martes, 25 de febrero de 2020

Bezuidenhout y Heras-Casado ajustician a Beethoven

Me parece lógico, justificado e interesante que los artistas se aproximen al repertorio clásico y romántico con instrumentos y criterios "históricamente informados". Y encuentro no solo apropiado, sino también necesario, que se realicen aproximaciones al repertorio tradicional que resulten renovadoras desde el punto expresivo, por mucho que no compartamos los criterios. Luego podremos discutir más o menos ardorosamente sobre los resultados y llegar a conclusiones por completo divergentes, pero de cara al conocimiento y al disfrute de las grandes creaciones artísticas de la humanidad, toda duda sobre lo que sabemos o lo que creíamos saber, todo replanteamiento de lo que hacemos o de lo que sentimos –o creemos sentir– resulta bienvenido. Nos guste o nos incomode.


Lo que me parece inaceptable es autoproclamarse como redescubridor para luego no ofrecer sino mediocridad. Y eso es lo que hace Kristian Bezuidenhout en esta primera entrega de la integran de los conciertos para piano que ha grabado en diciembre de 2017 para Harmonia Mundi junto a Pablo Heras-Casado y la Orquesta Barroca de Friburgo. Porque en sus notas de la carpetilla afirma, como era de esperar, que para la ocasión se han corregido numerosos errores de la tradición que –eso dice él– desfiguraban las intenciones originales del compositor; y también que solo haciendo uso de instrumentos y maneras HIP se puede hacer plena justicia a esta música ("the shock value of this music is only felt if these pieces are performed with deep reverence for the kind of late eighteenthcentury performance practice traditions that were part of Beethoven’s basic upbringing"). Pero a la hora de la verdad lo que este señor hace con Beethoven no es justicia, sino todo un ajusticiamiento.

Siendo cierto que el instrumento utilizado, una copia de un Conrad Graf de 1824, tiene unas determinadas propiedades a las que un oído "tradicional" le cuesta acostumbrarse, y que puede hablarse de limitaciones –serias limitaciones– con respecto a un piano moderno, no es menos verdad que resultan responsabilidad del solista el toque escaso en variedad, el fraseo rígido, las carreras mecanográficas, los trinos cursis y las frivolidades varias que nos ofrece Bezuidenhout en los conciertos para piano nº 2 y 5 que contiene este desdichado disco. Particularmente en el primero de ellos: ¿de veras es una obra "rococó"? Los porrazos, más que acordes, con que el solista nos hace pegar un respingo en el minuto 1:00 son de los que ponen muy en entredicho su sensibilidad musical. O a lo mejor es que así suena un verdadero hammerklavier, vayan ustedes a saber... Puro martillazo.

Algo parecido se puede decir de Pablo Heras-Casado, decididamente en carrera cuesta abajo y sin frenos: de ser el director español con más talento ha pasado a convertirse en una figura mediática que escribe libros, dirige festivales y va desfilando por todas las grandes orquestas del orbe terrestre al tiempo que defrauda, en mayor o menos medida, con casi todos los discos que graba. La aspereza en la sonoridad no me resulta desagradable; de hecho, me parece interesante. Y creo del todo conveniente que se potencien los aspectos "combativos" de la música beethoveniana, que es lo que intenta hacer en el Emperador. Pero me parece lamentable que con frecuencia el maestro se precipite, que el fraseo sea enjuto, que su teatralidad resulte exagerada, que ponga la violencia por encima de cualquier otra consideración expresiva y que en la op. 19 frasee con enorme frivolidad: ¡que introducción más saltarina y ridícula! Por no hablar del modo en que el timbalero sobreactúa en el Emperador, siempre en primer plano y emborronando el equilibrio polifónico. La orquesta, eso sí, es espléndida, y el maestro obtiene un gran rendimiento de sus maderas.

¿Dice este disco algo nuevo sobre Beethoven? Me parece a mí que no; o por lo menos, nada interesante. ¿Dice algo, al menos? Tampoco, salvo que uno se contente con un exhibicionismo de velocidad digital, espasmos orquestales y timbalazos sin ton ni son. Le lloverán elogios, seguro. Mientras tanto, ahí quedan señores como Arrau, Klemperer, Barenboim, Rubinstein, Böhm, Lupu, Ashkenazy, Bernstein, Zimerman o Kissin, que como todo el mundo sabe no hicieron justicia a esta música.

lunes, 24 de febrero de 2020

Don Quixote por Kempe y Tortelier

Al hilo de mi comentario sobre el nuevo Don Quixote de Barenboim, vamos a por las dos interpretaciones del poema sinfónico de Richard Strauss registradas por Rudolf Kempe y Paul Tortelier. La primera la grabaron para Capitol en 1958, nada menos que con la Filarmónica de Berlín. La segunda es la justamente célebre realizada con la Staatskapelle de Dresde para EMI en 1973. Las dos las he podido repasar hace pocos días en la restauración japonesa en formato SACD realizada por Tower Records, que ustedes pueden encontrar en ciertos mares corsarios de la red dominados por los rusos. ¡Qué lástima que no haya ninguna edición oficial en Occidente!


