miércoles, 26 de octubre de 2022

Barenboim y las variaciones de Brahms

En julio de 1972 Daniel Barenboim se encerró en la neogótica Rossyln Hill Chapel de Londres para registrar su primer disco en solitario para Deutsche Grammophon. Tres impresionantes obras juveniles de Johannes Brahms en el programa: Tema y variaciones en Do menor, op. 18, Variaciones sobre un tema de Robert Schumann, op. 9, y Variaciones y fuga sobre un tema de Haendel, op. 24. Los resultados fueron espectaculares, pero el sello amarillo ha estado regateando el contenido al formato digital hasta que ha salido en la caja The Solo recordings.

Lo primero que impresiona es el sonido pianístico del de Buenos Aires, puramente brahmsiano: poderoso, denso y con mucha carne diferenciado aunque no radicalmente distinto del que él mismo ofrecía en un Mozart y un Beethoven. Aquí es mucho más evidente que en sus anteriores acercamientos al compositor, las Sonatas para violonchelo con Du Pré y los Conciertos para piano con Barbirolli, seguramente por la mayor calidad de la toma sonora, algo seca pero de gran calidad. No son muchos los pianistas que puedan presumir de semejante propiedad; quizá Emil Gilels sea el más destacado en este sentido, resultando el sonido de Barenboim menos macizo y algo más cálido que el de su inolvidable colega. En cualquier caso, lo importante es cómo interpreta nuestro artista.

En la primera de las obras mencionadas, sorprende en un chico que aún no había cumplido los treinta –los alcanzaría en noviembre de ese año el asombroso equilibrio que consigue, merced a una tremenda concentración interior, entre pasión y control, entre fuerza dramática y calidez humanística, aun siempre dentro del enfoque severo que le caracterizaba por aquellas fechas. También hay que admirar la gravedad bien entendida y la hondura con que recrea los pentagramas. Y más aún el sentido orgánico del discurso y la concepción eminentemente orquestal de una página que, de manera paradójica, procede de su Sexteto para cuerdas op. 18.

Aunque volvemos a encontrar las características de su interpretación de la op. 18, en las Variaciones Schumann hace su aparición un ingrediente más que en esta página resulta decisivo. Este no es otro que el espíritu schumanniano, su efervescencia, su agilidad y su hasta arrebato; la fusión que la milagrosa partitura consigue entre ambos espíritus está perfectamente captada por el joven pianista, aunque una vez más este no renuncia a una óptica reflexiva y de enorme hondura que no deja espacio para la menor frivolidad, lo que resulta muy de agradecer. Tampoco para la seducción meramente sonora; en este sentido, es posible que en la actualidad, si volviese a la actividad, el maestro se mostrase menos riguroso y accediese a encontrar un compromiso entre la filosofía y la delectación.

Tras un tema expuesto con elegancia y majestuosidad genuinamente haendelianas, Barenboim ofrece una interpretación de la op. 24 de extraordinario rigor arquitectónico y enorme potencia expresiva, no por ello exenta de nobleza y cantabilidad, que pone de relieve el aspecto más visionario de esta partitura: su carácter eminentemente orquestal. Una vez más, su sonido pianístico resulta fundamental en la aproximación. En lo que a la tremenda fuerza física que la partitura requiere, Barenboim anda sobrado.

¿Cómo es posible que este disco, que hace años conoció una fugaz edición de quiosco en España, haya estado “perdido” tanto tiempo?

 

PS. Un amigo me hace saber que este disco ha estado disponible en un par de cajas gordas. Me he equivocado en esto, pues. Aprovecho para hacer saber que estaré al menos dos semanas sin actualizar del blog. He llegado a tal nivel de estrés por mis exigencias laborales (el Bachillerato Internacional) que necesito un descanso. No encuentro tiempo siquiera para la costumbre de escuchar a diario al menos media hora de música.

viernes, 21 de octubre de 2022

Los Preludios de Chopin por dos jóvenes: Eric Lu y Aimi Kobayashi

Realizando una comparativa discográfica de los Veinticuatro Preludios de Frédéric Chopin, llego al registro que realizó Eric Lu, pianista norteamericano de origen oriental hasta ahora desconocido para mí, en agosto de 2019: le faltaban cuatro meses para cumplir los veintidós. “Otro vano intento de encontrar un nuevo Lang Lang; tocará divinamente e interpretará sin madurez”, pensé. Luego leí lo que un señor llamado Pierre-Yves Lascar escribe en Qobuz:

“Desde el principio, los Preludios de Chopin propuestos por Eric Lu seducen por una tranquilidad absolutamente lírica que, al final, dominará los cuarenta minutos que dura este viaje, tan difícil de construir de manera fluida y coherente. Eric Lu nos admira por la unidad, tanto expresiva como polifónica, que aporta al ciclo, que generalmente se presenta de forma más contrastada.”

Pues sí que estamos tontos los dos. El crítico francés y yo. Cierto es que el jovencísimo artista cae de vez en cuando en la trampa del virtuosismo y que a más de un preludio se le puede sacar mayor partido; también que hay lirismo de la mejor clase y una enorme fluidez en su lectura. Pero si algo distingue esta interpretación es precisamente la voluntad de marcar bien las tensiones, contrastar las diferentes piezas entre sí y sobre todo mostrar valentía a la hora de plantear las gradaciones dinámicas, planificadas por una técnica espectacular. No alcanza la radicalidad, el fuego y el ardor visionario de un Kissin, pero en absoluto se queda en la superficie más o menos decorativa. Menos mal que Lascar añade luego que “Detrás de esta dulzura y este canto perdidos, sin embargo, se encuentra una trágica y creciente melancolía, que revela la expresión de una realidad sombría, o al menos muy preocupada, de los 24 Preludios”, porque si no pensaría que este señor está sordo del todo. La toma de sonido es de Teldex: en Dolby Atmos, un escándalo.


La gracia es que el mismo sello, Warner Classics, ha realizado con posterioridad otra grabación de los Veinticuatro Preludios incluyendo esta vez los dos adicionales recurriendo también a una figura joven y oriental: nacida en 1995 es dos años mayor que Lu, Aimi Kobayashi ha grabado su propuesta en marzo de 2021. Y aquí sí se puede hablar de un Chopin más o menos convencional o tópico, esto es, de gran belleza formal, delicado y sensible, al tiempo que poco interesado en claroscuros, tensiones internas y pliegues expresivos. No es que a la japonesa le falten recursos, ni mucho menos: cuando quiere su piano suena muy poderoso, y de hecho los acordes que cierran el nº 24 resultan abrumadores. Simplemente, su objetivo es agradar y seducir mucho antes que emocionar, no digamos inquietar. No llega a la “tranquilidad absolutamente lírica” de la que hablaba Lascar al referirse a Lu, pero se acerca a ella mucho más que su colega.

¿La referencia? Kissin, por descontado.

domingo, 16 de octubre de 2022

Maurizio Pollini, campeón del siglo XX

No estoy de acuerdo con quienes piensan Maurizio Pollini pasará a la historia como gran intérprete de Beethoven y de Chopin: con excepciones tan importantes como las geniales Polonesas de 1975, el italiano nunca brilló en esos repertorios, el clásico y el romántico. Lo hizo en el siglo XX, como puede comprobarse este célebre compacto que reúne dos vinilos que en su momento ganaron el Grand Prix International du Disque. Ambos se registraron en la Herkules-Saal de Múnich, el primero en 1971 y el segundo en 1976, con una toma seca –pero de calidad– que acentúa las características del sonido pianístico del artista y sus propias maneras interpretativas.


Las Tres piezas de Petrushka de Igor Stravinsky son un hito de la historia del disco. Haciendo gala de una agilidad digital pasmosa y de un sonido muy percutivo, pero rico en dinámica y texturas, el italiano ofrece una interpretación seca y angulosa, sin pathos ni atmósfera, tampoco del todo flexible en el trazo, pero llena de tensión interna y de un prodigioso sentido del ritmo. Le inyecta, además, cierto sentido del humor agrio que resulta aquí muy interesante.

