jueves, 28 de marzo de 2019

Mehta hizo el Trovatore de referencia

Son muchos los aficionados que afirman que el Trovatore de referencia es el que grabó allá por 1969 un Zubin Mehta de treinta y tres años de edad al frente de la New Philharmonia Orchestra en el Walthamstow Town Hall para el sello RCA. He vuelto al registro –esta vez en una copia HD– después de mucho tiempo sin escucharlo: sigo compartiendo esa opinión. No es la del maestro indio una dirección genial y personalísima a la manera de la muy gótica, densa y sensual que registró Giulini en su ancianidad. No: Mehta ofrece un Verdi-Verdi, de sonoridades rústicas en el mejor de los sentidos –enorme protagonismo de las maderas–, fraseo incisivo, tensión electrizante y altísimo voltaje teatral, lo que no le impide ralentizar los tempi y frasear con concentración y vuelo lírico las arias más poéticas. La formación que aún era de Klemperer responde con pasmoso virtuosismo a los dictados de la batuta.


Si esta interpretación es una referencia absoluta no se debe únicamente, claro está, al soberbio trabajo de Mehta. Por una vez se cumple eso de que hay cuatro cantantes de primera. Diré más: el rol fundamental, el que más canta y el que contiene una de las músicas más gloriosas de todo Verdi –me refiero a la secuencia que forman D’amor sull’ ali rosee y el Miserere– recibe una recreación inenarrable por parte de Leontyne Price. Sí, ya sé que su dicción deja que desear y que se queda algo corta en el grave, pero la soprano norteamericana ofrece una Leonora increíblemente atractiva que se beneficia de un timbre carnal y de una fuerza expresiva que otorgan especial sensualidad y erotismo a su personaje. No solo eso: posee un agudo con verdadero squillo, resuelve sin problemas las agilidades de corte belcantista y maneja con verdadera maestría el fiato para ofrecer unas frases de vuelo lírico conmovedor. En cualquier caso, lo que más deslumbra es la intensísima y por momentos desgarradora intensidad emocional que despliega desde la primera hasta la última nota. De libro.

A nivel no precisamente inferior se mueve Fiorenza Cossotto, una Azucena cantada con asombrosa perfección, de línea tan bella como depurada en lo sonoro, que en lo expresivo sabe ofrecer sutilísimos matices psicológicos y mantenerse por completo ajena a truculencias. Ni una concesión de cara a la galería: solo canto del más exquisito posible.

¿Qué decir de Plácido Domingo? Quizá no ofrezca todavía los matices ni la sensualidad de esa grabación con Giulini antes citada, pero aquí sí ofrece esa frescura y ese ímpetu juvenil que se echará de menos más tarde. De acuerdo con que la cabaletta no es memorable, pero en el aria roza el cielo verdiano. Grande Plácido.

Sherill Milnes, siempre un intérprete algo monolítico, está aquí en su mejor momento vocal y canta con una perfecta mezcla de arrojo, sensibilidad y convicción. Elisabeth Bainbridge hace una estupenda Inés y Bonaldo Giaiotti hace un Ferrando portentoso. El Ambrosian Opera Chorus de John MacCarthy deja bien claro que por aquella época era el mejor coro del mundo.

La toma sonora adolece de una severa compresión dinámica y de una tímbrica no muy depurada –parece que antes sonaba peor aún: no he podido comprobarlo–, pero ello no debería echar para atrás a quien no conozca este registro, obligatorio para todo el que ame la música de Giuseppe Verdi.

miércoles, 27 de marzo de 2019

Amplificado y mareante homenaje a John Williams

Estuve el pasado sábado 23 en el concierto dedicado a la música de John Williams que ofreció la Film Symphony Orchestra –curioso nombre para una formación española– bajo la dirección del muy simpático y parlanchín Constantino Martínez Orts en el Villamarta. El lleno fue absoluto –las entradas llevaban mucho tiempo agotadas, algo que desde hacía años no se vivía en el teatro jerezano–, el público aplaudió a rabiar y frikis de todas las edades se sacaron fotos con los soldados imperiales que posaban en el vestíbulo. Pero yo salí con un sabor agridulce en los labios.

Por un lado, fue un enorme disfrute escuchar en directo la música de un compositor al que adoro desde muy pequeño, cuando allá a finales de los setenta tanto en mi casa como en la de mis abuelos maternos –en la que yo pasaba muchas horas– aparecieron sendos ejemplares de la banda sonora de Superman. Desde entonces la obra del norteamericano me ha acompañado constantemente. La he disfrutado, la he amado y seguirá siendo siempre parte de mi vida. El programa seleccionado, además, ofrecía equilibrio y variedad: se tocaron piezas celebérrimas entre las que se incluían Star Wars, Indiana Jones o E.T., pero asimismo se nos ofreció una muestra del Williams político, del melodramático, del humorístico y del intimista con piezas como JFK, War Horse, Las brujas de Eastwick, Memorias de una Geisha o Las cenizas de Ángela. A mi entender faltaron más representaciones de los años 70, pero aun así fue toda una muestra de conocimiento y sensibilidad por parte de Martínez Orts, quien así demostró su compromiso a la hora de reivindicar las facetas de un compositor más poliédrico de lo que muchos creen.


