martes, 30 de mayo de 2017

La Bohème en el Maestranza: cuando las direcciones funcionan

Espléndida labor de batuta la que ofreció anoche Pedro Halffter en la primera de las cuatro funciones que el Teatro de la Maestranza, con producción escénica procedente de Les Arts, presenta de La Bohème de Puccini. Estuvo el director madrileño a la altura de su memorable Fanciulla de 2009. Y es que este es el repertorio que mejor le va, aquel de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX que más alejado se encuentra de las angulosidades expresionistas y en el que más se demandan voluptuosidad sonora, fraseo de gran vuelo melódico, sentido de las texturas y atención a la atmósfera.


Fue la suya, eso sí, una dirección antes sinfónica que teatral, lo que significa que sus mejores momentos coincidieron con los de inspiración más excelsa por parte del compositor (¡y vaya si la alcanzó a raudales el de Lucca en esta obra!), y los menos logrados con aquellos más de trámite. Dicho de otra manera: en las peripecias de los bohemios en los actos extremos, antes de las respectivas apariciones de Mimí, se echó de menos un punto más de nervio, de garra y de imaginación, pero en las secciones líricas Halffter rozó el cielo, ese cielo en esta obra reservado con exclusividad a Herbert von Karajan, desgranando la música como lo hacen los mejores cantantes italianos –fraseo amplio, de legato pleno, planificando amplios arcos melódicos–, clarificando con detallismo el entramado de la portentosa orquestación pucciniana y atendiendo plenamente al rico colorido de ésta. Al mismo tiempo, logró generar las atmósferas tan particulares que requieren el arranque del acto tercero –estatismo helado– y todo el final del cuarto, mientras que el complejo tejido polifónico del segundo acto estuvo irreprochablemente trazado.

A esto último no fue ajeno el apoyo de un muy notable Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza, dirigido por Iñigo Sampil, de la Escolanía de los Palacios y de una Sinfónica de Sevilla que, lo quieran reconocer sus componentes o no, es siempre con Halffter con quien mejor suena: una cuerda tan sedosa y empastada –y miren que he estado veces en el Real y en Les Arts– no la encuentran ustedes con facilidad en otros fosos españoles. Únicamente puedo reprochar unas trompetas que sobresalieron de más en el tercer acto –en el dúo entre Mimí y Rodolfo, creo recordar–, porque en conjunto fue una labor técnicamente impecable en lo que a conjunción entre director y orquesta se refiere.


Me gustó también mucho la realización escénica de Davide Livermore, que nunca tuve la oportunidad de disfrutar en el teatro del que ahora es intendente. Es la más sensata, la menos pretenciosa y la mejor resuelta de cuantas le he visto a este señor. Muy probablemente el lector ya sepa en qué se basa su propuesta: se traslada la acción a la época de composición de la obra y en un gran panel en el lateral izquierdo se van proyectando una serie de lienzos de pintores franceses del último tercio del XIX, principalmente impresionistas, que no solo crean una sugerente y hermosísima atmósfera sino que además permiten el rápido traslado de la acción de un lugar a otro aun dentro de un mismo acto, e incluso visualizan algunas ideas (por ejemplo, Rodolfo pensando “en mujeres” justo antes de que aparezca su vecina) implícitas en la historia. En otros momentos, eso sí, tanta abundancia de imágenes terminaba saturando la retina del espectador, como también lo hacen los excesos de un segundo acto aquejado de zeffirellitis aguda, aun sin llegar los delirantes extremos de la producción de Giancarlo Del Monaco y procurando que, en medio de tanto bullicio, se pudieran seguir las líneas principales de la acción. La plataforma de desplazamiento horizontal utilizado en el valsa de Musetta y luego en el cuarto acto resultó, por su parte, muy efectiva. 

Por otra parte, la concepción de los personajes y del desarrollo de la acción fue francamente satisfactoria por su respeto a la música, buen sentido teatral e inteligencia, a despecho de algunos detalles algo chirriantes. Por ejemplo, ¿por qué se guarda Mimí la llave en el pecho y el “ah” de Rodolfo no hace referencia a haber encontrado ésta, sino que es resultado de haberse quemado con la estufa? Así las cosas, no tiene sentido que la muchacha, poco antes de su muerte, le confiese que ella sabía lo pronto que había encontrado la susodicha llave. ¿Y por qué era tan necesario hacer explícito, a través de numerosos detalles, que ella baja no a pedir lumbre sino a ligarse al protagonista? El público no es tan tonto. Ni tan vulgar como para reírse con la gracieta del camarero tirándose al suelo para verle la entrepierna a Musetta. También me pareció un poco exagerado el llanto de los bohemios en la escena final (me encantaría ver la producción de Harry Kupfer, esa en la que salen todos huyendo del cadáver menos Musetta, el único personaje que realmente ha madurado tras los tristes acontecimientos). En cualquier caso, insisto, muy notable y eficaz el trabajo de Livermore, repuesto por su asistente Emilio López prestando una atención excepcional al trabajo con cada uno de los cantantes y sacando lo mejor de sí mismos en el plano actoral.


Con tan buen nivel en las direcciones musical y escénica, no importó demasiado que el balance vocal presentara desigualdades. Lo de José Bros era la crónica de un fracaso anunciado. Ya expresé hace años en este blog mi admiración por el tenor catalán, no tanto por sus maneras interpretativas como por su afán de superación –no hay ya rastro de las nasalidades de antaño–, por su profesionalidad y, sobre todo, por su inteligencia. Por eso mismo me pregunto cómo es posible que le hayan convencido para cantar un papel que no le va en absoluto ni por voz, ni por estilo ni por personalidad. Que sí, que cantó con el exquisito gusto que le caracteriza y evitando todo exceso verista, pero su Rodolfo estuvo ausente en lo expresivo y la incomodidad canora se evidenció no solo en la insuficiencia de “carne” en la voz y en la pobreza de la franja grave, sino también en una página tan emblemática como la manina, donde parecía preocuparse solo de preparar el Do de la speranza para luego, por desgracia, darlo metálico y forzado. En escena tuvo ademanes de divo a la antigua usanza que no terminaban de encajar con la naturalidad de la dirección de actores.

A Anita Hartig la escuché debutando el rol de Violetta junto a Ismael Jordi y Leo Nucci hace ahora un par de años. Como escribí por aquí, me dejó una impresión irregular. En el rol de la florista se siente mucho más cómoda: tiene la voz y el estilo, y salvando el desagradable filado con que cerró el primer acto –ese momento se las trae–, cantó con excelente línea y buenas intenciones expresivas. ¿Un poco sosa? Ciertamente, pero la soprano rumana le otorgó humanidad y hasta carnalidad a su recreación, cantando con la mezcla apropiada de ensoñación y apasionamiento juvenil, sin convertir a su personaje en una mogigata sensiblera. Su acongojante aria del primer acto, en perfecta sintonía con una batuta que la dejó frasear con holgura, estuvo dicha con apreciable sensibilidad, en el tercero supo no caer en excesivos desgarros cuando se entera de su verdadera condición de salud y en el cuarto resultó muy sincera. Una buena Mimí.