La Sonata nº 7 de Prokofiev conoce una lectura muy personal: percutiva, mecanicista aunque no mecánica,llena de aristas, que renuncia en gran medida al vuelo lírico y a la emotividad, pero no a una tan implacable como controlada tensión interna. De este modo, los pasajes más poéticos suenan ambiguos, esenciales, abstractos y sin atmósfera, con clímax que alcanzan gran desazón e incluso desgarro, mientras que los violentos resultan feroces e implacables a más no poder. Personalmente prefiero a Gavrilov y a Lang Lang, más plurales en concepto, pero no soy capaz de prescindir de Pollini.

El otro disco, tan duro como genial. Las Variaciones para piano op. 27 de Anton Webern no apuestan por la esencialidad, el misterio o la abstracción, sino por la tensión, la incisividad y hasta la violencia, ¿Mirada hacia el expresionismo antes que hacia el futuro? Algo así.

Para terminar, la larga y genial Segunda sonata para piano de Pierre Boulez, una obra temprana (1948) que Polini expone haciendo gala de un virtuosismo descomunal –agilidad, potencia sonora, claridad– y con ese interés suyo por atender antes a la arquitectura que a la atmósfera que enlaza magníficamente con el espíritu del francés. No hay concesiones al oyente, pero ello no impide ni al compositor ni al intérprete hacer gala de un enorme pálpito interior.

viernes, 14 de octubre de 2022

El Holandés errante por Barenboim

El holandés errante fue el título con el que Daniel Barenboim cerró para Teldec el ciclo de óperas completas –salvo las de juventud, claro está– de Richard Wagner. Junto con Tristán e Isolda, fue la mejor en lo que a labor de batuta se refiere, en parte porque el maestro parecía tener, ya desde aquella soberbia obertura que grabó en 1982 al frente de la Orquesta de París, una sintonía muy especial con este título. Pero también porque allá por mayo y junio de 2001 el maestro ya había desarrollado plenamente, por sus experiencias en Bayreuth y por estas grabaciones, el dominio del lenguaje wagneriano.

Ello se pone bien de manifiesto en el dominio del discurso horizontal, de un carácter orgánico –planificación de los picos de tensión, organización de las transiciones– plenamente conseguido por alguien que había trabajado, y mucho, en el universo del Anillo. Pero no es menos destacable la plasticidad con que el de Buenos Aires trabaja a una Staatskapelle de Berlín que, precisamente gracias a él, estaba por el cambio de siglo ya alcanzando su plenitud. En cualquier caso, lo verdaderamente genial es cómo nuestro artista es capaz de desplegar magia poética al tiempo que hace rugir tempestades con especial ferocidad: su manera de pintar el mar destaca no tanto por su brillantez como por la capacidad para moverse en el mundo de lo onírico y lo atmosférico, restando “naturalismo” y buscando la trascendencia filosófica del enfrentamiento del ser humano con el mar, con la divinidad y con su propio destino. En fin, romanticismo en estado puro. Podrá echarse de menos la teatralidad de un Solti en la escena del encuentro de Daland con el protagonista, así como el humor lleno de mala leche que destilaba Solti en la escena de las hilanderas, pero globalmente es la suya una dirección magistral.

El elenco vocal ya es otro cantar. Decepciona de manera muy considerable Jane Eaglen, una señora de corra carrera que aquí canta regular e interpreta con intensidad más bien escasa de matices. Más que digno, por el contrario, el Holandés de Falk Struckmann, voz no del todo imponente pero intérprete sensible: más que meter miedo, nos hace comprende el tormento interior del personaje. Algo gastado en lo vocal y bastante monótono el canto de Robert Holl, un Daland del montón, en contraste con el sensacional Erik de un Peter Seiffert en su mejor momento. Felicity Palmer hace una Mary algo desagradable,

¿Y Rolando Villazón? Hace muy poco ha sido intensamente abucheado en Berlín por su Loge. No sé lo que yo hubiera pensado de habr estado allí –por cierto, prometen retransmisión televisiva–, pero a mi entender sale airoso, a pesar de su dudosa dicción, del no tan pequeño rol del timonel.

La toma de sonido es maravillosa. Quizá ello la convierta en la grabación más recomendable, con permiso de Klemperer, para acercarse por primera vez a la partitura.

miércoles, 12 de octubre de 2022

La Grande por Petrenko y Blomstedt

La primera vez que escuché a Kirill Petrenko fue en directo: Rosenkavalier en Múnich en el verano de 2018. Notable el primer acto, magnífico el segundo y sublime el tercero. Luego vino un audio de Die soldaten: absolutamente sensacional. Pero cuando llegaron sus realizaciones al frente de la Filarmónica de Berlín, casi todo –hay excepciones– me ha parecido discreto, mediocre o abiertamente malo, no por la técnica, que en el caso del maestro ruso es excepcional, sino por las decisiones expresivas de su batuta.

El punto más bajo en mi desamor hacia Petrenko lo he alcanzado ayer mismo con La grande de Franz Schubert que ofreció el 27 de agosto de 2021. Esperaba una recreación ligerita en el peor de los sentidos. Ya saben, liviana y suavizada en la sonoridad, tímida en la expresión, ajena a las tensiones y a los claroscuros. Pues no, pero no por ello ha dejado de ser un espanto. Y es que en esta ocasión el titular de la formidable orquesta se ha decantado por el modelo “romanticismo feroz”. A saber: sonoridad masiva, decibelio a punta pala, agresividad injustificada, metales y percusión en primerísimo plano, detalles creativos poco convincentes y una dosis muy considerable de machaconería y mal gusto. La elegancia, el equilibrio clásico, la naturalidad en el trazo, la sensualidad, la poesía… Todo ha desaparecido en aras del numerito de cara a la galería.

El primer movimiento –tras introducción en exceso rápida– resulta particularmente horrible. ¡Qué vulgaridad la de este señor! El segundo es banal y alcanza un clímax mucho antes castrense que filosófico; al menos, no hay rastro de la blandura que podría esperarse. Musculado y enérgico el Scherzo, aunque también bastante banal. Tras soportar tantos desmanes, el Finale termina pareciendo una bendición por el brillantísimo trabajo de la orquesta y la energía con que lo lleva la batuta, aunque la sensación de ser un trabajo epidérmico permanece ahí hasta alcanzar una coda efectista a más no poder. El público, encantado.

Tres meses después del horror de Petrenko, un Herbert Blomstedt de noventa y cuatro años se ponía al frente de su antigua Orquesta del Gewandhaus de Leipzig para volver, él sí, a las más hondas raíces de la tradición centroeuropea. Se trata nada menos que de la formación que estrenó la partitura, pero la clave está en la labor de la batuta: aquí sí está la esencia de Schubert, su mezcla de elegancia y fuerza dramática, su lirismo agridulce, su efusividad controlada, su honda nobleza y su sentido en absoluto enfático de la grandeza. Todo ello servido con una realización técnica superlativa y con un gusto exquisito.

¿Cómo ya ocurría en su grabación en San Francisco para Decca de 1991, habría que añadir? No exactamente. Con independencia de que los mimbres sajones –su antigua grabación en Leipzig no la conozco– sean mucho más adecuados que los norteamericanos, el maestro ofrece ahora realización más depurada en lo sonoro, más flexible y más equilibrada. Puede no gustar que la introducción ahora la haga “alla breve”, es decir, casi tan rápida como el Allegro ma non troppo que viene a continuación, pero el propio maestro señala en la carpetilla que ahora usa la edición crítica de la partitura y no la manipulada por Brahms. ¿Quién somos nosotros para llevarle la contraria al compositor? Supongo que motivaciones igualmente filológicas tiene que ver con su decisión de no prolongar las geniales "llamadas en la lejanía" de los trombones escritas por Schubert.

El segundo movimiento sigue resultando algo superficial, pero también gana en naturalidad. El tercero, que ya era espléndido, resuelve de manera más convincente algún pasaje, y únicamente el Finale –ahora se extiende un minuto más, siempre con la repetición– parece menos logrado por haber perdido un poco de fuerza.

