lunes, 30 de noviembre de 2009

Rózsa para violín y piano

El húngaro Miklós Rózsa (1907-1995) es uno de los nombres sagrados para los que amamos la música cinematográfica, pero poco nos interesamos sobre su labor creativa al margen de la gran pantalla, excepción hecha de su hermoso Concierto para violín, que alcanzó cierta celebridad gracias a su reutilización en la banda sonora del filme de Billy Wilder La vida privada de Sherlock Holmes. El sello Naxos viene a paliar parcialmente tal laguna con este disco, grabado en tierra canadiense en enero de 2007, que incluye cuatro páginas de cámara con el violín como gran protagonista.


Las Variaciones sobre un tema popular húngaro (1929), las Canciones y danzas campesinas del norte de Hungría (mismo año de la anterior) y el Dúo para violín y piano (1931) son páginas juveniles de un Rózsa veinteañero que aún no había establecido sus lazos con el mundo del cine. En ellas, como era de esperar, el autor rinde homenaje al folclore de su tierra siguiendo soluciones paralelas a las de su admiradísimo Béla Bartók. Música menor, ciertamente, pero bien escrita y de muy agradable escucha, por momentos muy sugerente, que en cualquier caso permite conocer los primeros pasos de un compositor que aún no había madurado su inconfundible estilo.

En la dilatada -veintitrés minutos- Sonata para violín solo sí que es reconocible el lenguaje del autor. No en balde nos encontramos ante una obra ya de 1986, y por ende cuatro años posterior a su última partitura fílmica (Cliente muerto no paga). Lo interesante es que, ajeno ya a los compromisos con el público de las salas cinematográficas, Rózsa se permite escribir una música mucho más tensa, desgarrada y disonante de lo que acostumbraba en Hollywood. Obviamente no es que nos encontremos ante un Rózsa "contemporáneo": para los años ochenta esta partitura es absolutamente tradicional en su lenguaje. Lo que ocurre es que aquí el autor no juega con las cartas marcadas de la belleza melódica y del efectismo un punto vulgar que le granjearon fama, procurando por el contrario limpiar de retórica, convenciones y trivialidad la partitura. Por ello, precisamente, esta página resulta particularmente personal, sincera y expresiva dentro del catálogo del autor.

De subrayar las virtudes de esta música se encarga con incontestable éxito Philippe Quint. Armado de un magnífico Stradivarius del que obtiene un sonido particularmente sólido y terso, el joven violinista ruso ofrece una verdadera lección tanto de virtuosismo como de compromiso expresivo. Su dominio del instrumento es impresionante, como también lo son la emotividad de su fraseo y la manera de planificar las tensiones hasta alcanzar clímax de una desgarradora fuerza emocional. El idiomatismo de sus lecturas, por lo demás, está garantizado con un absoluto dominio del sabor folclórico que estas obras demandan. Le acompaña con solvencia el pianista norteamericano William Wolfram, redondeando un disco muy recomendable, yo diría que obligatorio, para los interesados en la música del autor.

Ah, en Youtube se puede ver un fragmento de las sesiones de grabación (enlace).

sábado, 28 de noviembre de 2009

El furor intrépido arde en Baeza

Como me he visto obligado a llevar hasta Baeza mi receptor/amplificador para su reparación (¡qué duro es estar sin escuchar música en condiciones!), aproveché para asistir al concierto que ofrecía la Orquesta Barroca de Sevilla dentro del XIII Festival de Música Antigua con el programa del disco que, grabado en sello propio, anda estos días promocionando la formación hispalense, y que bajo el título Arde el furor intrépido agrupa composiciones que los maestros de capilla Juan Francés de Iribarren (1699-1767) y Jayme Torrens (1741-1803) escribieron para la Catedral de Granada. El programa se ofreció también en Cádiz el jueves 26 de noviembre y se repite hoy sábado y mañana domingo en el Teatro de la Maestranza, espero que con más público que el congregado en el auditorio de las baezanas ruinas de San Francisco: los que no vayan se perderán un gran concierto.


A mi modo de ver esta música se encuentra bastante por encima de algunos bodrios del barroco español que en otras ocasiones he visto rescatar. Marcadamente italianizantes en su estilo, las de partituras de Iribarren no son sino una nada desdeñable derivación del barroco italiano, mientras que las de Torrens, quizá menos felices en su inspiración, asimilan ya los ecos del clasicismo centroeuropeo. Todas ellas son agradables, se encuentran bien escritas y resultan bastante interesantes de escuchar, toda vez que nos permiten ir cubriendo importantes huecos en nuestros limitados conocimientos del panorama musical hispano del XVIII.

En cualquier caso, y felicitando a la OBS y a sus investigadores por esta acertadísima y muy necesaria labor, no conviene echar las campanas al vuelo y pensar que nos encontramos ante obras maestras: cuando en la tocata de Prosigue acorde lira (1740) de Iribarren suena su arreglo orquestal de una sonata para violín y continuo de Corelli, el nivel sube como la espuma y terminamos colocando al español en el -por lo demás muy digno- lugar que le corresponde.