Estupendísima María José Moreno, la excelente soprano granadina asombrosamente desaprovechada por algunos teatros españoles. Todavía en buen estado vocal, yo diría que incluso mejor que hace años, compuso una Musetta muy bien cantada e interpretada con el punto justo de frescura, erotismo y picardía, siempre con exquisito gusto y la variedad expresiva que requiere el personaje en su evolución. Se movió de maravilla en escena, luciendo además un físico de muy buen ver.

El onubense Juan Jesús Rodríguez suele entusiasmar a los aficionados –y a los críticos– de los que más distante me encuentro. Lógico que a mí siempre me haya parecido algo sobrevalorado, da igual que le escuche en Jerez, en Sevilla o en Madrid: su instrumento es excelente y corre de maravilla por la sala, pero para que este señor baje del mezzoforte u ofrezca un matiz expresivo hay que echarle paciencia. Dicho esto, Marcello no exige especiales complicaciones en este sentido, y por ende su recreación del pintor, realizada con admirable empuje viril, brilló a considerable altura, a lo que le ayudó una extraordinaria desenvoltura escénica.

Me hubiera gustado una voz más grave y oscura que la de Fernando Radó para Colline, más diferenciada de la de los otros bohemios, pero lo cierto es que el joven cantante argentino cantó de manera apropiada y se mostró musical a la hora de abordar la zimarra. Con un más que solvente David Lagares lidiando con el siempre desagradecido rol de Shaunard y un Fernando Arrabal que supo evitar excesos en su doble papel cómico, más una serie de buenos comprimarios, se completó un elenco que, aun sin contar con una pareja protagonista de alto voltaje, funcionó muy bien sobre la base de unas direcciones musical y escénica de considerable altura. Y cuando ambas alcanzan gran nivel es cuando se disfruta de una gran noche de ópera.

PD. Las fotografías que ilustran esta entrada han sido gentilmente cedidas por Julio Rodríguez. Podrán encontrar muchas más en su deslumbrante blog A través del cristal.

viernes, 26 de mayo de 2017

Mis favoritos musicales (III): pianistas

Continúo con mi lista de favoritos hablando esta vez de pianistas, no sin antes recordar algo fundamental: nunca ha sido mi intención hacer un listado de “los mejores”, sino de “los que más me gustan”. Obviamente las dos cosas pueden coincidir, y seguro que a ustedes algunos de los nombres que alabo en esta serie les parecen de los más insignes que se han conocido en sus respectivos campos. Pero considero necesario hacer esta diferenciación porque establecer criterios para hablar de “los más grandes” resulta harto complicado. ¿Qué es lo que contaría más en el caso de los intérpretes? ¿La amplitud del repertorio, la cantidad de grabaciones geniales que tengan aunque sea en alternancia con otras mucho menos buenas, o por el contrario la capacidad para mantener un alto nivel sostenido aunque rara vez se roce el cielo? Se podría discutir muchísimo, así que mis preferencias subjetivas y personales son las únicas que cuentan.


Claudio Arrau y Daniel Barenboim son mis dos pianistas de cabecera. Del chileno me quedaría, sobre todo, con las dos últimas décadas de su trayectoria, algo así como una especie de Giulini al piano: puro humanismo, pura cantabilidad, belleza a manos llenas sin el menor resquicio de narcisismo, elegancia ajena a toda afectación, poesía de los más altos vuelos, pero sin miedo ninguno a encresparse o a resultar desgarrado cuando corresponde. Su Schumann, su Chopin y su Liszt, incluso su Brahms, son de ensueño, como lo es también su Debussy. Aunque la verdad es que en cualquier repertorio que se le escuche, siempre da la impresión de que "tiene que ser así", tal es la mezcla de naturalidad, sinceridad y despojo de cualquier artificio que preside su arte. Un músico genial, inconfundible y digno de la más rendida admiración.


En cuanto al de Buenos Aires, nos encontramos en un terreno distinto: más músculo que delicadeza, filosofía antes que delectación melódica, densidad tanto sonora como conceptual y una tendencia a poner de relieve los aspectos más visionarios de las partituras, aunque sea a costa de la heterodoxia estilística. Su arte no llega con tanta facilidad como el de Arrau, no seduce de manera tan inmediata. Hay que hacer un esfuerzo. Y también en él son las últimas décadas las más interesantes. Afirmar que está en decadencia me parece una muestra de ignorancia propia de los muy pedantes y malintencionados críticos dispuestos a machacarlo cada vez que viene a España. De hecho, pienso que su primera etapa, aquella de EMI en los años sesenta, es la que está un tanto sobrevalorada: cierto es que su manera de acercarse al hecho musical le sirvieron para ofrecer un Beethoven ya soberbio y para renovar de manera considerable el pianismo mozartiano, pero ni su sonido era tan variado, ni su fraseo tan flexible ni su imaginación tan desbordante como ahora, por no hablar de un temperamento en exceso monolítico que se ha ido atemperando para dar paso a esos otros aspectos en los que precisamente Arrau era el maestro: aunque menos bien de dedos que antes, en nuestros días Barenboim alcanza una perfecta síntesis entre dos maneras distintas de abordar la interpretación al piano. ¿Es casual que ahora interprete a Mozart, a Chopin y –sobre todo– a Schubert mucho mejor que antes? Desde luego que no.

Obviamente, hay muchos más genios del teclado a los que admiro. Gilels y Richter me gustan muchísimo: el primero poseía un sonido de una fuerza descomunal, pero sabía cómo desplegar sutilezas a la hora de ofrecer un enorme Beethoven, mientras que el segundo, pesimismo hecho música, ofrecía un Schubert acongojante y brillaba asimismo en otros repertorios siempre que fuera capaz de controlar su temperamento un tanto demoníaco, cosa que no siempre ocurría. Asimismo imposible no quitarse el sombrero ante la elegancia señorial de Rubinstein, los arrebatos felinos de Argerich, la pasión controlada de un Lupu o un Ashkenazy o la mezcla de belleza apolínea y garbo español de nuestra Alicia de Larrocha. Entre otras grandes figuras.


Pasando a generaciones más jóvenes, Zimerman posee una técnica descomunal, diríase que insuperable, pero anda demasiado mal de la cabeza y solo nos ha dejado unas cuantas grabaciones rematadamente geniales. Kissin es otro virtuoso que, con aproximaciones mucho más temperamentales, menos analíticas que las del polaco, han sabido poner su colosal destreza al servicio de la música, no del exhibicionismo barato: ¡qué manera de descubrirnos el lado más negro de Chopin!