Por otro, hubo cosas que no me gustaron en absoluto. Es el caso del sonido amplificado, tal vez necesario en esos grandes auditorios en los que suele actuar esta formación pero inconveniente en el Villamarta, un teatro en el que han dirigido maestros como Menuhin, Rozhdestvensky o Plasson y actuado orquestas como la English Chamber o la Filarmónica de Dresde con excelentes resultados acústicos. El sonido de la Film Symphony Orchestra fue irreal en el volumen y desequilibrado en los planos sonoros: no es de recibo semejante potencia en el glockenspiel ni en los solos de violín o violonchelo. Y no, no me vale el argumento de que en las bandas sonoras de las películas determinados instrumentos puedan estar puestos en primer plano por la ingeniería, porque lo que en Jerez escuchamos fueron, fundamentalmente, versiones "de concierto" pensadas por el propio Williams para sus numerosas apariciones sobre el podio.

Tampoco me gustó la luminotectia. A ver, no me pareció mal que hubiera juegos de luces en un evento festivo y cinematográfico. Lo que disjustó fue que los mismos estuvieran cambiando constantemente dentro de una misma pieza, siguiendo –con acierto, todo hay que decirlo– las evoluciones de la música pero distrayendo de la misma e incluso molestándola de manera considerable, hasta el punto de que en más de un momento tuve que cerrar los ojos para poder concentrarme en lo que sonaba. En alguna ocasión el interior del Villamarta se asemejó al de una discoteca. Lo siento, pero lo que en un concierto pop puede resultar muy adecuado no lo es en absoluto en un recital sinfónico, por muy hollywoodiense que este sea. 

Bueno, ¿y las interpretaciones? La orquesta, siendo lo que es –una formación para dar conciertos "para el gran público"– no me pareció mala en absoluto. La cuerda, no muy nutrida, sonó estupendamente empastada, las maderas cumplieron de manera satisfactoria y los siempre complicados metales funcionaron con dignidad. Había solistas francamente buenos. Constantino Martínez Orts la dirigió con incuestionable conocimiento y enorme entusiasmo, aunque también evidenciando desigualdades: supo hacer volar las melodías de las piezas más sensibles y delinear con claridad el entramado en páginas virtuosísticas como Las aventuras de Mutt de la última entrada de la saga Indiana Jones o El duelo –de Tintín–, pero esa maravilla que es Las brujas de Eatswick se mostró francamente basto y en Star Wars hubo efectismos y decisiones de mal gusto que no son de recibo. Ni que decir tiene que la amplificación limitó los juegos con las dinámicas, tampoco muy trabajados por parte de la batuta. La segunda y última propina, Cantine Band, fue un desmadre tanto en el buen sentido como en el malo: Martínez Orts quiso seguir la línea de Dudamel con el mambo de Bernstein y salió lo que salió.

"Un espectáculo que estrena vestuario: ¡¡un diseño realizado en exclusiva para FSO por el gran diseñador, Jaime Suay de Maestros de Costura!!" (sic), rezaba el programa de mano. Decididamente este es un espectáculo –eso, espectáculo más que concierto– diseñado para triunfar, pero no está pensado para la clase de público a la que pertenezco ni, probablemente, para los lectores de este blog. Es lo que hay.

sábado, 23 de marzo de 2019

Perianes, en lo más alto

Ofreció ayer viernes Javier Perianes en el Teatro de la Maestranza el que quizá haya sido el mejor de cuantos recitales le he escuchado. Un recital en el que se movió durante la mayor pare del tiempo en las más altas cimas del pianismo. Por técnica, ciertamente, pero también –y sobre todo– por equilibrio entre concepto, belleza sonora, expresión y comunicatividad. Personas que tocan fabulosamente el piano hay muchas, pero que ofrezcan también “lo otro”, bastantes menos. Javier está entre ellos. No solo eso: entre los mejores del panorama actual.

Arrancó la velada con la pareja de Nocturnos op. 48 de Chopin, dichos con lentitud llevada con una concentración absoluta  –esta última virtud es una de las señas de identidad del de Nerva– y mezclando de manera portentosa la cantabilidad de un Arrau con la negrura de un Barenboim, los dos pianistas que más lejos han llegado en esta acongojante música: Perianes entiende aquí la belleza sonora no como un fin, sino como un medio para alcanzar las metas expresivas.


