¿Puede una batuta de sonoridades graníticas obtener la agilidad y la ligereza
que demanda la música mendelssohniana? ¿Puede un director rebosante de mala baba
hacer justicia a la frescura, el encanto y el sentido del humor que desprende una partitura? ¿Puede el músico antirromántico por excelencia enfrentarse a una
obra llena de melodías deliciosas, ternura, sensualidad y magia poética? Pues sí.
En su segunda grabación –la anterior es una toma radiofónica de 1955 con la Radio de Colonia– de esa música absolutamente genial que es El sueño de una noche de verano de Feliz Mendelssohn, la registrada por EMI en Abbey Road entre enero y febrero de 1960, Otto
Klemperer no solo sale airoso del empeño, sino que consigue la cuadratura del
círculo y alcanza cotas de inspiración a la que ningún otro director ha llegado. Con la excelencia de los resultados tiene mucho que ver el increíble vistuosismo de una Philharmonia que el maestro
cincela con una claridad asombrosa, diríase que inimaginable (lo del Scherzo hay que escucharlo para creerlo), ofreciendo además ese tratamiento de las maderas tan particular suyo que
desprende no poca socarronería y aporta una mirada sarcástica al drama
shakesperiano, pero sin dejar de explayarse en el lirismo de “You spotted snakes” y en
la embriagadora atmósfera del Nocturno; eso sí, sin que se le mueva un pelo. La
Marcha nupcial posee grandeza sin retórica alguna, descubriendo el veterano director la
increíble elevación melódica de su sección central. La admirable participación de Heather Harper, Janet Baker y el Philharmonia Chorus redondea una interpretación diríase que insuperable, si no fuera porque el maestro aún tendría que volver sobre el tema.
Efectivamente, el 23 de mayo de 1969, en un concierto en la Herkulessaal de Múnich, el
maestro de Breslau deja un nuevo testimonio de su visión de la obra, esta vez al frente
de una Sinfónica de la Radio Bávara que no posee el virtuosismo de la
Philharmonia –hay desajustes evidentes–, como tampoco su particular sonoridad.
Lo cierto es que Klemperer tampoco es exactamente el mismo. Cerca ya de cumplir
los 84 años, parece que por fin el bloque de granito empieza a resquebrajarse.
Ni que decir tiene que sus particulares maneras de ver las cosas siguen ahí –la
planificación de las tensiones es increíble, su mezcla de músculo y agilidad no
tiene parangón, la marcha fúnebre destila todo su sarcasmo y mala leche–, pero
ahora hay más espacio para la delectación melódica, para la sensualidad, incluso
para la ternura –sí, en Klemperer–, y hasta diríase que el sentido del humor ya
no es necesariamente cáustico, sino que incluso puede ofrecer pinceladas de
amabilidad y bonhomía.
El resultado es una lectura todavía más genial que la
anterior, lentísima y maravillosamente paladeada sin rastro alguno de
pesadez; quizá se haya perdido algo de vivacidad, y desde luego la claridad no
es tan increíble como antes, pero ahora se profundiza como seguramente nunca
nadie lo ha hecho en la mágica y embriagadora poesía de los pentagramas. Por si
fuera poco, Edith Mathis y Brigitte Fassbaender
–cantando en alemán– están maravillosas, particularmente la segunda.
¿Recomendaciones? Hay que escuchar las dos grabaciones, sin duda. El problema es que mientras de la primera hay numerosas ediciones en CD y además circula una soberbia remasterización en HD, la otra circula de manera muy restringida de forma pirata y en sonido estereofónico precario; EMI editó comercialmente la Escocesa del mismo concierto y los resultados técnicos fueron espectaculares, así que no puede sino lamentarse profundamente que no incluyeran ni este Midsummer ni la descomunal obertura de Las Hébridas que abrió la velada.
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
viernes, 31 de marzo de 2017
martes, 28 de marzo de 2017
Levine retorna con Idomeneo
Convertido ahora en director emérito de la Metropolitan Opera, James Levine (Cincinati, 1943) ha logrado superar sus graves problemas de salud para volver a bajar al foso del teatro neoyorquino y dirigir a uno de los compositores que más ama: Wolfgang Amadeus Mozart. Concretamente su juvenil y ya genial Idomeneo, página de la que el maestro norteamericano nos dejara en 1982 una filmación protagonizada por Luciano Pavarotti en la misma producción que ahora se ha repuesto, la de Jean-Pierre Ponnelle. Como pudimos comprobar en la transmisión en directo que le vimos en los Cines Yelmo, Jimmy –así le llaman sus amigos– sigue siendo queridísimo en el Met, recibiéndole el público con una inmensa ovación a la que respondió visiblemente emocionado.
¿Hay para tanto? Soy de los que opinan que no. Le encuentro dos importantes virtudes: altísimo sentido teatral, lo que resulta más que conveniente para dirigir ópera, y un desarrollado sentido del humor. Barbero y Falstaff, por ejemplo, son títulos en los que brilla su arte. Pero me parece también un director muy tosco, poco detallista, amazacotado en las sonoridades. También un maestro tan obsesionado con la brillantez que con frecuencia cae en la retórica vacua, en el efectismo e incluso en la chabacanería. Y su elocuencia poética me parece más bien discreta, cuando no inexistente.
Dicho esto, Idomeneo no lo dirigió mal. Siempre dentro de una sonoridad densa y una articulación tradicional de las que espantan a los radicales del historicismo, Levine ofreció texturas menos claras de lo deseable y cierta desatención a los vientos, tan importantes en Mozart, pero supo inyectar vitalidad, brillantez y convicción a la partitura. Flojeó un tanto en los pasajes lentos del tercer acto –escena del sacrificio–, donde decididamente se le fue el pulso y la delectación melódica se convirtió en morosidad, pero el resultado global me pareció bastante digno. Y no hubo brutalidades ni salidas de tono, como sí ocurriera (escuchen este vídeo, si tienen valor: lo de la Behrens es también de juzgado de guardia) en la producción de 1982. La orquesta funcionó de manera satisfactoria, a despecho de algún desajuste, y el coro se mantuvo a buen nivel.
Notable Matthew Polenzani en el rol titular: una voz sólida –algo corta en el grave– manejada con exquisito gusto y mucho empuje dramático. Solo tuvo serios problemas, como tantos otros, en las agilidades de su tremenda aria del segundo acto; en el fragmento del YouTube que les dejo aquí arriba está fatal, pero les aseguro que en la función del pasado sábado no lo hizo ni mucho menos tan mal.
Idamente lo encarnaba Alice Coote. La mezzo empezó de manera mediocre, con la voz sin colocar, pero poco a poco se fue centrando y ofreció un canto dignísimo, ya que no muy sensual ni efusivo. En lo escénico supo encarnar convincentemente la masculinidad de su rol.
Una delicia Nadine Sierra como Ilia. Su voz no es personal ni particularmente atractiva, pero su canto resulta de una depuración y sensibilidad supremas. Se trata, además, de una chica de gran belleza que se mueve muy bien en escena. Claro que su personaje suele pasar desapercibido ante el huracán de emociones desplegado por Elettra, en esta ocasión una estupenda Elza van den Heever: de nuevo el YouTube, procedente del ensayo general, no da idea de la altura de su importante recreación.
Gastadísimo Alan Opie en el papel de Arbace, y sensacional Noah Baetge en su breve pero decisiva intervención como el Sumo Sacerdote.
Absolutamente clásica en su concepto –pese a su ambientación en el siglo XVIII– y solo buena en lo que a la dirección de actores se refiere, la propuesta de Jean-Pierre Ponnelle convence por su sensatez, seduce por la belleza de su escenografía única –presidida por un gran rostro de Neptuno– y deslumbra con un vestuario increíblemente bello que también salió de las manos del llorado regista parisino. Total, una función de ópera que se disfrutó mucho.
¿Hay para tanto? Soy de los que opinan que no. Le encuentro dos importantes virtudes: altísimo sentido teatral, lo que resulta más que conveniente para dirigir ópera, y un desarrollado sentido del humor. Barbero y Falstaff, por ejemplo, son títulos en los que brilla su arte. Pero me parece también un director muy tosco, poco detallista, amazacotado en las sonoridades. También un maestro tan obsesionado con la brillantez que con frecuencia cae en la retórica vacua, en el efectismo e incluso en la chabacanería. Y su elocuencia poética me parece más bien discreta, cuando no inexistente.
Dicho esto, Idomeneo no lo dirigió mal. Siempre dentro de una sonoridad densa y una articulación tradicional de las que espantan a los radicales del historicismo, Levine ofreció texturas menos claras de lo deseable y cierta desatención a los vientos, tan importantes en Mozart, pero supo inyectar vitalidad, brillantez y convicción a la partitura. Flojeó un tanto en los pasajes lentos del tercer acto –escena del sacrificio–, donde decididamente se le fue el pulso y la delectación melódica se convirtió en morosidad, pero el resultado global me pareció bastante digno. Y no hubo brutalidades ni salidas de tono, como sí ocurriera (escuchen este vídeo, si tienen valor: lo de la Behrens es también de juzgado de guardia) en la producción de 1982. La orquesta funcionó de manera satisfactoria, a despecho de algún desajuste, y el coro se mantuvo a buen nivel.
Notable Matthew Polenzani en el rol titular: una voz sólida –algo corta en el grave– manejada con exquisito gusto y mucho empuje dramático. Solo tuvo serios problemas, como tantos otros, en las agilidades de su tremenda aria del segundo acto; en el fragmento del YouTube que les dejo aquí arriba está fatal, pero les aseguro que en la función del pasado sábado no lo hizo ni mucho menos tan mal.
Idamente lo encarnaba Alice Coote. La mezzo empezó de manera mediocre, con la voz sin colocar, pero poco a poco se fue centrando y ofreció un canto dignísimo, ya que no muy sensual ni efusivo. En lo escénico supo encarnar convincentemente la masculinidad de su rol.
Una delicia Nadine Sierra como Ilia. Su voz no es personal ni particularmente atractiva, pero su canto resulta de una depuración y sensibilidad supremas. Se trata, además, de una chica de gran belleza que se mueve muy bien en escena. Claro que su personaje suele pasar desapercibido ante el huracán de emociones desplegado por Elettra, en esta ocasión una estupenda Elza van den Heever: de nuevo el YouTube, procedente del ensayo general, no da idea de la altura de su importante recreación.
Gastadísimo Alan Opie en el papel de Arbace, y sensacional Noah Baetge en su breve pero decisiva intervención como el Sumo Sacerdote.
Absolutamente clásica en su concepto –pese a su ambientación en el siglo XVIII– y solo buena en lo que a la dirección de actores se refiere, la propuesta de Jean-Pierre Ponnelle convence por su sensatez, seduce por la belleza de su escenografía única –presidida por un gran rostro de Neptuno– y deslumbra con un vestuario increíblemente bello que también salió de las manos del llorado regista parisino. Total, una función de ópera que se disfrutó mucho.
sábado, 25 de marzo de 2017
Mis favoritos musicales (II): óperas
Comencé en agosto una serie sobre "mis favoritos musicales" que por fin tengo la oportunidad de continuar. Y lo hago con mis títulos de ópera preferidos. Pero antes debo realizar una seria advertencia. Esta no es una serie sobre "los mejores" sino, como dije antes, "mis favoritos". Que un nombre no aparezca en la lista no significa necesariamente que lo considere como menor o como sobrevalorado, y el que sí lo haga tampoco implica que lo ponga por encima de otros que no lo hace. No pretendo elaborar una lista de nombres para la eternidad: simplemente quiero retratarme en mis gustos para que los lectores sepan a qué atenerse. Y dicho esto, vamos a por las óperas.