Es ya una espléndida interpretación la de Berlín. Por parte de Kempe resulta animada, teatral, variada en lo expresivo, rica en el color, atenta a lo onomatopéyico, alejada de la brillantez gratuita y, sobre todo, fraseada con naturalidad y llena de humanidad. Se echa de menos, eso sí, un poco más de sosiego a la hora de paladear determinados pasajes, como también un punto de creatividad. Paul Tortelier tampoco llega al máximo nivel posible: si bien convence al alejarse al interesarse por los aspectos más dolientes y emotivos del personaje, aún podrá darle una vuelta de tuerca adicional a su recreación en lo que a intensidad y poesía se refiere. La toma, a despecho de una gama dinámica no muy amplia, es verdaderamente espléndida para la época, si bien el estéreo resulta –tanto en el CD de Testament como en el SACD de Tower– en exceso abierto, por lo que determinados instrumentos del canal izquierdo suenan demasiado “hacia atrás” cuando se conecta el sistema surround en el equipo.


La de Dresde es la versión “definitiva”. En ella Kempe alcanzó su cima straussiana con una lectura muy descriptiva, llena de vida, de color y de sentido narrativo, que atiende por igual a la parte épica, a la lírica, a la humorística y a la trágica, sin ridiculizar al personaje –aunque haya no poco de sorna– ni caer en lo sensiblero. Cierto es que la interpretación es más extrovertida que reflexiva, y que se puede echar de menos el poso filosófico de un Karajan –sobre todo en el registro con Rostropovich–, pero ello no impide que la variación nº 3 –diálogos entre el protagonista y su escudero– alcance una enorme belleza y las ensoñaciones con Dulcinea un lirismo doliente estremecedor. Únicamente flojea, como ya lo hacía en la interpretación berlinesa, la escena de Clavileño, dicha con más prisa y menos grandeza de la cuenta.

Paul Tortelier, que toca con un sonido hermosísimo y frasea con toda suerte de acentos, no ofrece un retrato del personaje tan humanístico como el de un Rostropovich, pero sí lo llena de dignidad, sabe mostrarse heroico cuando debe y desprende una enorme congoja en los momentos más trágicos. Notable, por encendida más que por riqueza de matices, la viola de Max Rostal.

En cuanto a la orquesta sajona, sufre un tanto en comparación con Berlín y las otras grandes que han grabado la página, pero lo cierto es que realiza una muy buena labor bajo una batuta que acierta a tratarla con una tímbrica incisiva. La remasterización realizada por Warner en 2013 ya mejoraba de manera sensible una toma sonora no muy buena en origen, pero es todavía mejor el SACD japonés: sufre únicamente en los tutti, algo saturados y sin la gama dinámica deseable.

sábado, 22 de febrero de 2020

Barenboim se saca la espina de Don Quixote

En 1991 Daniel Barenboim registraba al frente de la Sinfónica de Chicago una interpretación de Don Quixote que no solo era lo menos bueno de todo el Richard Strauss que grabó por aquellas fechas para Warner, sino que quedaba como una de las cosas más flojas –mejor dicho: una de las pocas cosas flojas– de su dilatada carrera discográfica. Por eso me he alegrado muchísimo de que Peral Music haya editado, aunque no sea en soporte físico sino como descarga digital, la interpretación que ofreció en 2018 en el Teatro Colón de Buenos Aires al frente de su Orquesta del West-Eastern Divan con Kian Soltani como solista principal. Ciertamente esta lectura, aunque no esté tocada con la brillantez y el virtuosismo de que hacían gala los chicagoers, es muy superior a aquélla, y se encuentra en la línea de la magnífica que le escuché en 2014 en Madrid al frente de la Staastskapelle de Berlín.


Y es que con los años Barenboim ha logrado enriquecer su enfoque ofreciendo no solo nobleza –emotiva la conversación entre Quijote y Sancho en la variación nº 3– hondura y carácter dramático, sino también frescura, entusiasmo, brillantez y carácter narrativo, así como un desarrollado sentido del humor que mucho tiene de sarcástico: casi se podía calificar de anticlerical la variación nº 4, aunque no menos caricaturesco sea el retrato del apaleado protagonista al terminar el episodio.

Claro que, como en la interpretación madrileña, lo que más hay que alabar es la sensualidad, el vuelo lírico y la ensoñación poética que el maestro sabe desplegar en aquellos pasajes en los que la burla da paso a los más íntimos sentimientos del Caballero de la Triste Figura. La orquesta, por su parte, responde con enorme entrega expresiva a una batuta que la trabaja con apreciable claridad, hasta el punto de que se revelan detalles que generalmente pasan desapercibidos: repárese en las figuras de la cuerda en el arranque de la variación nº 2.