El concepto con que Javier abordó la genial Sonata nº 3 del autor polaco no es el que a mí más me interesa: el suyo fue mayormente apolíneo, cantable y equilibrado, lírico antes que tempestuoso, y a mí esta obra me gusta arrebatada, dicha con nervio y un punto demoníaca, cargada de negrura y desesperación, justo como hizo Evgeny Kissin en aquella incomparable grabación para RCA de 1993. Por eso mismo no terminé de entrar en el Allegro Maestoso inicial, aun estando fraseado con una pulsación muy rica, flexibilidad llena de lógica, sensibilidad exquisita y un perfecto estilo chopiniano. El Scherzo estuvo dicho sin prisa alguna, sin necesidad de demostrar capacidad para pegar carreritas sobre el teclado; dejando a la música respirar y clarificando texturas. El Presto conclusivo, dicho sin miedo a los contrastes, fue admirable en su magníficamente ortodoxa mezcla de elegancia y rotundidad. ¿Y el Largo? Pues no el más amargo posible ni el más lacerante, pero creo que no se puede ir más allá en la conjunción entre poesía y emotividad que ofreció nuestro artista. Chopin del más alto nivel posible en el que las melodías estuvieron cantadas como solo los más grandes poetas del piano saben hacerlo. Música sublime en interpretación del mismo nivel. Música para reflexionar, para para emocionarse, para pensar sobre uno mismo y sobre los demás, para comprender y sentirse comprendido… Cualquier cosa menos una sucesión de notas más o menos bonitas para pasar el rato.

La segunda parte se abrió con las tres Estampes de Debussy. Fue una hermosísima interpretación: a lo escrito en su momento sobre el disco me remito. Si en Sevilla no la disfruté no fue por culpa de Perianes, sino del concierto paralelo que organizaron algunos espectadores del teatro sevillano a base de toses, objetos caídos al suelo y caramelos liberados de sus envoltorios con sádica minuciosidad: mortal para esta música en la que el silencio es tan importante como el sonido.

Siguieron las Cuatro piezas españolas de Manuel de Falla. Un prodigio en todos los sentidos: españolismo natural, agilidad pasmosa, colorido infinito, flexibilidad, sutileza, sentido de los contrastes… Me gusta su recreación, que ya conocía por el disco, más que las dos grabaciones de Alicia de Larrocha –sonido más variado, fraseo de mayor sensualidad–, y diría que casi, casi más todavía que la de Esteban Sánchez: en Andaluza, aun dicha con enorme duende, no alcanza el carácter escarpado y visionario del todavía no lo suficientemente llorado pianista extremeño, pero en Cubana vuela mucho más lejos que los dos citados pianistas haciendo gala de una flexibilidad, una imaginación y un dominio de la agógica de primerísima magnitud. Se me acaban los adjetivos para hablar de las tres piezas de El sombrero de tres picos: sencillamente imposible llegar más lejos. ¡Qué dominio de los recursos técnicos del piano! ¡Qué estilazo! ¡Que perfecta mezcla de pasión y control!

La primea propina fue una pieza "sencillita" y "ligera", solo para conseguir aplausos: La catedral sumergida del primer libro de Preludios de Debussy que acaba de volver a grabar. Pensé que las toses iban a hacer de las suyas, pero no. Tras dejarnos con el corazón en un puño con el subyugante misterio debussiano, volvió a abrir el tarro de las esencias locales en la Serenata andaluza de Falla –confieso no haberla reconocido, he tenido que preguntar– y se elevó de nuevo al más alto nivel chopiniano con ese Nocturno nº 20 que, como hemos comprobado en otras ocasiones, Javier hace como nadie.

Total, una enorme e inolvidable noche de música. No sé si volvimos a casa más contentos, pero sí más humanos.

Vejez a la vuelta de la esquina: un día menos


jueves, 21 de marzo de 2019

Perianes vuelve a los Preludios de Debussy: de la belleza

El pasado 18 de diciembre escribía en este blog un comentario sobre la recién aparecida grabación de las Estampes de Claude Debussy a cargo de Javier Perianes. Comentario muy elogioso, por cierto, en el marco de una pequeña comparativa con las recreaciones de famosísimos pianistas que realicé al hilo del referido lanzamiento. Pero nada dije con respecto al plato fuerte del disco, que era ni más ni menos que el nuevo registro del primer libro de los Preludios del referido autor. Y digo nueva porque el pianista onubense ya se había acercado a la colección allá por 2002, cuando contaba tan solo veinticuatro años de edad, en un disco editado por la Junta de Andalucía en el que ya ofrecía buena muestra de su talento.


