Ya mostré
en este blog mi entusiasmo ante el disco con cuatro sonatas de Beethoven que, bajo el título
Moto perpetuo, grabó Javier Perianes (Nerva, 1978) para Harmonia Mundi en el mítico estudio Teldex de Berlín en diciembre de 2011. No expliqué entonces las razones, porque quise profundizar en el universo interpretativo de esta insondable música -qué enorme, genial monumento a la condición humana son estas treinta y dos piezas- escuchando las mismas páginas interpretadas por el artista andaluz a una larga serie de grandes nombres del piano.
De este modo, han desfilado por mi equipo de música Barenboim en sus tres grabaciones, la de EMI de los sesenta, la de Deutsche Grammophon de la primera mitad de los ochenta y la filmación de EMI de 2005, esta última editada también por Decca en su versión de audio dentro de la colección
Beethoven for all; Wilhelm Backhaus en sus registros estereofónicos para Decca de los sesenta; Wilhelm Kempff también en sus grabaciones estéreo de esos mismos años para el sello amarillo; Annie Fischer en su poco conocido registro para Hungaroton de 1977-78; Emil Gilels en su integral incompleta para DG; Alfred Brendel en la segunda de sus grabaciones para Philips, la de la primera mitad de los noventa; y también la joven HJ Lim, con su justamente controvertida e inclasificable integral de 2011 editada por EMI. Además, he podido escuchar versiones sueltas a cargo de gente como Sviatoslav Richter, Claudio Arrau, Friedrich Gulda, Vladimir Ashkenazy, Maurizio Pollini, Mari Kodama, Jonathan Biss o Ronald Brautigam, este último al pianoforte. Una lástima no haber localizado ninguna de estas cuatro sonatas por Edwin Fischer, que fue un gran beethoveniano.
A todos los citados los he ido escuchando en combinación una vez y otra con el citado Perianes. ¿Y saben qué? El onubense, armado de un sonido tan hermoso como adecuado, de un virtuosismo digital irreprochable, de un fraseo flexible, imaginativo pero siempre sensato y de unos tempi más bien tendentes a la lentitud que le permiten paladear las melodías con la cantabilidad apropiada, me parece superior o incluso muy superior a casi todos ellos, con las lógicas excepciones de un Arrau, un Gilels y, claro está, del mas grande intérprete de Beethoven de toda la era discográfica, obviamente Daniel Barenboim.
Llegamos aquí a una cuestión decisiva: ¿hasta qué punto se nota la influencia del de Buenos Aires, con quien Perianes ha tenido la oportunidad de estudiar durante estos últimos años, en las grabaciones que comentamos? En un sentido, mucho; en otro sentido, nada. No se nota nada en lo que a la materialización sonora se refiere. Perianes no le copia ni en tempi, ni en fraseo, ni en la resolución de pasajes concretos ni en los detalles llenos de genialidad que el maestro ofrece aquí y allá.
Y sin embargo, sería imposible entender estas interpretaciones sin la presencia del artista argentino-israelí-español-palestino, porque se encuentran planteadas bajo el mismo concepto, la misma manera de entender al compositor. Es el de ambos un Beethoven denso, filosófico pero también emotivo, marcado por los claroscuros, la atmósfera más o menos “gótica” y ominosa, los interrogantes y la lucha entre la forma y la expresión, lo que también quiere decir -Barenboim algo ha escrito sobre ello- entre el pianista y su instrumento, una dialéctica no precisamente exenta tensiones, dificultades y serios riesgos. Es también un Beethoven ajeno por completo a la trivialidad, a la coquetería o a la relajación, lo que no implica -antes todo lo contrario- que carezca de delicadeza, de ternura o de poesía; pero eso sí, es un Beethoven en el que nunca la belleza sonora se convierte en un fin en sí mismo, sino en un medio -o más bien una consecuencia- de unas determinadas intenciones expresivas.
Este es, por ende, el Beethoven de los Furtwaengler, Klemperer, Fricsay, Böhm, Sanderling y compañía, justo en el polo opuesto a los que hoy hacen los Harnoncourt, Gardiner, Norrington, Abbado, Herreweghe, Järvi y directores de la misma cuerda. ¿Y es también el de los “pianistas de otros tiempos”? Ahí no está nada claro, pues de todos los nombres arriba citados solo unos pocos ofrecen recreaciones adecuadamente matizadas y con la suficiente riqueza conceptual. La mayoría resultan excesivamente rígidos y mecánicos, o les falta atrevimiento e imaginación para mojarse lo suficiente, o carecen de la suficiente dosis de poesía, o sencillamente sacan los pies del plato. Veámoslo sonata a sonata, aun arriesgándonos a aburrir al lector con las comparaciones.