Sensacional la toma sonora en Atmos, posiblemente una de las mejores grabaciones orquestales que un servidor haya escuchado, y sin duda por encima de las que el sello amarillo ha realizado en Leipzig con Andris Nelsons. ¿Alguien se explica la diferencia?

martes, 11 de octubre de 2022

Un Ozawa distinto: Janáček y Lutoslawski

Vamos a por un disco registrado por Seiji Ozawa en junio 1970 para EMI al frente de la Sinfónica de Chicago. Aún le quedaban unos meses para cumplir los treinta y cinco, y aquí se enfrentaba con los que apenas relacionamos su carrera Janáček y Lutoslawski.

Del primero ofrece la maravillosa Sinfonietta. La verdad es que, al menos en principio, no es el refinado y elegante Ozawa el más indicado para recrear el sonido áspero, incisivo y cargado de fuerza del compositor moravo, pero lo cierto es que el joven maestro aún no había desarrollado ese interés por suavizar aristas que le caracterizaría posteriormente. De hecho, el reparo que se le puede poner a su brillantísima y muy bien delineada lectura es precisamente su carácter en exceso encendido, bordeando por momento el nerviosismo, y la falta de sensualidad y de vuelo lírico en que incurre su batuta. Con una orquesta como la presente, en cualquier caso, resulta imposible no descubrirse

Ozawa acierta con la garra del primer movimiento del Concierto para orquesta de Lutoslawski, pero aborda el resto de la obra de manera algo superficial, confundiendo efervescencia con excesivo nerviosismo, brillantez con carácter épico y fuerza expresiva con espectáculo sonoro. Eso sí, exponiendo la obra con admirable olfato las texturas y con un virtuosismo supremo, algo con lo que tiene no poco de ver la categoría de los chicagoers: el segundo movimiento hay que oírlo para creerlo.

En resumen, un Ozawa lleno de talento pero inmaduro, aunque interesante por ofrecernos una cara distinta de su arte. La toma –Medinah Temple– deja bastante que desear

sábado, 8 de octubre de 2022

Sobre el Barroco y las monarquías absolutas

La siguiente entrada no ha sido escrita para este blog, y solo habla muy tangencialmente de música. El texto lo he preparado pensando en mis alumnos del Bachillerato Intermacional pertenecientes al IES Padre Luis Coloma, con la idea de ayudarles a preparar el epígrafe "Monarquía, mecenazgo y las artes: el Barroco" dentro de un tema que se denomina Absolutismo e Ilustración entre 1650 y 1800. Lo comparto por si resulta de interés para el melómano y, por descontado, para otros docentes.

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No es fácil encajar cronológicamente el título de este epígrafe sobre el Barroco con el enunciado del tema al que corresponde, Absolutismo e Ilustración entre 1650 y 1800. El referido estilo había nacido medio siglo antes de que arranque el recorrido que se nos propone, en torno al paso del siglo XVI al XVII, gracias a las realizaciones, siempre en Italia, de pintores como Annibale Carracci y Caravaggio o de compositores como Claudio Monteverdi, y cuando llegamos a la fecha de 1650 ya han desarrollado buena parte de sus respectivas carreras autores tan fundamentales como Bernini y Borromini en Roma, Poussin en Francia, Rubens en Flandes, Rembrandt en Provincias Unidas –Holanda, para entendernos– o Velázquez en España. En 1800, once años después del inicio de la Revolución Francesa, el Barroco ya es un estilo olvidado, mal visto incluso, toda vez que el Neoclasicismo se había venido extendiendo a la par que el pensamiento de la Ilustración y se había consolidado con los revolucionarios de Francia: Napoleón Bonaparte terminaría dándole carácter oficial. ¿Entonces? Es muy posible que los autores del temario que estamos siguiendo tengan en mente a Luis XIV de Francia y a su palacio de Versalles como máximo exponente de la utilización del referido estilo por parte del Absolutismo, y no quieran tanto que se hable de los grandes creadores de formas como de la manera en que estas se ponen al servicio de poder.

En este sentido, habría que preguntarse hasta qué punto el Barroco aparece por pura evolución de las formas para luego ser absorbido, oficializado y –en el caso del Rey Sol– excesivamente encorsetado –eliminando imaginación y riesgo– por los monarcas de la decimoséptima centuria, o más bien nace precisamente con vistas a servir a una ideología muy concreta. Autores clásicos como Heinrich Wölfflin, que interpretó el estilo como una contraposición al Renacimiento que la había precedido, defendieron la evolución de las artes por sí mismas, mientras que un Arnold Hauser, célebre por aplicar las ideas del materialismo histórico a la evolución de las formas artísticas y literarias, entendió el Barroco como producto de una determinada época y defendió que, más que enfrentarse al clasicismo renacentista, lo que hizo fue rechazar la extrema artificiosidad del movimiento conocido como Manierismo –al final del Renacimiento– para encontrar unas formas y una sintaxis inteligibles por el público más amplio posible, y de esta manera garantizar la plena transmisión de las ideas detrás de esas formas. Quizá haya que plantear una síntesis de las dos posturas: los artistas van tanteando nuevas posibilidades de expresión al mismo tiempo que el contexto les va conduciendo por un sendero u otro. Un Bernini tiene claro que su arte –escultura y arquitectura– está al servicio del papado y que sus objetivos tienen que ser unos muy concretos, pero un Caravaggio comienza escandalizando con sus lienzos religiosos de crudo naturalismo para más tarde abrir una puerta completamente nueva, seguida gustosamente por una Iglesia Católica que encuentra en sus propuestas una vía idónea para llegar al fiel. El artista no siempre es fruto del contexto: a veces recorre su propio sendero y es el entorno el que termina haciéndolo suyo.


Sea como fuere, parece claro que hay una relación directa entre el Arte Barroco y el espíritu de la Contrarreforma que se había iniciado en el siglo XVI: frente a los planteamientos del protestantismo que se había difundido en Europa, el Concilio de Trento (1545-1563) insistía en la utilización de la imagen para promover la fe. No solo eso: de la imagen palpitante y emotiva, la que apela de manera directa al corazón. De ahí que, en la centuria siguiente, el equilibrio tanto físico como anímico de los personajes representados que es propio del Renacimiento, así como el control de las tensiones que habían sido llevadas a un límite –sin llegar a romperlas– por el genial Miguel Ángel, van a dar paso al movimiento del cuerpo y de la mente, a la captación del instante concreto, a la representación de los sentimientos extremos y a la liberación de las tensiones acumuladas; tensiones que en escultura y pintura se expanden en grandes líneas diagonales que se entrecruzan y desvían nuestra mirada hacia más alá de los límites de la representación, o se acentúan con marcados contrastes entre luces y sombras. En arquitectura, los edificios se atreven a ponerle imaginación a los órdenes clásicos, apuestan por los juegos de curvas y contracurvas, generan marcados claroscuros y convierten a la decoración en un elemento no secundario, sino verdaderamente sustancial de las formas, hasta el punto de romper los límites entre lo tectónico y lo ornamental e incluso, en determinados momentos y lugares, llegar a abrumar al espectador con su presencia.


Todos estos planteamientos estaban ya presentes en el gran barroco romano de la primera mitad del siglo XVII, al servicio de unas ideas que son –obviamente– religiosas, pero que corresponden a una Iglesia que no solo es poder espiritual, sino también temporal: no olvidemos que los papas pueden considerarse, hasta cierto punto, como “monarcas absolutos” de un importante territorio de la actual Italia. El diseño que Bernini propone en 1657 para la Plaza de San Pedro del Vaticano incluye una plaza trapecial y otra ovalada que conforman dos brazos que parecen acoger a los miles de peregrinos que anualmente llegan a la basílica. En palabras del propio artista, «la iglesia de San Pedro (…) debía tener un pórtico que recibiera maternalmente con los brazos abiertos a los católicos para confirmarlos en la fe, a los herejes para reunirlos a la Iglesia y a los infieles para iluminarlos hacia la verdadera fe». La forma arquitectónica, por tanto, expresa una idea religiosa que es también una idea política: una Europa unida por el catolicismo bajo el poder espiritual del papado.