¿Y los que menos me gustan? Aquellos que buscan el aplauso de la manera más fácil, bien sea demostrando que son capaces de correr más que nadie aun a costa de pasar por las notas como una apisonadora, bien sea ofreciendo dosis de azúcar en grado extremo, bien sea intentando epatar con más excentricidades que ningún otro. Prefiero no decir nombres, porque algunos de estos señores y señoras –solo algunos– han demostrado también ser grandes artistas cuando quieren, pero el lector más o menos informado imaginará a quiénes me estoy refiriendo. Y, por descontado, incluyo en la lista de “menos preferidos” a ciertas glorias de otras épocas a las que el paso del tiempo ha puesto en su sitio. Tampoco aquí hace falta decir nombres, me parece.

jueves, 25 de mayo de 2017

Escándalo, son un escándalo

Me dicen fuentes muy bien informadas que El gallo de oro que se va a ver en Madrid es una maravilla. Pues no puedo ir, por lo que he dicho en alguna ocasión: los precios del Teatro Real son un verdadero escándalo. Y no, ya no quedan esas entradas de pie, de precio asequible para mi economía, que he comprado en la inmensa mayoría de las ocasiones en que he pisado el Real.

En fin, la ley de la oferta y la demanda: hay suficiente número de personas en Madrid dispuestas a pagar los precios que piden, así que esto es lo que hay. Pero, por favor, no tengan sus responsables la desvergüenza de decir que el Real es para todos.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Stravinsky live por Boulez en Chicago

No sé hasta qué punto me mereció la pena comprar este compacto, editado por la propia orquesta en su sello CSO Resound, en el que la Sinfónica de Chicago se ponía a las órdenes de Pierre Boulez para interpretar, entre febrero y marzo de 2009, tres obras de Igor Stravinsky, empezando por la Sinfonía en tres movimientos.

Esta recibe una lectura objetiva, impregnada de un gran sentido del ritmo, que se encuentra magníficamente tensada en los movimientos extremos, poderosos y llenos de fuerza aunque desde luego más sombríos que vitalistas, para ofrecer en el segundo una espiritualidad muy interesante, nada naif ni romantizada. Gran interpretación, sin duda, aunque me quedo con las de Rattle y la Filarmónica de Berlín (una en audio y otra en vídeo).



Siguen los infrecuentes Cuatro Études, interesantísima obrita escrita en 1914, un año después de Le Sacre, que como indica el propio Boulez en la carpetilla nos muestra a un Stravinsky en proceso de búsqueda. El francés alcanza un acierto pleno no solo en estilo, sino también en el sentido rítmico del primer movimiento –de aroma claramente ruso–, la comicidad a lo Petrushka del segundo, el aroma a medio camino entre lo religioso y lo nocturnal del tercero y hasta en el sabor español del cuarto ("Madrid").

Para terminar, versión completa de Pulcinella. Aun faltándole un punto de picardía y sentido del humor, de nuevo Boulez triunfa ofreciendo una lectura en la que, además de hacer gala de su prodigiosa claridad, hace volar a las melodías con una mezcla de elegancia, cantabilidad y ternura que en principio jamás relacionaríamos con el veterano maestro, aquí acertadísimo al no confundir vivacidad –que en su recreación la hay a raudales– con nerviosismo, pero tampoco neoclasicismo con distanciamiento ni sosería, y dispuesto a dejar volar las melodías con una capacidad evocadora para derretirse. La CSO pone a su disposición un virtuosismo prodigioso. El problema está en las voces: ni la mezzo Roxana Constantinescu, ni el tenor Nicholas Phan ni el barítono Kyle Ketelsen, solventes en lo vocal, poseen en absoluto la italianitá que demanda la música.

Lo peor del CD, en cualquier caso, es la toma sonora, turbia y difusa, un mal trabajo del ingeniero de sonido Christopher Willis. ¿Merece la pena? Ustedes mismos.

domingo, 21 de mayo de 2017

Shostakovich por el Cuarteto Hagen

Breves notas sobre el disco con música de Shostakovich registrado con espléndida toma sonora en 2005 –tenían otro grabado entre 1993 y 1994, que desconozco– por el Cuarteto Hagen para Deutsche Grammophon. Adelanto ya que magnífico en lo interpretativo, y por completo recomendable para los interesados en este repertorio.


El CD se abre con el Cuarteto nº 3, que recibe una lectura muy diferente de las lecturas del Borodin (las de 1983 y 1990, que son las que he escuchado). En los dos movimientos iniciales –el primero llevado a un tempo más bien lento– los del Hagen no quieren ser corrosivos, sino más bien atmosféricos e inquietantes, lo que dice cosas muy interesantes sobre los mismos. La cosa cambia en el tercero, particularmente tenso, violento e implacable, aunque siempre desde un perfecto control de la arquitectura y sin renunciar a la más absoluta depuración sonora, algo en lo que estos intérpretes parecen no tener rival. Los dos últimos, curiosamente, están llevados con rapidez, pero eso no les resta fuerza expresiva: severo y poderoso el cuarto, curvilíneo y nervioso el quinto para ir acumulando una extraordinaria tensión en su clímax y finalmente concluir, antes que en una atmósfera ominosa, con inquietante sequedad. Interpretación genial.

Sigue el Cuarteto nº 7, y aquí decepciona el primer movimiento en su enfoque antes atmosférico que tenso y áspero. El segundo, mucho antes que patético o nihilista, resulta anguloso, lleno de desazón e inquietud. En la primera parte del tercero se apuesta por la rapidez, el carácter implacable y hasta la ferocidad, para luego deambular destilando más elegancia y suave ironía que negrura. Interpretación desconcertante y, a mi entender, sin una idea clara detrás. Las dos últimas grabaciones del Borodin, 1981 y 1990, son la referencia.

Queda el célebre, escalofriante Cuarteto nº 8. El Hagen apuesta por una interpretación rápida en los tempi y afilada en la sonoridad, tensa en su arquitectura y sin concesiones en lo expresivo, que no necesita ser áspera ni virulenta, ni tampoco renunciar a la belleza sonora, para transmitir la desolación y el nihilismo que alberga la partitura. A destacar la violencia tan seca y controlada como intensa del segundo movimiento, así como el carácter implacable del cuarto. Quizá sea la mejor de las interpretaciones que conozco, junto con las del Borodin en Melodiya y Virgin.

sábado, 20 de mayo de 2017

El Moldava por Barenboim

Tenía mal recuerdo del registro que en la segunda mitad de los setenta realizó Daniel Barenboim, al frente de la portentosa Sinfónica de Chicago, del más célebre de los poemas sinfónicos de Bedrich Smetana: me pareció un tanto flácida y falta de fuerza en su primera mitad, incluso un poco sosa en general. La he vuelto a escuchar y ahora me ha parecido una muy digna interpretación. Cierto es que el de Buenos Aires se tomaba su tiempo a la hora desgranar la página (12'56, no muy distante de los 12'46 de Karajan en Viena, aún hoy mi versión favorita, o de los 12'51 de Szell, aunque sí de los 11'01 de Fricsay o los 11'23 de Kubelik también con Viena); pero eso le servía para aclarar las texturas –en pocas interpretaciones se habrá escuchado con tanta claridad el arranque, algo con lo que tiene mucho que ver el virtuosismo de los chicagoers– y para cantar las melodías con delectación. A la escena de la boda le faltaba fuerza, eso sí, pero en la sección de las ondinas la sonoridad planeada estaba conseguida de manera admirable y cuando llegaban los rápidos del río el maestro tenía la oportunidad de desplegar todo ese carácter dramático y escarpado que singulariza su personalidad interpretativa.