En cuanto a Kian Soltani, aquí tenemos la enésima confirmación de que es uno de los grandes violonchelistas de nuestro tiempo: ¡cómo acongoja el dolor de Don Quijote en la variación nº 5! Michael Barenboim y Miriam Manasherov no poseen los sonidos más bellos posibles para violín y viola –respectivamente–, pero teatralizan de manera formidable sus intervenciones. La toma sonora del FLAC en alta resolución editado por Peral es muy superior a la de la filmación, francamente insatisfactoria, que circuló en su momento de manera corsaria. Y ahora viene lo mejor: la orquesta la ha colocado toda entera, sin imágenes, en YouTube. De nada.

viernes, 21 de febrero de 2020

Escarpado Tchaikovsky de Giulini a los cuarenta y dos

Acaba de sacar Warner Classics, actual propietaria de los fondos de EMI, una caja de veinticuatro compactos que, bajo el título Philharmonia Orchestra - Birth of a Legend, presenta nuevamente remasterizadas una serie de grabaciones más o menos célebres, alguna de ellas inédita en formato digital, de la soberbia orquesta fundada por Walter Legge. Lo interesante es que estos mismos registros, en sus nuevos reprocesados, están empezando a circular en formato FLAC a 24/192, es decir, con resolución mucho mayor que en CD.


Entre ellas está este disco grabado por Carlo Maria Giulini en septiembre de 1956 con la Sinfonía nº  2 de Tchaikovsky y la Noche en el Monte Pelado de Mussorgsky, obviamente en la versión de Rimsky-Korsakov. La audición me ha resultado toda una sorpresa, porque a sus cuarenta y dos años de edad cuesta reconocer al maestro. El de Barletta nos ofrece una “Pequeña Rusia” que no solo no posee la cantabilidad, la nobleza y el vuelo poético que habitualmente asociamos a su arte, sino que además resulta tremendamente encendida, áspera y escarpada. No hay exhibicionismo, en cualquier caso, como tampoco precipitación ni descontrol: toda la electricidad sale muy “desde dentro”, suena sincera y se encuentra regulada desde una batuta que sabe planificar a la perfección. A destacar, en este sentido, como a pesar de la rapidez de los tempi todo está expuesto de manera portentosa, circunstancia a lo que no es ajena la calidad de la formación de Herr Klemperer. La sonoridad seca de esta, por otra parte, acentúa aún más el radical enfoque interpretativo por el que apuesta el joven Giulini, quien al final de su vida –con la Orquesta del Maggio Musicale Fiorentino, grabación de 1993 editada por el propio festival– nos legaría una interpretación muy distinta.

De la Noche en el Monte Pelado se puede decir más o menos lo mismo, con la diferencia de que lo que en la sinfonía suponía dejar al margen aspectos muy importantes de la música, en esta otra página lo que hace es potenciar aún más el carácter visionario de la partitura: nunca ha sonado la versión Rimsky tan cercana a la original de Mussorgsky.

¿Y la toma? Se trata de un estéreo muy temprano, equilibrado en los planos y dotado de amplia dinámica, sin duda digno para la época, pero lejos de satisfacer a unos oídos actuales en lo que a tímbrica se refiere. He comparado con el CD que yo tenía, reprocesado en 2005, y la verdad es que apenas he notado cambio: un poco más limpio ahora, si acaso. Audición muy recomendable, pues, pero sin necesidad de que sea en esta nueva edición.

jueves, 20 de febrero de 2020

Top Hat: Mancini dirige Astaire & Rogers

Breves líneas para recomendar un disco que me han encantado: Top Hat. Fue una de las últimas realizaciones del enorme Henry Mancini (1924-94), un artista que además de componer mucho para el cine y la televisión, realizó numerosísimas grabaciones discográficas en calidad de arreglista y director de orquesta, además de pianista ocasional. Casi siempre lo hizo, como es el caso, para el sello RCA, que grabó el presente compacto en abril y octubre de 1991 en los estudios de Abbey Road.
 

Pasados ya de moda los diferentes estilos con que había triunfado desde finales de los cincuenta hasta mediados de los setenta arreglando éxitos propios y ajenos, aquí Mancini renuncia a utilizar diferentes melodías como nuevo punto de partida. Lo que hace, por el contrario, dar lustre a la sonoridad original, o al menos al espíritu, de las músicas que entre 1933 y 1939 catapultaron a la fama a la peculiar pareja formada por Fred Astaire y Ginger Rogers. Elabora así breves pero sustanciosas suites de las películas que en España se llamaron Sombrero de copa, Roberta, Volando a Río, La alegre divorciada, Sigamos la flota, Ritmo loco y En alas de la danza, con las que vamos saltando de Irving Berlin a Jerome Kern, a Vincent Youman y a George Gershwin con melodías conocidísimas o otras que lo son bastante menos, pero que en cualquier caso se esconden en algún lugar de la memoria de quienes ya somos más o menos mayores y pudimos ver estas cintas en televisión.

Si los arreglos, realizados siempre para gran orquesta sinfónica, son ejemplares, Mancini triunfa por completo en su faceta de director inyectando swing, chispa y espectacularidad en su punto justo. Trata además muy bien a la cuerda, moderándose en lo que a vibrato y portamentos se refiere, aunque en lo que deslumbra es en el trabajo de los metales. ¿Cómo podía ser menos en un señor que había compuesto muchos años atrás el tema de La pantera rosa y se lo sabía absolutamente todo, y quizá mejor que nadie, sobre la big band?