 

No solo la Iglesia hace uso del lenguaje barroco: cuando los Farnese encargan a Carracci que pinte una gran galería en la primera planta de su palacio romano, el gran pintor despliega todo un programa iconográfico a mayor gloria de la poderosa familia y, con sus figuras grandiosas y solemnes –también muy dinámicas y teatrales– que aluden a la mitología y a la antigüedad clásica, con sus arquitecturas fingidas y con su explosión de color, sienta las bases de los grandes techos pintados de muchos palacios posteriores, entre ellos el propio Versalles de Luis XVII.

Precisamente es el Rey Sol, con la muy considerable ampliación de lo que había sido un pequeño pabellón de caza de su padre Luis XIII, quien va a asimilar todas estas propuestas llegadas desde latitudes meridionales para transmitir una idea de poder que sin ser exactamente nueva –las monarquías autoritarias se habían comenzado a forjar en España con los Reyes Católicos–, alcanza con su figura la máxima expresión: la monarquía absolutista de derecho divino. Y lo hace porque, precisamente, esa monarquía era menos absoluta de lo que el rey hubiera deseado: además de una Iglesia Católica con la que ya se había logrado encontrar una confluencia de intereses, existe una nobleza de lejano origen medieval que conserva no solo un enorme prestigio social, sino también importante poder económico, incluso político en el caso de que sus correspondientes señoríos fuesen de carácter jurisdiccional. Luis XIV no solo va a prescindir de los validos para gobernar por sí mismo, sino que se va a traer a la alta nobleza a Versalles para que, aun sin hacerle renunciar a sus considerables privilegios, se ponga al servicio del monarca. El gran aparato decorativo e iconográfico versallesco no tiene como destinatario al pueblo francés –este sí que tiene la oportunidad de ver la solemne ampliación de su palacio en París, el Louvre–, sino a la nobleza.


Es precisamente ese gran conjunto de Versalles aquel del que se espera que escriba el alumno. Sin embargo, podría ser interesante subrayar cómo el monarca conocía importantes precedentes en el uso de la retórica barroca al servicio del poder. Su abuela paterna María de Medici, viuda de Enrique IV, había encargado a Rubens veinticuatro enormes lienzos elogiando sus propios triunfos. Con ellos, el genial creador flamenco nos legaría su más impresionante conjunto pictórico. Durante el reinado del hijo de Enrique y María, Luis XIII, se viviría un intenso patrocinio de las artes como servidoras de la monarquía gracias a la iniciativa del Cardenal Richelieu, valido del monarca. Fue él quien fundó la Académie Française y quien encontraría en el arquitecto Jacques Lemercier un perfecto traductor de la idea del estado, bien patente en la solemne fachada clásica y la imponente cúpula de la capilla de la Universidad de la Sorbona. Esta misma idea de la cúpula se repetiría algo más tarde en la iglesia de Val-de-Grâce, fundada por la reina Ana de Austria –hija de Felipe III de España– y diseñada por François Mansart.


En cualquier caso, es su hijo Luis XIV quien, con las sucesivas ampliaciones del palacio de Versalles a cargo primero de Louis Le Vau y más tarde de Jules Hardouin-Mansart, nos legue el gran complejo edilicio que más pone de manifiesto la idea del poder que caracteriza a las monarquías absolutas. Una idea que nos habla de solidez, fuerza y severidad en lo puramente arquitectónico, renunciando en este sentido a las propuestas más fantasiosas que se realizaban en Italia, y que se ve reforzada desde el punto de vista iconográfico con el gran programa decorativo coordinado el pintor Charles Le Brun, a la sazón director de la Academia real de pintura y escultura encargada de controlar rígidamente las artes para ponerlas al servicio del estado: la mitología clásica no es sino una excusa para hablarnos de la idea que de sí mismo tenía un monarca que se veía reflejado en el mismísimo Apolo, dios del sol. No debe extrañar que, en sus años de juventud, a Luis le gustara danzar frente a la corte, al son de la música para él compuesta el italiano Lully, engalanado como el astro solar. El espectacular diseño de los jardines versallescos a cargo de André Le Nôtre y el repertorio de estatuas y fuentes entre ellos desplegado no hacían sino remachar la misma idea, desarrollando al mismo tiempo otro interesante concepto: la naturaleza sometida y racionalizada por la acción humana.

De cara al pueblo francés, al parisino concretamente, la actividad edificatoria patrocinada por Luis XIV no es menos relevante a la hora de materializar una idea del poder: la imponente cúpula de Los Inválidos diseñada por su querido Jules Hardouin-Mansart sigue la línea de las citadas de La Sorbona y Val-de-Grâce, y a su vez apunta a los deseos enlazar con la tradición italiana que buscaba referentes en la mítica Roma imperial. La misma solemnidad clásica evidencia la gran columnata de Claude Perrault para la ampliación del Palacio del Louvre. 

El caso de España es diferente. No es fácil encontrar en los Austrias menores una clara voluntad de utilizar el patronazgo regio para hacer exhibición del poder: más bien será la Iglesia Católica, justo en el siglo en el que se consolida y define plenamente ese gran espectáculo total –verdadero teatro en la calle– que es la Semana Santa, la principal promotora de las artes que conocerán un insólito esplendor gracias al genio de artistas como –en la primera mitad del siglo– Martínez Montañés, Juan de Mesa, Gregorio Fernández o Zurbarán, y ya con un lenguaje más propiamente barroco –avanzada la centuria– Pedro Roldán, Alonso Cano, Murillo o Valdés Leal. No obstante, hay que citar el caso particularísimo de Diego Velázquez, rápida y sagazmente contratado por Felipe IV para trabajar en la corte madrileña y, entre otras labores diversas, desarrollar un renovado concepto del retrato de la familia real en el que, lejos de la rígida y fría pompa mitológica de Versalles, se dan de la mano de manera magistral la solemnidad regia y la profunda humanidad de las figuras representadas. El pintor sevillano desempeñó asimismo el papel más relevante entre los pintores que participaron en la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, concebido como salón de ceremonias para la recepción de embajadores y grandes personalidades de las monarquías europeas. En el rico programa iconográfico diseñado probablemente por el Conde-Duque de Olivares, valido del monarca, se incluían los Trabajos de Hércules, retratos de la familia real y doce lienzos celebrando los triunfos bélicos de Felipe IV; el retrato del infortunado Príncipe Baltasar Carlos –iba a ser heredero del trono– y La rendición de Breda han pasado a convertirse en dos de las más justamente célebres obras velazqueñas. Aunque esta realización corresponde a los años treinta de la centuria, y por tanto se antecede al marco cronológico propuesto en el tema, parece de suficiente relevancia como para ser mencionada dentro de la utilización del lenguaje barroco por parte de las monarquías absolutas antes de que Luis XIV elevase esta práctica a la máxima potencia.


Las ideas del Rey Sol llegan con el cambio de siglo y el acceso de los borbones al trono español. Felipe V es su nieto, ha nacido en Versalles y se ha criado allí. No debe extrañar que decida construir, cerca de Segovia, el Palacio de la Granja de San Ildefonso como réplica a menor tamaño del de su abuelo. Los tiempos artísticos han cambiado y, desde el punto de vista estético, se pierde en rotundidad lo que se gana en ligereza, pero la idea subyacente es similar, de manera muy especial en los jardines y las fuentes a los que se abre el edificio.


En cualquier caso, desde el punto de vista ideológico es más significativo el Palacio Real de Madrid: la desaparición del antiguo alcázar de los Austrias por un incendio en 1734 da la oportunidad al primer borbón de la monarquía hispana de levantar un enorme edificio cuya robustez y monumentalidad dejen claro ente los súbditos la fortaleza del poder real. No es casualidad que el arquitecto Filippo Juvara, aun partiendo de su experiencia en el Palacio Madama de Turín, partiera del proyecto –finalmente no ejecutado– que en su momento había propuesto el mismísimo Bernini para el Louvre de Luis XIV. Más adelante Giovanni Battista Sacchetti modificaría el diseño de su maestro buscando una alusión a la tradición de los alcázares españoles: la síntesis entre tradición hispana y renovación llegada de otras tierras europeas sería finalmente la idea expresada en el Palacio de Oriente madrileño. Algo parecido ocurre con la Plaza Mayor de Salamanca, que el monarca había ofrecido a la ciudad castellana como recompensa por su decidido apoyo en la Guerra de Sucesión. Su modelo retomaba la tradición de la plaza mayor de los Austrias que había dado ejemplos tan emblemáticos como los de Madrid y Valladolid, pero ahora con unas formas de dinámico y muy ornamentado Barroco pleno diseñadas por Alberto de Churriguera e incluyendo un programa iconográfico en el que se incluyen monarcas, conquistadores y militares hispanos; el Pabellón Real luce flores de lis –emblema de los borbones–, las armas reales y las efigies de Felipe V e Isabel Farnesio.