¿Por qué callé entonces? Porque no tenía del todo claras las cosas. O más bien por miedo a escribir lo que opinaba: que siendo esta nueva interpretación muy distinta de la de antes y sin duda superior a aquella, adopta unos criterios interpretativos que ni son los que a mí más me gustan, ni me parecen los más adecuados para poner de relieve la modernidad de esta música genial como pocas. He dejado pasar el tiempo. He escuchado la magníficamente ortodoxa grabación de Claudio Arrau, que un servidor solo conocía parcialmente, y he vuelto al registro de Javier. Dos veces más, siempre de noche y procurando escuchar con la mayor atención. Tras estas nuevas audiciones confirmo mi impresión inicial, aunque también es cierto que los enormes, extraordinarios valores de su lectura me han impresionado todavía más que antes.

Creo que no exagero si digo que la nueva recreación de Javier es, desde el punto de vista meramente formal, la más bella de cuantas he escuchado. ¿Más que Gieseking, Michelangeli, Zimerman, Pollini, Aimard, Barenboim o el citado Arrau? Pues sí, y escandalícese el que quiera. Dueño de una pulsación exquisita, capaz de desplegar los más ricos colores imaginables, dotado de un fraseo de naturalidad extrema y mostrando en todo momento esa portentosa concentración interior de la que ha hecho gala desde que le vengo escuchando en directo y en disco –creo son ya más de veinte años los que llevo siguiendo a Javier–, el de Nerva despliega una enorme depuración sonora, poesía a raudales y, también, ese sentido del misterio y de la ambigüedad expresiva aquí imprescindible.

Lo que ocurre es que esta música puede ser más cosas. Puede ofrecer no solamente morbidez y carácter curvilíneo, sino también grandes picos de tensión; contornos sensuales y difuminados pero también marcadas aristas; no solo atmósfera y misterio, sino también tensión armónica; levedad pero también –no es contradicción– densidad. Incluso puede apartarse de lo más o menos descriptivo –ambiguas figuras entre las brumas– para optar por una arriesgada abstracción, que es justo lo que Javier, desde muy joven valiente a más no poder, hizo en aquel antiguo registro. Ahora no: su mirada es muy distinta, a todas luces más madura, también –insisto una vez más– incomparablemente hermosa, pero de manera voluntaria mira hacia la más absoluta ortodoxia de lo francés optando por una pulsación leve, unos contornos suavizados, una renuncia a extremar los contrastes –aunque esto no signifique que el pianista resulte tímido–, un relativo distanciamiento emocional y también, yo diría que sobre todo, una indisimulada tendencia a buscar la belleza por sí misma. Y a mí lo que más me gusta que esa belleza no sea un fin sino un medio; que los picos de tensión se encuentren bien marcados; que la música no se escuche tan solo con placer, sino también con esfuerzo intelectual, que demande resolver interrogantes. Que el intérprete se moje más en la expresión, aun arriesgándose a no sonar meramente simbolista o impresionista. Por eso no oculto que mis dos lecturas favoritas siguen siendo la visionaria, extremadamente genial de Krystian Zimerman, y la al mismo tiempo densa, sensualísima y plagada de rincones oscuros que nos entregó, primero en vídeo y luego trasvasando ese registro a audio, Daniel Barenboim.

Dicho esto, uno no puede dejar de asombrarse ante el carácter evocador y un punto otoñal de Danseuses de Delphes; el misterio infinito de Voiles, dicha con una levedad aquí por completo pertinente; la asombrosa limpieza digital y la pulsación exquisita de Le vent dans la plaine; el estatismo rico en sugerencias de Les sons et les parfums...; la conjunción de dinamismo y poesía en Les collines d'Anacapri; la concentración, el misterio y la sutileza en el toque en Des pas sur la neige; la tensión soterrada que consigue en Ce qu'a vu le vent d'ouest;  la infinita poesía que despliega en La fille aux cheveux de lin, auténtica especialidad de la casa en la que el de Nerva, que la ha ofrecido infinidad veces como propina en sus recitales, hace volar la música como ningún otro intérprete lo ha hecho; el nervio y el duende de La sérénade interrompue ; las mágicas sugerencias de la mano izquierda en los pianísimos de La cathédrale engloutie; la ligereza que pide la partitura en La danse de Puck; o el humor suave –que yo hubiera preferido con mayor retranca– en Minstrels.