Verdi y Wagner. Wagner y Verdi. Eso lo tengo muy claro. A mí son los que más me entusiasman, y seguro que a la gran mayoría de melómanos también. Puestos a escoger, ahí sí que puedo resultar un poco peculiar: Parsifal y Falstaff son mis títulos operísticos preferidos de todos los tiempos. Los últimos de sus autores. También los más particulares. Digamos que los más esenciales. El primero, una comedia de desbordante ingenio musical sobre un libreto extraordinario, que por momentos se burla de las óperas tradicionales al tiempo que despliega las melodías más exquisitas. Un perfecto mecanismo de relojería. Y una en absoluto inocente reflexión sobre la condición humana que esconde bajo sus pliegues un poso de amargor. El segundo, una disgresión pseudo-religiosa que en cada compás de música niega lo que dice el libreto. Es decir, un monumento al erotismo y a la carnalidad que figne ser justamente lo contrario. Y de nuevo una tremenda meditación sobre el sufrimiento y la culpa, como también sobre la necesidad de asumir cuerpo y espíritu como partes indisolubles de la condición humana. Pero no me quedo ahí en estos dos autores, claro. Rigoletto, Traviata y Trovatore –sí, también esta última– me parecen verdaderas maravillas que reverdecen tras cada nueva audición. Y el Holandés. Y el Anillo. Y Tristán.
Dicen que Puccini es un pasteloso. Y lo dicen personajes muy sabios. Me importa un bledo: adoro sus óperas. Tosca sobre todo, de nuevo un mecanismo escénico calculado al milímetro que sin renunciar a la exhibición de la voz pone toda la música al servicio del drama. Bohème me hace saltar las lagrimas pese a sus irregularidades. De Butterfly no soy un estusiasta, y sin embargo creo que hay que revalorizar, aun estando menos lograda que las óperas citadas, a Fanciulla. Turandot, venturosamente, no necesita reivindicación alguna.
De Rossini una única ópera, pero que sin duda se encuentra entre mis cuatro preferidas junto a Parsifal, Falstaff y Tosca. Me refiero al Barbero, por descontado. Es imposible justar tanta inspiración en semejante número de notas: hasta el aria di sorbetto es una joya. Música maravillosa de principio a fin. No se puede disfrutar más con ninguna otra ópera: un torbellino de entusiasmo, de jovialidad, de ganas de vivir, de picardía, de emoción... Otra cosa es que interpretarla como se merece resulte harto difícil para batuta, cantantes y director de escena.
De Richard Strauss adoro Salomé, Elektra y Rosenkavalier. Las otras, no tanto.
Y Mozart, claro. Tengo que escoger dentro de la trilogía Da Ponte, pero no es fácil. Quizá me quede con Così, aunque es en Nozze donde está lo que considero la más bella música jamás compuesta para la voz humana: las dos arias de la Condesa.
La lírica barroca no es, con excepciones como Dido y Eneas, santo de mi devoción. Belcanto y verismo, con la excepción del citado Barbero, me interesan únicamente cuando hay grandes cantantes de por medio. De la ópera francesa solo me entusiasma Carmen. Janácek me fascina, sobre todo La zorrita astuta. Me gusta mucho El ángel de fuego, de Prokofiev. Reverencio Wozzeck y Lulu, sobre todo esta última. Las óperas del siglo XX en general me apetecen bastante; la última que me impactó fue La pasajera, de Weinberg.
Verdi y Wagner. Wagner y Verdi. Eso lo tengo muy claro. A mí son los que más me entusiasman, y seguro que a la gran mayoría de melómanos también. Puestos a escoger, ahí sí que puedo resultar un poco peculiar: Parsifal y Falstaff son mis títulos operísticos preferidos de todos los tiempos. Los últimos de sus autores. También los más particulares. Digamos que los más esenciales. El primero, una comedia de desbordante ingenio musical sobre un libreto extraordinario, que por momentos se burla de las óperas tradicionales al tiempo que despliega las melodías más exquisitas. Un perfecto mecanismo de relojería. Y una en absoluto inocente reflexión sobre la condición humana que esconde bajo sus pliegues un poso de amargor. El segundo, una disgresión pseudo-religiosa que en cada compás de música niega lo que dice el libreto. Es decir, un monumento al erotismo y a la carnalidad que figne ser justamente lo contrario. Y de nuevo una tremenda meditación sobre el sufrimiento y la culpa, como también sobre la necesidad de asumir cuerpo y espíritu como partes indisolubles de la condición humana. Pero no me quedo ahí en estos dos autores, claro. Rigoletto, Traviata y Trovatore –sí, también esta última– me parecen verdaderas maravillas que reverdecen tras cada nueva audición. Y el Holandés. Y el Anillo. Y Tristán.
Dicen que Puccini es un pasteloso. Y lo dicen personajes muy sabios. Me importa un bledo: adoro sus óperas. Tosca sobre todo, de nuevo un mecanismo escénico calculado al milímetro que sin renunciar a la exhibición de la voz pone toda la música al servicio del drama. Bohème me hace saltar las lagrimas pese a sus irregularidades. De Butterfly no soy un estusiasta, y sin embargo creo que hay que revalorizar, aun estando menos lograda que las óperas citadas, a Fanciulla. Turandot, venturosamente, no necesita reivindicación alguna.
De Rossini una única ópera, pero que sin duda se encuentra entre mis cuatro preferidas junto a Parsifal, Falstaff y Tosca. Me refiero al Barbero, por descontado. Es imposible justar tanta inspiración en semejante número de notas: hasta el aria di sorbetto es una joya. Música maravillosa de principio a fin. No se puede disfrutar más con ninguna otra ópera: un torbellino de entusiasmo, de jovialidad, de ganas de vivir, de picardía, de emoción... Otra cosa es que interpretarla como se merece resulte harto difícil para batuta, cantantes y director de escena.
De Richard Strauss adoro Salomé, Elektra y Rosenkavalier. Las otras, no tanto.
Y Mozart, claro. Tengo que escoger dentro de la trilogía Da Ponte, pero no es fácil. Quizá me quede con Così, aunque es en Nozze donde está lo que considero la más bella música jamás compuesta para la voz humana: las dos arias de la Condesa.
La lírica barroca no es, con excepciones como Dido y Eneas, santo de mi devoción. Belcanto y verismo, con la excepción del citado Barbero, me interesan únicamente cuando hay grandes cantantes de por medio. De la ópera francesa solo me entusiasma Carmen. Janácek me fascina, sobre todo La zorrita astuta. Me gusta mucho El ángel de fuego, de Prokofiev. Reverencio Wozzeck y Lulu, sobre todo esta última. Las óperas del siglo XX en general me apetecen bastante; la última que me impactó fue La pasajera, de Weinberg.
jueves, 23 de marzo de 2017
Hommage à Boulez: dejad que los jóvenes se acerquen a él
Coincidiendo con la inauguración de la Pierre Boulez Saal en Berlín, Deutsche Grammohon edita este doble compacto en Hommage à Boulez protagonizado por Daniel Barenboim y los chicos de la West-Eastern Divan. Todo el material circulaba ya por la red y era conocido por quienes somos seguidores del músico de Buenos Aires, gran amigo del homenajeado y principal responsable de que este auditorio lleve su nombre.
Por un lado, se ofrece en su integridad el concierto conmemorativo del 85 cumpleaños del artista francés que tuvo lugar el 4 de abril en la Staatsoper berlinesa: Barenboim dirigió Messagesquisse al chelista Hassan Moataz El Molla y un conjunto de violonchelos, Michael Barenboim ofrecía en solitario –asistido por la electrónica en vivo del IRCAM– Anthèmes 2, y finalmente el propio Boulez se ponía al frente de seis miembros de la WEDO para dirigir Le Marteau sans Maître, en este caso con la complicidad de la contralto que protagonizara su último registro de la obra, Hilary Summers. La toma radiofónica sonaba muy bien, pero ahora lo hace mucho mejor.
Por otro lado, se incluyen interpretaciones registradas en los Proms de 2012 –aún circulan los correspondientes YouTubes– de la larguísima Dérive 2 y de la breve Mémoriale, en ambos casos con Barenboim dirigiendo y en el segundo de ellos con Guy Eshed como solista de flauta, más Dialogue de l'ombre double para el clarinete en solitario –con el IRCAM– de Jussef Eisa. De nuevo suena el CD mucho mejor que los vídeos televisivos, aunque aquí hemos de lamentar que no se incluyeran estas piezas acompañando edición en DVD de las sinfonías de Beethoven con las que originalmente se interpretaron. Pero no nos quejemos: un doble CD de la Deutsche Grammophon con este repertorio, magníficamente presentado y vendido a precio inferior al de un solo compacto, ya es un verdadero milagro en los tiempos que corren para la industria del disco.
Las interpretaciones me han parecido portentosas. Conviene recordar ahora lo que escribí aquí mismo cuando vi el vídeo de esta misma lectura de Dérive 2:
¿Están los jóvenes, pues, más cualificados para interpretar este repertorio que quienes se criaron musicalmente con el propio compositor? Me parece que sí: el tiempo no pasa en balde y las nuevas generaciones no solo tienen el oído más "entrenado" para este tipo de partituras, sino que además pueden aprender de la experiencia interpretativa que se ha ido acumulando con el paso de los años. Por eso creo que quien ya tenga las mismas obras en otras versiones no perderá el tiempo al escuchar estos nuevos registros: apreciará cosas nuevas. Y quien no las tenga, que aproveche la oportunidad dada la relación calidad-precio del producto.
Dicho esto, se pueden apuntar algunos matices. Por ejemplo, que la interpretación de Dérive 2 que les escuché en Córdoba –coincidían solo seis músicos de la plantilla de once– me pareció aún más genial que esta de Londres. Que en Le Marteau Hilary Summers –sedoso registro grave– está bastante menos bien de voz que en la grabación oficial de 2002. O que en Messagesquisse se echan de menos la electricidad y la garra dramática de la grabación increíble de Queyras y el Ensemble Intercontemporain, aunque a cambio tengamos una buena dosis de atención a la atmósfera "made in Barenboim". Detalles menores: el nivel es altísimo.
Una cosa más. En el libretillo podemos leer los nombres de Cristina Gómez Godoy (corno inglés), Pedro Manuel Torrejón González (percusión), Alberto Martos Lozano (violonchelo) y Juan Antonio Jiménez (trompa). De este último solo he podido descubrir que es actualmente miembro de la ROSS. Los tres primeros proceden respectivamente de Linares, Isla Cristina y Granada. Y un no puede dejar de sentirse orgulloso de que sigan apareciendo en nuestra tierra músicos de semejante altura.