La influencia versallesca también queda de manifiesto en otras latitudes europeas. El Palacio de Schönbrunn fue inicialmente concebido por Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico, aunque su configuración actual se debe a la iniciativa de María Teresa de Austria: si en la coqueta, movida y exuberante decoración de los interiores se hace patente la estética del Rococó de Luis XV de Francia, la monumentalidad clasicista del exterior recoge más bien las ideas del Versalles anterior, el de Luis XIV, dejando clara a quien se acercarse a este conjunto al sur de Viena qué idea del poder tenía para sí misma la que fuera Archiduquesa de Austria y emperatriz consorte del Sacro Imperio, una de las máximas representantes del Despotismo Ilustrado.

Dentro de la misma corriente política podemos clasificar a Federico II el Grande de Prusia. Su conocida residencia de Sanssouci –no lejos de Berlín– tenía carácter privado, y de ahí que el confort, la delicadeza y el carácter aéreo que son propios del rococó se impongan sobre otros conceptos. Aun así, este palacio es un perfecto representante de la promoción artística de las monarquías de los siglos XVII y XVIII, siempre dentro de la estética del Barroco –el Rococó es considerado como un subestilo del mismo–. Promoción que iba mucho más allá de la arquitectura, de los lienzos y de las artes suntuarias destinadas a recubrir los interiores. En el caso del melómano y musico aficionado que fue Federico, parece imprescindible citar la presencia del flautista Johann Joachim Quantz como maestro del rey y compositor a su servicio. La visita del más grande músico del Barroco, Johann Sebastian Bach, no tuvo excesiva trascendencia más allá de la composición de La ofrenda musical a partir de un tema dado por el monarca; mejor le fue a su hijo Carl Philipp Emanuel Bach, aunque tampoco su estilo terminara por encajar en los gustos de Federico.


Y ya que hablamos de grandes compositores, no podemos olvidar que la Música Acuática de Georg Friedrich Händel se encuentra vinculada a los paseos en barca que por el Támesis realizó Jorge I de Gran Bretaña allá por 1717. Tampoco que será su hijo Jorge II quien años más tarde encargue al compositor alemán la no menos conocida Música para los reales fuegos de artificio para celebrar el fin de la Guerra de sucesión austríaca. La ceremonia no funciona como es debido, pero la circunstancia de que al ensayo de la música llegasen a acudir doce mil personas deja en evidencia hasta qué punto el arte tenía capacidad para transmitir a grandes masas una determinada idea política. En este caso la de una monarquía que, no lo olvidemos, en Gran Bretaña ya no es absoluta, sino equilibrada con la fuerza del Parlamento: no debe extrañar que sea la clase social en claro ascenso, la burguesía, la que se encuentre detrás del más grande éxito de Haendel. Hablamos, obviamente, del oratorio El Mesías.

 

© Fernando López Vargas Machuca, octubre de 2022.

Disculpas a Hernández Silva

El domingo 28 de agosto de 2022 escribí una entrada titulada “Justo Romero, o el sensacionalismo periodístico” en el que dejaba constancia de mi repulsión hacia el artículo “Plácido, Barenboim, Pollini.  Momias vivientes” y ante las maneras periodísticas, en general, del crítico arriba citado. También mi consternación al constatar que el referido texto había obtenido el beneplácito de una serie de artistas que, al aplaudir el contenido del mismo, a mi entender estaban refrendando un comportamiento basado en el insulto (“momias”), la manipulación (acusar de falta de respeto al público a unos grandísimos artistas por el hecho de que presenten las circunstancias propias de la edad) y la más cruel mentira (convertir un problema cardíaco grave en miedo escénico).


Pues bien, uno de los músicos a los que me dirigía era el director Manuel Hernández Silva. Este me ha escrito hace unas horas, muy educadamente, considerando que mi crítica hacia él era injusta y manifestando que lo que yo entendí como líneas de apoyo estaban, en realidad, cargadas de ironía frente lo que había hecho el periodista, crítico y gestor extremeño.

Con permiso de su autor, coloco aquí lo que él escribió en el muro de Justo Romero y confieso no haber captado en ningún momento ironía alguna; probablemente debido a mi torpeza, y quizá condicionado tanto por el hecho de que otros músicos sí que hicieron “like” como por la circunstancia de saber que Hernández Silva y Romero eran y son buenos amigos.

Como estoy convencido de que el maestro actúa con sinceridad, hago públicas mis disculpas y aprovecho para desearle lo mejor.

Volviendo sobre la ROSS

Perdonen ustedes que vuelva sobre el asunto: quizá sea mejor que dejen de leer para no perder el tiempo. En cualquier caso, quiero dejar constancia, una vez más, de mi desaliento por el ninguneo recibido por parte de la Sinfónica de Sevilla. Me hubiera encantado asistir a la integral de los conciertos para piano de Beethoven que anda ofreciendo la ROSS con la pianista Lise de la Salle, pero he decidido quedarme en casa. No es un asunto económico: mi sueldo es lo suficientemente bueno como para costearme las entradas y la gasolina. Se trata de una cuestión distinta. 

Después de todos estos años siguiendo a la orquesta –desde su primer programa–, de lo mucho que he escrito sobre ella y de la trayectoria de más de dos décadas escribiendo reseñas de discos y conciertos –me parece que alcanzo ya un cuarto de siglo–, me parece un insulto a mi persona y mi trabajo que no se me considere como prensa al mismo tiempo que se invita y se trata con muy amistosa consideración a periodistas que rellenan la mitad de la crítica (aquí) con contenido tomado de la Wikipedia o similar y luego se lancen apreciaciones personales que resultan por completo ininteligibles y se encuentran trufadas con lindezas del calibre de “la pianista defendió de forma tan contundente como natural”… ¡el Largo del Concierto nº 3!

Así están las cosas en la capital hispalense. Y se quedan tan anchos.

miércoles, 5 de octubre de 2022

Barenboim se retira, ¿para siempre?

Anunciaba Daniel Barenboim ayer a través de las redes sociales que daba “un paso atrás en mis actividades de interpretación, especialmente compromisos para dirigir, de los próximos meses”, por habérsele “diagnosticado una grave enfermedad neurológica”. Parece no descartar del todo que pueda hacer algo al piano, pero termina diciendo que “mirando atrás, no estoy solo contento sino también plenamente satisfecho”. Suena a despedida.

No debe de sentirse nada feliz el de Buenos Aires. He llegado a conocer, en el campo de la Historia del Arte, el caso de alguien muy famoso y con un talento descomunal que quería seguir adelante mientras que su estado físico no le dejaba: la rebelión interna le hizo pasarlo mal. Es muy triste ver cómo en una persona mayor se deterioran al mismo tiempo el cuerpo y la mente, pero quizá lo sea más aún ver cómo esta última se encuentra en plenitud de facultades mientras que el otro no responde. Cierto es que alguien que ha trabajado tantísimo como Barenboim bien se merece un descanso, pero no es menos verdad que para él hacer música es una necesidad vital. No, la retirada no es en absoluto lo más aconsejable. Ojalá que el reposo demuestre ser la medicina que necesita.


Por nuestra parte, nos perdemos (¿para siempre?) al más grande pianista y más genial director de los últimos cincuenta años. Un artista, además, en absoluta plenitud creativa: escuchen el adelanto que DG nos ofrece de su tercera grabación de las sinfonías de Robert Schumann y quédense pasmados: ¿han escuchado alguna vez un balanceo sobre las aguas del Rin tan increíblemente bien matizado, tan bello y tan evocador? Por si fuera poco, el concierto en Salzburgo con Lang Lang del pasado agosto que comenté aquí mismo nos hablaba de un maestro distinto, no mejor ni peor, pero sí con muchas cosas nuevas que decir. Muchísimas.