Me gustaron las intervenciones de María Espada, más incluso que en el disco, toda vez que en Baeza no se mostró tan tirante y esforzada en el registro sobreagudo, una limitación que -ocultarlo no creo que le haga ningún favor- hace que la audición de obras como la que precisamente da título al disco, Arde el furor intrépido, que en Baeza interpretó para cerrar la velada, resulte por momentos algo desagradable.

Todo lo demás que podemos decir de ella (bueno, el grave le viene algo justo) es muy positivo. La voz es de buena calidad, tiene esmalte y alcanza un apreciable volumen. La dicción resulta muy inteligible, sobre todo en los recitativos. El dominio de la coloratura es irreprochable, como también lo es su conocimiento del estilo: ornamenta muy bien. Pero además, y sobre todo, la soprano extremeña alcanza unos elevados niveles de expresividad, comunicatividad y sinceridad, sin el menor atisbo de blandura, narcisismo o amaneramiento, sabiendo frasear con una calidez y una atención al matiz encomiables.


Descomunal la dirección de Diego Fasolis, un músico que a muchos nos ha deslumbrado con su reciente Faramondo haendeliano y que evidenció -en el disco y en el concierto de Baeza- un compromiso interpretativo fuera de lo común. Mostrando un absoluto dominio del estilo, el maestro suizo dirigió estas músicas como si de obras de primerísima fila se tratasen, atendiendo tanto a la belleza sonora (creo que nunca he escuchado a la OBS sonar así de increíblemente bien) como a la comunicatividad, fraseando con una flexibilidad tan sutil como efectiva, atendiendo a cada una de las inflexiones dramáticas del texto y sabiendo no confundir (al contrario que ciertos famosos directores del repertorio barroco) la teatralidad con el exceso en los contrastes, la frescura con la frivolidad, la agilidad con lo pimpante, y en suma, la emoción sincera con la expresividad brocha gorda.

Claro que nada de esto podía haber llegado a buen puerto si no fuera con un nivel como el exhibido por una Orquesta Barroca de Sevilla en estado de gracia, no solo por su nivel técnico, sino también por la musicalidad de sus integrantes, de entre los que me gustaría destacar a un maravilloso Miguel Rincón al laúd y la tiorba, que mostró tanta fantasía como buen gusto a la hora de elaborar el bajo continuo. Por cierto, Fasolis no se mostró precisamente manco al clave.

La brevedad del programa (se eliminaron obras del disco por falta de contratenor) llevó a ofrecer como propina nada menos que el Lascia ch'io pianga haendeliano. María Espada se mostró conmovedora -llevó al extremo el carácter lacrimoso de la página sin sacar los pies del plato- y ornamentó con mucha sensibilidad el da capo, mientras que un concentradísimo Fasolis ofreció una dirección de referencia. Solo por esta sublime interpretación ya mereció la pena acudir al concierto.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Las Cantigas de Santa María: una introducción

Al hilo de la lujosa exposición que ofrece Murcia en torno a Alfonso X en la que se reúnen por vez primera los cuatro códices de las Cantigas traigo aquí este artículo que escribí hace ya algunos años para Ritmo en el que intenté sintetizar el estado de la cuestión en torno a esta obra maestra de la lírica medieval. La selección discográfica, que se adapta al formato en cuatro columnas de la sección de la revista a la que iba destinada, resulta inevitablemente incompleta (ver nota final).
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Las Cantigas de Santa María conforman, en su feliz conjunción de poesía, música y miniatura, una de las obras artísticas más destacadas de la Europa medieval, al tiempo que uno de los hitos fundamentales de toda la cultura hispánica. Como es bien sabido, la colección fue un proyecto de Alfonso X (1221-1284), monarca que a pesar de reveses tan sonados como sus frustradas aspiraciones a ocupar el trono imperial germánico y a conquistar el norte de África, o la rebelión general contra su persona encabezada por su propio hijo -el futuro Sancho IV-, logró sentar las bases de la modernización de la Corona de Castilla y acometió una intensa labor cultural que le valdría el sobrenombre de “El Sabio”.

La labor se realizó entre 1257 y 1283, aun incluyendo posiblemente algunas páginas escritas con anterioridad. El deseo del rey fue presentar composiciones poético-musicales en las que, recogiendo la nueva espiritualidad humanizada de corte franciscano, al tiempo que los aires neoplatónicos del denominado “amor cortés” (significativamente recurre al galaico-portugués en lugar de al más prosaico castellano), se loase a la Virgen María y se narrasen diferentes milagros realizados a favor de quienes, incluso habiendo pecado gravemente o no siendo de religión cristiana, habían depositado toda su confianza en Ella, que es presentada a un tiempo como intercesora ante Dios y como dama ideal a la que el trovador dedica todo sus afanes.