Independientemente de los gustos personales, este es un gran disco. ¡Ah! La toma sonora, realizada en julio de 2018 en Berlín en el Estudio Teldex, es de todo punto sensacional, a todas luces la mejor que conozco en este repertorio.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Sony nos quita Gracenote

Una de las cosas que mas me gustaba de los reproductores de Blu-Ray, DVD y CD Sony que he venido teniendo en casa es que cuando metías un compacto te salían en la pantalla del televisor la carátula –demasiadas veces equivocada, todo hay que decirlo–, el título del disco, el intérprete y el nombre del track, conectándose a una base de datos llamada Gracenote con la que la compañía nipona tenía acuerdo. Todo ello siempre y cuando el aparato estuviera conectado a internet, claro está. Pero hete aquí que el pasado 1 de marzo se realizó una actualización de firmware obligatoria tras la cual la conexión a Gracenote desaparecía. Trar esperar un tiempo a ver si el problema era de mi equipo, empecé a bichear por la red. Efectivamente, la decisión era oficial y ha afectado a muchos modelos de Sony, aunque no a todos. La empresa se disculpa oficialmente, pero no ofrece explicación alguna. En los foros, los aficionados tampoco logran sacar nada claro de este asunto.

Se me ocurren dos razones. Una, un problema puramente económico que ha llevad a la ruptura del acuerdo. Pero eso no explica que en algunos modelos siga funcionando, así que queda otra posibilidad: que Sony pretenda putear al personal para que se compre sus nuevos modelos de reproductor. Esto sería de una monumental poca vergüenza, claro está. Yo he quedado bastante mosqueado.

¿Solución? Aquellos discos de mi estantería que se encuentran también disponibles en Tidal los escucho a través de esta plataforma, a la que estoy suscrito y que recibo directamente a través de mi amplificador Denon: ahí me salen, y esta vez sin error alguno, carátulas y datos del disco, y además con una presentación visual más atractiva que la que ofrecía Sony recurriendo a Gracenote. Ya estoy acostumbrado a escuchar música con el televisor encendido y viendo la carátula: no quiero renunciar a ello.

Otro día les cuento la manera en que Tidal ha cambiado mi manera de decidir qué música pongo en mi cola de audiciones. Porque no es lo mismo tener un montón de cedés en la estantería que poder poner en el equipo, sin haberlos comprado, miles de discos con la misma calidad de audio –ojo, son veinte euros al mes–, que si tuvieras el compact disc.

sábado, 16 de marzo de 2019

La Sonata nº 3 de Chopin por Pollini

Se encuentra Javier Perianes realizando una gira que incluye la soberbia Sonata para piano nº 3 de Chopin, circunstancia que me ha animado a escuchar las dos grabaciones de la misma realizadas Maurizio Pollini, en ambos casos para Deutsche Grammophon: una en 1984, altamente prestigiosa, y otra de hace justo un año, marzo de 2018, que se ha puesto en circulación el pasado enero. Ambas me han gustado mucho.


A sus cuarenta y dos años y en la cima de su carrera, el milanés ofrecía una espléndida recreación que ejemplifica de maravilla lo mejor de su arte. Cierto es que también se aprecian ese sonido no del todo variado y esa cierta tendencia al mecanicismo –Scherzo– que en otras ocasiones llegan a lastrar sus interpretaciones, pero hay aquí, además de esa absoluta limpieza digital en él esperable, una arquitectura tan natural como rigurosamente planificada, vuelo melódico y una considerable tensión dramática: si el Largo, aun dicho desde cierta distancia, sabe mezclar belleza sonora y poesía sin que haya el menor resquicio para el preciosismo ni el amaneramiento, el Presto conclusivo se encuentra dicho con la apropiada rotundidad viril y es todo un modelo de fuerza expresiva canalizada por el más absoluto control de los medios.


Vamos a la segunda. Han pasado treinta y cuatro años, alcanzando el maestro los setenta y seis. Podría esperarse una mayor madurez interpretativa, aunque también, y a tenor de sus más recientes registros de Beethoven, un retroceso considerable. Pues ni una cosa ni la otra. El Allegro maestoso inicial, aun ahora ligeramente más rápido (12’25 frente a los 12’48 de la ocasión anterior), ha ganado quizá en flexibilidad y matices. El Scherzo es ahora un pelín menos acelerado (22’31 frente a 22’24) y presenta un trío menos rígido, ofreciendo quizá mayor intensidad en el clímax rebelde central. La pérdida se produce en un Largo demasiado apresurado (se quedan en tan solo 7’40 los 8’12 de antaño) y de menor vuelo poético, si bien las maravillosas melodías están fraseadas con cantabilidad y el estilo chopiniano, como en toda la interpretación, resulta irreprochable. El Finale vuelve a ser espléndido, ahora menos impulsivo, más amplio (Pollini se extiende hasta los 5’15 cuando antes se quedaba en 4’49), pero no menos brillante, sincero y emotivo.