En cuanto a mí, qué quieren que les diga. Desde aquel mayo de 1992 en Sevilla con la Filarmónica de Berlín Schubert, Bruckner, Beethoven, he tenido la oportunidad de escucharle muchas veces en directo. Me hubiera gustado disfrutarle más al piano, eso sí. Y tampoco hubiera estado mal conocerle personalmente: aunque ustedes no lo crean, jamás he intercambiado con él más palabras que breves felicitaciones en alguna firma de autógrafos. Sí, ya sé que Barenboim no tiene precisamente fama de simpático, pero me hubiera encantado preguntarle algunas cosas. Qué le vamos a hacer. Solo nos queda desearle lo mejor, que no es otra cosa que volver a los escenarios en cuanto pueda.

martes, 4 de octubre de 2022

Mozart por Battle, Gruberova y Schwarzkopf

El pasado fin de semana he escuchado tres discos con arias de concierto de Wolfgang Amadeus Mozart. Primero: Kathleen Battle, André Previn y la Royal Philharmonic, registro del sello EMI realizado en 1985. Seis arias, más el justamente célebre motete Exultate, jubilate. Ella canta con técnica depuradísima, con independencia de que en algún momento se quede corta en los dos extremos de la tesitura, pero su línea de canto luminosa, extrovertida e intensa en la expresión resulta un punto redicha, a veces bordeando lo cursi. Dirección equilibrada, elegante, depuradísima en lo sonoro; también un tanto insípida y ayuna de tensión interna.


Sí que hay tensión, sentido dramático y claroscuros en la dirección de Nikolaus Harnoncourt al frente de la Orquesta de Cámara de Europa, pero al maestro berlinés le faltan sensualidad y vuelo poético por mucho que paladee las melodías con delectación. El canto de Edita Gruberova, algo justa en los sobreagudos, hace gala de un legato para derretirse y de una sensualidad a flor de piel. El problema, el habitual en esta señora cuando empezó a perder los papeles: una considerable tendencia a la languidez, cuando no al desmayo. Me quedo con la Battle. La toma, en vivo y con aplausos, la realizó Teldec en junio de 1991. Se ofrecen ocho arias en total; coinciden dos con la Battle, entre ellas la acongojante Vorrei spiegarvi, oh Dio!

Una sola coincidencia con Battle, Ch’io mi scordi di te?… No temer amato ben, con las cuatro que canta Elisabeth Schwarzkopf en septiembre de 1965 junto a George Szell y la Sinfónica de Londres. Otro mundo. El canto elevado a su máxima expresión. La soprano prusiana no solo canta con una técnica de abrumadora seguridad –y eso que a estas alturas el instrumento ya no estaba en su mejor momento-, sino que se implica expresivamente con una musicalidad y una convicción muy superiores a la de sus colegas. ¿Excesivamente sofisticada? Yo no diría eso: aristocrática sí, pero manteniendo una desnudez en los sentimientos y una intensidad dramática que nos atrapa de la primera a la última sílaba. Szell también se alza muy, pero que muy por encima de los otros dos directores: ¡qué canto más mozartiano obtiene de las maderas londinenses! Un lujo la presencia de Alfred Brendel en el piano obbligato.


Supongo que no hace falta decirles a ustedes nada de las siete canciones de Richard Strauss que contiene este último registro, porque se encuentran incluidos en la edición realizada por EMI en CD de los Cuatro últimos lieder grabados en Berlín por los dos mismos artistas, es decir, en uno de los más importantes discos que existen de todo el repertorio clásico. Si usted no ha escuchado nunca este Morgen, se pierde usted los cuatro minutos de música más emotivos jamás grabados. Ojo, que en las plataformas de streaming está la versión a 96 kHz.

domingo, 2 de octubre de 2022

Romeo y Julieta de Tchaikovsky: discografía comparada

ACTUALIZACIÓN

Esta entrada se publicó inicialmente el 14/04/2013. Esta actualización es provisional, a la espera de añadir otras interpretaciones de importancia. 

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Uno está ya acostumbrada a leer a ciertos críticos afirmaciones para enmarcar, pero aun estando curado de espanto hay ciertas cosas que le hacen a uno partirse de risa. Es el caso de lo que leí hace poco: que el Romeo y Julieta de Tchaikovsky es una obra “opulenta y estruendosa” que “no llega al corazón”. En desagravio a tan suprema pedantería –meterse con las obras del gusto del público más popular queda muy moderno y muy comprometido– , quede aquí esta improvisada, y por ende incompleta, discografía comparada sobre el bellísimo, sincero y altamente emotivo (¡mal que le pese a algunos!) poema sinfónico inspirado en Shakespeare del autor ruso.


1. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (CBS, 1957). No debe extrañar que mucha gente se quede con las cosas que hacía Bernstein antes de su madurez –aquí no había cumplido aún los treinta y nueve–, porque ofrecía una mezcla de frescura, brillantez, flexibilidad y sentido teatral que te atrapaba desde el primer hasta el último minuto. Ahora bien, él mismo dejaría claro con sus grabaciones posteriores que en este registro faltan el misterio, la sensualidad y la poesía que demandan los pentagramas, mientras que los clímax dramáticos resultan mucho antes epidérmicos que sinceros. Tampoco la orquesta es nada del otro mundo, e incluso los metales rajan lo suyo. La toma, estereofónica, se ha mostrado muy digna para la época después del reprocesado a 192 KhZ. (7)


Maazel Early recordings

2. Maazel/Filarmónica de Berlín (DG, 1957). Resulta asombroso que un director de tan solo veintisiete años, atreviéndose a ponerse delante de la orquesta de Karajan, sea capaz de levantar la introducción a esta obra con semejante lentitud cargándola de tensión y malos presagios, paladeando volúmenes sonoros y colores de manera magistral y dotando al pasaje de convicción, sin quedarse en el mero exhibicionismo. El resto no alcanza semejante nivel, pero es notabilísimo: escenas de violencia muy electrizantes aunque algo apresuradas, frente a unas escenas de amor sin toda la sensualidad posible, si bien el segundo clímax resulta verdaderamente incendiario. Sonido monofónico de buena calidad. (8)

 

Markevitch Tchaikovsky Prokofiev Testament
3. Markevitch/Orquesta Philharmonia (Testament, 1959). Interpretación sincera y directa, de sonoridad rústica e incluso bronca, que adopta un enfoque adusto, dramático e incendiario, atendiendo poco a la voluptuosidad, a la sensualidad y al lirismo y mucho a la vertiente más trágica de la obra. Conoce grandes arrebatos, destacando en este sentido la segunda sección amorosa, de una fuerza abrasadora y enorme desesperación, hasta llegar a una tragedia final expuesta de manera implacable y cerrada con una coda hiriente a más no poder. En cualquier caso, no renuncia el maestro a la concentración en el fraseo ni al sentido de la arquitectura. Magnífica la grabación. (9)



4. Karajan/Filarmónica de Viena (Decca, 1960). Grandes contrastes dinámicos, brillantez y refinamiento en grado extremo, empaste perfecto, enorme belleza sonora, numerosos detalles de preciosismo, pasajes un tanto lánguidos que bordean el amaneramiento, explosiones orquestales más de cara a la galería que sinceras… Todas las características del Karajan más puro se encuentran, para lo bueno y para lo malo, en esta recreación que concide el virtuosismo como fin y no como medio. Impresiona, pero no emociona. (7)

 
Tchaikovsky Romeo Sargent

5. Sargent/Royal Philharmonic Orchestra (EMI, 1960). Poco hay que decir sobre esta interpretación de Sir Malcolm, muy bien tocada y más que correcta en lo expresivo, pero aquejada de una evidente discontinuidad dramática y no todo lo emotiva que debería. A destacar, en cualquier caso, la sonoridad muy rusa que extrae de las maderas –escena “medievalizante” del prólogo– y el apropiado alejamiento de la dulzura y el amaneramiento. La toma sonora no es muy allá, si bien posee una amplia gama dinámica. (7)
 