Por un lado, se ofrece en su integridad el concierto conmemorativo del 85 cumpleaños del artista francés que tuvo lugar el 4 de abril en la Staatsoper berlinesa: Barenboim dirigió Messagesquisse al chelista Hassan Moataz El Molla y un conjunto de violonchelos, Michael Barenboim ofrecía en solitario –asistido por la electrónica en vivo del IRCAM– Anthèmes 2, y finalmente el propio Boulez se ponía al frente de seis miembros de la WEDO para dirigir Le Marteau sans Maître, en este caso con la complicidad de la contralto que protagonizara su último registro de la obra, Hilary Summers. La toma radiofónica sonaba muy bien, pero ahora lo hace mucho mejor.
Por otro lado, se incluyen interpretaciones registradas en los Proms de 2012 –aún circulan los correspondientes YouTubes– de la larguísima Dérive 2 y de la breve Mémoriale, en ambos casos con Barenboim dirigiendo y en el segundo de ellos con Guy Eshed como solista de flauta, más Dialogue de l'ombre double para el clarinete en solitario –con el IRCAM– de Jussef Eisa. De nuevo suena el CD mucho mejor que los vídeos televisivos, aunque aquí hemos de lamentar que no se incluyeran estas piezas acompañando edición en DVD de las sinfonías de Beethoven con las que originalmente se interpretaron. Pero no nos quejemos: un doble CD de la Deutsche Grammophon con este repertorio, magníficamente presentado y vendido a precio inferior al de un solo compacto, ya es un verdadero milagro en los tiempos que corren para la industria del disco.
Las interpretaciones me han parecido portentosas. Conviene recordar ahora lo que escribí aquí mismo cuando vi el vídeo de esta misma lectura de Dérive 2:
"El de Buenos Aires y los once chicos de la Orquesta del West-Eastern Divan interpretan la página como si les fuera la vida en ello, no solo con inapelable perfección técnica sino también con un enorme compromiso expresivo. La cuestión es: ¿se nota la mano de Barenboim? Yo diría que sí. La dirección del propio Boulez es más incisiva y –por descontado– analítica, y posee aún mayor virulencia; la del argentino, que no carece precisamente de tensión sonora, despliega un colorido más rico, cálido y sugerente, así como un mayor sentido de la atmósfera y –porqué no– de la emotividad, lo que en modo alguno debe ser confundido con un intento de romantizar esta música."Pues bien, después de escuchar este doble CD y de realizar algunas comparaciones, ya no estoy tan seguro de que la extraordinaria comunicatividad que desprenden estas lecturas se deban fundamentalmente a Barenboim. Porque en El martillo sin dueño quien dirige es Boulez en persona, y me ha parecido que las cosas cambian un tanto con respecto a las dos grabaciones que conocía de la obra, la de CBS de 1985 y la de DG de 2002. Cierto es que los chicos de la WEDO no poseen el virtuosismo extremo de los componentes del Ensemble Intercontemporain, pero frente a la fría perfección de aquellos sus intervenciones parecen más frescas, más espontáneas, más ricas en la expresión, y sobre todo más atentas a la relación entre cada uno de los instrumentos. Como en Dérive 2, lo que aquí se aprecia no es un conjunto de músicos intentando dar las notas con la mayor exactitud posible, sino un grupo de artistas que dialogan entre sí, escuchándose atentamente y haciendo que cada una de sus intervenciones parezca una réplica a la anterior. Las herméticas y geniales partituras de Boulez, a estas alturas definitivamente clasificable como uno de los más grandes músicos del siglo XX, adquieren así una nueva dimensión.
¿Están los jóvenes, pues, más cualificados para interpretar este repertorio que quienes se criaron musicalmente con el propio compositor? Me parece que sí: el tiempo no pasa en balde y las nuevas generaciones no solo tienen el oído más "entrenado" para este tipo de partituras, sino que además pueden aprender de la experiencia interpretativa que se ha ido acumulando con el paso de los años. Por eso creo que quien ya tenga las mismas obras en otras versiones no perderá el tiempo al escuchar estos nuevos registros: apreciará cosas nuevas. Y quien no las tenga, que aproveche la oportunidad dada la relación calidad-precio del producto.
Dicho esto, se pueden apuntar algunos matices. Por ejemplo, que la interpretación de Dérive 2 que les escuché en Córdoba –coincidían solo seis músicos de la plantilla de once– me pareció aún más genial que esta de Londres. Que en Le Marteau Hilary Summers –sedoso registro grave– está bastante menos bien de voz que en la grabación oficial de 2002. O que en Messagesquisse se echan de menos la electricidad y la garra dramática de la grabación increíble de Queyras y el Ensemble Intercontemporain, aunque a cambio tengamos una buena dosis de atención a la atmósfera "made in Barenboim". Detalles menores: el nivel es altísimo.
Una cosa más. En el libretillo podemos leer los nombres de Cristina Gómez Godoy (corno inglés), Pedro Manuel Torrejón González (percusión), Alberto Martos Lozano (violonchelo) y Juan Antonio Jiménez (trompa). De este último solo he podido descubrir que es actualmente miembro de la ROSS. Los tres primeros proceden respectivamente de Linares, Isla Cristina y Granada. Y un no puede dejar de sentirse orgulloso de que sigan apareciendo en nuestra tierra músicos de semejante altura.
martes, 21 de marzo de 2017
Gran Schumann por Coin y Herreweghe
Negar la posibilidad de interpretar a Schumnann siguiendo parámetros
historicistas resulta tan equivocado como decir que esta vía es más
apropiada –por presuntamente rigurosa con respecto a la praxis de la época– que
las maneras tradicionales. Aquí el gran Christophe Coin, a despecho
de algunos rasgos propios de quienes trabajan con instrumentos originales que
pueden resultar amanerados para quienes no están acostumbrado a estas
sonoridades–, ofrece una verdadera lección de sensatez, de musicalidad y de
sinceridad expresiva, tocando no solo con fluidez, holgura, virtuosismo y una
admirable belleza, sino también apuntando al meollo expresivo de la música, a su
particular mezcla de lirismo, elegancia, ternura y pasión al borde del
desbordamiento, y haciéndolo con la mayor convicción posible, aun sin llegar
–eso parece imposible– a esa especial comunión que con la obra mantenían
Rostropovich y, sobre todo, Jacqueline Du Pré.
La gran sorpresa viene por parte
de Herreweghe, aquí lejos aún de su tendencia a la blandura, la ingravidez y el
amaneramiento (¡horrenda Cuarta de Mahler!) que ha ido desarrollando a lo largo de los últimos años, y
dispuesto a aportar fuego, concentración y sentido de los contrastes a una
dirección a la que quizá le falta un último punto de claridad. Gran trabajo, en cualquier caso, como el que hace con la Sinfonía nº 4: una
versión acertadamente impetuosa y dramática a la que la rusticidad de los instrumentos originales le sienta de
maravilla, como lo hacen también el equilibrio de planos sonoros que se deriva del planteamiento "históricamente informado".
En cualquier caso, no es la de la sinfonía una versión redonda. Lo menos bueno es quizá el segundo movimiento, no del todo sensual ni emotivo, aunque la batuta sí que acierta con el regusto amargo que debe poseer. El resto es espléndido, aunque en general se podía pedir un punto más de flexibilidad en la agógica, también de depuración sonora, así como una transición entre los últimos movimientos con más sentido de la atmósfera y de la fuerza visionaria que alberga la genial partitura schumanniana. Soberbia la toma sonora.
En cualquier caso, no es la de la sinfonía una versión redonda. Lo menos bueno es quizá el segundo movimiento, no del todo sensual ni emotivo, aunque la batuta sí que acierta con el regusto amargo que debe poseer. El resto es espléndido, aunque en general se podía pedir un punto más de flexibilidad en la agógica, también de depuración sonora, así como una transición entre los últimos movimientos con más sentido de la atmósfera y de la fuerza visionaria que alberga la genial partitura schumanniana. Soberbia la toma sonora.
sábado, 18 de marzo de 2017
¡Que viva España!
Es sábado por la noche. Paso por delante del televisor y descubro que están poniendo una película de Manolo Escobar. Canta ¡Que viva España! con imágenes de tablaos flamencos, corridas de toros, sardanas, playas y monumentos célebres de fondo. Y eso en La 1, nuestra principal cadena pública.
Sí, ya sé que a esta hora y en ese canal no van a poner la Octava de Bruckner por Karajan, pero me parece a mí que se podrían utilizar los fondos del estado para ofrecer un mínimo de calidad que compense hasta cierto punto las toneladas de telebasura que generan los canales privados. Incluso sería deseable (¡qué iluso!) utilizar este medio para culturizar un poquito a la población. Por ejemplo, para poner de vez en cuando algo de cine clásico y que los profesores no nos sonrojemos al descubrir –esta experiencia es real, de este mismo año y con alumnos adultos– que las nuevas generaciones jamás han oído hablar de Casablanca, Lo que el viento se llevó o Marlene Dietrich. Me temo que tendrán que conformarse con Manolo Escobar. Así nos va.
Sí, ya sé que a esta hora y en ese canal no van a poner la Octava de Bruckner por Karajan, pero me parece a mí que se podrían utilizar los fondos del estado para ofrecer un mínimo de calidad que compense hasta cierto punto las toneladas de telebasura que generan los canales privados. Incluso sería deseable (¡qué iluso!) utilizar este medio para culturizar un poquito a la población. Por ejemplo, para poner de vez en cuando algo de cine clásico y que los profesores no nos sonrojemos al descubrir –esta experiencia es real, de este mismo año y con alumnos adultos– que las nuevas generaciones jamás han oído hablar de Casablanca, Lo que el viento se llevó o Marlene Dietrich. Me temo que tendrán que conformarse con Manolo Escobar. Así nos va.
"La grande" de Schubert por Krips
En los comentarios de un post anterior decía que tenía pendiente escuchar "La Grande" de Schubert en la versión de Josef Krips y la Sinfónica de Londres registrada en el Kingsway Hall en mayo de 1958 por los ingenieros del sello Decca. Célebre interpretación en la que Arturo Reverter, en el extra La música sinfónica en disco de la revista Scherzo (año 1994, página 165), le ponía la máxima calificación posible y decía encontrar "lirismo, limpidez, arte cantabile, efusión en estado puro, sabia dosificación emocional y construcción rigurosa pero flexible en aras de un resplandeciente romanticismo". Bueno, pues ya la he escuchado.
A mí me ha parecido una interpretación no solo admirablemente tocada y estupendamente desmenuzada, sino también –lo que es más importante– decidida, directa, llena de vida y de comunicatividad. Ahora bien, creo que no está precisamente exenta de desigualdades. Así, tras una magnífica introducción., se echa de menos una transición al Allegro ma non troppo dicha con más fuerza visionaria; éste funciona globalmente bien, aunque sin mucho sentido del misterio ni del dolor oculto, mientras que el retorno final al tema de la introducción no me parece del todo bien resuelto.