En fin, una verdadera delicia de disco, que además cuenta con una toma sonora de lujo. Una curiosidad: el concertino es Sidney Sax, así que todo apunta que la Mancini Pops Orchestra no es otra que la National Philharmonic que gestionaba el mencionado violinista y que tantas bandas sonoras grabara.

martes, 18 de febrero de 2020

Agrippina en el Maestranza: teatro y música

Atención: no dejen de visitar el blog de Julio Rodríguez, de donde he sacado estas excelentes fotografías.

El Metropolitan de Nueva York ha abreviado considerablemente la Agrippina de Händel que actualmente se encuentra ofreciendo, en cines el próximo 29 de febrero: en lugar de hacerla completa en tres actos, presentan una primera parte de 95 minutos y una segunda con la misma duración, más un intermedio de 25 minutos. Total, 3 horas 35 minutos. El Teatro de la Maestranza ha optado por presentar la partitura en su integridad: el pasado sábado –tercera y última de las funciones– comenzamos poco más tarde de las siete y salíamos del teatro cerca de la medianoche. No sé cuál de las dos opciones es mejor, pero me parece probable que algunos, o muchos, nos hubiéramos aburrido como ostras en esas cinco horas de arias da capo una tras otras –escandalícese el que quiera: Meistersinger y Parsifal son más llevaderas, porque la música es muy superior– si no fuera por la inteligente, trabajadísima y muy divertida puesta en escena de Mariame Clément que venía de la Ópera de Oviedo y de la Ópera Ballet Vlaanderen.


La propuesta de la regista francesa no tiene nada de novedosa: trasladar la acción de las óperas barrocas a tiempos más o menos actuales es hoy lo habitual, y convertir las intrigas mitológicas o históricas en intrigas de pasillo y puñaladas de despacho, moneda muy corriente. Más original, quizá, es recrear los ambientes de los "culebrones de diseño" norteamericanos de finales de los setenta y todos los ochenta, con una Agrippina literalmente calcada de la icónica Joan Collins de Dinastía –Claudio era J.R. de Dallas, aunque de personalidad mucho más ingenua que la del personaje encarnado por Larry Hagman– y un diseño de produccción que alude al gusto hortera de nuevo rico propio de estos seriales. Pero lo que hace grande esta producción no es eso, sino lo verdaderamente importante: un sólido diseño de personajes y situaciones, un perfecto dominio de los recursos escénicos y, sobre todo, una enorme coherencia tanto con el espíritu del libreto como con lo que se escucha, es decir, con la partitura.


Al contrario de lo que hacen tantos directores "comprometidos" que no son otra cosa que narcisistas de insoportable divismo, Mariame Clément pone su propia personalidad, su ingenio y sus ideas al servicio de la obra, no al revés. No hay dramaturgia paralela, ni contradicciones ni situaciones ininteligibles. Incluso las escenas procaces –la protagonista limpiando con un kleenex la eyaculación de Pallante, para justo después masturbar a Narciso con absoluta explicitud gestual– no resultan gratuitamente provocadoras y están bien integradas en la trama. Formidable todo el movimiento escénico, lleno de dinamismo pero sin caer en el tremendo error del "miedo al da capo" de, por ejemplo, la Rodelinda de Klaus Guth que vi hace poco en Frankfurt: marear a los personajes en escena no solo no hace más llevadera la rigidez de la ópera barroca, sino que termina cansando al espectador. La dirección de actores, irreprochable, y muy bien llevada la integración de las proyecciones que continuamente tenían lugar en la parte superior de la escena. Fenomenal la idea de visualizar en pantalla la cruenta muerte de todos los protagonistas durante las danzas conclusivas: la realidad histórica fue muchísimo más terrible de lo que pueda imaginar cualquier culebrón.

Pensarán ustedes ahora que voy a cargar contra Enrico Onofri, al que sigo considerando uno de los mayores blufs musicales del panorama internacional. Nada de eso: su dirección de Agrippina me ha gustado. Aunque no especialmente por su trabajo con la Orquesta Barroca de Sevilla: a mí me parece que se limitó a concertar con profesionalidad, que en más de una ocasión cayó en la languidez –es un músico primario que oscila entre lo desenfrenado y lo flácido– y que lo mucho bueno que se escuchó en el foso fue responsabilidad ante todo de los músicos de la OBS, muy especialmente de su extraordinario equipo de bajo continuo. Si en esta ópera Onofri me ha convencido es por la formidable labor de matización expresiva que, en una a todas luces minuciosa, inteligente, entregada y seguramente agotadora labor realizada con Mariame Clément y con Marcos Darbyshire –responsable de la reposición–, realizó tanto de arias como de recitativos. No voy en esto a quitarle mérito a los cantantes, pero se nota muy claramente si de por medio hay una mente rectora o no: aquí se hacía teatro no solo desde la escena, sino también desde la música. Hubo un director musical que pensaba en clave teatral, y eso en ópera es básico. Onofri brilló en este sentido, y por ello triunfó de manera incuestionable.