En un principio planificó un centenar de composiciones, que se hallarían distribuidas en diez grupos, conteniendo cada uno una cantiga de loor y nueve narrativas. Alcanzada la cifra prevista, el proyecto se iría ampliando sucesivamente, así hasta llegar a cuatrocientas veintisiete. Hoy se encuentran repartidas en cuatro manuscritos diferentes. En la Biblioteca Nacional de Madrid tenemos uno que incluye sólo aquellas cien del plan inicial. En El Escorial nos encontramos con la primera parte del conocido, por la suntuosidad de sus miniaturas a página completa, como “Códice Rico”, del que tenemos en Florencia su inacabada segunda parte, en la que no se llegó a incluir la música. Nos queda finalmente otro volumen en el monasterio escurialense, el “Princeps” o “de los músicos”, el más completo musicalmente hablando; este último puede considerarse como el definitivo.



Se ha debatido intensamente en torno a la labor realizada por el propio Alfonso en las Cantigas. Por un lado, no cabe duda de que se implicó de manera personal. El rey ya se presenta desde el prólogo como trovador de la Virgen, y junto a milagros de larga tradición recogidos en otras fuentes medievales, se incluyen numerosos relatos acontecidos en su propia época. Incluso algunos de ellos se encuentran protagonizados por el monarca, quien no deja de dar -en los que poseen un marcado carácter político, aun revestidos con ropajes espirituales- su visión personal e interesada de los hechos.

Por otro, hoy parece haber acuerdo en que Alfonso, que marcaría las pautas generales, supervisaría la labor y velaría por la homogeneidad del resultado, no intervendría personalmente más que en algún momento esporádico. Más bien dejaría la tarea en manos de los artistas congregados en su corte, entre los que se encontraban experimentados trovadores provenzales huidos de la cruzada albigense, entre ellos el famoso Guiraut Riquier.

Las Cantigas son objeto de otros intensos debates. Así por ejemplo, resulta complicado establecer la filiación estilística de las miniaturas dentro del llamado Gótico Lineal. Los vínculos con los talleres de iluminación franceses son relativizados por algunos especialistas, al tiempo que se ha subrayado el parentesco con la corte italiana de Federico II y se han encontrado elementos que nos hacen pensar que la miniatura islámica pudo inspirar determinadas soluciones formales y iconográficas.



Lo poético-musical no es menos problemático. Es el caso de la estructura a primera vista responsorial de la mayor parte de la Cantigas, en su alternancia de un estribillo con diversas estrofas, incluyendo estas últimas un verso de vuelta que rima con aquél. Para unos habría que ponerla en relación tal fórmula con el zéjel islámico, de antigua presencia en tierras peninsulares, mientras que para otros habría que mirar antes al virelai francés, no faltando quienes llaman nuestra atención sobre la necesidad de investigar sobre la tradición preislámica.

Desde luego las teorías mudejarizantes que el arabista Julián Rivera estableciera allá por 1922 fueron desmontadas por el musicólogo Higinio Anglés en su edición de 1943, quien a su vez realizó reveladores hallazgos para interpretar los manuscritos. Tampoco parecen hoy sostenerse del todo las de este último, cuya edición musical presenta no pocas contradicciones y paradojas. Y es que a pesar de que las Cantigas ofrecen una notación infrecuente en su época por indicar la duración exacta de las notas e incluir ciertas indicaciones que nos sirven para determinar el ritmo, la interpretación de la misma resulta harto complicada.

Algunas de las premisas tradicionales han quedado obsoletas. Tras una exhaustiva investigación, Gerardo V. Huseby ha logrado desmontar la idea de que las Cantigas se escribieron pensando primordialmente en una interpretación de tipo responsorial, teoría que se basaba en una presunta mayor amplitud del intervalo melódico de las estrofas (de las que se haría cargo el solista, diestro en lo técnico) frente al que se creía más restringido del estribillo (que corresponderían al coro). Igualmente, este musicólogo argentino ha descartado la relación con el mundo de lo popular, demostrando al mismo tiempo su vinculación con el sistema octomodal propio de la música culta sacra europea de la época, lo que hace pensar en la presencia en la corte alfonsí -que se encontraba en la vanguardia cultural de su tiempo- de clérigos de sólida formación musical.



Otra cuestión espinosa es la representación en las miniaturas de más de treinta instrumentos diferentes, cultos y populares, y de músicos de las tres culturas, que se tomó en tiempos como modelo ineludible para la interpretación de las Cantigas. Hoy sabemos que tal lectura dista de ser sólida (como lo es considerar los edificios que vemos en esas imágenes como una fidelísima plasmación gráfica de la arquitectura de la época); tales representaciones deben tomarse más como una referencia al carácter musical del texto -caso del Códice Rico- y como un exhaustivo catálogo organológico -en el Princeps-, que como un retrato de los encargados de ejecutar aquella música.