En cuanto a la sonoridad pianística, ahora parece algo más rica que antes, quizá ofrezca también más carne, aunque la impresión puede deberse a una toma sonora que, si en 1984 era muy buena, ahora es absolutamente excepcional. Por todo ello recomienzo la audición: yo lo he hecho a través de Tidal, donde también se encuentra en formato HD. ¿MI versión favorita? La de Kissin en RCA.

lunes, 11 de marzo de 2019

Previn y Lupu en los conciertos de Schumann y Grieg

En homenaje al recientemente fallecido André Previn (¡qué pena, nunca le pude ver en directo!), aquí va un disco de su muy prolífica etapa al frente de la Sinfónica de Londres que es ya un verdadero clásico: conciertos para piano de Schumann y Grieg grabados junto a Radu Lupu por el sello Decca en el desaparecido Kingsway Hall de Londres, allá por enero y junio de 1973, con toma sonora excepcional. Seguramente podría haber escogido muchos otros registros, pero este sirve a la perfección para hacerse una idea de las maneras de hacer del artista nacido en Berlín y nacionalizado estadounidense: mantenerse neutro en el mejor de los sentidos, dejar hablar a la música por sí misma evitando "interferencias creativas", pero sin confundir esto con la inexpresividad o el distanciamiento. Antes al contrario.


Efectivamente, escuchando este Schumann no se aprecia rastro alguno de genialidad, como tampoco de especial personalidad. Sin embargo, en ningún momento la labor de Previn abandona la excelencia: tanto desde el punto de vista técnico –planificación ejemplar– como desde el expresivo –la sintonía con el autor es enorme–, el maestro deja bien claro que su misión no es otra que poner las notas en su sitio de la manera más ortodoxa y sensata posible, haciéndolo con máxima musicalidad y plena convicción. Y es que aquí está todo Schumann, con su fraseo alado mas no ingrávido, su mezcla de agitación y lirismo sin que esto signifique esquizofrenia, su capacidad para moverse entre lo rotundo y lo delicado evitando el amaneramiento, su intensidad poética… La Sinfónica de Londres se encuentra tratada con enorme plasticidad, frasea sin precipitación y ofrece admirables intervenciones solistas. ¿Y Lupu? Pues aquí sí que se aprecian detalles personales de enorme altura, pero a la postre su visión de la obra se mueve en la misma admirable ortodoxia de la batuta, siendo capaz de cantar las melodías con enorme aliento poético pero también (¡qué manera de modelar el sonido!) mostrándose viril y hasta rotundo cuando debe. A la postre, hay que ir a Barenboim/Celibidache para encontrar algo netamente superior, aun sin olvidar las grabaciones maravillosas de Arrau/Dohnanyi, Arrau/Davis y De Larrocha/Davis.

La página de Grieg recibe una lectura sincera, intensa y con mucha garra, objetiva en el mejor de los sentidos, amén de perfecta en lo estilístico –suena a Grieg, no a Schumann–, en la que Previn vuelve a demostrar un extraordinario manejo de la orquesta y Lupu un virtuosismo portentoso sin que ninguno deje de atender a las diferentes facetas expresivas de la obra, por mucho que se inclinen un poco más por la extroversión que por el aliento humanístico. Eso sí, ni el primero alcanza la fuerza poderosa de Dohnányi ni la belleza suprema de Colin Davis, ni el segundo la inspiración poética suprema de un Arrau o la fuerza dramática de un Gilels. Incluso a veces, pese a la riqueza de su pulsación, el pianista rumano se encuentra tan volcado en la brillantez que parece dejarse cosas en el tintero. Espléndida interpretación, en cualquier caso, a la que colabora en buena medida una Sinfónica de Londres en perfecta forma. Un disco que hay que conocer.

viernes, 8 de marzo de 2019

Prokofiev por Celibidache: lo genial y lo discutibilísimo

Además del portentoso Ravel que comenté hace poco, la Filarmónica de Múnich lanza un par de grabaciones con música de Prokofiev a cargo del inolvidable Celibidache, todo un acontecimiento para los amantes del arte del maestro rumano independientemente de los resultados: geniales los de la Suite Escita, muy discutibles los de la selección de Romeo y Julieta, grabaciones de 1980 y 1988 respectivamente.


Cinco años posterior a su mediocremente grabada y tocada interpretación en Stuttgart (DG), esta es quizá la mejor dirección de la Suite escita de todas cuantas he escuchado, incluido la referida del propio Celi y la soberbia de Abbado de 1977. Y no solo por ese increíble dominio de las texturas que poseía el maestro y que aquí le permite que el fascinante tejido orquestal se escuche con más claridad que nunca, o por la riqueza de colorido o el manejo de la agógica, sino también, y sobre todo, por la perfecta sintonía con el universo de Prokofiev. Hay aquí incisividad y aristas en un grado considerable –sí, Celi era también capaz de desatar a la fiera–. Rusticidad y potencia dramática –tremenda la aparición del dios maligno–. Muchísima ironía. También, eso no hace falta ni decirlo, sensualidad, atmósfera –embriagador el Nocturno– y magia poética a manos llenas. El manejo de las tensiones del clímax final hasta el fortísimo, de alucinar. La toma sonora, sin ser la mejor posible, recoge bien la gama dinámica: ni un solo amante de la música de Prokofiev puede quedarse sin escuchar este registro.