El elenco vocal me pareció bueno, sin más. Descolló Ann Hallenberg en el rol titular: aunque no me pareció una recreación tan variada en acentos ni intensa en lo expresivo como la de Joyce DiDonato, su canto fue de muchos quilates por calidad vocal, solidez técnica y dominio del estilo, destacando su sensibilidad para regular el sonido y para ornamentar en los da capo. No me llamó la atención Xavier Sabata durante el primer acto, pero cuando llegó el segundo –suya es la mejor música de esta ópera– el contratenor catalán destapó el tarro de las esencias e hizo volar su voz con poesía extraordinaria. A semejante nivel, con voz pequeña pero bien timbrada, se movió Alicia Amo encarnando a Poppea: a despecho de algún accidente puntual, cantó con muchísima propiedad y apreciable convicción, al tiempo que demostraba una enorme soltura escénica.

La mezzo Renata Pokupic encarnó con solidez a Nerone haciendo gala de una línea de canto sin fisuras, aunque también sin mostrar una especial sensibilidad. La voz que mejor corría por el patio de butacas era la de Matthew Brook, pero se mostró muy corta en extensión para Claudio: la manera en que el barítono británico trampeó por la zona grave fue por momentos bochornosa. En contrapartida, fue un excelente actor. Aceptable sin más la pareja de enamorados de Agrippina formada por João Fernandes y Antonio Giovannini, que quizá hubieran encontrado mejore ocasiones de lucimiento en otro título: no es culpa de ellos que se lleven la música menos buena de la ópera. Poquita cosa a Giunone de Serena Pérez. Sobre el Lesbo de Valeriano Lanchas mejor guardar silencio.

¿En resumen? Claro triunfo tanto del Maestranza como de la OBS. Pero uno no deja de seguir planteándose cómo deben escogerse y presentarse los títulos de ópera barroca.

sábado, 15 de febrero de 2020

Sensacional Agrippina con Emelyanychev y DiDonato

He terminado por fin la Agrippina registrada en mayo de 2019 por el sello Erato contando con la dirección de Maxim Emelyanychev al frente de Il Pomo d’Oro y la mismísima Joyce DiDonato en el rol titular. Confirmo que la audición de esta obra se me hace cuesta arriba: tres horas cuarenta y cinco minutos de arias da capo son mucha tela cuando la música no es de la máxima calidad. Y aquí encontramos páginas maravillosas junto con otras que no albergan especial interés, aunque he de reconocer la maestría del joven Georg Friedrich Händel a la hora de disimular su intensa labor de “corta y pega” adaptando páginas previas a los personajes y las circunstancias de libreto del Cardenal Vincenzo Grimani. Agrippina alberga considerables bellezas, mas no es ninguna obra maestra.


Ahora bien, confirmo igualmente que este nuevo registro supera con mucho el que comenté el otro día de Gardiner grabado para Philips a principios de los noventa. Y es que el tiempo no pasa en balde. Lo confieso: aunque me parece ha predominado un gusto un tanto hortera entre algunos de los intérpretes que han renovado la praxis historicista en estos últimos veiticinco años, empezando por el –para mí– espantoso Enrico Onofri que dirige la Agrippina de esta noche en el Maestranza, lo cierto es que se han aportado cosas muy importantes que a las sucesivas generaciones de los Raymond Leppard, Christopher Hogwood, Trevor Pinnock y el citado Gardiner, todos ellos –no por casualidad– de pura estirpe británica, se le habían escapado. Me refiero a la “italianidad”. Al sentido de la carnalidad, del arrebato pasional, del claroscuro intenso, de la sensualidad extrema, de la ornamentación exuberante, de la pérdida del equilibrio… ¿Conocen ustedes el barroco romano, ese mismo entre el cual se movió el joven Händel antes de componer esta ópera? Yo sí. Volví a zambullirme en él hace tan solo unos días, y aunque esta vez fuera con las limitaciones que implica llevar a cerca de sesenta alumnos, una vez más quedé deslumbrado por la mezcla de monumentalidad, hipertrofia y sentido teatral que lo caracterizan.

Todo eso es lo que ofrece en este registro Maxim Emelyanychev. Sí, el mismo señor que firmó una Sinfonía Heroica que es una perfecta mezcla de incompetencia en la planificación y de mal gusto expresivo (escribí sobre ella aquí). Pero entre Händel y Beethoven media un abismo: en Agrippina el discípulo predilecto de Teodor Currentzis da la campanada ofreciendo ese arrebato pasional y esa teatralidad desbordante que esta música necesita. Seguramente su realización le parecerá muy excesiva a quienes aún andan aferrados al “estilo Leppard”. A mí me ha parecido portentosa, aunque no voy a dejar de reconocer que en más de un momento hubiera preferido menor brusquedad y que se puede apreciar –entrada de Poppea– alguna cursilería. La orquesta está francamente bien, destacando un absolutamente sensacional continuo que encabeza el propio Emelyanychev al clave y al órgano.