Pues bien, esa primera lectura de Barenboim queda eclipsada, cuarenta años después, por esta otra que se ha puesto en circulación a través de YouTube perteneciente a una filmación realizada en Praga hace tan solo unos días, el pasado doce de mayo, nada menos que con la Filarmónica de Viena a su servicio. Los tempi son ahora menos reposados (12'08), pero la melodía principal suena con mayor elocuencia y emotividad en los violines, también con más ternura, mientras que el contracanto de la cuerda grave quizá se escuche mejor ahora; y sí, aunque ya pasaron sus mejores tiempos, todavía ésta suena a Wiener Philharmoniker. La boda campesina ofrece ahora mucha más fuerza y entusiasmo, con más sabor danzístico y con la rusticidad que pide. La escena nocturna vuelve a ser maravillosa, y en los rápidos Barenboim vuelve a encontrar sus mejores momentos. Solo una pega: me gusta que se ponga más énfasis en el retorno al final de la página del tema del primer poema sinfónico del conjunto, Vyšehrad.

En el concierto, como ya sabrán algunos de ustedes, se interpretó Mi patria en su integridad, al tiempo que circula el tráiler de un documental sobre Barenboim y este ciclo de poemas sinfónicos. ¿Se comercializará la filmación checa o, por el contrario, conoceremos una grabación procedente de su interpretación de hace unos meses con la Staatskapelle berlinesa? ¿Y cuánto tiempo tardaremos en verlo? Mientras tanto, esperamos con impaciencia la publicación en junio del siguiente disco del maestro: El sueño de Geroncio.

viernes, 19 de mayo de 2017

Beethoven y Schubert por Böhm: la cuadratura del círculo

Tratando con extrema depuración a una orquesta que aporta su inconfundible sonoridad plateada, el de Graz consigue en esta Sinfonía nº 6 de Beethoven registrada en 1971 la increíble cuadratura del círculo: una interpretación que resulta clásica, apolínea y bella a más no poder, pero al mismo tiempo llena también de vitalidad, extroversión y hasta de júbilo, a la vez que despliega un extraordinario vuelo poético (¡qué escena junto al arroyo, que final más radiante y humanístico!) y destapa la caja de los truenos en una tormenta tan poderosa como controlada. Una de las grandes pastorales de la discografía, sin duda.


La Quinta sinfonía de Schubert que la acompaña en disco, grabada en 1979, se encuentra en la misma onda: lectura elegantísima, equilibrada, de tempi francamente lentos pero en absoluto otoñal ni alicaída. Todo lo contrario: está trazada con un extraordinario pulso interno y ofrece una enorme vivacidad cuando debe –movimiento conclusivo–, aunque lo que llama la atención es su asombroso análisis de la escritura orquestal, sus increíbles dosis de belleza sonora, su fraseo tan concentrado como cantable y, sobre todo, el increíble vuelo poético, pura poesía schubertiana en la que dulzura y amargor se dan de la mano, con que están dichas todas y cada una de sus frases –el primer tema del primer movimiento, todo el segundo, el trío del tercero– para demostrar que esta partitura va mucho más allá de la gracia, el encanto y la amabilidad que en manos de otros directores parece proponer. La orquesta depliega su hermosísimo sonido para redondear una versión tan personal como milagrosa e indiscutible.

El CD suena estupendamente, sobre todo en el caso de la sinfonía schubertiana, pero si pueden escuchar la versión en HD audio, mucho mejor: ofrece un cuerpo, una presencia y una naturalidad que hacen pensar que estos antológicos registros fueron realizados ayer mismo.

jueves, 18 de mayo de 2017

Yannick tiene que madurar

Me habían recomendado vivamente esta Octava sinfonía de Dvorák, disponible de manera por completo legal en YouTube, que Yannick Nézet-Séguin ofrecía al frente de la Filarmónica de Rotterdam el 16 de diciembre de 2016. Me ha gustado, pero la verdad es que no me ha entusiasmado. Porque a mi entender reafirma dos cosas ya sabidas: que este chico tiene un talento enorme y que aún le queda para lograr la madurez.


Y es que esta Octava es puro fuego, frescura y vitalidad. Entusiasmo a tope y rusticidad muy bien entendida. Nada de suntuosidad sonora –tampoco es que la orquesta sea nada del otro jueves– ni de narcisismos. Directo al grano, sin rodeos. Y subrayando a conciencia a los pasajes más tempestuosos del Adagio, que no va a ser todo alegría en esta página.

Por desgracia, Yannick no sabe controlarse y la obra se le va de las manos. Con frecuencia la incandescencia termina convirtiéndose en nerviosismo y en precipitación, mientras que el lirismo de la obra no fluye como debería. Obviamente, no resulta imprescindible adoptar esa visión eminentemente otoñal –y para mí maravillosa– de Giulini en su registro con la Concertgebouw, pero sí hay que cantar las melodías con mayor dosis de sensualidad, ternura y capacidad evocadora. No es que no sepa hacerlo: la sección central del último movimiento está paladeada de manera irreprochable. Simplemente, el joven maestro no está por la labor. Sobra, además, algún que otro portamento en el tercer movimiento. Lo dicho: tiene que madurar.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Fleming se despide de la Mariscala

La función del Rosenkavalier que pude ver en directo a través de los cines Yelmo el pasado sábado 13 de mayo desde el Met supuso la despedida de René Fleming de uno de sus roles emblemáticos: la Mariscala. ¿La mejor desde tiempos de Felicity Lott? Probablemente. Cierto es que el prisma con que aborda el personaje es un poco más dulce y ensoñado de lo que a mí me gusta, pero su voz –pura crema–, su línea mórbida y su mezcla singular de erotismo y melancolía la hacen ideal para el personaje, por no hablar de su dominio escénico del mismo. Quizá tenga en Harteros, a la que escuché en Múnich el pasado verano, una admirable sucesora, pero la soprano norteamericana ha sido una de las más grandes en el papel. Todavía con la voz en buen estado, triunfó en una despedida en la que llovieron octavillas y recibió calurosísimos aplausos de un público que la quiere con locura.


Parece que Elina Garança también va a ir abandonando Octavian. Una pena: voz ideal para el rol, magníficamente timbrada y por completo homogénea, manejada con técnica segurísima y al servicio de una perfecta dramatización del texto, ofreciendo virilidad en su punto justo y no cayendo en el exceso de dulzura de, por ejemplo, una Von Stade. Estupenda actriz e increíblemente bello sobre la escena, es quizá el mejor Octavian que he visto y escuchado en mi vida.