Lo menos convincente de esta lectura es el Andante con moto es, dicho con ciertas prisas y más bien ayuno de poesía y efusividad, sobre todo en toda la última sección tras el gran clímax dramático. ¡Qué difícil es convencer en este movimiento! Ahí hay que escuchar sobre todo a Giulini –en sus dos extraordinarias grabaciones– para ver lo que puede dar de sí en lirismo, aunque si uno lo que quiere es "caña" tiene que acudir, por descontado, a Furtwängler y a Barenboim.
Los dos últimos movimientos de Krips están francamente bien, triunfando aquí el excelente control de los medios y la convicción expresiva del maestro austríaco, pero la comparación con la fuerza arrolladora del citado Furtwängler –que hacía sonar la obra con más músculo pero no menos sentido de la agilidad– deja claro que aún podía haber dado una vuelta de tuerca adicional. En fin, una interpretación globalmente notable que se disfruta bastante, pese a su antigüedad, gracias a su extraordinaria toma sonora, pero que me parece lejos de los grandes modelos arriba mencionados.
A mí me ha parecido una interpretación no solo admirablemente tocada y estupendamente desmenuzada, sino también –lo que es más importante– decidida, directa, llena de vida y de comunicatividad. Ahora bien, creo que no está precisamente exenta de desigualdades. Así, tras una magnífica introducción., se echa de menos una transición al Allegro ma non troppo dicha con más fuerza visionaria; éste funciona globalmente bien, aunque sin mucho sentido del misterio ni del dolor oculto, mientras que el retorno final al tema de la introducción no me parece del todo bien resuelto.
Lo menos convincente de esta lectura es el Andante con moto es, dicho con ciertas prisas y más bien ayuno de poesía y efusividad, sobre todo en toda la última sección tras el gran clímax dramático. ¡Qué difícil es convencer en este movimiento! Ahí hay que escuchar sobre todo a Giulini –en sus dos extraordinarias grabaciones– para ver lo que puede dar de sí en lirismo, aunque si uno lo que quiere es "caña" tiene que acudir, por descontado, a Furtwängler y a Barenboim.
Los dos últimos movimientos de Krips están francamente bien, triunfando aquí el excelente control de los medios y la convicción expresiva del maestro austríaco, pero la comparación con la fuerza arrolladora del citado Furtwängler –que hacía sonar la obra con más músculo pero no menos sentido de la agilidad– deja claro que aún podía haber dado una vuelta de tuerca adicional. En fin, una interpretación globalmente notable que se disfruta bastante, pese a su antigüedad, gracias a su extraordinaria toma sonora, pero que me parece lejos de los grandes modelos arriba mencionados.
jueves, 16 de marzo de 2017
El equivocado Schumann de Thielemann
Tenía ganas de saber cómo era el Schumann de Christian Thielemann, así que he escuchado uno de los tres discos dedicados al compositor que tiene grabados: Sinfonías nº 1, Primavera y Sinfonía nº 4 en interpretaciones frente a la Philharmonia Orchestra registradas en febrero de 2001 para Deutsche Grammohon, por cierto que de manera muy mejorable desde el punto de vista técnico. Las interpretaciones tampoco me han gustado.
Ya desde una particularmente solemne introducción de la Sinfonía nº 1 queda claro que Thielemann apuesta por la tradición centroeuropea de tempi amplios y densidades sonoras. Eso no está ni bien ni mal: es una posibilidad entre otras. El problema es que no logra construir la arquitectura ni encontrar una articulación adecuada, siendo el resultado algo pesadote, sin esa particular mezcla de ligereza y empuje que necesita esta música, como también de la frescura y de la chispa digamos “primaverales” aquí imprescindibles. Todo es en exceso grave, incluso masivo, perdiéndose el espíritu schumanniano para mirar en exceso a Brahms e incluso a Bruckner. Lo más satisfactorio quizá sea un segundo movimiento paladeado con reposo y emotividad, y lo peor un Scherzo aquejado de blandura y amaneramientos varios
En la Sinfonía nº 4 defraudan ante todo los movimientos extremos, faltos de la agilidad y del vigor que necesita esta música. Bien pero no del todo profundo ni cálido el segundo, y más bien soso el tercero. Escúchese lo que hacen con esta partitura Furtwängler, Karl Böhm o Celibidache para comprobar como en esta misma línea interpretativa sí que se pueden alcanzar resultados absolutamente excelsos.
Ya desde una particularmente solemne introducción de la Sinfonía nº 1 queda claro que Thielemann apuesta por la tradición centroeuropea de tempi amplios y densidades sonoras. Eso no está ni bien ni mal: es una posibilidad entre otras. El problema es que no logra construir la arquitectura ni encontrar una articulación adecuada, siendo el resultado algo pesadote, sin esa particular mezcla de ligereza y empuje que necesita esta música, como también de la frescura y de la chispa digamos “primaverales” aquí imprescindibles. Todo es en exceso grave, incluso masivo, perdiéndose el espíritu schumanniano para mirar en exceso a Brahms e incluso a Bruckner. Lo más satisfactorio quizá sea un segundo movimiento paladeado con reposo y emotividad, y lo peor un Scherzo aquejado de blandura y amaneramientos varios
En la Sinfonía nº 4 defraudan ante todo los movimientos extremos, faltos de la agilidad y del vigor que necesita esta música. Bien pero no del todo profundo ni cálido el segundo, y más bien soso el tercero. Escúchese lo que hacen con esta partitura Furtwängler, Karl Böhm o Celibidache para comprobar como en esta misma línea interpretativa sí que se pueden alcanzar resultados absolutamente excelsos.
martes, 14 de marzo de 2017
Dos filmaciones de Carlos Kleiber: Beethoven, Mozart, Brahms
Vamos con dos DVDs editados por los sellos Philips y Decca respectivamente que recogen sendos programas dirigidos por el singular Carlos Kleiber. El primero de ellos corresponde a los días 19 y 20 de octubre de 1983, y en ellos el maestro se pone al frente de la Orquesta del Concertgebouw para interpretar dos sinfonías de Beethoven, Cuarta y Séptima. El otro se filmó el 6 y el 7 de octubre de 1991, con la Filarmónica de Viena como instrumento ideal para enfrentarse a la Sinfonía 36, Linz, de Mozart, y la Sinfonía nº 2 de Brahms. En los dos casos lo más atractivo es ver el gesto de Kleiber hijo: resulta imposible no dejarse fascinar por la manera en que controla todos y cada uno de los detalles en el fraseo, en cómo mueve los brazos y en lo mucho que parece disfrutar sobre el podio, aunque la leyenda urbana asegure que dirigía única y exclusivamente por dinero. En cuanto a los resultados musicales propiamente dichos, el nivel es francamente alto, pero no se encuentra exento de desigualdades.
En la Cuarta de Beethoven el maestro hace gala de su habitual fraseo felino, de su portentosa plasticidad en el tratamiento del color y de su capacidad para clarificar texturas –a pesar de unos tempi considerablemente rápidos– y ofrece, con la plena complicidad de una orquesta de técnica suprema y sensualísimo sonido, una versión luminosa y efervescente, contagiosa en su vitalidad, ajena a “brumas germánicas” y a contemplaciones más o menos otoñales, pero sin estar exenta de misterio ni de poesía. Ahora bien, como era de prever tratándose de quien se trata, pierde un tanto por un exceso de nervio en los movimientos extremos, que suenan un punto precipitados y más virtuosísticos que naturales en su desarrollo; lo mejor, el rutilante scherzo
La Séptima beethoveniana, siempre en la línea ágil, trepidante y poco interesada por densidades filosóficas propia del maestro, no alcanza la increíble incandescencia de la interpretación muniquesa del año anterior –SACD en el sello Orfeo–, y desde luego carece de la portentosa toma sonora con que los ingenieros de DG habían recogido su realización de estudio de los años setenta con la Filarmónica de Viena. Independientemente de todo ello, gran interpretación.
Pasamos al concierto de 1991 en Viena. En la Linz Kleiber nos ofrece un Mozart ágil, efervescente y luminoso, de fraseo curvilíneo y elegante, trazo finísimo y enorme belleza sonora, que funciona francamente bien en unos movimientos extremos en los que la batuta despliega toda su electricidad, pero no tanto en un Andante que, siendo muy hermoso, no resulta del todo sensual ni poético. El Minueto se encuentra muy contrastado tanto en lo sonoro como en lo expresivo, hasta el punto de que algunas frases de la cuerda resultan un punto más refinadas e incluso ingrávidas de la cuenta; impagables las maderas en el Trío.
Queda la Segunda de Brahms. Aunque la belleza sonora que extrae de la formación vienesa resulta literalmente insuperable –ni Bernstein llegó tan lejos– y la técnica de su batuta da una lección a la hora de planificar tensiones, de regular el volumen sonoro y, sobre todo, de jugar con la agógica –verdadera marca de la casa–, lo cierto es que el maestro no consigue con el mismo milagro que con la Cuarta del mismo autor. Quizá sea por las prisas con las que se plantea la obra, tal vez por su propia personalidad musical, pero lo cierto es que hay pasajes poco paladeados –la introducción, sin ir más lejos–, la extroversión se impone sobre la meditación y se echa de menos esa sensualidad cálida, tierna y efusiva que caracteriza la música del compositor hamburgués. A cambio, ofrece Kleiber una plena atención a los aspectos dramáticos de la página, alcanzando clímax muy encendidos en el primer movimiento y marcando con firmeza los momentos dolientes del segundo, si bien en ambos es precisamente donde se hacen más patentes las insuficiencias antedichas. El tercero ofrece una irreprochable muestra de agilidad y virtuosismo, marcado en todo momento por ese nervio y esa electricidad que caracterizan al maestro, mientras que cuarto, lleno de impulso jubiloso al tiempo que ricamente acentuado y muy bien clarificado en todas sus líneas, es un prodigio. Toma sonora de amplia gama dinámica, pero con distorsión.
En la Cuarta de Beethoven el maestro hace gala de su habitual fraseo felino, de su portentosa plasticidad en el tratamiento del color y de su capacidad para clarificar texturas –a pesar de unos tempi considerablemente rápidos– y ofrece, con la plena complicidad de una orquesta de técnica suprema y sensualísimo sonido, una versión luminosa y efervescente, contagiosa en su vitalidad, ajena a “brumas germánicas” y a contemplaciones más o menos otoñales, pero sin estar exenta de misterio ni de poesía. Ahora bien, como era de prever tratándose de quien se trata, pierde un tanto por un exceso de nervio en los movimientos extremos, que suenan un punto precipitados y más virtuosísticos que naturales en su desarrollo; lo mejor, el rutilante scherzo
La Séptima beethoveniana, siempre en la línea ágil, trepidante y poco interesada por densidades filosóficas propia del maestro, no alcanza la increíble incandescencia de la interpretación muniquesa del año anterior –SACD en el sello Orfeo–, y desde luego carece de la portentosa toma sonora con que los ingenieros de DG habían recogido su realización de estudio de los años setenta con la Filarmónica de Viena. Independientemente de todo ello, gran interpretación.