De hecho, no sabemos cuándo ni dónde pudieron las Cantigas haber sonado en vida del monarca, ni quiénes se encargarían de su ejecución. Al menos tenemos una pista: Alfonso legó en su testamento de 1284 los códices a la Capilla Real de la Catedral de Sevilla, para que fueran cantados junto a su tumba en las fiestas de Santa María. Ello hace plausible una interpretación contextualizada en lo sacro, si bien la propia naturaleza de las composiciones empuja a realizar lecturas trovadorescas, como también a recrear la hipotética -pero en absoluto descartable- intervención de músicos islámicos al servicio de la corte alfonsí.

Pensemos finalmente que el repertorio medieval -así como buena parte del renacentista, del barroco y del clásico, habría que recordárselo a más de uno- no estaba pensado para recibir una interpretación fija y uniforme. Antes al contrario, se planteaba para ser recreado en función de la disponibilidad de intérpretes, de la particular manera de hacer de los mismos y del contexto en que debía sonar la música. Esta circunstancia nos invita a acudir a lecturas conceptualmente muy diversas para obtener una visión lo más rica y plural de las posibilidades que ofrece este gran conjunto poético-musical. Es lo que hacemos en las páginas siguientes.
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Sequentia. Barbara Thornton, Benjamin Bagby. Deutsche Harmonia Mundi, 05472 77173 2.

Aunque cualquier interpretación de este repertorio se mueve en el terreno de la conjetura, la grabación que en 1991 realizaran los norteamericanos Benjamin Bagby y Barbara Thornton al frente de su grupo Sequentia resulta una propuesta muy sólida, a tenor de lo que sabemos sobre la vinculación en lo melódico de las Cantigas con la música católica de la época y sobre el deseo de Alfonso de que se cantasen en la catedral hispalense. Ellos mismos explicaron su postura en una entrevista realizada por Raúl Mallavibarrena (RITMO nº 657): “es una música hecha para venerar al ser supremo, para emocionarse (...) No es trovadoresca simplemente, lo vemos como una comunión”. Se trata así de la versión que más pone de relieve su faceta místico-espiritual.

Claro que, independientemente del concepto, lo que convierte a esta lectura en una de las más bellas es su calidad interpretativa. El coro es excepcional, dotado de enorme fuerza y de una impecable afinación. Solistas vocales e instrumentales son espléndidos. Además, secreto de toda buena interpretación musical, la admirable técnica y sabiduría de estos artistas logra -de manera imperceptible pero muy efectiva- establecer una hipnótica acumulación de tensiones, convirtiendo cada cantiga en un ejercicio de paroxismo neoplatónico.

Por lo demás, y siendo una versión sobria y ajena a cualquier efectismo (la total renuncia a la percusión es insólita en la discografía de las Cantigas), se despliega una gran imaginación a la hora de plantear fórmulas interpretativas para cada página. Así por ejemplo, en la alternancia de solistas y coros, en la combinación de voces femeninas y masculinas, en la incorporación de -pocos y muy escogidos- instrumentos o en la inclusión de algunas puntuales polifonías. A destacar la elegancia de Bagby al arpa y la subyugante voz de la llorada Thornton. Impagable la selección de cuatro jarchas para complementar este bellísimo compacto.
En fin, nueva demostración de que interpretar realmente bien la música medieval, con frecuencia en manos de amateurs, requiere tanto despliegue de talento como hacerlo con el “gran repertorio”. Es en discos como éste -lamentablemente descatalogado- donde nos descubre su grandeza.




La Capella Reial de Catalunya, Hesperion XX. Jordi Savall. Astrée, 9940.

He aquí una interpretación opuesta en lo conceptual a la de Sequentia. Y es que, por mucho que la música revele su filiación europeizante, el sincretismo de la cultura alfonsí (que como vimos llega a reflejarse en las propias miniaturas que ilustran las Cantigas) ha animado a muchos intérpretes a realizar, con mayor o menor fortuna, experiencias de síntesis estilística tan imaginativas como, todo hay que decirlo, astutamente comerciales.

Jordi Savall no podía ser menos. Como es habitual en él, opta por la suntuosidad tímbrica, la ornamentación exuberante, el alarde de virtuosismo y el derroche de fantasía, todo ello aderezado con un cierto sabor oriental que apunta tanto a la cultura islámica como al mundo bizantino e incluso a los primeros siglos cristianos. No del todo satisfecho con semejantes ingredientes, incorpora además instrumentos y soluciones que tienen más que ver con los cancioneros renacentistas que él tan creativamente ha llevado al disco que con lo que pensamos que pudo haber sido la música medieval.

El resultado de adoptar esta discutible postura no tendría mayor interés (de hecho otros grupos con planteamientos cercanos han fracasado estrepitosamente) si no hubiese tenido a su disposición un grupo de músicos extraordinario. Ciertamente a las voces se les pueden poner algunos reparos, pero contar con Pedro Memelsdorff a la flauta o con Andrew Lawrence-King al arpa y al salterio sólo puede calificarse de lujo asiático, por no hablar del despliegue de técnica y sensibilidad del propio Savall, que se concede aquí buenas ocasiones para su lucimiento.