La tercera en discordia era Erin Morley, voz correcta e intérprete centrada. No diré que cálida pero sí al menos musical, sin esa excesiva candidez rozando con la ñoñería con que a veces se aborda a Sophie. Quizá se pasara de rosca en el sentido contrario: la encontré un poquito histérica por momentos.

Claro que mucho más peso tiene el papel del Barón Ochs, del que se encargaba el barítono austriaco Günther Groissböck. Fue a él a quien precisamente escuché en la referida función muniquesa junto a Harteros. Entonces no me pareció gran cosa: la voz es potente pero suena trucada, se queda muy corta por abajo y las notas graves suenan como eructos. A su canto no le faltan expresividad ni ganas, sin resultar especialmente sutil. Pero claro, entonces le vi de lejos y ahora lo he hecho a través de primeros planos cinematográficos, y la cosa cambia mucho. Muchísimo: con la ayuda de una sensacional dirección de actores, ofrece desde el punto de vista teatral un Ochs de total y absoluta referencia, diríase que insuperable. Y eso que no es ni viejo, ni gordo.

Excelente el Faninal de Markus Brük. Y muy dignos todos los comprimarios, con la excepción del, a mi entender, muy mediocre cantante italiano de Mathew Polenzani: legato cero, morbidez inexistente, poesía nula. Claro que quien realmente hizo cojear a la parte musical fue Sebastian Weigle, que empuñó la batuta con adecuada energía y sentido teatral, pero por completo ajeno al espíritu de la obra. Si en los segmentos más dinámicos resultó cuanto menos correcto, cuando había que destilar esa particular mezcla de lirismo, sensualidad y magia sonora que reclaman estos pentagramas se quedó cortísimo. De sentido valsístico, ni hablemos. La Orquesta del Met apenas sonó a Richard Strauss. No hay punto de comparación con lo que hizo quien tuve la suerte de escuchar en el foso en Múnich, un Kirill Petrenko que no empezó del todo centrado pero que en el tercer acto, especialmente en el sublime terceto (¿una de las más bellas músicas jamás compuestas?), alcanzó altísimas cotas de inspiración.

Nueva producción escénica de Robert Carsen. O no tan nueva, porque el concepto era el mismo de la abucheada realización salzburguesa cuyo DVD en su momento comenté en Ritmo: la acción pasa a la segunda década del siglo pasado, la taberna es una casa de putas y en ella Octavian/Mariandel lleva la iniciativa frente a un Ochs al que no se le empina. Discutible pero muy convincente, sobre todo porque se atiende muchísimo a que la acción rime con la música y la dirección de actores es magistral. La escenografía y el vestuario ofrecen una vistosidad mucho mayores ahora que en Salzburgo. La iluminación, entonces en exceso oscura, también ha mejorado de manera muy considerable. Obviamente, se han suprimido los desnudos integrales que podían ofender al puritano público norteamericano. Que la caja de la rosa de plata recuerde a un ataúd me parece un gran acierto. La referencia final al estallido de la Gran Guerra me parece, por el contrario, algo ridícula por la manera en que está resuelta.

En fin, una función con luces y con sombras en la que, por razones fácilmente comprensibles, la gran Fleming fue protagonista absoluta. Echaremos mucho de menos su Mariscala.

domingo, 14 de mayo de 2017

Réquiem de Verdi por Harnoncourt: recogimiento y flacidez

Ha llegado a mis manos un Blu-ray Audio editado por Sony que incluye el Réquiem de Verdi que grabó en vivo Nikolaus Harnoncourt al frente de la Wiener Philharmoniker en diciembre de 2004 para el sello RCA. La toma multicanal nos permite apreciar muy bien el ambiente de la Musikverein de Viena, toses y reverberación incluida, además de colocar las intervenciones de los metales en el Tuba Mirum muy atrás del espectador. Ofrece asimismo un relieve asombroso: acojonante el bombo. Hace muy poco he escuchado el trasvase a SACD de la magistral grabación de Giulini con la Filarmónica de Berlín y la verdad es que no hay punto de comparación. Hablo de la calidad técnica del audio, claro está, porque en lo que al plano artístico se refiere, la dirección del maestro berlinés deja mucho que desear. Y no se parece en nada a lo que podría esperarse de él.


En lugar de hacer gala de su habitual sentido de la teatralidad y de los contrastes, Harnoncourt propone una versión estática, recogida en la medida de lo posible, muy alejada de lo operístico, pero que tampoco termina de funcionar desde una óptica reflexiva, digamos que “religiosa” –esa era la línea del citado Giulini–, por su falta de sensualidad, de humanismo, de emotividad en definitiva. Sí que es muy atractivo el tono particularmente macabro que imprime a su interpretación, especialmente a lo largo de todo el Dies Irae. Por desgracia, esto lo consigue a base de unos tempi más bien lentos y de otorgar un gran peso a los silencios, y aquí viene un nuevo problema: Harnoncourt llega a perder el pulso con demasiada frecuencia –si es que llega a cogerlo en algún momento–, por lo que su interpretación termina resultando un tanto desarticulada, cuando no abiertamente flácida y aburrida.

La Filarmónica de Viena, con un vibrato moderado pero luciendo la sonoridad admirable que le conocemos, realiza una excelente labor desde el punto de vista técnico, y en este sentido la referida lentitud nos permite, clarificando las texturas, apreciar de manera admirable el tejido orquestal diseñado por Verdi. Algo parecido se puede decir del Coro Arnold Schoenberg, que canta con enorme perfección su parte y permite apreciar como nunca la perfecta polifonía de la fuga final, trazada por Harnoncourt con tanta claridad como flacidez en sus tensiones.

Los cuatro solistas congregados se caracterizan por poseer instrumentos excesivamente líricos para sus respectivas partes y por cantar con ese alejamiento de lo teatral que parece buscar el maestro. Eva Mei cumple con solvencia con la belleza de su canto, como también lo hace Bernarda Fink. Michael Schade, elegantísimo, hace gala de una línea mucho antes mozartiana que verdiana, lo que unido a una voz algo blanquecina le mantienen lejos del carácter rebelde y encendido que sería preferible en algunas de sus intervenciones. El más propiamente verdiano de todos es, lógicamente, Ildebrando D'Arcangelo.

¿Mi recomendación? No pierdan el tiempo escuchando este registro y acudan a los que ya saben: Barbirolli, Solti, Muti, Giulini, Barenboim... Otro día les hablo del Réquiem de Mozart que viene en el mismo Blu-ray.

viernes, 12 de mayo de 2017

El Romeo y Julieta de Prokofiev por Maazel

Con una toma sonora portentosa incluso para los estándares de hoy día, el sello Decca registró en junio de 1973 la primera grabación completa realizada en Occidente del Romeo y Julieta de Prokofiev, a mi entender no solo el mejor ballet de la historia sino también una de las músicas más inspiradas compuestas durante el pasado siglo. Contó para ello con el concurso de la Orquesta de Cleveland y de quien acababa de ser nombrado su titular en sustitución de George Szell, un Lorin Maazel de cuarenta y tres años de edad que ya llevaba un tiempo comiéndose el mundo. Confieso que hasta ahora no he escuchado esta interpretación. ¿Qué me ha parecido? Todo lo irregular que se podía esperar del maestro franco-norteamericano.