Pasamos al concierto de 1991 en Viena. En la Linz Kleiber nos ofrece un Mozart ágil, efervescente y luminoso, de fraseo curvilíneo y elegante, trazo finísimo y enorme belleza sonora, que funciona francamente bien en unos movimientos extremos en los que la batuta despliega toda su electricidad, pero no tanto en un Andante que, siendo muy hermoso, no resulta del todo sensual ni poético. El Minueto se encuentra muy contrastado tanto en lo sonoro como en lo expresivo, hasta el punto de que algunas frases de la cuerda resultan un punto más refinadas e incluso ingrávidas de la cuenta; impagables las maderas en el Trío.
Queda la Segunda de Brahms. Aunque la belleza sonora que extrae de la formación vienesa resulta literalmente insuperable –ni Bernstein llegó tan lejos– y la técnica de su batuta da una lección a la hora de planificar tensiones, de regular el volumen sonoro y, sobre todo, de jugar con la agógica –verdadera marca de la casa–, lo cierto es que el maestro no consigue con el mismo milagro que con la Cuarta del mismo autor. Quizá sea por las prisas con las que se plantea la obra, tal vez por su propia personalidad musical, pero lo cierto es que hay pasajes poco paladeados –la introducción, sin ir más lejos–, la extroversión se impone sobre la meditación y se echa de menos esa sensualidad cálida, tierna y efusiva que caracteriza la música del compositor hamburgués. A cambio, ofrece Kleiber una plena atención a los aspectos dramáticos de la página, alcanzando clímax muy encendidos en el primer movimiento y marcando con firmeza los momentos dolientes del segundo, si bien en ambos es precisamente donde se hacen más patentes las insuficiencias antedichas. El tercero ofrece una irreprochable muestra de agilidad y virtuosismo, marcado en todo momento por ese nervio y esa electricidad que caracterizan al maestro, mientras que cuarto, lleno de impulso jubiloso al tiempo que ricamente acentuado y muy bien clarificado en todas sus líneas, es un prodigio. Toma sonora de amplia gama dinámica, pero con distorsión.
sábado, 11 de marzo de 2017
La Salomé de Karajan, un portento
He decidido esta tarde volver a escuchar, después de muchos años, la Salomé de Richard Strauss que registró Herbert von Karajan frente a la Filarmónica de Viena en mayo de 1977 para el sello EMI, supongo que con el mismo elenco con que se iba a presentar en el siguiente Festival de Salzburgo. Siempre fue mi versión favorita –conozco un buen número de ellas–, y compruebo que lo sigue siendo. Con diferencia. Sobre todo por la labor del maestro salzburgués.
La verdad, no sabe uno si quedarse con la extremadamente clara y detallista ejecución orquestal, el desarrolladísimo sentido del color y de las texturas, la siempre certera matización expresiva de las intervenciones solistas o la manera de cantar las maravillosas melodías straussianas, aunque quizá lo que más resalta es la increíble planificación global de la arquitectura, pasando desde una atmósfera extremadamente sensual en el arranque hasta la extrema virulencia –ironía, sarcasmo, obsesión patológica, desgarro– que impera en la segunda mitad de la obra, sin olvidar los momentos llenos de grandeza ligados a Jochanaan y a la venida del Mesías. Y todo ello lo hace Karajan jugando de manera magistral con los inteligentes contrapuntos temáticos elaborados por el compositor y acumulando las tensiones en una progresión implacable hasta llegar a un final visionario a más no poder, rematado por una coda de peso implacable tras la que uno acaba hecho polvo. Eso sí, las sonoridades son más “románticas” que “expresionistas”, y no es difícil escuchar aquí anuncios de las texturas orquestales de la Sinfonía Alpina o del Rosenkavalier. En cualquier caso, un prodigio.
Hildegard Behrens es posiblemente la mejor intérprete de la princesa de la que hay testimonio en discos, por ser capaz de sintetizar la fuerza dramática de las cantantes de voces más pesadas que la suya con las aportaciones belcantistas de una Caballé, pero superando de manera considerable a la soprano catalana en temperamento teatral y convicción expresiva; su técnica, además, le permite ofrecer gran riqueza sutiles matices, incluyendo un uso muy inteligente de los reguladores y de las medias voces. ¡Qué lástima no poder verla en escena! Debió de ser de impresión.
José van Dam no posee la voz más robusta posible, pero canta con la suficiente autoridad expresiva y siempre haciendo gala de su contrastado buen gusto. Karl-Walter Böhm queda un poco desdibujado como Herodes, mientras que Agnes Balsta ofrece una Herodías bastante bien cantada, mas no de rompe y rasga. Muy lírico –como el resto del elenco, en realidad– el Narraboth de Wieslaw Ochman, a quien en su momento pudimos escuchar encarnando al tetrarca en el Teatro de la Maestranza. En el resto del elenco encontramos nombres muy de la época como pueden ser Heinz Zednik o Kurt Rydl.
La toma sonora fue siempre un portento, y ahora luce particularmente bien en el SACD japonés que circula por ahí, particularmente en lo que a las frecuencias graves se refiere. En los grandes tutti pierde un poco, pero aún así es todo un espectáculo disfrutar de la magia orquestal de Karajan recogida con tanta perfección. En fin, un clásico del disco al que ha sido un placer volver.
La verdad, no sabe uno si quedarse con la extremadamente clara y detallista ejecución orquestal, el desarrolladísimo sentido del color y de las texturas, la siempre certera matización expresiva de las intervenciones solistas o la manera de cantar las maravillosas melodías straussianas, aunque quizá lo que más resalta es la increíble planificación global de la arquitectura, pasando desde una atmósfera extremadamente sensual en el arranque hasta la extrema virulencia –ironía, sarcasmo, obsesión patológica, desgarro– que impera en la segunda mitad de la obra, sin olvidar los momentos llenos de grandeza ligados a Jochanaan y a la venida del Mesías. Y todo ello lo hace Karajan jugando de manera magistral con los inteligentes contrapuntos temáticos elaborados por el compositor y acumulando las tensiones en una progresión implacable hasta llegar a un final visionario a más no poder, rematado por una coda de peso implacable tras la que uno acaba hecho polvo. Eso sí, las sonoridades son más “románticas” que “expresionistas”, y no es difícil escuchar aquí anuncios de las texturas orquestales de la Sinfonía Alpina o del Rosenkavalier. En cualquier caso, un prodigio.
Hildegard Behrens es posiblemente la mejor intérprete de la princesa de la que hay testimonio en discos, por ser capaz de sintetizar la fuerza dramática de las cantantes de voces más pesadas que la suya con las aportaciones belcantistas de una Caballé, pero superando de manera considerable a la soprano catalana en temperamento teatral y convicción expresiva; su técnica, además, le permite ofrecer gran riqueza sutiles matices, incluyendo un uso muy inteligente de los reguladores y de las medias voces. ¡Qué lástima no poder verla en escena! Debió de ser de impresión.
José van Dam no posee la voz más robusta posible, pero canta con la suficiente autoridad expresiva y siempre haciendo gala de su contrastado buen gusto. Karl-Walter Böhm queda un poco desdibujado como Herodes, mientras que Agnes Balsta ofrece una Herodías bastante bien cantada, mas no de rompe y rasga. Muy lírico –como el resto del elenco, en realidad– el Narraboth de Wieslaw Ochman, a quien en su momento pudimos escuchar encarnando al tetrarca en el Teatro de la Maestranza. En el resto del elenco encontramos nombres muy de la época como pueden ser Heinz Zednik o Kurt Rydl.
La toma sonora fue siempre un portento, y ahora luce particularmente bien en el SACD japonés que circula por ahí, particularmente en lo que a las frecuencias graves se refiere. En los grandes tutti pierde un poco, pero aún así es todo un espectáculo disfrutar de la magia orquestal de Karajan recogida con tanta perfección. En fin, un clásico del disco al que ha sido un placer volver.
jueves, 9 de marzo de 2017
"La grande" de Schubert por Furtwängler y Karajan
A veces me gusta hacer este tipo de comparaciones: una obra interpretada por la misma orquesta con dos directores opuestos a su frente. En este caso, la Filarmónica de Berlín enfrentándose a la Sinfonía "La Grande" de Schubert (numérenla como ustedes quieran, porque el personal parece no ponerse de acuerdo) bajo la dirección de Wilhelm Furtwängler y Herbert von Karajan, grabaciones realizadas por DG en 1951 y EMI en 1977 respectivamente. Nada menos. Ambos presuntamente maestros de la "gran tradición", pero ¡qué diferencia entre ambos!
La de más antigua de ellas es perfecto ejemplo de la flexibilidad en la dinámica y –sobre todo– en la agógica propia de Furtwängler, creando grandes juegos de tensión y distensión a partir de esa concepción eminentemente orgánica del discurso musical que caracteriza el estilo del mítico director berlinés. Obviamente, la referida flexibilidad no es fruto del capricho ni va buscando el efecto de cara a la galería, sino que responde a una extrema intensidad expresiva en la que cada situación emocional encuentra una correspondencia con la narración sonora, aunque sea a costa de tomarse todas las libertades que haga falta en la arquitectura. Así las cosas, y siempre contando con la baza de la cuerda poderosa y musculada de la Berliner Philharmoniker, el resultado es una interpretación llena de fuerza, de grandeza bien entendida, en la que sobresale el sentido trágico de un segundo movimiento con clímax que acumulan verdadera rabia –tremendo aquel en el que la escritura schubertiana nos pone literalmente al borde del precipicio– y el carácter visionario que Furt sabe imprimir a un cuarto particularmente visionario.
En el registro del sello EMI el estilo Karajan queda presente con todos sus esplendores y toda sus miserias, que de ambas cosas había en el gran director. El primer movimiento está francamente bien, luciéndose el maestro a la hora de modelar a una Filarmónica de Berlín en estado de gracia y ofreciendo todo el empuje y la fuerza que la página necesita sin necesidad de recurrir a los tirones de tempo furtwaenglerianos; eso sí, en comparación con Furt, son aquí los valores épicos los que se ponen por encima de los trágicos, y la excesiva presencia y brillantez que que Don Heriberto otorga a los metales dejan bien claro que no termina de creerse esta música.
El Andante con moto del salzburgués es deplorable: rápido, frivolón, sin rastro de cantabilidad ni de poesía, dirigiéndose hacia un clímax mucho antes marcial que trágico…. Tras el salto al vacío, los violonchelos intervienen con un fraseo más bien relamido. Sensacional el Scherzo, dicho con un entusiasmo perfectamente controlado y expuesto con una claridad y un virtuosismo para quitarse el sombrero. Y casi lo mismo se podría decir del movimiento conclusivo si no fuera porque de nuevo aparecen esos metales enfáticos y exhibicionistas que restan sinceridad al resultado y dejan bien claro que a Karajan, a veces, le interesaba mucho antes el espectáculo sonoro que buscar el drama detrás de la música.
Unas palabras sobre la toma sonora. La de Furtwängler se realizó en la Jesus-Christe Kirche berlinesa con un equilibrado sonido monofónico; recomienzo localizar en cierto sitio ruso el SACD japonés, que ofrece una remasterización muy digna y suficiente gama dinámica. La de Karajan se hizo en la Philharmonie y también circula en alta definición: el trabajo tanto de los ingenieros de sonido originales como de los que han reprocesado la toma es verdaderamente asombroso. No sé cómo sonaba antes, pero ahora lo hace de escándalo.