Bueno, ¿y qué tal nuestra querida mezzo norteamericana? Pues deslumbrante, portentosa en todos los sentidos. No solo es una cuestión de cómo sabe sacarle partido a su voz –espléndida, sin ser especialmente privilegiada–, sino también, y sobre todo, de lo que quiere hacer con ella. Su encarnación de la esposa de Claudio atiende a todas las facetas del personaje –no solo es hipocresía–, está cuajada de inflexiones expresivas y rebosa sinceridad. Joyce DiDonato es una de las más grandes cantantes de nuestro tiempo.

A decir verdad, en el elenco congregado para este registro ganan las féminas. Elsa Benoit es una magnífica Poppea: luminosa, frívola y sensual, pero no pizpireta ni cursi. Y Marie-Nicole Lemieux está estupenda en su breve cameo final como la diosa Juno. Pero los señores no alcanzan semejante nivel, quizá con la excepción de Franco Fagioli encarnando a un Nerón de gran solidez. Jakub Józef Orliński está muy bien Ottone, pero no me puedo olvidar de Michael Chance. A Luca Pisaroni le encuentro vocalmente incómodo en el rol de Claudio. Andrea Mastroni, Carlo Vistoli y Biagio Pizzuti realizan una más que solvente labor. En cualquier caso, lo importante es que todo el equipo vocal, bien espoleado por Emelyanychev, tiene bien claro no se está haciendo oratorio sino ópera: todos caracterizan muy bien a sus personajes y teatralizan a la perfección las situaciones.

Una toma sonora de lujo redondea una grabación de referencia. Creo que se tardará mucho en que se lance al mercado un registro de similar nivel artístico.

martes, 11 de febrero de 2020

Toby Dammit: perder la cabeza en manos del Diablo

Estoy cansado, muy cansado. Y quemado. Quizá no tiene sentido seguir sacando entradas con regularidad. Solo escribir cuando me apetece. Y sobre lo que me apetece, aunque no sea de temática musical. Por ejemplo, sobre Toby Dammit, el mediometraje que dirigió Federico Fellini en 1968 para para la película Historias extraordinarias, articulada en torno a tres relatos de Edgar Allan Poe en la que los otros dos cuentos fueron responsabilidad de Roger Vadim y Louis Malle, respectivamente.


Vi Toby Dammit hace ya mucho, junto a mis abuelos. Yo era aún adolescente. No me enteré de nada. El pasado domingo volví a visionarla, esta vez en mucho mejores condiciones: notable Blu-ray comprado en Amazon (aquí) con espléndida calidad de imagen y buena pista de sonido original en inglés e italiano, aunque con los subtítulos algo desincronizados. Me ha impactado. Le doy la razón a quienes afirman que es un hito del cine fantástico, así como una obra especialmente inspirada en la filmografía del enorme Fellini, ya apuntando hacia esa inminente fantasmagoría que es Satyricon y abriendo paso a esa cima de todo el séptimo arte –tal vez una de las mejores películas de la historia, junto con Vertigo y Touch of Evil– que es Il Casanova.


La primera vez no entendí nada, decía. Esta vez sí: he entendido que no hay nada que entender. Solo dejarse llevar por la fascinante y sobrecogedora potencia visual felliniana. Dice que el maestro, al contrario de Hitchcock, no se ponía detrás de la cámara sino delante de ella. Es cierto. Lo importante en Fellini no es cómo está filmado, sino lo que captura la lente. Y esta recoge una sucesión de imágenes fascinantes (¡increíble, alucinada y alucinante la escena del aeropuerto!), de rostros grotescos, de entrevistas y celebraciones esperpénticas –ceremonias fúnebres, decía el desaparecido crítico José María Latorre–, de diálogos surrealistas en torno al "primer western católico", de visiones del protagonista –un actor venido a menos por sus adicciones en busca de la autodestrucción: escalofriante Terence Stamp– en las que se le aparece el Diablo en forma de niña jugando con una pelota. Pelota que, por descontado, no será sino su cabeza cortada después de un enloquecido viaje hacia un infierno sin salida a bordo de un coche deportivo a toda pastilla. Sobre la enorme influencia que tanto este sanguinolento final como la cinta en general ha ejercido en el cine posterior –del Beetlejuice de Tim Burton al Eyes Wide Shut de Kubrick, pasando por muchas películas de terror de tres al cuarto y llegando hasta la oscarizada composición de Joaquin Phoenix para Joker– es mejor no entrar. No acabaríamos nunca.