 
Tchaikovsky Romeo Munch

6. Munch/Sinfónica de Boston (RCA, 1961). Una introducción desconcentrada y sin misterio ya nos alerta que no nos vamos a encontrar ante una recreación especialmente afortunada. Efectivamente, la predicción se cumple en esta lectura muy bien tocada y sostenida por un pulso adecuado, pero dicha con bastante apresuramiento, sin pararse a paladear las maravillosas melodías ni a diferenciar los diferentes ambientes ni las gradaciones de tensión que requiere la página. Se escucha con indiferencia y se olvida. La toma tampoco es muy allá. (7)
 
 

7. Giulini/Philharmonia (EMI, 1962). Parece mentira, pero aun teniendo a su servicio a la que por entonces era la mejor orquesta del mundo y sabiendo hacer gala de la musicalidad y el exquisito gusto –nada de excesos ni melifluidades– que en él son habituales, Giulini se muestra sorprendentemente falto de inspiración en una lectura lineal, parca en sensualidad y poesía, algo desconcentrada y más externa que sincera. La toma sonora deja un tanto que desear. (7)
 
 

8. Haitink/Concertgebouw (Philips, 1964). Una introducción lenta, ominosa y muy concentrada da paso a una lectura muy bien planteada en su gradación de intensidades dramáticas y amorosas, en una línea ortodoxa, sobria y objetiva, ajena a efectismos, pero un tanto sosa, en exceso distanciada: puro Haitink, pero no del mejor posible. El holandés lo hará de manera más satisfactoria décadas más tarde. (8)



9. Karajan/Filarmónica de Berlín (DG, 1966). La interpretación ha mejorado con respecto a la del propio salzburgués seis años atrás. Han desaparecido algunos de los portamenti y otros rebuscamientos, el segundo clímax amoroso es ahora más ardiente y, desde luego, la Filarmónica de Berlín ofrece una sonoridad más adecuada para esta obra que la de Viena. Pero las languideces, la insinceridad y la obsesión por el sonido siguen ahí desde el arranque hasta los excesivamente opulentos e hinchados acordes finales. Karajan sigue siendo Karajan. (8)



10. Previn/Sinfónica de Londres (EMI, 1972). La excelencia del Tchaikovsky –y no solo del Tchaikovsky– que Previn registró al frente de la LSO a lo largo de los años setenta no debe buscarse en genialidad alguna ni en una personalidad particularmente poderosa, sino en la convergencia de un gran dominio técnico, conocimiento del idioma, sensatez, buen gusto, pulso en absoluto nervioso y una apreciable dosis de inmediatez y comunicatividad. Es el caso de esta magníficamente ortodoxa recreación en la que el maestro consigue un sonido muy certero, carnoso y de color ocre, hace frasear a la cuerda con la cantabilidad típicamente tchaikovskiana y alcanza los clímax dramáticos plena lógica y naturalidad. El sello británico debería recuperar este registro con su sonido cuadrafónico original. (9)


11. Ozawa/Sinfónica de San Francisco (DG, 1972). Lectura tan vistosa como superficial por parte de un director claramente inmaduro que, frente a la enorme electricidad que sabe ofrecer en los pasajes de los duelos, no es capaz de desplegar misterio en la introducción ni poesía en la conclusión, ni de diferenciar las dos escenas de amor ofreciendo delicadez en la primera y sensualidad en la segunda –volcánica, eso sí–. La toma sonora resulta reverberante. (7)

 

 

12. Muti/Orquesta Philharmonia (EMI, 1976). El maestro napolitano nos ofrece la interpretación que en él podíamos esperar, dramática y directa al grano, de altísimo voltaje en las escenas de lucha (¡tremenda la primera de ellas!) y voluptuosa, aunque dejando en exceso de lado lo que de sensual y tierno hay en esta música, las de amor. Todo ello, por descontado, haciendo gala de ese sonido denso y musculado, pero no exento de la adecuada aspereza, que tanto le gusta a Muti. (8)

13. Rostropovich/Filarmónica de Londres (EMI, 1977). Lo que hace portentosa esta interpretación –como la de todo el Tchaikovsky que Rostropovich grabó en su faceta de director en los años setenta– es exactamente lo mismo que convirtió al de Baku en un violonchelista genial, a saber, un fraseo de una cantabilidad, una ternura –pocas veces o ninguna se habrá escuchado así la primera escena de amor– y un humanismo de primera magnitud que cuando llega el momento de arrebatarse lo hace con un absoluto control de los medios, sin excesos ni desbordamientos, dejando a la música respirar con la mayor naturalidad dentro de la incandescencia. Sumemos a estos una gran plasticidad en el tratamiento de la masa orquestal –Rostropovich tenía gran técnica de batuta–, una excelente construcción de los clímax y una gran convicción para hacer que la orquesta ofrezca lo mejor de sí misma –impresionante el timbal en la escena de la muerte de los amantes– y comprenderemos por qué esta realización, sin ser tan personal y creativa como otras, sigue siendo descomunal. (10)
 

14. Bernstein/Filarmónica de Israel (DG, 1978). Han pasado veintiún años desde el registro para CBS. Ahora nos encontramos con un Lenny ya en plena madurez y, por tanto, con absoluto control de unos medios que, tomándose las cosas con más calma y concentración –20’14 frente a los 19’22 de antes– e interesándose mucho más por el misterio, el refinamiento y la magia poética, ofrece una verdadera lección de idioma, de cantabilidad y de sensualidad en el fraseo, de lógica en la planificación, de sentido dramático y, sobre todo, de intensidad expresiva. Nos ofrece así una recreación que, sin ser la más negra o áspera posible, destila una intensísima mezcla de pasión y sentido trágico. Sobresale en este sentido el segundo clímax amoroso –de los que humedecen los ojos– y la muy virulenta y desesperada sección agitada final. La orquesta, en absoluto de primera fila y quizá sin ofrecer toda la depuración sonora posible, rinde al límite de sus posibilidades. (9)

 

Colin Davis Tchaikovsky Sibelius Pentatone

15. Colin Davis/Sinfónica de Boston (Philips-Pentatone, 1979). La nobleza, la elegancia, el refinamiento y el equilibrio propios del maestro británico se imponen en esta interpretación excesivamente apolínea para una obra que está pidiendo pasión a gritos, pero que en cualquier caso está fraseada con una naturalidad admirable y, eso desde luego, está soberbiamente tocada por la orquesta norteamericana. Muy buena la toma sonora cuadrafónica recuperada por Pentatone. (8)
 
  Tchaikovsky Romeo Ormandy DVD
16. Ormandy/Philadelphia (DVD Arthaus, 1979). La orquesta realiza una labor verdaderamente impresionante desde el punto de vista técnico, pero la interpretación que realiza el mítico y un tanto sobrevalorado maestro muy rutinaria, plana e impersonal, que comienza bastante fría y aséptica y sólo en el segundo clímax empieza a destilar emoción. A olvidar. (7)


17. Barenboim/Sinfónica de Chicago (DG, 1981). Al frente de una orquesta sensacional, muy aprovechada y trabajada con una gran claridad, un Barenboim aún en su primera madurez como director ofrece una recreación particularmente dramática y sombría, antes que sensual, en la que la batuta desgrana minuciosamente la partitura otorgando un poderosísimo sentido expresivo a los colores y al fraseo, y en la que la tensión se acumula de manera implacable para conseguir clímaxs tan poderosos como desgarrados y un final terriblemente siniestro.  (10)
 

 

18. Chailly/Orquesta de Cleveland (Decca, 1984). La admirable labor de ingeniería de Decca –natural, equilibrada, transparente– ponen de relieve las grandes virtudes de esta recreación, que no son sino las puramente formales, trazo perfectamente controlado, depuración sonora, naturalidad y vuelo lírico en el fraseo, excelente planificación hacia los grandes picos dramáticos. En este sentido, los pasajes que narran las confrontaciones entre Montescos y Capuletos funcionan francamente bien, aun sin ser las más viscerales posibles. Las dos grandes secuencias líricas, por el contrario, carecen de esa peculiarísima mezcla de sensualidad y carácter agónico que esta música necesita. (8)