La de más antigua de ellas es perfecto ejemplo de la flexibilidad en la dinámica y –sobre todo– en la agógica propia de Furtwängler, creando grandes juegos de tensión y distensión a partir de esa concepción eminentemente orgánica del discurso musical que caracteriza el estilo del mítico director berlinés. Obviamente, la referida flexibilidad no es fruto del capricho ni va buscando el efecto de cara a la galería, sino que responde a una extrema intensidad expresiva en la que cada situación emocional encuentra una correspondencia con la narración sonora, aunque sea a costa de tomarse todas las libertades que haga falta en la arquitectura. Así las cosas, y siempre contando con la baza de la cuerda poderosa y musculada de la Berliner Philharmoniker, el resultado es una interpretación llena de fuerza, de grandeza bien entendida, en la que sobresale el sentido trágico de un segundo movimiento con clímax que acumulan verdadera rabia –tremendo aquel en el que la escritura schubertiana nos pone literalmente al borde del precipicio– y el carácter visionario que Furt sabe imprimir a un cuarto particularmente visionario.
En el registro del sello EMI el estilo Karajan queda presente con todos sus esplendores y toda sus miserias, que de ambas cosas había en el gran director. El primer movimiento está francamente bien, luciéndose el maestro a la hora de modelar a una Filarmónica de Berlín en estado de gracia y ofreciendo todo el empuje y la fuerza que la página necesita sin necesidad de recurrir a los tirones de tempo furtwaenglerianos; eso sí, en comparación con Furt, son aquí los valores épicos los que se ponen por encima de los trágicos, y la excesiva presencia y brillantez que que Don Heriberto otorga a los metales dejan bien claro que no termina de creerse esta música.
El Andante con moto del salzburgués es deplorable: rápido, frivolón, sin rastro de cantabilidad ni de poesía, dirigiéndose hacia un clímax mucho antes marcial que trágico…. Tras el salto al vacío, los violonchelos intervienen con un fraseo más bien relamido. Sensacional el Scherzo, dicho con un entusiasmo perfectamente controlado y expuesto con una claridad y un virtuosismo para quitarse el sombrero. Y casi lo mismo se podría decir del movimiento conclusivo si no fuera porque de nuevo aparecen esos metales enfáticos y exhibicionistas que restan sinceridad al resultado y dejan bien claro que a Karajan, a veces, le interesaba mucho antes el espectáculo sonoro que buscar el drama detrás de la música.
Unas palabras sobre la toma sonora. La de Furtwängler se realizó en la Jesus-Christe Kirche berlinesa con un equilibrado sonido monofónico; recomienzo localizar en cierto sitio ruso el SACD japonés, que ofrece una remasterización muy digna y suficiente gama dinámica. La de Karajan se hizo en la Philharmonie y también circula en alta definición: el trabajo tanto de los ingenieros de sonido originales como de los que han reprocesado la toma es verdaderamente asombroso. No sé cómo sonaba antes, pero ahora lo hace de escándalo.
martes, 7 de marzo de 2017
Milos, un guitarrista excepcional
Confieso que me asaltan los prejuicios cada vez que un sello clásico lanza un disco con un chico guapo o una chica mona hasta entonces desconocidos, sin que sepamos otra cosa de ellos que lo que lucen en la portada. La cosa huele a cuerno quemado, pero a veces resulta que detrás de la fachada hay un artista excepcional. Es el caso: a tenor de los tres CD que hasta ahora le he escuchado –en total tiene cuatro–, uno con música española y latinoamericana llamado Pasión, otro dedicado a los Beatles y el que ahora voy a comentar, Aranjuez, Miloš Karadaglić (Montenegro, 1983) es un guitarrista excepcional. O lo era: se ha retirado hace unos meses por un problema médico con su mano.
Contando con la complicidad de nada menos que Nézet-Séquin y Filarmónica de Londres, tuvo la oportunidad de registrar en el año 2013 para DG las dos obras más famosas de Joaquín Rodrigo, empezando por el celebérrimo Concierto de Aranjuez. Los resultados fueron reveladores. Y es que solista y director coincidieron en ofrecer una recreación alejada del tópico, poco neoclásica y escasamente contemplativa, que en los movimientos extremos está fraseada de manera angulosa e incisiva, mirando hacia Stravinsky sin perder vivacidad y sentido del humor –pícaro antes que amable–, mientras que en el segundo, aun lejos de la hondura trágica con que han recreado esta celebérrima página John Williams y Barenboim en sus dos grabaciones, las turbulencias asoman aportando claroscuros, desgarro e intensidad dramática. La guitarra de Karadaglić, llena de inflexiones expresivas dichas con imaginación y el mejor gusto, sin concesiones de cara a la galería, se sitúa entre las mejores que he escuchado en la obra. ¿Versión de referencia? Tal vez.
Ya en solitario, Milos –con su nombre de pila lo promocionaba Deutsche Grammophon– deja más claro aún en los siguientes tracks su enorme categoría. La transcripción de Le tombeau de Claude Debussy recrea a la perfección el embrujo de la escritura de su autor, Manuel de Falla. En la Farruca del Sombrero de tres picos demuestra los colores que es capaz de extraer de su instrumento (¡qué técnica más asombrosa!), además de un sentido de lo "racial" de una autenticidad y una garra encomiables. Y volviendo a Rodrigo, en Invocación y danza Homenaje a Manuel de Falla demuestra concentración y sentido del misterio en un altísimo grado.
Claro que lo mejor del disco viene al final, con la Fantasía para un gentilhombre. Aquí Milos ofrece un verdadero derroche de imaginación, exquisitez y buen gusto, descubriéndonos a través de multitud de acentos, colores, e inflexiones una obra que en sus manos parece nueva, fresca, poética y comunicativa a más no poder, muy alejada del mero pastiche de la música de Gaspar Sanz que se supone que es. Tal es el prodigio que obra aquí el guitarrista montenegrino. Yannick no ofrece una interpretación tan personal como en Aranjuez, pero sí que aporta toda la sal y pimienta digamos que stravinskianas en los pocos momentos en los que se le ofrece la ocasión, al tiempo que despliega enorme elegancia, perfecto equilibrio neoclásico y una depuración sonora asombrosa. También impagable en este sentido una Filarmónica de Londres que rinde de manera extraordinaria. Y la toma sonora, sin duda la mejor que yo haya escuchado nunca en el repertorio para guitarra y orquesta.
En fin, un disco para no perdérselo. Y recemos para que Milos se recupere: ¡qué lástima sería perder a un guitarrista de semejante talento a los pocos años de hacerse famoso y con solo cuatro discos en el mercado!
Contando con la complicidad de nada menos que Nézet-Séquin y Filarmónica de Londres, tuvo la oportunidad de registrar en el año 2013 para DG las dos obras más famosas de Joaquín Rodrigo, empezando por el celebérrimo Concierto de Aranjuez. Los resultados fueron reveladores. Y es que solista y director coincidieron en ofrecer una recreación alejada del tópico, poco neoclásica y escasamente contemplativa, que en los movimientos extremos está fraseada de manera angulosa e incisiva, mirando hacia Stravinsky sin perder vivacidad y sentido del humor –pícaro antes que amable–, mientras que en el segundo, aun lejos de la hondura trágica con que han recreado esta celebérrima página John Williams y Barenboim en sus dos grabaciones, las turbulencias asoman aportando claroscuros, desgarro e intensidad dramática. La guitarra de Karadaglić, llena de inflexiones expresivas dichas con imaginación y el mejor gusto, sin concesiones de cara a la galería, se sitúa entre las mejores que he escuchado en la obra. ¿Versión de referencia? Tal vez.
Ya en solitario, Milos –con su nombre de pila lo promocionaba Deutsche Grammophon– deja más claro aún en los siguientes tracks su enorme categoría. La transcripción de Le tombeau de Claude Debussy recrea a la perfección el embrujo de la escritura de su autor, Manuel de Falla. En la Farruca del Sombrero de tres picos demuestra los colores que es capaz de extraer de su instrumento (¡qué técnica más asombrosa!), además de un sentido de lo "racial" de una autenticidad y una garra encomiables. Y volviendo a Rodrigo, en Invocación y danza Homenaje a Manuel de Falla demuestra concentración y sentido del misterio en un altísimo grado.
Claro que lo mejor del disco viene al final, con la Fantasía para un gentilhombre. Aquí Milos ofrece un verdadero derroche de imaginación, exquisitez y buen gusto, descubriéndonos a través de multitud de acentos, colores, e inflexiones una obra que en sus manos parece nueva, fresca, poética y comunicativa a más no poder, muy alejada del mero pastiche de la música de Gaspar Sanz que se supone que es. Tal es el prodigio que obra aquí el guitarrista montenegrino. Yannick no ofrece una interpretación tan personal como en Aranjuez, pero sí que aporta toda la sal y pimienta digamos que stravinskianas en los pocos momentos en los que se le ofrece la ocasión, al tiempo que despliega enorme elegancia, perfecto equilibrio neoclásico y una depuración sonora asombrosa. También impagable en este sentido una Filarmónica de Londres que rinde de manera extraordinaria. Y la toma sonora, sin duda la mejor que yo haya escuchado nunca en el repertorio para guitarra y orquesta.
En fin, un disco para no perdérselo. Y recemos para que Milos se recupere: ¡qué lástima sería perder a un guitarrista de semejante talento a los pocos años de hacerse famoso y con solo cuatro discos en el mercado!
lunes, 6 de marzo de 2017
Conciertos para la mano izquierda con Fleisher y Ozawa
Tal vez sepan ustedes que Leon Fleisher (San Francisco, 1928) estuvo sin movilidad en la mano derecha durante treinta años, entre 1964 y 1994. Durante ese tiempo se dedicó al repertorio para la mano izquierda, incluyendo tres piezas escritas para el mítico Paul Wittgestein: el Concierto para la mano izquierda de Ravel, Diversions de Britten y el Concierto para piano nº 4 de Prokofiev. Junto a la Sinfónica de Boston y su entonces amigo Seiji Ozawa –los dos terminarían bastante mal por cuestiones referentes a Tanglewood–, Fleisher grabó las dos primeras piezas en 1990 y la tercera al año siguiente; en ninguno de las tres oportunidades los ingenieros de Sony Classical dieron lo mejor de sí mismos, y en el caso del compositor ruso resultaron incluso desacertados por la lejanía con que suena la orquesta.
Como era de esperar tratándose de Ozawa quien está en el podio, la obra de Ravel recibe una recreación fascinante en lo puramente sonoro –no tanto en lo expresivo– en la que, en perfecta sintonía con un Leon Fleisher sensible y matizado, el maestro oriental hace gala de sus signos de identidad ideales para el repertorio impresionista: fraseo curvilíneo y sensual, refinamiento extremo, enorme atención a los timbres y a las texturas y desarrollado sentido de la atmósfera. En este sentido, el arranque despliega auténtica magia y a partir de ahí impera un lirismo onírico verdaderamente cautivador. Ahora bien, puede uno plantearse si es exclusivamente eso lo que pide una página tan negra como esta, por lo que aun encontrándonos ante una gran interpretación, me sigo quedando con Gavrilov/Rattle (EMI, 1977) y Zimerman/Boulez (DG, 1996).