Las virtudes están clarísimas. En primer lugar, un soberbio trabajo técnico al frente de una orquesta de enorme nivel, tratada con absoluta claridad, trazo muy fino –sin rastro de preciosismo– y un rico sentido del color. En segundo lugar, altísimo sentido teatral –las escenas de acción resultan arrolladoras–, mucha animación, brillantez bien entendida y un acertado contraste entre los distintos ambientes sonoros y expresivos, siendo Maazel capaz de oscilar sin problemas entre entre el vuelo lírico y el desgarro dramático, entre la sensualidad y la aspereza, entre la ingenuidad y la ironía. Hasta ahí, fantástico.

El problema es que el maestro se deja llevar con cierta frecuencia por el exceso de nervio y la precipitación, a veces en momentos tan fundamentales como la Danza de los caballeros o las respectivas introducciones a la escena del balcón y a la despedida de los amantes tras el amanecer. La verdad es que, en general, los tempi son bastante premiosos, solo que en unas ocasiones funcionan y en otras no: lo que falla aquí es la concentración, porque Riccardo Muti no va precisamente lento en su portentoso disco en Philadelphia –selección de las dos suites– y consigue unos resultados muy superiores a estos. Por otra parte, creo que Maazel también hubiera necesitado una dosis más de imaginación, de inspiración creativa, e incluso de idioma: no es que no le suene a Prokofiev, pero aún se pueden trabajar con más acierto las sonoridades de las maderas, o ese peculiar sentido del humor sarcástico propio del autor.

Dicho esto, me lo he pasado muy bien escuchando el doble compacto. No dudo en recomendarlo, aunque Previn y Ozawa siguen siendo mis versiones favoritas para el ballet completo.

martes, 9 de mayo de 2017

El Bach de Hilary Hahn, una provocación

Tempi amplios, rico vibrato, legato evidente, matices agógicos y dinámicos sutiles pero de gran sensibilidad poética, desinterés por los claroscuros y la teatralidad, reivindicación de la melodía frente al ritmo… Verdaderamente el Bach que registró Hilary Hahn en Nueva York en marzo de 1997 para Sony Clasical, por desgracia solo la mitad de sus Sonatas y partitas para violín, resulta una provocación al historicismo. Hoy más que nunca, cuando algunos intérpretes históricamente informados –no todos, afortunadamente– se empeñan en ver quién es capaz de correr más, quién frasea con mayores libertades aun a costa de hacer irreconocible la arquitectura, quién es capaz de extremar de manera más antimusical los contrastes, quién ofrece el mayor número de asperezas y, en definitiva, quién llega más lejos a la hora de convertir la interpretación en un sinfín de saltitos, exhalaciones, carreras sin sentido, frivolidades y extravagancias varias.


En cualquier caso, lo que importa de este disco no es tanto el punto de partida como el de llegada: lo que Hahn decide hacer, que a mí me parece muy plausible y muy sensato mientras que a otros les parecerá un atentado contra lo que creen que es el estilo apropiado, lo hace maravillosamente bien.

El CD se abre con la Partita nº 3 BWV 1006. Luciendo un sonido sólido, carnoso, homogéneo y esmaltado, afinado a más no poder, la violinista estadounidense ofrece un Preludio rápido, fluido, agilísimo pero en absoluto nervioso, que se encuentra ricamente acentuado en las dinámicas para crear una espléndida arquitectura de tensiones llena de brillantez y decisión. La Loure la interpreta con gran lentitud y enorme vuelo lírico, el resultado es menos amargo, menos espiritual y más humanístico que el de un Szeryng, por ejemplo, pero alcanzando picos de enorme tensión. La Gavota resulta noble y muy hermosa, aunque poco dancística. Esto último le ocurre también a los Minuetos, que se decantan por la elevación poética y lacerantes acentos dramáticos. Agil y elegante la Bourreé, seguida por una Giga de enorme fluidez y decisión.



Sigue la Partita nº 2, BWV 1004. Lo que singulariza esta aproximación es su enorme vuelo melódico, de una poesía humanística difícilmente superable, aunque lo que queda en la memoria es una Chacona lentísima: 17’49'' de duración frente a los 16'26'' de Khachatryan, los 14'20'' de Szeryng, los 13'32 de Podger, los 13'23'' de Grumiaux, los 13'00 de Beyer o los 11'15'' de Onofri, para que se hagan ustedes una idea. Lentísima, sí, pero en absoluto pesante: con enorme naturalidad, sin forzar para nada la arquitectura, va generando acumulando tensiones hasta alcanzar picos de una intensidad dramática asombrosa. Verdaderamente memorable.

De la Sonata nº 3, BWV 1005, finalmente, ofrece una interpretación de matizada con enorme sensibilidad, atenta a la arquitectura global de cada uno de los movimientos, sutilmente trazada en sus tensiones y distensiones, que conmueve de manera muy especial indagando en el lacerante humanismo del Adagio inicial, dicho con una emotividad y sinceridad incomparables sin necesidad de expresar el dolor a través del desgarro expresionistas: a uno casi se le escapan las lágrimas. Tampoco se queda Hahn precisamente escasa de elevación poética en el sublime Largo. La Fuga que le encuentra entre ambos está desarrollada con lentitud y cierta parsimonia, pero sin que dé la sensación de pesadez; al contrario que en algunas interpretaciones "históricamente informadas", empeñadas en fragmentar el discurso musical –horripilante aquí Monica Huggett, por no hablar de la flacidez y la asepsia de Midori Seiler–, nuestra artista pone por delante la continuidad del discurso , lo que no le impide remansarse de vez en cuando para diferenciar ambientes expresivos ni matizar de manera tan sutil como eficaz la gradación de las dinámicas. El movimiento conclusivo está dicho con toda la vivacidad, la agilidad y la frescura que le corresponden, pero su fraseo –cito aquí a otra de la referida peña: Amandine Beyer– nada tiene de trivial ni de equivocadamente coqueto: la carnosidad del sonido y la decisión del fraseo se terminan imponiendo. En Spotify pueden ustedes comprobar si están de acuerdo conmigo.

¿Saben lo más asombroso? Hilary Hahn nació en noviembre de 1979. Es decir, tenía diecisiete años cuando registró este disco. ¡Lástima que nunca grabara la segunda parte!

lunes, 8 de mayo de 2017

Raphael en el Villamarta

Lo confieso: ayer estuve en el Teatro Villamarta escuchando a Raphael, que recalaba en Jerez dentro de su gira Loco por cantar. Nunca he sido admirador suyo, ni siquiera he tenido uno solo de sus discos en mi colección, aunque siempre me ha hecho mucha gracia esa manera tan peculiarísima suya de actuar. Acudí más por ver en directo al mito que por otra cosa. Sin saber muy bien qué me iba a encontrar. ¿Y qué pasó?