Sonata nº 12, “marcha fúnebre”
La
op. 26 de Beethoven fue compuesta entre 1800 y 1801, distribuyéndose en cuatro movimientos el penúltimo de los cuales, la marcha fúnebre que le da título, anuncia por razones obvias a la
Sinfonía Heroica que vendría poco después; de ahí que necesite una interpretación densa y comprometida. Por eso mismo no me gusta la de
Backhaus, rápida, ágil, fluida y elegante, pero de concepto mucho antes luminoso, distendido o incluso pimpante que dramático. Tampoco me convence
Kempff: su primer movimiento necesita mayor contraste entre las variaciones, la rebeldía de la marcha fúnebre es un tanto artificial y el cuarto carece de picos claros de tensiones.
Mucho más interesante
Sviatoslav Richter (JVC, 1960). Como siempre, el ruso desdeña la belleza sonora y se centra en el dramatismo; por desgracia se olvida de la cantabilidad, el lirismo y la sensualidad. El cuarto movimiento suena muy bullicioso. En la misma línea pero más redonda la interpretación de
Gilels de 1975: sobria, concentrada, de enorme fuerza interior, poco lírica y nada sensual, pero sí menos demoníaca e igualmente dramática que la de su colega, sobresaliendo una marcha fúnebre extraordinaria, con un clímax que se beneficia del sonido poderosísimo del maestro.
La lectura de
Annie Fischer es fluida y elegante, no careciendo de sabor beethoveniano. Lo que ocurre es que en los dos primeros movimientos no parece terminar de lanzarse en el mundo de contrastes sonoros y expresivos que propone la obra.
Alfred Brendel ha de gustar sobre todo a los amantes de lo apolíneo, significando esto último que las aristas están suavizadas y apenas hay interés por la garra dramática, los acentos punzantes o la atmósfera ominosa.
Brautigam (BIS, 2005) acierta plenamente -en esta sonata, no en otras- con un Beethoven muy bien planteado en el que se logra extraer músculo y claroscuros del fortepiano y trazar una arquitectura bien tensada. El Allegro conclusivo subraya de manera interesante las conexiones con el mundo clavecinístico.
HJ Lim ofrece un toque extraordinariamente ágil, sonido hermoso y fraseo ricamente matizado. Ahora bien, la pianista se preocupa más de ser personal que de conectar con Beethoven; el scherzo resulta más nervioso de la cuenta, y la marcha fúnebre carece de misterio y grandeza.
Jonathan Biss (Onyx, 2012) también se encuentra, como Perianes, en la nómina de los alumnos de Barenboim. La suya es una interpretación fluida, natural, magníficamente tocada y bella en sonoridad, pero también algo superficial, decepcionando en una descafeinada marcha fúnebre.
Barenboim es otro mundo. Su interpretación de 1969 es tremenda: austera, pero llena de fuerza interior, reveladora del Beethoven más hondo y rebelde. El primer movimiento es lentísimo, introvertido y reflexivo, con poesía pero sin mucha luz. El segundo está dicho sin prisas y posee acentos puntuales muy dramáticos. La marcha fúnebre resulta abiertamente genial, de una tensión demoledora pese a la tremenda lentitud, alcanzando un clímax escarpado a más no poder. La suya de los ochenta resulta algo más ligera en los tempi pero no menos oscura de concepto. La de 2005 ofrece una mayor riqueza conceptual: es menos severa, menos terrible, pero también más lógica y natural.
Justamente por este último sendero -insisto que en concepto, no en realización- es por donde discurre la interpretación de
Perianes. En la misma sorprende ante todo la lentitud, que sin llegar a los extremos de Barenboim ‘69 resulta arriesgadísima. Pero no pasa nada: su concentración es tal que la tensión no se pierde en ningún momento. Lo interesante, en cualquier caso, es lo bien que sintoniza con el contenido de la partitura. Espléndido en este sentido el tema con variaciones, donde logra diferenciar cada una en lo expresivo y abre numerosos interrogantes, aun faltando quizá el último punto de sensualidad y humanismo del más reciente Barenboim. Enorme la fuerza visionaria que el de Nerva consigue en la marcha fúnebre a través de una minuciosa planificación; no llega a los extremos escarpados y visionarios del bonaerense en su primera grabación, pero ofrece mayor sentido del misterio. Interesantísimas las texturas del último movimiento, ricamente acentuado y con pasajes donde nos descubre interesantes apuntes dramáticos.