Estas pobres líneas, lo siento muchísimo, no dan buena cuenta de la experiencia hipnótica, rebosante de humor negro y a la postre desoladoramente nihilista que supone ver Toby Dammit. Los expertos han escrito sobre el asunto con enorme acierto y a ellos me remito. Solo me queda por recomendarles con entusiasmo que adquieran el Blu-ray y que lo vean a oscuras y con plena atención. Y que atiendan la magistral partitura, voluntariamente vulgar y significamente obsesiva, compuesta por el gran Nino Rota.

lunes, 10 de febrero de 2020

Agrippina por Gardiner: el discreto encanto de lo británico

Agrippina, la ópera escrita por un jovencísimo Georg Friedrich Händel en 1709 en Venecia finalizando su estancia italiana, se nos viene encima este mes de febrero por partida doble: en directo en el Teatro de la Maestranza y en los cines desde el Metropolitan de Nueva York, esta última con nada menos que Joyce DiDonato en el rol titular. De ahí que me haya animado a volver a escuchar la única interpretación que tenía en mi discoteca: la que dirigió John Eliot Gardiner frente a sus English Baroque Soloist entre noviembre de 1991 y marzo de 1992 para Philips. Me ha gustado, pero también se me ha hecho un poco cuesta arriba escucharla. Y creo que el motivo no es solo que, a lo largo de las tres horas cuarenta y cinco minutos de audición, haya comprensibles desequilibrios entre arias a todas luces excelsas y otras que no lo son tanto. La impresión la he confirmado al escuchar, antes de escribir estas líneas, el primer acto de la grabación de Maxim Emelyanychev protagonizada por la citada Di Donato, que acaba de salir al mercado: no hay color.


Por descontado, esta de Philips es una buena versión. El dominio del idioma haendeliano por parte de Sir John resulta incuestionable. Su fraseo, aun dentro de la conocida sequedad que le caracteriza, resulta fluido y no carece de limpieza, de agilidad, de incisividad en su punto justo, ni de sentatez en los acentos, como tampoco de concentración cuando llega la hora de desplegar lirismo. La orquesta es formidable y se beneficia de solistas de lujo, entre ellos el oboe de Anthony Robson. Y tampoco es precisamente desdeñable el sobrio, pero muy musical y estilístico bajo continuo conformado por Timothy Mason, Alistair Ross, Cris Wilson y Tom Finucane. El problema es que, si para los que aún siguen aferrados el Händel de Richter y Leppard -confieso que a mí el del segundo de los citados cada vez me interesa menos-, Gardiner puede resultar más ligero de la cuenta y un tanto parco en tensión dramática, para los que se han acostumbrado a las maneras más recientes de abordar este repertorio lo que aquí se escucha parecerá en exceso moderado, falto de claroscuros, poco teatral y parco en imaginación. En el fondo, los dos tipos de aficionados estarán apuntando hacia la misma idea: Gardiner resulta too british. Demasiado flemático. Ni carne ni pescado.

Del elenco vocal se puede decir casi lo mismo. Todos son buenos cantantes, dominan la técnica y recrean sus personajes con exquisito gusto. Pero solo el gran Michael Chance, acaso un punto más enamorado y contemplativo de la cuenta, no del todo variado en la expresión, logra conmover con su canto, quizá por beneficiarse Ottone de las arias más bellas de toda la página. Della Jones es una Agrippina notable, sin más: la comparación con Di Donato no le favorece en absoluto. Alistair Miles hace gala de la profesionalidad que ya le conocemos. Donna Brown es una digna Poppea y Derek Lee Ragin, con su timbre afeminadísimo y su frágil línea de canto, puede aceptarse para un personaje de la juventud de Nerone. Sólidos los otros tres varones, y un lujo el cameo de Anne Sophie von Otter.

La conclusión está clara. Si usted, como un servidor, ya tenía esta grabación en la discoteca, puede escucharla y hacerse una idea de las bellezas que contiene la obra, pero si no dispone de mucho tiempo lo mejor que puede hacer es acudir directamente a la de Emelyanyche, ya en las plataformas de streaming habituales.

sábado, 8 de febrero de 2020

Nuevo bodrio de Petrenko: Sexta de Mahler

En diciembre de 2014 Kirill Petrenko debería haber dirigido la Sexta de Mahler a la Filarmónica de Berlín. Canceló y fue sustituido por Daniel Harding, con resultados muy notables a entender de quien esto suscribe. En enero de 2020, ya convertido en titular de la formación alemana, Petrenko ha encontrado finalmente la oportunidad de descubrirnos su recreación. ¿Resultados? Excepcionales, alucinantes a nivel técnico: pocas lecturas podrán escucharse tan increíblemente bien expuestas como la presente. Y ello tiene que ver tanto con el nivel de una Berliner Philharmoniker en el mejor momento de su historia como con la soberbia técnica de batuta de un señor que se conecta a la perfección con la orquesta y se entrega al cien por cien para obtener lo mejor de la misma. A nivel técnico, insisto. Porque en el plano expresivo me ha parecido un bodrio. Otro más por parte de un señor que ya ha destrozado a un Beethoven o a un Tchaikovsky, pero del que era de esperar que, si recordamos sus geniales Soldaten de Zimmermann, al menos conectara con el expresionismo visionario de esta página mahleriana. Pues no.
 