Pues miren ustedes, al principio me sentí profundamente molesto por el volumen de la amplificación, a mi entender disparatado para un teatro de 1200 localidades. No solo eso, sino también desequilibrado: a veces a Raphael se le escuchaba poco, tan sepultado se encontraba por el equipo de siete músicos acompañantes –guitarras, baterías, teclados, todos ellos excelentes– sobredimensionados por el ingeniero de sonido. Al rato me fui acostumbrando, pero entonces empezó a quedar en evidencia otro problema. El artista se reservaba. Y mucho. La mayoría de los agudos se los merendaba por las buenas, y cuando los daba lo hacía con evidente falta de fiato. Las asperezas en la voz también se dejaban notar. ¿Normal, no? Este señor acaba de cumplir setenta y cuatro años.

Poco a poco fue desgranando las canciones de su nuevo álbum –unas mejores que otras–, intercalándolas con sus éxitos de siempre. Y fui entrando en el juego. El juego de un cantante que ha convertido el engolamiento en una virtud y el amaneramiento extremo en una forma de arte: con él los artificios no son la forma de alcanzar una determinada expresión, sino la expresión en sí misma. La convicción, la comunicatividad, la fuerza extrema con la que este señor canta se imponen frente a todas las demás consideraciones. Al final, lo que visto desde un punto de vista más o menos distanciado puede resultar ridículo y hasta grotesco, termina resultando emocionante. Y en directo, no hay que olvidarlo, también uno se contagia de la entrega de sus incondicionales, por cierto que de la edad más variopinta, desde señoras de muy avanzada edad hasta veinteañeras.

En increíble forma física para su edad, Raphael estuvo cantando durante nada menos que dos horas veinticinco minutos. Tocó todos los géneros –con generosa selección latinoamericana–haciéndolos suyos. Y en el tercio final de las propinas, todo lo que se había reservado al principio le permitió sacar la artillería pesada al interpretar, con la absoluta complicidad del público, algunas de sus más famosas canciones. El éxito fue abrumador, hasta el punto de que muchos minutos después de apagadas las luces del escenario el de Linares tuvo que salir, ya sin su característica chaqueta de cuero, a despedirse una vez más del público jerezano. La gente salió contentísima. Y yo, qué quieren que les diga, me lo pasé muy bien.

sábado, 6 de mayo de 2017

La inacabada de Schubert por Otto Klemperer

He escuchado de manera consecutiva tres interpretaciones –del total de nueve que tiene grabadas– a cargo de Otto Klemperer de la genial Sinfonía inacabada (¿o quizás incompleta?) de Franz Schubert: la oficial de 1963 con la Philharmonia en estudio (EMI), la de un concierto de 1966 con la Sinfónica de la Radio Bávara (también EMI, dentro de la colección "The Klemperer Legacy") y el registro asimismo en vivo con la Filarmónica de Viena de 1968 (editado primero por DG y más tarde por Testament).


La primera me ha parecido decepcionante. Un arranque particularmente nervioso ya nos pone sobreaviso de que esta va a ser una interpretación que tiene poco que ver con el Klemperer de aquellos años. Efectivamente: aun sin renunciar a su sonoridad granítica, con esas maderas tan peculiares de la Philharmonia moldeadas a su imagen y semejanza, y sin dejar tampoco a un lado a su particular lirismo amargo, el de Breslau propone una interpretación bastante rebelde y encrespada, muy dramática, no diré que descontrolada –eso es imposible en el maestro–, pero sí un tanto escasa de concentración, de poso filosófico, como también de esa particular elevación poética, a medio camino entre lo terrenal y lo espiritual, que esta música necesita. Por descontado, en el segundo movimiento hay mucho más de sentido trágico que de vuelo lírico, de sensualidad o de poesía.


En la Herkulessaal de Múnich –toma sonora altamente satisfactoria– el concepto es el mismo que el de su interpretación anterior, con sus virtudes e insuficiencias, pero ahora el maestro parece más sincero, más comunicativo, más suelto incluso, a lo que contribuye una orquesta –la de Kubelik– que no es tan extraordinaria como la Philharmonia, pero que suena menos monolítica, con más plasticidad, más flexible incluso. En definitiva, un Klemperer distinto a lo habitual, menos sobrio y rocoso, más inmediato, menos intelectual y más comunicativo, pero que aún tendrá que decir cosas muchas más interesantes sobre esta partitura.

 
Es justo lo que hará en Viena, a sus ochenta y tres añitos de edad. No sé si será por ponerse delante de ese prodigio de belleza sonora (¡qué increíbles e inconfundibles violonchelos!) o por el grado excepcional de madurez que alcanzó en esa etapa de su vida, pero lo cierto es que en esta recreación Klemperer sí que consigue, manteniendo alta la dosis de rebeldía y carga dramática de sus interpretaciones anteriores, controlar la tendencia al nerviosismo que tenían aquellas –el tempo del Andante con moto es ahora más deliberado: 12’05 frente a los 11’23 de la última ocasión– y alcanzar un prodigioso grado de concentración para paladear con infinita poesía las melodías schubertianas –eso sí, sin rastro de dulzura– y para alcanzar el grado de elevación poética que demandan los respectivos finales de los dos movimientos. La música parece venir del más allá, de la más honda filosofía, pero conmueve como pocas veces. Un milagro que, por desgracia, no posee una toma sonora del todo a la altura, y no solo por los abundantes ruidos del público de la Musikverein.


miércoles, 3 de mayo de 2017

Concierto de Feria en Sevilla: la copla, con el mejor gusto posible

La mañana del pasado domingo 30 de abril la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla ofrecía un “Concierto de feria” ideado y dirigido por el joven maestro hispalense José Colomé. El programa giraba en torno a la copla y contaba con Erika Leiva como solista, añadiendo páginas de zarzuela, pasodobles y alguna que otra pieza orquestal entre las canciones. Todo ello poco cercano a mi sensibilidad musical, con la excepción de la Sevilla de Isaac Albéniz. Sin embargo, me lo pasé estupendamente.