Sensacional la recreación de ese conjunto de tema con variaciones, rico en texturas y situaciones anímicas, que es Diversions. Si en la interpretación de Donohoe y Rattle grabada el mismo año para EMI la obra parece un tanto naif y superficial, en esta los dos artistas, de toque sensible Fleisher y tan refinado como siempre Ozawa, se realiza un verdadero descubrimiento al profundizar en el lirismo emotivo y por momentos teñido de amargor que desprende la partitura. Por descontado, los dos artistas frasean con la distinguida elegancia que demanda la música de Britten. Podrán preferirse enfoques de mayor incisividad y de un humor más gamberro –el de esta lectura es más bien suave, incluso amable–, pero esta interpretación da la talla de la profundidad humanística que albergan las notas
Queda Prokofiev. Ozawa ofrece la interpretación en él esperable, mucho antes lírica que dramática, pero precisamente por esto le falta algo de fuelle y de garra, mientras que el segundo movimiento no resulta del todo intenso por apostar por una visión excesivamente espiritual y ensoñada, frágil incluso. Leon Fleisher sintoniza con esta manera de hacer las cosas y ofrece un toque de apreciable lirismo y sensibilidad. No seré yo quien niegue precisamente la faceta más poética de Prokofiev, pero lo cierto es que a la postre esta visión resulta más unilateral de la cuenta. Mi favorita sigue siendo la de Postnikova con su marido Rozhdestvensky (Melodiya, 1987).
Como era de esperar tratándose de Ozawa quien está en el podio, la obra de Ravel recibe una recreación fascinante en lo puramente sonoro –no tanto en lo expresivo– en la que, en perfecta sintonía con un Leon Fleisher sensible y matizado, el maestro oriental hace gala de sus signos de identidad ideales para el repertorio impresionista: fraseo curvilíneo y sensual, refinamiento extremo, enorme atención a los timbres y a las texturas y desarrollado sentido de la atmósfera. En este sentido, el arranque despliega auténtica magia y a partir de ahí impera un lirismo onírico verdaderamente cautivador. Ahora bien, puede uno plantearse si es exclusivamente eso lo que pide una página tan negra como esta, por lo que aun encontrándonos ante una gran interpretación, me sigo quedando con Gavrilov/Rattle (EMI, 1977) y Zimerman/Boulez (DG, 1996).
Sensacional la recreación de ese conjunto de tema con variaciones, rico en texturas y situaciones anímicas, que es Diversions. Si en la interpretación de Donohoe y Rattle grabada el mismo año para EMI la obra parece un tanto naif y superficial, en esta los dos artistas, de toque sensible Fleisher y tan refinado como siempre Ozawa, se realiza un verdadero descubrimiento al profundizar en el lirismo emotivo y por momentos teñido de amargor que desprende la partitura. Por descontado, los dos artistas frasean con la distinguida elegancia que demanda la música de Britten. Podrán preferirse enfoques de mayor incisividad y de un humor más gamberro –el de esta lectura es más bien suave, incluso amable–, pero esta interpretación da la talla de la profundidad humanística que albergan las notas
Queda Prokofiev. Ozawa ofrece la interpretación en él esperable, mucho antes lírica que dramática, pero precisamente por esto le falta algo de fuelle y de garra, mientras que el segundo movimiento no resulta del todo intenso por apostar por una visión excesivamente espiritual y ensoñada, frágil incluso. Leon Fleisher sintoniza con esta manera de hacer las cosas y ofrece un toque de apreciable lirismo y sensibilidad. No seré yo quien niegue precisamente la faceta más poética de Prokofiev, pero lo cierto es que a la postre esta visión resulta más unilateral de la cuenta. Mi favorita sigue siendo la de Postnikova con su marido Rozhdestvensky (Melodiya, 1987).
sábado, 4 de marzo de 2017
Nueva entrega del Shostakovich de Nelsons
Tras la notabilísima Décima ya comentada en este blog, llega una nueva entrega del Shostakovich de Andris Nelsons junto a la Sinfónica de Boston para Detusche Grammophon, incluyendo esta vez las sinfonías Quinta, Octava y Novena, además de la suite de la floja música incidental escrita para Hamlet como obra teatral, que no debe confundirse con la soberbia banda sonora compuesta mucho más adelante para el filme de Grigori Kozintsev. ¿Resultados? De alto nivel medio, pero un tanto decepcionantes para venir de quien muy probablemente es el mejor director de orquesta de su generación.
Flojea sobre todo la Quinta sinfonía. Cierto es que la ejecución resulta
impresionante. La planificación, portentosa. Exquisito el gusto con el que todo
está dicho, tanto por la naturalidad del fraseo como por la ausencia de
cualquier efectismo. Pero Nelsons se niega a ver más allá
de la partitura y, aunque por fortuna no cae en la tentación de oficializar la
partitura a la manera de un Mravinski, es decir, haciéndola sonar épica y
triunfalista, tampoco está dispuesto a profundizar en su expresión. Se echan de
menos atmósfera opresiva, rebeldía y desesperación, como también ese particulara
retranca shostakoviana que le da sentido a su música. De este modo, el primer
movimiento arranca sin verdadera congoja y, aunque está admirablemente
construido hacia un clímax de enorme tensión, no desprende la rabia y la
desesperación que la música necesita. El segundo está bien, siempre dentro de
una línea más amable que socarrona, pero se podría echar mucha más imaginación a
las intervenciones de las maderas. El tercero es quizá el que más convence,
paladeado con amplitud y concentración aun sin dejar que la música nos hiera en
los más hondo. En el cuarto, finalmente, Nelsons ve notas y nada más que notas:
asepsia pura que dice poco del trasfondo verdadero de esta obra, ese mismo que tan fenomenalmente ha explicado, con las palabras y con la batuta, Michael Tilson Thomas.
De la Octava sinfonía ya le conocíamos dos filmaciones, una con la Filarmónica de Berlín y otra con la Orquesta del Concertgebouw. La de Amsterdan es quizá la más inspirada de las tres. Esta otra de Boston me parece más sólida y mejor encaminada que la suya en Berlín, sin los detalles de blandura que entonces había, pero tampoco me parece que sea para tirar cohetes. Está muy bien el primer movimiento: adecuadamente planificado, abstracto en su enfoque, antes distanciado y sobrio que virulento, pero convincente en lo expresivo. Irreprochable el segundo, aunque tampoco le apetezca al maestro cargar las tintas; una vez más no convencen los tres golpes de timbal tan separados al final. Solvente sin más el tercero, en el que se han escuchado cosas mucho mejores (¡Solti!). Secos, sobrios y distanciados los tres últimos.
Al contrario que en la Quinta, en la Novena sinfonía Nelsons sí que está dispuesto a reconocer el contenido al mismo tiempo irónico, rebelde y lacerante de los pentagramas, y aunque es cierto que no termina de ahondar en el amargor de los movimientos pares como lo hicieron Bernstein o Rostropovich, sí que hace sonar con no poca retranca al primer movimiento, otorga carácter tempestuoso se muestra valiente a la hora de denunciar en el tercero –increíble la trompeta– y sintoniza con el carácter burlesco en absoluto amable ni inocente que anida en el quinto. Se pueden preferir acercamientos más claramente corrosivos, pero aquí la convicción del maestro es evidente al mismo tiempo que, ayudado por una orquesta de primera, expone la partitura de manera magistral desde el punto de vista meramente sonoro
De la música incidental para Hamlet no es fácil puede sacar más partido, tal es el compromiso de un Nelsons que sabe llegar a un perfecto punto de equilibrio entre el digamos clasicismo shakesperiano, que demanda una complicada mezcla de elegancia y potencia teatral, y esa ironía tan particular que singulariza al compositor de La nariz. No se puede pedir más en lo que a ejecución orquestal se refiere: difícilmente en su vida Shostakovich, que escribió pensando en un foso teatral, hubiera imaginado esta música tan bien tocada. Por cierto, increíbles los golpes del bombo si se escucha la descarga en HD. ¡Menuda toma sonora!
En resumen, un lanzamiento de alto nivel pero que no aporta nada en especial. ¿Mis versiones favoritas? Rozhdestvenski y el citado Tilson Thomas para la Quinta, la de Previn de 1973 y la de Mravinski de 1982 para la Octava, las más tardías de Bernstein y Celibidache para la Novena (a falta de una edición oficial de la de Klemperer) y esta misma de Nelsons para Hamlet, porque la única otra versión que conozco, la de Neeme Järvi, no está a semejante altura.
De la Octava sinfonía ya le conocíamos dos filmaciones, una con la Filarmónica de Berlín y otra con la Orquesta del Concertgebouw. La de Amsterdan es quizá la más inspirada de las tres. Esta otra de Boston me parece más sólida y mejor encaminada que la suya en Berlín, sin los detalles de blandura que entonces había, pero tampoco me parece que sea para tirar cohetes. Está muy bien el primer movimiento: adecuadamente planificado, abstracto en su enfoque, antes distanciado y sobrio que virulento, pero convincente en lo expresivo. Irreprochable el segundo, aunque tampoco le apetezca al maestro cargar las tintas; una vez más no convencen los tres golpes de timbal tan separados al final. Solvente sin más el tercero, en el que se han escuchado cosas mucho mejores (¡Solti!). Secos, sobrios y distanciados los tres últimos.
Al contrario que en la Quinta, en la Novena sinfonía Nelsons sí que está dispuesto a reconocer el contenido al mismo tiempo irónico, rebelde y lacerante de los pentagramas, y aunque es cierto que no termina de ahondar en el amargor de los movimientos pares como lo hicieron Bernstein o Rostropovich, sí que hace sonar con no poca retranca al primer movimiento, otorga carácter tempestuoso se muestra valiente a la hora de denunciar en el tercero –increíble la trompeta– y sintoniza con el carácter burlesco en absoluto amable ni inocente que anida en el quinto. Se pueden preferir acercamientos más claramente corrosivos, pero aquí la convicción del maestro es evidente al mismo tiempo que, ayudado por una orquesta de primera, expone la partitura de manera magistral desde el punto de vista meramente sonoro
De la música incidental para Hamlet no es fácil puede sacar más partido, tal es el compromiso de un Nelsons que sabe llegar a un perfecto punto de equilibrio entre el digamos clasicismo shakesperiano, que demanda una complicada mezcla de elegancia y potencia teatral, y esa ironía tan particular que singulariza al compositor de La nariz. No se puede pedir más en lo que a ejecución orquestal se refiere: difícilmente en su vida Shostakovich, que escribió pensando en un foso teatral, hubiera imaginado esta música tan bien tocada. Por cierto, increíbles los golpes del bombo si se escucha la descarga en HD. ¡Menuda toma sonora!