En la selección de Romeo y Julieta, tomada de las suites nº 1 y 2 del ballet, las cosas funcionan de manera muy distinta. El maestro hace más que nunca de sí mismo y ofrece una interpretación “deconstruida” en la que unos tempi lentísimos, al borde del disparate en algunos de los números, permiten diseccionar como ningún otro director lo haya hecho el entramado orquestal –increíbles los diseños de la cuerda en el arranque de la separación de los amantes–, pero hasta el punto de que el análisis se lleva por delante no solo la arquitectura de la mayor parte de los números, sino también su carácter expresivo, por no hablar del sentido teatral y de la fluidez y naturalidad imprescindibles en una música pensada desde la acción y la narración. Eso sí, el sentido del color es apabullante, hay multitud de hallazgos expresivos y en algún momento se alcanza la estratosfera: la muerte de Teobaldo, tras un duelo más bien flácido y desarticulado, se cierra con una marcha fúnebre verdaderamente cataclísmica. La orquesta lo pasa bastante mal, pero uno acaba con el corazón en un puño.

En definitiva, Celibidache puro y duro. Para lo genial y para lo discutibilísimo.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Más Shostakovich de Nelsons en Boston: Sexta y Séptima

Nueva entrega de la integral de sinfonías de Shostakovich a cargo de Andris Nelsons y la Sinfónica de Boston para Deutsche Grammophon: Sexta y Séptima en esta ocasión, registros realizados en vivo en 2017 con una toma sonora espléndida que ofrece graves impresionantes si se escucha no en CD sino en formato HD. Las interpretaciones presentan los mismos desequilibrios que las anteriores entregas, pero el nivel medio puede que sea ahora más alto, particularmente en el caso de la Sinfonía nº 6: quizá me haya gustado todavía más que la que ofreció en 2013 frente a la Filarmónica de Berlín y pude comentar aquí gracias a la Digital Concert Hall, hasta el punto de que se ha convertido en una de mis versiones de referencia.

 
Por descontado, ahí siguen para esta op. 54 el inigualable primer movimiento de Bernstein de 1986 y la visceralidad de Rozhdestvensky en los dos siguientes. Pero no recuerdo ninguna interpretación que logre semejante equilibrio entre los tres movimientos y, al mismo tiempo, ofrezca una ejecución tan perfecta como esta. El Largo arranca con enorme intensidad y se extiende a lo largo de 19’39 minutos manteniendo toda la tensión y ofreciendo frases muy valientes en la trompeta; el pesimismo es palpable, pero no hay resignación sino rebeldía. El Allegro central, además de estar dicho con absoluta convicción, resulta pasmoso desde el punto de vista técnico: quizá nunca, incluyendo la referida interpretación berlinesa, haya sido interpretado con semejante grado de virtuosismo, con limpieza y exactitud tan perfectas, con tal plasticidad en el colorido de las maderas, con arquitectura tan magistralmente planificada sin que la atención al detalle enturbie la feroz tensión que empuja la página hacia un Presto conclusivo que en manos de Nelsons alcanza el adecuado equilibrio entre lo dramático y lo circense; se pueden preferir interpretaciones con mayor mala leche, pero esta resulta inobjetable por mezcla de virtuosismo y fuerza expresiva.

La Leningrado recibe una lectura de nivel técnico increíblemente alto (¡cómo están todas las secciones de la Boston Symphony!), pero aquí en lo expresivo decepciona un poco el primer movimiento, quizá porque uno no puede quitarse de la cabeza aquella genial, irrepetible lectura de Bernstein en Chicago: al arranque le falta grandeza ominosa, la marcha –un prodigio en lo que a la gradación agógica y dinámica se refiere– resulta poco siniestra y carece de retranca en toda su primera mitad –incluso suena un tanto frivolona–, y el gran clímax suena antes épico que acongojante u opresivo. Más que notable el Moderato: ya se sabe que al Shostakovich de Nelsons no le van particularmente el sarcasmo ni el humor negro, pero desde una óptica más distanciada, más “clásica” si se quiere, el resultado es espléndido tanto por su convicción como por su trabajo puramente plástico. A las maderas hay que escucharlas para creerlas. Lo mejor de esta Leningrado llega con un Adagio que, sin ser el colmo de la desolación, combina belleza, humanismo y desolación con muy singular acierto, sin dejar de desplegar rabia en la sección central. Y espléndido el Allegro non troppo conclusivo, expuesto con fuerza bien controlada y  certero en la tremenda y dilatada coda: aquí la batuta se olvida de todo triunfalismo y se decanta por la ambigüedad y el regusto amargo.