Me pareció un completo acierto que Colomé se esforzara por ofrecer las orquestaciones originales de las coplas. Nada de batería más o menos pop, nada de piano en plan hortera, nada de sintetizadores. Es decir, ninguno de los horrores con que a veces se interpretan estas páginas. Y me pareció doble acierto ralentizar de manera muy considerable los tempi. Es verdad que con ello el maestro se arriesgaba a que alguna pieza sonada flácida y deslavazada, cosa que ocurrió con la citada Sevilla de Albéniz; y a perder chispa, nervio y espontaneidad, que es lo que pasó con el intermedio de La boda de Luis Alonso. Pero a cambio obtuvimos una extraordinaria clarificación del tejido orquestal y un vuelo melódico prodigioso. Y todo ello lo puso en práctica Colomé haciendo gala de una gran sensibilidad, apreciable atención al detalle y evidente renuncia al escándalo gratuito, mientras que la ROSS estuvo bajo su batuta dispuesta a sonar como en las mejores ocasiones. De este modo, La Giralda de Eduardo López Juarranz recordó a las marchas de la dinastía Strauss que hacían furor por la misma época, el intermedio de La leyenda del beso sonó más voluptuoso que nunca y las coplas perdieron vulgaridad –la vulgaridad con que a veces se las aborda, quiero decir– para ganar en costumbrismo bien entendido, sensualidad y vuelo lírico.

A Erika Leiva no la conocía. Estoy ahora escuchando a través de Spotify un par de discos que me parecen muy desafortunados, no por ella sino por las canciones y sus arreglos. Pero en el concierto me pareció admirable. Con un defecto: con frecuencia no se le entendía la letra, sobre todo en Suspiros de España, algo con lo que a lo mejor podría algo que ver el sonido amplificado. Lo demás, lo tiene todo: voz preciosa, estilo perfecto, exquisito gusto cantando –elegante pero sin renunciar a los arrebatos imprescindibles en este género– y un fiato extensísimo que le permitió no solo hacer frente a los tempi impuestos por la batuta, sino también ofrecer algunas de esas exhibiciones de cara a la galería que entusiasman al personal. Además, se mueve en escena sin divismo (¡qué diferencia con Estrella Morente, a la que tuvimos por aquí no hace mucho!) y luce de maravilla los numerosos vestidos que se trajo para la ocasión. Porque no es una señora precisamente fea.


Especificando un poco, me gustó en Cruz de Mayo y en La sombra vendo –chispa, salero, sevillanía bien entendida–, no tanto en Suspiros de España y muchísimo en Dime que me quieres, una maravilla del Maestro Quiroga que recreó de manera sublime. Estuvo también portentosa en otras dos joyas del mismo autor, el Romance de la otra y María de la O.

De propina, Un rojo clavel –lentísima y dicha por Leiva con un erotismo a flor de piel, aunque su voz no tenga la personalidad de la de “la más grande”– y el pasodoble Patio Banderas. El público del Teatro de la Maestranza deliraba. Yo mismo salí entusiasmado. Habría que grabar un disco de coplas con estos mismos artistas, de eso no me cabe la menor duda.

PS. Gracias a mis amigos V.A.M. y J.S.R. por sus consejos a la hora de adentrarne en este mundo de la copla.

lunes, 1 de mayo de 2017

Cuartas de Brahms por Nelsons y Herreweghe: de lo sublime a lo vulgar

Dos Cuartas de Brahms que acaban de salir al mercado y quiero comentar brevemente. La primera de ellas es la registrada en vivo el pasado mes de noviembre por Andris Nelsons y la Sinfónica de Boston, editada por la propia orquesta dentro de la integral de las sinfonías del hamburgués. Integral magnífica, me apresuro a señalar, en la que solo me han decepcionado el movimiento inicial de la Primera y el arranque de la Tercera, sorprendiéndome asimismo el tratamiento con escaso legato del tema "de la canción de cuna" en la Segunda. El resto es magnífico, tanto por la suntuosidad de la formación norteamericana –con razón dicen que la más europeas de entre las estadounidenses– como por el perfecto dominio del lenguaje brahmsiano por parte de Nelsons, con su sonoridad oscura y aterciopelada, su fraseo sutilmente flexible, su nobleza y su difícil equilibrio entre ternura, reflexión y garra dramática.


Los picos más alto de la integral se encuentran, a mi entender, en el Andante de la Tercera y en la Cuarta que quiero ahora reseñar, probablemente una de las mejores de toda la discografía. De hecho, de las cuarenta y ocho que tengo comentadas en mi cuaderno de notas, creo que solo me gustan más las dos últimas de Carlo María Giulini, las de Chicago y Viena, a cuyo enfoque humanístico y otoñal –esto último sobre todo la más reciente, la grabada para DG– Nelsons se acerca un tanto. Emotiva a más no poder, dicha con una infinita cantidad de matices –asombra el dominio de la agógica del aún joven director– sin que haya el menor espacio para el amaneramiento ni se pierda de vista el trazo global del conjunto, es difícil en ella destacar un movimiento en concreto. Quizá en el Allegro non troppo se pueda echar de menos la desesperación que el inolvidable maestro italiano conseguía acumulando tensiones hacia toda la sección final de la página, pero el Andante moderato es un verdadero prodigio de poesía y de lenguaje brahmsiano. ¡Qué enternecedoras suenan las melodías! ¡Qué bellísimos contrapuntos entre maderas y cuerda! ¡Qué sutilísimas gradaciones dinámicas! Creo no exagerar si afirmo que es, en este movimiento, la versión que más me gusta de todas las que he escuchado, Giulini incluido.

El Allegro giocoso, que tantos directores hacen funcionar con enorme vitalidad pero cayendo a veces en lo mecánico y lo cuadriculado, suena bajo la batuta de Nelsons con una flexibilidad y una frescura insólitas. La tremenda passacaglia final es nuevamente un prodigio por su manera de diferenciar en lo expresivo cada una de las variaciones sin perder lo más mínimo de unidad, desembocando en una coda llena de fuerza y rabia –nada aquí de la solemnidad de otros grandes directores– pero sin la necesidad de soltar las riendas. Insisto: una de las mejores Cuartas de la historia del disco, que ya es decir.


La otra grabación la he terminado de escuchar hace un rato: Philippe Herreweghe con su Orquesta de los Campos Elíseos. Instrumentos originales, claro está. ¿Suena diferente esta obra así interpretada? En lo puramente sonoro, desde luego que sí. ¿El concepto es distinto a los más o menos tradicionales? No: el maestro belga está más cerca del carácter escarpado y dramático de un Markevitch, un Reiner –más bien decepcionante el húngaro, dicho sea de paso– o un Mravinski que de la elegancia y el equilibrio un punto distanciados de un Böhm o del humanismo de Giulini o Nelsons, pero ninguna novedad hay en este sentido. ¿Y plasma dicho concepto con una adecuada administración de las tensiones, pulso firme, claridad y un grado razonable de belleza y depuración sonora? A mi entender, no. Su interpretación resulta vistosa y enérgica, pero más bien lineal, muy plana y, sobre todo, considerablemente tosca. Pocos matices, escasísima cantabilidad, limitado vuelo poético. Molestos excesos de la percusión que emborronan la sonoridad global. Mucho ruido y pocas nueces, en definitiva. Algunos hablarán de renovación de la praxis interpretativa, pero a mí esto me ha recordado a James Levine

Se me olvidaba decirles que tienen estas Cuartas en Spotify. ¡No dejen de escucharlas! Las dos: comprenderán muchas cosas.

Concierto para piano nº 2 de Rachmaninov: discografía comparada

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