Claro que a la hora de destacar a alguien deberíamos escoger a Pedro Estevan, percusionista de virtuosismo extremo, genial en éste y otros muchos repertorios, que despliega una imaginación prodigiosa en cada una de las piezas en las que interviene sin jamás acaparar protagonismo ni enturbiar el equilibrio sonoro. A él se debe gran parte de la fascinación que produce este registro, y hasta que por momentos logremos alejar la sensación de que nos encontramos ante un invento, un precioso invento. Sea como fuere, y dado que el compacto ha pasado a serie media, recomendamos su audición inteligente y pleno disfrute.




Sinfonye. Stevie Wishart. Almaviva, DS 0110.

Aunque muchos estudiosos descartan la huella “popular” en la música de las Cantigas, el registro que en 1993 -mismo año de la personalísima lectura de Savall- realizara el grupo Sinfonye ofrece refrescantes aportaciones y nuevas perspectivas que pueden complementar acercamientos más “cultos”. Stevie Wishart es una intérprete rigurosa, y por suerte su experiencia en la música tradicional (entre otros campos muy diversos) no se manifiesta tanto en esas pinceladas “folkies” con las que antaño sonaba el repertorio profano medieval, como en la frescura y espontaneidad que desprenden sus lecturas, repleta de detalles originales y hermosos.

Partiendo de un reducido planteamiento instrumental y vocal, propone unas lecturas entroncadas con la tradición oral e incluso con lo bailable, opción que justifica estableciendo relaciones con las “dansas” provenzales y con los villancicos franceses, y recordándonos la aparición en las miniaturas de un grupo de personajes que bailan al son de la música mientras Alfonso señala a la Virgen. Por otra parte, la incorporación de Equidad Bares es un hallazgo: sabiendo que la emisión vocal hasta tiempos no muy remotos tiene poco que ver con nuestra tradición digamos -para entendernos- “operística”, la poderosa rusticidad de la cantante asturiana nos invita a imaginar cómo pudo sonar en su momento este repertorio. Una cuidada presentación literaria redondea este sólido producto realizado por la Junta de Andalucía.

Por desgracia, otras producciones españolas en torno a la lírica alfonsí no han alcanzado buenos resultados. Es el caso del proyecto en curso de Eduardo Paniagua y su grupo para grabar -desde un planteamiento abiertamente popular y mudejarizante- la integral de las Cantigas, que cuenta con nueve volúmenes diferentes en la división española de Sony y no menos de seis en Pneuma: dicho sea con el respeto que se merecen quienes más han luchado por difundir este patrimonio, sus interpretaciones dejan mucho que desear. Tampoco despierta entusiasmo el Grupo SEMA en su doble compacto, bellamente editado pero a la postre un tanto aburrido, entre otras cosas porque el planteamiento de Pepe Rey resulta en exceso rígido y monolítico. Otra vez será.




Alla Francesca. Birgitte Lesne, Emmanuel Bonnardot y Pierre Hamon. Opus 111, OPS 30-308.

Antes de comentar nuestra última selección, hemos de reparar en un par de versiones registradas para sellos de amplia difusión. La primera es la del Ensemble Unicorn: el conjunto vienés que ofrece unas versiones tan tópicas, ruidosas y anticuadas como las de algunos de nuestros más incansables compatriotas. Todo un desacierto por parte de Naxos. La segunda es la realizada para Erato en 1998 por Joel Cohen, admirable y sabio intérprete que decide abordar las Cantigas desde el punto de vista de la música culta marroquí. Semejante planteamiento nos parece harto discutible, por mucho que aquélla hunda sus raíces en nuestra tierra; con todo, se trata de un trabajo serio que puede abrir nuevas vías. A resaltar la participación de la Orquesta Andalusí de Fez y de las sinceras voces de su habitual Anne Azéma y de la ya citada Equidad Barés.

Llegamos así a la recreación que quizá sea, junto con la de Sequentia, la que mejor compagina un relativo rigor musicológico con la belleza de los resultados: la dirigida en 1999 por Birgitte Lesne, Emmanuel Bonnardot y Pierre Hamon, esto es, Alla Francesca, grupo aquí reforzado por otros cinco espléndidos cantantes y tañedores, ya apunta por dónde van los tiros. A pesar de la inclusión de instrumentos tradicionales de Egipto o la India -algo que hacen también muchos otros intérpretes-, los artistas dejan a un lado lo islámico y se decantan por la lírica trovadoresca y el amor cortés. La intervención de tambor y cornamusa pueden sonar algo tópica, como también algún que otro pasaje en exceso “folclórico”, pero el resultado convence por el excelente gusto que manifiestan los intérpretes, que ornamentan con buen sentido y saben primar lo rítmico-percutivo o lo digamos “espiritual” en función de la naturaleza de cada cantiga. Ni que decir tiene que Lesne está maravillosa cantando y al arpa.