Sonata nº 17, “la tempestad”
La
op. 3, nº 2 de Beethoven es también inmediatamente anterior a la
Heroica. El sobrenombre no es cosa del autor. En cualquier caso, si la obra realmente estuvo inspirada por la obra homónima de Shakespeare es algo que queda en segundo plano ante la inventiva de sus tres movimientos: entre lo etéreo y lo arrebatado (tormentoso si se quiere) el primero, lleno de interrogaciones el segundo y en desasosegante pero muy hermoso moto perpetuo -ese el el leitmotiv del disco que nos ocupa- el tercero.
Backhaus, pianista que a mi entender no poseía el adecuado sonido beethoveniano, vuelve a ofrecer una lección de mecanografía con una interpretación plana y cuadriculado. Más voluntarioso se muestra
Kempff. En el primer movimiento ofrece texturas muy interesantes, pero a los pasajes tempestuosos les falta de fuerza expresiva, incluso física. El segundo resulta mucho antes amable que profundo, y el tercero carece de progresión.
Annie Fischer apuesta por la tensión y los acentos dramáticos en una lectura comprometida con el Beethoven más visionario, a la que le falta quizá un fraseo algo más paladeado y un toque que, siendo poderoso, resulta más seco de la cuenta. Enorme
Gilels en 1981 ofreciendo su Beethoven sobrio, muy dramático, lleno de fuerza interior y de hondura; el tema “A” del primer movimiento le queda un poco nervioso.
La digital de
Brendel es una interpretación de enorme belleza, pero también dicha un tanto desde la distancia, lo que significa que el maestro desdeña los interrogantes y los claroscuros -muy tímida la mano izquierda- para adoptar una mirada un tanto otoñal.
Mari Kodama (Pentatone, 2004), pianista de sonido muy hermoso y fraseo natural, sigue claramente los pasos de Brendel, pero lo que en el austríaco es una opción ética y estética, en la japonesa parece el mero deseo de seducir a los sentidos. Y es que su interpretación, atenta al peso de los silencios y llena de sugerencias, falla al suavizar las aristas y ofrecer una mirada de muy escasos acentos dramáticos.
HJ Lim oscila entre la concentración y el mecanicismo. En el primer movimiento las partes rápidas resultan precipitadísimas. En el segundo pasa algo parecido; los “redobles” de la mano izquierda son muy rígidos, perdiendo el sentido inquietante del movimiento. El tercero anda matizado con originalidad, pero se empeña demasiado en su carácter implacable y no deja a la música respirar.
De nuevo
Barenboim es quien pone el listón en lo más alto. La de 1967 es una interpretación lenta -la que más de las del argentino-, austera, concentradísima, poco sensual pero muy densa. El primer movimiento sabe combinar lo etéreo con lo escarpado sin dejarse llevar por el nerviosismo. El segundo, resultando muy siniestro por momentos, posee el humanismo propio de Beethoven, aunque más desde un punto de vista filosófico que desde la ternura o la emotividad.
Su grabación digital continua con los mismos planteamientos, mientras que en 2005 el maestro alcanza con esta obra una de las cimas de esta integral con una interpretación donde se ha suprimido todo lo accesorio para quedarse con la pura espiritualidad de la obra. El fraseo es mágico, atentísimo al peso de los silencios, diferenciando además cada frase y cada nota desde el punto de vista expresivo, calculando los puntos de tensión con tanta lucidez como naturalidad.
Con permiso de Barenboim, la interpretación de
Perianes resulta sin duda excepcional. En el primer movimiento ofrece contrastes extremos entre las secciones líricas, muy lentas y mágicas, y las tempestuosas, particularmente arrebatadas pero sin dejarse llevar, como otros colegas, por la precipitación o el mecanicismo; a destacar la manera en la que matiza extrayendo colores y matices expresivos por doquier en un enfoque diríamos que “orgánico”, que parece primar el libre desarrollo horizontal del discurso. El Adagio alcanza una belleza tan abrumadora como alejada de lo superficial, ciertamente sin la sobriedad ni la esencialidad de un Barenboim, pero otorgando un aliento más humano. En el Allegretto demuestra que lo del Moto perpetuo dista de ser una invitación al virtuosismo: muy flexible, se encuentra plagado de interrogantes y sugerencias más que de arrebato. En lugar de un artista joven, extrovertido y con ganas de comunicar de la manera más directa, parece aquí un pianista en su plena madurez capaz de resumir toda la esencia de su sabiduría.