 

19. Solti/Sinfónica de Chicago (Decca, 1986). Muy distinto el enfoque del titular de la formación norteamericana del que hizo gala el invitado Barenboim seis años atrás. Sir Georg es mucho menos denso y sombrío, también menos doliente y menos visionario. Su lectura es ante todo narrativa, brillante y teatral en el mejor de los sentidos, fresca y comunicativa a más no poder, pero aunque no podemos dejar de maravillarnos ante cosas como la perfecta planificación del trazo global, o la plasticidad con que el maestro trata a su orquesta –tremendos los contrabajos en la introducción, admirablemente recogidos por una toma soberbia–, queda la sensación de que la poesía no termina de aflorar ni en los momentos más líricos ni en los dramáticos, y que pasajes como toda la disolución final podía haber estado paladeada con mayor concentración y fuerza expresiva. (8)


20. Muti/Orquesta de Filadelfia (EMI, 1988). Tal vez por un proceso de maduración personal, quizá por tener al frente una formación menos áspera y más suntuosa que la Philharmonia de doce años atrás, o quizá modificada nuestra perfección por una toma muy superior –aunque también a muy bajo volumen– que la de entonces, lo cierto es que el napolitano parece mejorar un poco los resultados previos en una lectura que, en cualquier caso, resulta bastante similar a la grabada en su juventud. A destacar una introducción en la que el mórbido tratamiento de la cuerda otorga una muy particular mezcla de misterio y sensualidad, así como el último clímax amoroso, lleno congoja. (9)

 


21. Abbado/Sinfónica de Chicago (1988). La orquesta norteamericana sigue siendo impresionante, pero está menos aprovechada en lo expresivo que con Barenboim. En cualquier caso la batuta consigue de ella una muy notable interpretación, bien trazada y muy brillante, con un clímax amoroso final muy apasionado, pero que resulta más vistosa que sincera, algo superficial, necesitando una mayor implicación emocional y sobrándole alguna delicadeza, como esos violines ingrávidos propios del Abbado maduro, que llega a molestar. El maestro tiene otras dos grabaciones, ambas en DG, que desconozco. (8)  
 

Bernstein Tchaikovsky

22. Bernstein/Filarmónica de Nueva York (DG, 1989). Un Lenny en su momento de mayor madurez como director ofrece, frente a su amada orquesta neoyorkina de la que había sido titular, una interpretación comprometidísima, y imaginativa y muy flexible, aunque no por ello cercana precisamente al descontrol, pues está en realidad muy bien calculada en su acumulación de tensiones y en la diferenciación de los dos clímax amorosos, tierno e inocente el primero, sexual y paroxístico el segundo. Hay además grandes dosis de electricidad y dramatismo, con un final impactante, sin llegar a las cotas de negrura de Barenboim, pero aportando una mayor sensualidad y frescura. En cualquier caso, una lectura tan personal como extraordinaria. (10)
 
 


23. Haitink/Filarmónica de Berlín (DVD TDK, 1993). El holandés ahora sí que da lo mejor de sí mismo en una interpretación sobria, adusta y objetiva pero llena de fuerza y tensión, poco “amorosa” pero sobrecogedora por su potencia dramática, por no hablar de su alejamiento de cualquier superficialidad o decadentismo, su enorme claridad y el sonido de la magnífica orquesta, en cuyos timbres oscuros la batuta se recrea. En definitiva, una espléndida lectura en la línea de la primera de Barenboim, sin alcanzar su excelso grado de inspiración. (9)
 
 


24. Barenboim/Sinfónica de Chicago (Teldec, 1995). El de Buenos Aires y los de Chicago repiten obra empeorando los resultados. De nuevo se trata de una interpretación oscura y dramática, sin concesiones, pero aquí la concentración es mucho menor por parte de la batuta, que no paladea cada pasaje con tanta delectación, no ofrece una arquitectura global tan lograda ni, en definitiva, logra la intensidad emocional de su anterior versión, aunque haya momentos muy impactantes. La toma sonora es muy buena, pero tampoco está del todo conseguida. Un fiasco. (8)
 
 

25. Gatti/Royal Philharmonic (Harmonia Mundi, 2003). El desigual y desconcertante Gatti, en general mediocre tchaikovskiano, construye una interpretación irregular que va de menos a más. Comienza con una introducción desmayada, sin densidad. Siguen una sección agitada en exceso nerviosa, más una primera escena de amor en exceso delicada, blanda e insustancial. A partir de ahí se va entrando en calor y se ofrecen muy buenos momentos, aunque el resultado es más vistoso que profundo. La grabación ofrece una muy amplia dinámica, aprovechada a fondo por un director empeñado en ofrecer pianísimos casi inaudibles y fortes de gran volumen. (7)
 
 

26. Gergiev/Sinfónica de Londres (YouTube, Proms 2007). Vistosa y encendida recreación, de espléndida factura y sonoridades muy rusas, dicha con entusiasmo y mucha garra, que a la postre resulta algo epidérmica e impersonal, amén de un tanto nerviosa y falta de concentración. Los que estuvimos en esa sesión de los Proms –se me ve en más de un momento de la filmación de la misma– lo pasamos bien, pero cuando se realizan las comparativas pertinentes las cosas se ponen en su lugar. (8) 
 
 
Fleming Marin Waldbuhne

27. Ion Marin/Filarmónica de Berlín (Blu-ray, Euroarts, 2010). La estrella del concierto anual de la Berliner Philharmoniker en el Waldbühne no fue un director de orquesta, como es habitual, sino Renée Fleming. El rumano Ion Marin se limitó a acompañar a la diva y a ofrecer alguna página orquestal, entre ellas este Romeo y Julieta dicho con excelente gusto y, desde luego, maravillosamente tocado, pero bastante plano e insulso, amén de no muy bien planificado en lo que a las tensiones se refiere, ya que por momentos suena descafeinado. El sonido multicanal no parece surround auténtico, ni siquiera en el DTS Master-audio del Blu-ray. (7)
 
 

28. Dudamel/Sinfónica Simón Bolívar (DG, 2010). Introducción lentísima y muy atmosférica, aunque no del todo tensa. Correcta la primera sección dramática. Primera sección lírica con pianísimos extremos y blandos portamentos que conducen a la cursilería. Bien la segunda sección dramática, buscando siempre la brillantez pero sin caer en el exceso. Segunda sección lírica muy bella y voluptuosa, pero no tan ardiente y desesperada como con otros directores. Última sección dramática muy vistosa, con coda de gran belleza y no mucha negrura. Acordes finales más contundentes que desgarrados. En una palabra, irregular. (7)
 
 

29. Nelsons/Concertgebouw (YouTube, 2011). Una interpretación sólida, ortodoxa y sensata a más no poder, expuesta con inmejorables fluidez, naturalidad y comunicatividad, en la que más que cargar las tintas sobre los aspectos dramáticos de la página o dejarse llevar por arrebatos amorosos, el director letón pone énfasis en la enorme carga sensual de la partitura, particularmente en un arranque y un final mucho antes sentimentales –en el buen sentido– que nihilistas. A todo ello no es ajena la capacidad de la batuta para frasear con asombrosa morbidez ni la calidad de una orquesta que sabe desplegar los más cálidos colores imaginables. Con imágenes, la mejor. (9)
 
 

30. Nézet-Séguin/Filarmónica de Berlín (Digital Concert Hall, 2012). El joven maestro canadiense construye una versión de amplio calado sinfónico dicha en un solo trazo, perfectamente delineada en sus tensiones hacia la segunda escena de amor, brillante en su punto justo y por completo ajena tanto a la blandura como a cualquier clase de devaneo sonoro, siempre dentro de un enfoque más sombrío que sensual, es decir, más en la línea de la primera grabación de Barenboim que de la última de Bernstein. Desdichadamente el resultado, siempre dentro de un nivel notable respaldado por la excelencia de la orquesta berlinesa, se ve lastrado por una extraña sensación de frialdad, de distanciamiento expresivo e incluso de falta de ideas, que denota cierta falta de madurez por parte del director. (8)

Concierto para piano nº 2 de Rachmaninov: discografía comparada

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