación de
Riccardo Chailly (Decca, 1986) es la única que me entusiasma de las que he escuchado; directores como
Sanderling,
Levine o
Barshai (este último siguiendo su propia edición) me han defraudado de manera considerable.
PS (6-07-2011). Debo añadir a la lista la
Décima por Berthold Goldschmidt editada por Testament (
enlace).