En resumen, un lanzamiento de alto nivel pero que no aporta nada en especial. ¿Mis versiones favoritas? Rozhdestvenski y el citado Tilson Thomas para la Quinta, la de Previn de 1973 y la de Mravinski de 1982 para la Octava, las más tardías de Bernstein y Celibidache para la Novena (a falta de una edición oficial de la de Klemperer) y esta misma de Nelsons para Hamlet, porque la única otra versión que conozco, la de Neeme Järvi, no está a semejante altura.
jueves, 2 de marzo de 2017
Me siento extraño
Más ahora que nunca, después de las últimas polémicas en este blog. Me siento extraño. A veces me gustan... el Bach de Klemperer, el Purcell de Leppard, el Vivaldi de I Musici, el Haendel de Richter... ¡y el Mozart de Furtwaengler! En algunos casos, incluso me entusiasman. Y eso hoy no está nada bien visto.
Ante el goce que mi persona experimenta con semejantes experiencias auditivas, solo caben dos posturas. Una, intentar convencerme a mí mismo de que estos son gustos desviados. De que debo ser como la mayoría. Esa mayoría de melómanos normales (¡qué alegría, sentirse normal y no diferente!) que encuentran semejantes interpretaciones pesadotas, aburrida, fuera de estilo, "de una pobreza espantosa" (así me calificaban en una entrada anterior la obertura de Don Giovanni por Furt) y por completo pasadas de moda. Escuchar las argumentaciones musicológicas perfectamente razonadas que me dan para demostrar que semejantes maneras de abordar esas músicas arrojan una visión históricamente deformada y expresivamente errónea. Darles la razón y reprimirme a mí mismo.
La otra, decir bien alto que a mí me gusta esto. También lo otro, pues en ocasiones –depende de cómo sea la obra y de cómo haya salido la interpretación– disfruto una enormidad con el Bach de Goebel, el Purcell de Haïm, el Vivaldi de Biondi, el Haendel de Christophers y el Mozart de Pinnock. Pero sin avergorzarme de lo que me gusta. Antes al contrario: sentirme orgulloso de, en un contexto en el que escribir cosas semejantes es ser considerado poco menos que un apestado, reivindicar la necesidad de seguir escuchando a estos grandes clásicos. Y la posibilidad de que en ellos a veces encontremos más expresividad, más hondura, más capacidad para decirnos cosas, y por descontado menos fuegos artificiales, que en algunas –o muchas– de las interpretaciones históricamente informadas.
Por desgracia, cada vez somos menos. O quizá es que estamos más ocultos ante la marea HIP que se viene encima ya incluso para imponer –sí, imponer– sus maneras en el repertorio posterior al barroco. Si siguen así las cosas, va a haber que declarar un día del Orgullo de los Instrumentos no Originales.
PD: Christopher Hogwood declaró en una entrevista que su versión favorita de La Pasión según San Mateo era la de Mengelberg. Se ve que el pobre de Chris, aun manteniendo las formas sobre el escenario, en el fondo era un desviado.
Ante el goce que mi persona experimenta con semejantes experiencias auditivas, solo caben dos posturas. Una, intentar convencerme a mí mismo de que estos son gustos desviados. De que debo ser como la mayoría. Esa mayoría de melómanos normales (¡qué alegría, sentirse normal y no diferente!) que encuentran semejantes interpretaciones pesadotas, aburrida, fuera de estilo, "de una pobreza espantosa" (así me calificaban en una entrada anterior la obertura de Don Giovanni por Furt) y por completo pasadas de moda. Escuchar las argumentaciones musicológicas perfectamente razonadas que me dan para demostrar que semejantes maneras de abordar esas músicas arrojan una visión históricamente deformada y expresivamente errónea. Darles la razón y reprimirme a mí mismo.
La otra, decir bien alto que a mí me gusta esto. También lo otro, pues en ocasiones –depende de cómo sea la obra y de cómo haya salido la interpretación– disfruto una enormidad con el Bach de Goebel, el Purcell de Haïm, el Vivaldi de Biondi, el Haendel de Christophers y el Mozart de Pinnock. Pero sin avergorzarme de lo que me gusta. Antes al contrario: sentirme orgulloso de, en un contexto en el que escribir cosas semejantes es ser considerado poco menos que un apestado, reivindicar la necesidad de seguir escuchando a estos grandes clásicos. Y la posibilidad de que en ellos a veces encontremos más expresividad, más hondura, más capacidad para decirnos cosas, y por descontado menos fuegos artificiales, que en algunas –o muchas– de las interpretaciones históricamente informadas.
Por desgracia, cada vez somos menos. O quizá es que estamos más ocultos ante la marea HIP que se viene encima ya incluso para imponer –sí, imponer– sus maneras en el repertorio posterior al barroco. Si siguen así las cosas, va a haber que declarar un día del Orgullo de los Instrumentos no Originales.
PD: Christopher Hogwood declaró en una entrevista que su versión favorita de La Pasión según San Mateo era la de Mengelberg. Se ve que el pobre de Chris, aun manteniendo las formas sobre el escenario, en el fondo era un desviado.
miércoles, 1 de marzo de 2017
Nueva Rusalka en el Met
Digo nueva porque, efectivamente, la función que vi el pasado sábado en los
cines Yelmo, en transmisión directa de esta obra maestra de Dvorák, ofrecía una
producción escénica recién estrenada a cargo de la regista Mary Zimmermann. Pero
lo cierto es que en algunos aspectos parecía de hace cincuenta años. El problema
no es que fuera por completo tradicional y que resaltara los aspectos más
infantiles del relato que da pie esta ópera, sino que lo que se veía resultaba
rancio, apolillado, cuando no abiertamente cursi: los vestidos de las ninfas y
las coreografías de las mismas daban grima.
Dicho esto, hay que destacar en esta Rusalka una más que correcta dirección de actores, algunas muy buenas ideas aisladas –el nacimiento a la luz cuando la ninfa se transforma en humana, del que hablaba la regista en el intermedio– y un excelente sentido del humor a la hora de tratar todos lo relacionado con la bruja Jezibaba. También fue convincente la escenografía del tercer acto, en la que la vistosidad digamos que zefirelliana del primero fue transformada en una verdadera imagen de la desolación. El segundo acto me pareció digno sin más: los trajes del siglo XVIII quedan bonitos, pero ya está.
Musicalmente las cosas funcionaron a gran altura. La Orquesta del Met sigue siendo francamente buena, y la dirección de Sir Mark Elder ofreció no solo una enorme profesionalidad, sino también altas dosis de inspiración. Hubo lirismo, garra dramática y atención al detalle, y si algo se pudiera reprochar es que aquello no terminaba de sonar exactamente a Dvorák.
Deslumbró Kristine Opolais en todos los sentidos. Aparte de ser una mujer bellísima y de lucir de manera increíble con su vestuario y maquillaje en el primer acto, posee una voz de enorme calidad –sin la crema tímbrica de la Fleming– y canta de maravilla, regulando con perfecta plasticidad el sonido y ofreciendo unos agudos resplandecientes, todo ello haciendo gala de un gusto exquisito y un enorme compromiso expresivo (mucho ojo: me gustó más su canción a la luna del otro día que la que pueden ustedes degustar en el YouTube de ahí arriba). Es además una muy notable actriz, cosa que quedaba meridianamente clara en los primerísimos planos que nos regalaban en pantalla grande los responsables de la filmación.
Buen nivel el del tenor Brandon Jovanovich: aquí no se puede decir que ni la voz ni la técnica sean una maravilla, pero mantuvo perfectamente el tipo y canta con entrega. Deslumbró la jovencísima –y regordeta– Jamie Barton como Jezibaba, una voz de esas que prometen muchísimo: me hubiera gustado escucharle su reciente Fenena. Excelente Katarina Dalayman como la rival amorosa de la protagonista. A menor nivel estuvo el Espíritu de las aguas de Eric Owens: impacta su voz cavernosa, pero la línea resulta más bien tosca, poco cantable, aunque entiendo que el personaje tampoco pide especiales sutilezas belcantistas. La pareja cómica la formaban Daniela Mack y el veterano Alan Opie: excelente la primera, algo tocado de voz el segundo. Y muy bien las ninfas. Gran velada de ópera.
Dicho esto, hay que destacar en esta Rusalka una más que correcta dirección de actores, algunas muy buenas ideas aisladas –el nacimiento a la luz cuando la ninfa se transforma en humana, del que hablaba la regista en el intermedio– y un excelente sentido del humor a la hora de tratar todos lo relacionado con la bruja Jezibaba. También fue convincente la escenografía del tercer acto, en la que la vistosidad digamos que zefirelliana del primero fue transformada en una verdadera imagen de la desolación. El segundo acto me pareció digno sin más: los trajes del siglo XVIII quedan bonitos, pero ya está.
Musicalmente las cosas funcionaron a gran altura. La Orquesta del Met sigue siendo francamente buena, y la dirección de Sir Mark Elder ofreció no solo una enorme profesionalidad, sino también altas dosis de inspiración. Hubo lirismo, garra dramática y atención al detalle, y si algo se pudiera reprochar es que aquello no terminaba de sonar exactamente a Dvorák.
Deslumbró Kristine Opolais en todos los sentidos. Aparte de ser una mujer bellísima y de lucir de manera increíble con su vestuario y maquillaje en el primer acto, posee una voz de enorme calidad –sin la crema tímbrica de la Fleming– y canta de maravilla, regulando con perfecta plasticidad el sonido y ofreciendo unos agudos resplandecientes, todo ello haciendo gala de un gusto exquisito y un enorme compromiso expresivo (mucho ojo: me gustó más su canción a la luna del otro día que la que pueden ustedes degustar en el YouTube de ahí arriba). Es además una muy notable actriz, cosa que quedaba meridianamente clara en los primerísimos planos que nos regalaban en pantalla grande los responsables de la filmación.
Buen nivel el del tenor Brandon Jovanovich: aquí no se puede decir que ni la voz ni la técnica sean una maravilla, pero mantuvo perfectamente el tipo y canta con entrega. Deslumbró la jovencísima –y regordeta– Jamie Barton como Jezibaba, una voz de esas que prometen muchísimo: me hubiera gustado escucharle su reciente Fenena. Excelente Katarina Dalayman como la rival amorosa de la protagonista. A menor nivel estuvo el Espíritu de las aguas de Eric Owens: impacta su voz cavernosa, pero la línea resulta más bien tosca, poco cantable, aunque entiendo que el personaje tampoco pide especiales sutilezas belcantistas. La pareja cómica la formaban Daniela Mack y el veterano Alan Opie: excelente la primera, algo tocado de voz el segundo. Y muy bien las ninfas. Gran velada de ópera.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
Concierto para piano nº 2 de Rachmaninov: discografía comparada
Actualización: 7-10-2024 Se incorporan Buniatishvili/Paavo Järvi y Wang/Dudamel. Actualización: 28-12-2022 Añado las grabaciones de Istomin/...
-
Me permito rendir un pequeño homenaje a Beethoven en su 250 cumpleaños con esta breve comparativa de la Novena que he improvisado recogiendo...
-
ACTUALIZACIONES 2.IX.2024 Pasamos de 54 grabaciones a 76. 19.X.2022 Publiqué una cata de solo quince grabaciones en junio de 2019, pasé a cu...
-
Al hilo de la lujosa exposición que ofrece Murcia en torno a Alfonso X en la que se reúnen por vez primera los cuatro códices de las Cantiga...