El siguiente texto son las notas al programa que escribí para un recital que ofrecieron Emmanuel Pahud y Stephen Kovacevich en enero de 2002 en el Teatro Villamarta de Jerez. Las obras de los dos últimos compositores citados fueron escritas ex-profeso para flauta y piano; las otras dos son arreglos. Espero que estas líneas sean de utilidad para quien se interese por estas páginas.
I Parte
Mozart: Sonata en Mi menor nº 4 KV 304 (300c) (arr. Pahud)
Hindemith: Sonata para flauta y piano (1936)
II Parte
Schumann: 3 Romanzas Op. 94
Prokofiev: Sonata en Re mayor para flauta y piano Op. 94
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LUCES Y SOMBRAS
Escuchamos esta noche a dos artistas de excepción que concluyen una apretada gira de ocho días que les ha llevado a Siena, Pésaro, París, Génova y Bilbao. Todo un privilegio contar en nuestro escenario con el joven Emmanuel Pahud, aclamado como uno de los tres o cuatro mejores flautistas del momento, y con el veterano pianista Stephen Kovacevich, tan conocido entre los buenos aficionados. Estos soberbios intérpretes nos han preparado un hermosísimo programa en el que oiremos un par de transcripciones de páginas de Mozart y Schumann, escritas en origen para violín y oboe respectivamente, y dos sonatas compuestas ex profeso para flauta debidas a Hindemith y Prokofiev.
Todas están marcadas por un denominador común: el clasicismo, entendido no tanto como el seguimiento de una serie de fórmulas más o menos rígidas, sino más bien como el equilibrio entre forma y expresión, la renuncia a grandes atrevimientos formales y la decantación por la comunicatividad directa y sincera. Pero, ojo, esto no quiere decir que en ellas no exista contenido expresivo ni que sean superficiales.
En este sentido resulta altamente representativo el caso de Mozart, máximo exponente del Clasicismo musical propiamente dicho (paralelo al Neoclásico de la arquitectura y las artes plásticas). Su obra es formalmente equilibrada y armoniosa, pero la emoción está siempre ahí, y se transmite de manera transparente a través de las fórmulas establecidas incluso cuando el contenido es dramático, como en la obra que escuchamos esta noche en una trascripción realizada por Pahud. Se trata de su cuarta sonata para violín y piano, KV 304, compuesta durante su estancia parisina, concretamente en junio de 1778, contando veintidós años de edad. Esta página es importante porque avanza un paso más en la gran evolución que el autor de Don Giovanni hace experimentar a este género: si en principio se trataba de partituras primordialmente para teclado en las que el violín se limita a realizar un acompañamiento ornamental, con frecuencia imitativo, ahora los dos instrumentos van a establecer un diálogo rico y fructífero.
Pero no es esto lo que más nos interesa ahora, sino el drama que se percibe en sus dos movimientos. El primero, a pesar de la belleza y cantabilidad de sus melodías, resulta un tanto turbulento y anhelante; el segundo está marcado por la melancolía, resolviéndose en arrebatados compases finales que dejan un inquietante sabor de boca. Todo ello, insistimos, sin violentar el equilibrio formal (la ruptura de la forma llegará con Beethoven, que dará paso al Romanticismo).
Aunque resulte discutible establecer un vínculo directo entre las circunstancias vitales de un artista y los estados anímicos de su labor creativa, podemos rastrear los orígenes de la “ansiedad” de esta sonata: las maquinaciones de sus colegas de la capital francesa, su falta de recursos económicos, la repentina enfermedad de su madre -fallecería muy poco después- y la no correspondida fascinación personal y artística que le producía la atractiva soprano Aloysia Weber. Como es bien sabido, ella se casaría dos años después con un actor y nuestro protagonista terminaría desposando a su hermana Constanze.
Un compositor “degenerado”
Tampoco resulta difícil encontrar desasosiego en la vida de Paul Hindemith. El artista tenía una gran reputación en Alemania como compositor, viola, pedagogo e incluso director de orquesta, pero determinadas circunstancias le condujeron al aislamiento y la postración. Por un lado estaban las puramente musicales, siendo atacado por un flanco y por el otro. Así, para los conservadores era uno más de los que planteaban una renovación del lenguaje. Por el contrario, entre los progresistas estaba considerado como un artista escasamente comprometido con las nuevas vías de la composición, dada su defensa de los valores del sistema tonal, y por ende su alineamiento frente a la vanguardia (el llamado dodecafonismo, derivado de la tradición wagneriana).
Claro que lo que retiró a Hindemith de la vida pública fue el ascenso de los nacionalsocialistas, que vieron con muy malos ojos su matrimonio con una judía, lo escabroso del argumento de algunas de sus composiciones operísticas y, sobre todo, su actitud abiertamente hostil hacia Hitler y el nuevo régimen. Las represalias no iban a hacerse esperar. La interpretación de sus obras fue perseguida y se incluyó su nombre en la lista de “artistas degenerados”, junto a músicos como Arnold Schoenberg y Kurt Weill o pintores como Pablo Picasso.