Estaría bien contar con una grabación oficial del grupo del que se desgajaron estos intérpretes, el Ensemble Gilles Binchois: al excelente conjunto de Dominique Vellard le vimos en la televisión vía satélite una recreación, si bien un tanto irregular y más islamizante de lo que esperábamos, con hallazgos de gran interés en lo vocal. A ver si se animan.

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Artículo publicado en el número de marzo de 2003 de la revista Ritmo.

PS. Hemos de lamentar el fallecimiento de dos de las figuras que mejor han estudiado las Cantigas en los últimos años, el profesor Jesús Montoya -especialista en su vertiente literaria- y el musicólogo Gerardo V. Huseby. Este último ha realizado aportaciones que, como señalé en mi texto, parecen decisivas para entender el aspecto musical de estas obras. Por ello mismo me sorprende que el especialista Ismael Fernández de la Cuesta haya decidido obviar semejantes aportaciones -y su nombre en la bibliografía- a la hora de escribir sobre las Cantigas en el suntuosísimo catálogo de la referida exposición murciana. Sí que cita al profesor Montoya, cuya pérdida lamenta. Por cierto, hace años pude presenciar el encuentro entre los tres profesores citados en un curso veraniego en El Escorial en el que hubo interesantes intercambios de pareceres.

Personalmente, distando de ser musicólogo -no soy más que un aficionado a la música- pero habiendo investigado un poquito sobre la arquitectura medieval andaluza y sobre lo que pasó -o más bien lo que no pasó- en el siglo XIII, creo que hay que desmontar más de un tópico sobre las Cantigas, y que para ello no hay más remedio que atender a las diferentes posturas historiográficas y realizar serios análisis críticos sobre cada una de ellas.

En lo que a la discografía se refiere, no quise ceñirme a las exigencias de comentar únicamente cuatro grabaciones y dije de pasada algo sobre algunos registros que, bien por su difusión comercial, bien por sus planteamientos, me parecían de especial interés. Quisiera ahora dejar claro -me he encontrado a algún malpensado cuando he escrito sobre música antigua- que no guardo amistad ni la menor relación con ningún grupo de intérpretes, y menos aun con determinadas casas discográficas. La selección y valoración responde exclusivamente a mis criterios estéticos personales, y por tanto perfectamente discutibles, toda vez que aquí nos apartamos del terreno científico que supone el análisis racional de las Cantigas y entramos en el de la crítica musical. Todo ello, claro está, independientemente de que a la hora de escoger haya procurado que exista variedad de criterios interpretativos, un aspecto que, como señalé en el artículo, es imprescindible para el acercamiento desprejuiciado a estas obras.

Por otra parte, la selección discográfica resulta más bien incompleta. Lo ideal hubiera sido escribir un nuevo texto en el que incluir en su sitio a nombres como los de Gregorio Paniagua (registro meritorio para su época), Thomas Binkley (más que apreciable pese a su antigüedad), Esther Lamandier (mejor acompañándose al arpa que cantando, aunque el enfoque es de mucho interés), Theatrum Instrumentorum (ruidoso), The Renaissance Players (atractivo) o el Grupo Cinco Siglos (buena opción exclusivamente instrumental, dentro de la línea mudejarizante). No conozco la grabaciones de René Clemencic -espero poco de ella-, del Martin Best Ensemble ni la del Dufay Collective. Tampoco la de Micrologus, aunque a este grupo le escuché una selección en directo que no me pareció gran cosa.

Me gustaría en cualquier caso añadir que finalmente el Ensemble Gilles Binchois ha realizado su propia grabación de cantigas, y que por su parte Eduardo Paniagua ha seguido adelante con su incansable -y por muchos motivos admirable, aunque a mí no me gusten los resultados- labor en el sello Pneuma. También quiero subrayar que es una lástima que la grabación de Sequentia siga descatalogada, como también lo está la citada de Thomas Binkley, interesante entre otras cosas por poder escuchar a una magnífica (¡qué cosas!) Montserrat Figueras. Afortunadamente el eMule -no hay otro remedio- permite paliar estas ausencias en el mercado.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Benedetti Michelangeli y Barenboim hacen Schumann

Me han regalado (¡gracias, Ángel!) el compacto que acaba de publicar Deutsche Grammophon en el que se lanza por vez primera el Concierto para piano de Schumann ofrecido por Arturo Bedenetti Michelangeli y Daniel Barenboim en la parisina Salle Pleyel en octubre de 1984. Todo un acontecimiento, pues no son precisamente abundantes los discos del mítico pianista italiano, y menos aún aquéllos en los que aparece junto a un director de categoría. Lo he disfrutado muchísimo.


Lo más asombroso es precisamente el trabajo del solista, quien armado de una técnica colosal -su pulsación no es muy poderosa, pero sí riquísima en matices- logra clarificar las líneas pianísticas como nadie lo habia hecho hasta ahora, paladeando cada uno de los pasajes no solo con esa elegancia que le caracteriza, sino también con una portentosa concentración que le permite mantener el pulso firme -con un fraseo natural y fluido, jamás mecánico- sin caer en blanduras narcisistas ni perder de vista la arquitectura global. Ha habido quizá pianistas que han llegado aún más lejos en lo que a poesía se refiere (pienso en Arrau o en el propio Barenboim), pero dudo que nadie haya alcanzado semejante equilibrio entre belleza sonora, arquitectura y expresividad.