Ya desde los compases iniciales queda claro que "ahí pasa algo": en lugar de sonar amenazadores, resultan más bien frívolos. Y no solo por la considerable rapidez de los tempi que Petrenko adopta a lo largo de toda la partitura, sino también, y sobre todo, por su deseo de restar contenido trágico. El primer movimiento resulta bajo su batuta soleado, jovial e incluso risueño, cuando no abiertamente festivo. Tanta brillantez puede enganchar, y sin duda engancha entre el público que busca espectáculo sonoro ante todo, pero se queda en la superficie de una música que alberga demasiados claroscuros como para ser ignorados.

Petrenko se decide por ubicar el Andante Moderato en segundo lugar. Y triunfa a la hora de hacer que la página suena ligera, transparente y bonita. Nada de pathos, de emotividad, de ese peculiar sentido panteísta y agónico que albergan estos magistrales pentagramas. El resultado es ideal para tomar té con pastas mientras al fondo se escuchan los cencerros de las lindas ovejitas. Beeeee.

La cosa mejora en el Scherzo: virulento, feroz, implacable en la rítmica, hiriente en los timbres, acertadísimo en las intervenciones de los solistas. El sentido de lo grotesco y de lo vulgar, esencial en la música mahleriana, está perfectamente captado. Aunque también es verdad que resulta demasiado rápido. Petrenko atosiga más por el tempo que por la tensión interna. Y se escora hacia lo ligerito, por no decir lo repipi, cada vez que se le presenta la oportunidad.

En el finale (¡por fin!) sí que se apuesta por lo ominoso y por lo dramático.  El virtuosismo de la batuta obra aquí prodigios. Pero de nuevo hay algo que falta: sinceridad. Se sienten los decibelios, pero no la rabia. Impactan los tremendos contrastes sonoros, mas no se genera la atmósfera ominosa y enrarecida que esta música necesita. Todo resulta agitado a más no poder, cuando debería ante todo ser inquietante, agónico y siniestro. Por momento, el director parece confundir esta página con "The Ride to Dubno" de Taras Bulba que interpretó en su magnífico Concierto de San Silvestre, dicho sea con todos los respetos a mi queridísimo Franz Waxman. También hay alguna frase en los violines de una blandenguería extrema, por no hablar de los excesos de un timbalero que se lo pasa verdaderamente en grande. ¡Y qué decir de la sonrisa bobalicona que en todo momento luce Petrenko!

El público, por descontado, reacciona con el mayor entusiasmo al finalizar. Y algunos especialistas musicales derrochan palabrería hueca –he leído por ahí una crítica larguísima en la que no se dice nada, absolutamente nada sobre la interpretación propiamente dicha– para intentar justificar lo injustificable: que un señor que banaliza de manera bochonosa las grandes obras del repertorio tradicional ocupe el podio de una de las mejores orquestas del mundo.

El mejor compositor del mundo cumple 88

Espero que sean muchos más, y a ser posible en activo. ¡Gracias por hacer mi vida mucho más feliz, John Williams!


martes, 4 de febrero de 2020

Excelente Haydn canadiense

Me ha gustado mucho este Haydn a cargo de Bernard Labadie, Les violons du Roi y Marc-André Hamelin, pese al arriesgado punto de partida con el que los artistas canadienses interpretan los Conciertos para piano –o clave, que tal posibilidad también existe– nº 3, 4 y 11 del autor: dirección "históricamente informada" y piano moderno usado como tal, con todas sus consecuencias.


Siendo poco más que discreta la calidad de la orquesta, encuentro sensata y más que digna la dirección de Labadie: sin frivolidades, atropellamientos ni ninguno de los problemas que suelen afectar a las interpretaciones historicistas. Falta un grado de sensualidad y de encanto, como también de riqueza en los matices, pero Labadie permite a la música respirar como es debido. Otra cosa es que para determinadas sensibilidades resulte difícil de digerir una articulación HIP en Haydn: yo lo hago sin problemas, pero tengo amigos a los que aún les resulta complicado acostumbrarse.

Sea como fuere, lo extraordinario en este disco es la labor del solista. Últimamente he estado adentrándome en este repertorio y me parece que ningún otro pianista, salvo Kissin, me ha gustado tanto en el Haydn concertístico como Hamelin. Sin sacar los pies del plato ni "romantizar" nada, Marc-André aprovecha todos los recursos de su instrumento moderno para desplegar en los movimientos lentos un vuelo melódico, una poesía y una mezcla perfecta de elegancia, ensoñación bien entendida y reflexión humanística. ¿Y en los extremos?  Pues efervescencia, dinamismo y claroscuros sin exageraciones, amén de una extraordinaria claridad, pero sin pretensiones clavecinísticas "a lo Glenn Gould" –otro canadiense– y evitando caer en el mero espectáculo de virtuosismo.

El CD lo registró con excelente toma el sello Hyperion en 2012. Lo recomiendo vivamente, entre otras cosas porque esta música merece mucha más atención de la que suele recibir: ni siquiera el más famoso de la serie, el nº 11, ha conocido muchas grabaciones a lo largo del último siglo.

Con el Rey Roger, el de la ópera