Sonata nº 22
Las restantes sonatas del disco, en dos movimientos cada una, son bastante más breves. La
op. 54 es de 1804. Su primer movimiento se basa en los contrastes entre los dos temas, mientras que el segundo volvemos al imparable moto perpetuo. El resultado es extraño, desconcertante, y no ha de sorprender que se trate de una de las sonatas menos populares del autor. Necesita sin duda de un intérprete no solo musical sino también creativo, aunque la variedad de enfoques no siempre convence.
Por ejemplo, en 1958, un joven
Gulda registraba, dentro de su integral para Philips, una interpretación vienesa en el peor de los sentidos, es decir, ante todo amable, delicada, elegante, incluso un tanto aérea. El resultado es irritante: Beethoven convertido en cajita de música.
Richter (RCA, 1960) es siempre Richter. Hay concentración, pulso muy firme y cierta adustez, resultando el sonido es algo agresivo, seco; se echan de menos sutileza y magia sonora. La de
Kempff de 1964 es una interpretación sensata y ortodoxa, alejada de lo mecánico, pero de nuevo las tensiones no están bien planificadas y se pierde la continuidad del discurso musical.
Otra cosa muy distinta es lo que
Claudio Arrau hace para Philips en 1965. El chileno apuesta por los tempi amplios, la hondura y la flexibilidad en una lectura más bien otoñal. El primer movimiento resulta grave y sombrío, quizá en exceso serio y desde luego no muy electrizante. El segundo movimiento en vez de resultar arrollador está paladeado con lentitud, llenando de matices el fraseo.
En 1969, el muy anciano
Backhaus -ochenta y cinco años, a punto ya de fallecer- ofrece una interpretación que transforma su pretendida objetividad, equilibrio y rechazo de los excesos digamos “románticos” en una total ausencia de cantabilidad, de matices expresivos y de idioma beethoveniano.
Annie Fischer se muestra en esta página juvenil y apasionada, primando la comunicatividad por encima de la reflexión. El primer movimiento busca un fuerte contraste entre un tema A tratado con agilidad, nervio y cierto carácter galante, con un tema B que pasa como una apisonadora. El segundo es ante todo arrollador y se desarrolla de manera en exceso lineal. Lástima.
Ashkenazy (Decca, 1979) construye una interpretación muy interesante en cuyo primer movimiento al principio se echa de menos la cantabilidad humanística propia del autor, para descubrirnos luego algún detalle tenebroso de gran interés en el tema A y, tras un revelador silencio, ralentizar la última sección de manera magistral. El Allegretto sabe ser trepidante matizando al mismo tiempo con sensatez. La de
Brendel es todo lo bella, fluida y natural que en él es de esperar, pero resulta un tanto plana; en el primer movimiento, parece acercar en vez de contrastar los dos temas.
Lo de
Pollini (DG, 2002) me parece bochornoso. Nadie puede dudar de la técnica enorme del italiano y de su ímpetu bien controlado, pero el resultado es muy cuadriculado, superficial y hasta machacón. ¿Falta de inspiración musical o ganas de provocar?
Brautigam (BIS, 2007) defrauda aquí de manera considerable: hace lo mismo que Pollini, pero al fortepiano.
Otra que se sale por peteneras es
HJ Lim, con un concepto que parece mirar al mundo de Chopin apostando por el apasionamiento ligero y galante, con enormes contrastes dinámicos, tirones y frenazos en el tempo y otros recursos ultrarrománticos que resultan tan vistosos como insinceros, muy de cara a la galería.
Aunque el primer movimiento está marcado In tempo di Menuetto, ya en su grabación de 1969
Barenboim ya deja de lado lo coqueto para apostar por la reflexión, mientras que en segundo olvida la velocidad para centrarse en el matiz. La de Deutsche Grammophon prefiere subrayar los aspectos más visionarios de la partitura. La grabación de 2005 es una síntesis de las dos. De este modo, el primer movimiento ofrece un clasicismo noble salpicado por algún acento muy hiriente, mientras que el segundo consigue ofrecer músculo y empuje sin perder el equilibrio clásico, culminando en un final muy encrespado.