Hay propinas. La Obertura festiva, podrían pensar algunos, es fácil de interpretar: basta con una buena orquesta. Pues no. En esta simpática obrita he visto estrellarse a dos músicos que admiro muchísimo, Plácido Domingo y John Williams, el uno con la Filarmónica de Viena y el otro con esta misma Sinfónica de Boston. Hay que ser gran director, y los dos citados no lo son. Nelsons sí que lo es y logra ofrecernos una interpretación expuesta con enorme virtuosismo y dicha con la mayor convicción, sin hinchar la música más de lo que se debe. Eso sí, ¡qué tremenda, increíblemente brillante recreación la que le he podido escuchar en toma radiofónica de 2018 a Riccardo Muti y la Chicago Symphony!

La otra propina consiste en una suite de la música incidental para la producción escénica de El Rey Lear que estrenó Grigori Kozintsev en 1941. Obra interesante, sin más: en absoluto forma parte de la mucha música mediocre que el autor escribió para la escena y la pantalla, pero tampoco es una de sus piezas indispensables. La interpretación parece inmejorable. Así pues, y a la espera de nuevas entregas, esta integral parece perfilarse como una de las más interesantes que existen. Seguiremos informando.

sábado, 2 de marzo de 2019

Chailly y Znaider en Leigpiz

Blu-ray del sello Accentus recogiendo, con excepcional calidad de imagen y sonido, dos interpretaciones a cargo de Nikolaj Znaider, Riccardo Chailly y la Orquesta del Gewandhaus de Leipzig, aun en los tiempos en los que el milanés se encontraba a su frente: el Concierto para violín de Beethoven y el Concierto para violín nº 1 de Mendelssohn.



Salvando la moderación del vibrato, apenas se detectan en Beethoven las pretendidas influencias del historicismo en la dirección de un Chailly mucho más centrado que en su lamentable integral de las sinfonías del de Bonn. Se trata, de hecho, de una interpretación sensata y ortodoxa, muy bien expuesta y de hermoso canto en el fraseo, aunque tampoco se puede decir que se muestre afín con el universo beethoveniano, particularmente en un primer movimiento considerablemente frío. Mejora el segundo y convence en un tercero de corte apolíneo pero dicho con convicción.

Lo extraño es Znaider, que arranca con cierta incomodidad en el registro agudo –por momentos parece desafinado– y no termina de sintonizar nunca con el espíritu de la pieza, con su poesía ni con su humanismo, como si quisiera limitarse a concatenar sonidos bellos. Ya en el Larghetto se muestra más sólido en su sonido –carnoso y muy homogéneo– y logra cantar con cierta hondura la música, para en el Rondo conclusivo ofrecer luminosidad, entusiasmo y sincero optimismo bajo un perfecto control de los medios. Una interpretación que va de menos a más, pues, pero que pincha en toda la primera mitad de la obra. De propina, Sarabande de la Partita nº 1 de Bach, en lectura de articulación recortada, abundantes asperezas y concentrada intensidad dramática. Sonido e imagen excepcionales.

Como en las dos grabaciones radiofónicas que le conocía junto a Barenboim, en Mendelssohn Znaider vuelve a ofrecer un verdadero derroche de belleza en el sonido violinístico –carnoso, homogéneo, de refulgente agudo–, de agilidad en la mano izquierda y de cantabilidad en el fraseo, así como una musicalidad que le permite atender tanto a la faceta luminosa y vibrante de la página como a los acentos líricos y dolientes que alberga. Sin embargo, aparece aquí algo menos centrado en lo expresivo, no tan inspirado, posiblemente por culpa de la dirección de un Chailly que, en todo momento gran concertador y sin sacar los pies del plato –sin los preciosismos de su Midsummer hace poco comentado– se muestra un tanto cuadriculado y en más de un momento llega a precipitarse. Sacrificar efervescencia para dejar volar más la música hubiera sido interesante, qué quieren que les diga. De propina, Sarabande de la Partita nº 2 de Bach en la misma línea que la anterior.

No sé hasta qué punto puedo recomendar este producto. Ustedes mismos.

La Bella Susona: el Maestranza estrena su primera ópera

El Teatro de la Maestranza ha dado dos pasos decisivos a lo largo de su historia lírica –que se remonta a 1991, cuando se hicieron Rigoletto...