Durante estos años de aislamiento Hindemith se dedicó a la composición de sonatas para la mayor parte de los instrumentos de cuerda, madera y metal; entre ellas, la sonata para flauta y piano, de 1936. Se alinea en un neoclasicismo paralelo al de Stravinsky y en cierto modo cercano al que había practicado Picasso: el compositor creía firmemente en el papel de la música en la sociedad, por lo que la inteligibilidad resultaba imprescindible.
Claro que se da la paradoja de que siendo una página en principio abstracta, ajena a lo narrativo y a la trasmisión de sentimientos concretos, deja entrever cierto desasosiego. Su primer movimiento se inicia de manera alegre e incluso pimpante, pero enseguida aparecen sombras; el segundo, reposado, respira triste melancolía; el tercero es una especie de marcha rápida sarcástica y ominosa. ¿Premonición quizá de la terrible carnicería que se avecinaba? En 1938 Hindemith se retiraría a Suiza, para después marchar a los Estados Unidos.
Al borde de la locura
Las obras que conforman la segunda parte de esta velada también fueron compuestas en situaciones anímicas no precisamente felices. Robert Schumann escribió sus Tres romanzas op. 94 en diciembre de 1849 en Dresde, ciudad donde llevaba cinco años residiendo y que pocos meses después iba a abandonar para marchar a Dusseldorf. Pocos amigos y ningún reconocimiento oficial había sacado de la conservadora capital sajona; significativamente, lo mismo que Mozart de París. Pero lo realmente negativo fue el empeoramiento de una enfermedad mental heredada. Las alucinaciones auditivas, las fobias y las dificultades para expresarse no hacían presagiar nada bueno en quien ya había padecido crisis depresivas y tentativas de suicidio. De hecho era consciente de su situación y no quería oír hablar de problemas semejantes, refugiándose en la escritura de músicas tan líricas y luminosas como la que hoy se nos ofrece.
Estas romanzas son lo menos “clásico” y más “romántico” que escuchamos esta noche, y su efusividad sentimental nos hace pensar en el intenso amor que el autor sentía por su esposa. Fueron originariamente compuestas para oboe y piano, si bien pueden interpretarse al clarinete, al violín o a la flauta. En ellas se manifiesta la preferencia de Schumann por las piezas breves y flexibles, alejadas de las estructuras rígidas. La primera se encuentra impregnada de ese lirismo delicado y tierno que caracteriza su labor creativa. La segunda, evocadora y poética, presenta un pasaje central agitado, de una pasión encendida. La última combina melancolía y exaltación, presentando la flauta un gran vuelo poético y realizando el piano hermosos comentarios.
Desgraciadamente, la realidad se terminó imponiendo. El compositor acabaría sus días en un sanatorio mental, mientras Clara pasaba a convertirse en rendida admiradora y fiel protectora -se dice que algo más- de un jovencito rubio y pálido llamado Johannes Brahms. Schumann fallecería en 1856, con tan sólo cuarenta y seis años, víctima de una sífilis contraída en su juventud.
Los truenos de la guerra
Pahud y Kovacevich finalizan oficialmente su recital con la sonata para flauta y piano de Prokofiev, página que tienen ya muy trabajada, pues la grabaron en 1999 para un precioso disco (EMI CDC 556982 2) que incluye también obras de Debussy y Ravel. Fue escrita por el autor de Pedro y el lobo durante el verano de 1943 en los Urales, donde él y otros artistas habían sido evacuados el año anterior para mantenerse a salvo de los ataques de las tropas alemanas. El resultado fue tan formidable que ha alcanzado, junto con la de Poulenc, el mayor éxito de todas las sonatas escritas ex profeso para esta formación camerística. Incluso el genial violinista David Oistrakh le solicitó que la arreglara para su instrumento, convirtiéndose así en su sonata para violín nº 2.
Dado que se trata de la obra más larga que escuchamos hoy (veinticuatro minutos), hemos de detenernos un poco en su estructura. El primer movimiento, moderato, nos presenta un cielo azul y luminoso que se va poblando de negros y amenazadores nubarrones; en él pueden rastrearse ciertas huellas jazzísticas delatoras de la estancia de Prokofiev en París. El virtuosístico scherzo presenta la habitual forma ternaria, resultando juguetón al tiempo que un tanto sarcástico e inquietante, a veces frenético. Un breve andante permite la confidencia íntima y da pie a evocaciones “románticas” que sacan partido del registro grave de la flauta. El final, allegro con brio, es el más complejo y dramático, con pasajes verdaderamente amenazadores (¿ecos del fragor de la guerra?), si bien presenta una sección intermedia con esa nostalgia tan típica del autor.
Mucho se ha escrito sobre la evolución de Prokofiev desde actitudes rompedoras hasta posiciones clasicistas e incluso académicas. No podemos negar que en ello tuvo que ver la persecución a los artistas formalmente innovadores por parte de las autoridades soviéticas -en actitud paradójicamente similar a la de sus enemigos del Tercer Reich-. Sin embargo, opinamos que su avance hacia la melodía fue en gran medida instintivo, ya que sólo a través de ella podía expresar su a veces muy escondida personalidad verdadera, llena de ternura y melancolía. Así, no hay que entender esta sonata como un mero ejercicio conformista o académico, sino como la sincera expresión de un músico que en tiempos de guerra manifiesta con ironía y cierto escepticismo su anhelo de que la razón vuelva a triunfar algún día.