Junto con esta última del de Buenos Aires, la de
Perianes es la más convincente de todas las comentadas, tanto por la riqueza conceptual de que hace gala como por su valentía e imaginación. El primer movimiento logra un enorme pero nada forzado contraste entre la nobleza de las secciones líricas y la enorme tensión en las rápidas -qué valentía y qué desafío a la peña historicista la manera de extremar las dinámicas- hasta desembocar en una sección final llena de magia. El segundo está dicho sin prisas y con flexibilidad, ofreciendo una polifonía muy clara gracias a la manera de colorear las diferentes líneas. El final, tan arrebatado como firme.
Sonata nº 27
La
op. 90 es muy posterior a las otras tres sonatas del disco, pues pertenece ya a 1814: entre las sinfonías
Octava y
Novena, para entendernos. Se trata de una obra extraña, esencial, dotada de una espiritualidad que ya anuncia la última etapa beethoveniana. No es fácil encontrar la clave para interpretarla.
La comparativa entre interpretaciones no ofrece novedades con respecto a lo ya dicho. La de
Kempff es una interpretación de corte lírico a la que le falta un poco de densidad, como también de matices, lo que a la postre quiere decir de profundidad.
Backhaus se muestra precipitado cuadriculado y banal; cuando hay detalles creativos, aparecen para hacer bonito pero no con intenciones expresivas.
Frente a los dos pianistas citados,
Claudio Arrau alcanza el adecuado equilibrio entre lo elegante, lo reflexivo y lo dramático, con un primer movimiento más encrespado de lo esperable en el chileno y un segundo no todo lo lento, concentrado y poético que podía haber sido.
La de
Gilels de 1974 es una interpretación muy personal, basada en un sonido muy poderoso y macizo, y en una gran sobriedad llena de grandeza, aunque no del todo redonda. Interesa más aún la de
Annie Fischer, arriesgada y creativa, que apuesta por ofrecer enfoque más bien escarpado pero decepciona relativamente al no ofrecer toda la poesía deseable en el Rondo, que en manos de la veterana pianista adquiere por otra parte un dramatismo de gran interés.
En una línea radicalmente distinta pero también espléndida la lectura digital de
Alfred Brendel, introvertida, cantable y atenta a los aspectos atmosféricos. El que no convence en absoluto es
Pollini en 2002: trazo firme, sonido muy poderoso cuando debe y enorme claridad para una interpretación de marcado carácter mecanográfico que recuerda un tanto a la de Backhaus. Tampoco interesa
Brautigam: el fortepiano no funciona mal, pero el intérprete aborda el primer movimiento con exceso de nervio, fraseando a veces de manera cuadriculada, mientras que el segundo, más escarpado de lo que suele, carece de la cantabilidad necesaria.
HJ Lim sigue en su línea: abusa de rubatos, de aceleraciones a veces muy mecánicas y de contrastes dinámicos, ofreciendo detalles sin duda originales pero atentando contra la unidad del discurso y la naturaleza de la obra.
En los años sesenta
Barenboim apuesta por la lentitud, la introversión y el lirismo, aunque siempre manteniendo la densidad sonora e intelectual, añadiendo en los ochenta una buena dosis de negrura al concepto. De nuevo la de 2005 es síntesis de las dos anteriores, siendo capaz de equilibrar una gran tensión sonora con el carácter reflexivo y de abrir multitud de interrogantes; a destacar la formidable la flexibilidad no solo en el fraseo, sino también en la dinámica.
Parecida flexibilidad y parecido concepto es el que mantiene
Perianes en su recreación, por lo demás tan personal como lo son las del argentino. En el Allegro inicial consigue expresar de modo admirable esa “disputa entre la mente y al corazón” de la que hablaba Beethoven al referirse a esta página, sabiendo alternar entre momentos especialmente escarpados y otros cargado de tintes atmosféricos muy inquietantes. El Rondo carece de la hondura serena de un Barenboim pero posee a cambio un interesante aroma anhelante; en cualquier caso, está dicho con gran belleza y ricos matices expresivos. La frase final es un poco seca, no obstante.
Es quizá el único reparo que el autor de estas líneas le pone a un disco que hace pensar que, si sus próximas aproximaciones a este universo están a la misma altura, Javier Perianes va a convertirse en uno de los más grandes pianistas beethoveniano de toda la era discográfica.