Al frente de la Orquesta de París, el de Buenos Aires sorprende con una dirección elegante y controlada, muy alejada del las tensiones, la fogosidad y la negrura que le caracterizan. ¿Un Barenboim apolíneo? Pues sí, pero no por ello blando ni distanciado. Su lectura alcanza el punto justo de refinamiento, naturalidad y frescura que demanda la escritura schumanniana, atendiendo de manera irreprochable a la sensualidad de los timbres y al diálogo con el solista. Hace además gala de una concentración y de una efusividad lírica que el inflamable director no siempre conseguía en directo por aquellos años: ¡qué manera de hacer cantar a los violonchelos en el segundo movimiento!

El disco se completa con cuatro de las Images de Debussy (nº 1, 2, 4 y 6, más concretamente) registradas asimismo en París en marzo de 1982. Aquí no hay sorpresa posible: el prodigioso toque de Bedenetti Michelangeli -de increíble agilidad y limpieza-, su capacidad para matizar con el más fino trazo impresionista, su sensibilidad para el color y su capacidad para resultar comunicativo desde un enfoque principalmente asbtracto que pone de relieve la modernidad de la escritura, hacen de estas recreaciones auténticas referencias.

Total, un disco magnífico. Que la toma sonora del Schumann no esté a la altura de las mejores grabaciones digitales de aquellos años (la orquesta suena algo lejana y difusa, me aseguran que en parte debido a la acústica de la sala) no debe ser impedimento para que los buenos melómanos dejen de disfrutar las muchas bellezas aquí contenidas.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Estreno de Cristóbal Halffter en la ONE

Pocas emociones hay para un melómano comparables a la de escuchar por primera vez una obra maestra no en un disco, como es habitual descubrir las partituras, sino en vivo y en una gran interpretación. Me ocurrió en Sevilla en el 92 con el War Requiem de Britten dirigido por Rostropovich: aquello fue para mí un verdadero trauma. Me volvió a pasar el año siguiente con la Turangalila que ofreció Chailly en el Maestranza. Y me ha vuelto a ocurrir hace unos días, el domingo 15 de noviembre, con el Concierto para violonchelo nº 2, “No queda más que el silencio”, de Cristóbal Halffter, en interpretación del propio compositor y el solista Asier Polo en el marco de la “carta blanca” que ha ofrecido la Orquesta Nacional de España al músico madrileño.

La emoción del descubrimiento en tan óptimas condiciones me ha compensado la vergüenza de no haber escuchado hasta ahora una partitura con ya algunos años a sus espaldas, pues la escribió Halffter allá por 1986 para Mstislav Rostropovich. Obra tensa, virulenta y de corte marcadamente expresionista, quizá no del todo redonda por la existencia de algún punto muerto, hace gala de una escritura tan cerebral en su construcción como comunicativa y sincera en su contenido expresivo, demandando del oyente una atención tan grande como el virtuosismo exigidos a orquesta y solista.

En este sentido la interpretación escuchada en el Auditorio Nacional se benefició de una dirección sensacional del propio Halffter (¡hay que ver, con lo mal que dirige este señor algunas otras cosas!) y de la impresionante lección de equilibrio entre belleza sonora y expresividad ofrecida por Asier Polo, que comulgó con la partitura desde la primera nota hasta la última. Yo, que para concentrarme lo más posible me había comprado una butaca en primera fila, me conmoví -de dolor, aunque resulte pedante decirlo- como pocas veces lo he hecho en un concierto.

En cualquier caso se supone que el “acontecimiento” del programa no era la revisitación de esta página, sino el estreno de un encargo de la propia OCNE: De ecos y sombras. A mí me gustó, sobre todo por su impresionante escritura orquestal, más densa que la del concierto pero no por ello menos clara en las texturas; éstas se ven enriquecidas además por sonoridades distintas, no necesariamente ásperas e incisivas, entre las que destaca la de la celesta. Ahora bien, tengo la sensación que en esta nueva obra Halffter no tiene en lo expresivo tantas cosas que decir y que "el continente", en definitiva, ofrece más interés que "el contenido". El tiempo dirá.

El concierto se había abierto con una correcta interpretación de la simpática Circus Polka de Stravinsky, y vino a cerrarse con el Preludio para Madrid 92 del propio Halffter en una interpretación muy enérgica, pero también un tanto masiva y decibélica, que desmereció del resto del concierto: aun tratándose de una página de circunstancias, la breve partitura sinfónico-coral podía haber estado interpretada usando pinceles más finos. Eso sí, hay que reconocer que con Cristóbal Halffter (insisto: muy desigual director en otros repertorios) la Orquesta Nacional de España sonó mejor de lo que suele. ¡Qué cosas!

lunes, 16 de noviembre de 2009

La Italiana en Argel del Real

Sí, ya sé que me prometí a mí mismo no volver a escuchar ninguna función de ópera dirigida por Jesús López Cobos. También que no volvería a soportar a Miquel Ortega en el foso. Ya caí en la trampa con el Macbeth dirigido por este último en el Villamarta, y ahora he vuelto a hacerlo con La Italiana en Argel que ha ofrecido el Teatro Real. Pero es que me gusta tanto el título rossiniano que me ha sido imposible resistirme. Así que si me aburrí un tanto la culpa fue mía, porque sabía lo que me podía encontrar.


Y eso que este Rossini no ha sido ni mucho menos de lo peor que ha ofrecido en Madrid el maestro zamorano. La claridad fue muy notable, los crescendi estuvieron bien resueltos, no hubo la menor caída en la precipitación ni en el barullo (¡gran peligro de esta partitura!), el fraseo estuvo matizado y se ofreció más de un detalle de gran clase. Pero claro, interpretar con semejante blandura, con tanta timidez expresiva -por no decir mojigatería- una partitura que rebosa vida, luminosidad y sentido del humor, no resulta precisamente de recibo.

En la orquesta, además, hubo resbalones muy considerables, y si bien algunos solistas hicieron gala de una excelsa musicalidad, el sonido global está muy lejos del virtuosismo y el refinamiento que demanda la muy exigente escritura rossiniana. Al Coro de la Comunidad de Madrid lo encontré regular.

Ha habido mucha polémica entre los aficionados en torno a la labor de los cantantes del primer reparto. Yo estuve en la función del viernes 13 de noviembre y no terminé insatisfecho en este sentido. Vesselina Kasarova puede que no esté en su mejor momento vocal, y ciertamente posee -siempre ha poseído- un registro grave muy artificial cuya heterodoxia pone los pelos de punta a más de uno. Es sin embargo una artista que recrea con temperamento a sus personajes y que, en el caso concreto de Rossini, domina el estilo. Me gustó mucho en todo el primer acto, en el que en general resolvió bien las agilidades, no me convenció en un "Per lui che adoro" toscamente cantado y la encontré afortunada, pese a evidentes desigualdades canoras, en la tremenda "Pensa alla patria", cuyo da capo ornamentó con exuberancia no reñida con la sensatez.


Michele Pertusi, ya visiblemente gastado, tuvo problemas con la coloratura, pero personalmente no me importó demasiado en semejante personaje, que ante todo demanda a un cantante que sepa ser divertido sin caer en la más grotesca bufonería: el bajo italiano lo consiguió, y por eso no me dejó del todo insatisfecho.

Valorar al tenor Maxim Mironov me resulta mucho más complicado: su timbre es bello, las agilidades las resuelve muy bien, posee un legato de primera y no chilla en los agudos, pero... ¡Qué voz más pequeña e insignificante! Yo pensé que ya se habían acabado los tenores tipo Matteuzzi. Como además el joven cantante ruso canta en plan blandito, el resultado termina siendo de una virilidad más bien dudosa. No sé, no sé...

Lo que sí sé es que Carlos Chausson es el mejor bajo bufo que conozco. Estuvo feísimo lo que le hizo Emilio Sagi hace años en el Barbero con Flórez, relegándole al segundo reparto mientras que en el primero -y en el DVD, claro- un amiguete suyo llamado Bruno Praticó hacía una exhibición de pésimo canto y lamentable sentido del humor. Menos mal que la nueva (y saliente) dirección del teatro le ha dado esta oportunidad para demostrar que pese a haber perdido un tanto de riqueza tímbrica, lo humorístico no está en absoluto reñido con la ortodoxia canora y con el respeto al estilo. Además es un actorazo como la copa de un pino.

Regular la Elvira de Davinia Rodríguez: la chica no canta mal, pero la dureza de su sobreagudo perjudica seriamente a este personaje. Me pareció correcto Borja Quiza como Haly, y bastante menos Angélica Mansilla (reciente Angelina en el Villamarta) en el rol de Zulma.


La escena de Joan Font respondió punto por punto a lo que podíamos esperar del director de Els Comediants: tono eminentemente naif, sensatez, buen gusto y, sobre todo, mucha imaginación. Pero esta vez, ay, hubo una inyección adicional de melancolía que, sin parecer en principio un disparate en La Italiana, no termina de casar del todo bien en una obra que ante todo demanda chispa, vitalidad y un sano sentido de la ironía. Y en este sentido propuesta de Font se quedó algo corta. Habida cuenta de que la batuta evidenciaba similar falta de "descaro" y que los cantantes -salvo Chausson- se quedaron un poco a mitad de camino, el resultado es que esta función terminó siendo un tanto... ¿aburrida? Sí, esa es la palabra.

Ah, magnífica la conferencia previa de José Luis Téllez, que atrajo a más público aún que la de Lulu. Y es que los aficionados tenemos ganas de aprender. Mientras siga así la cosa, no todo está perdido.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Bocelli entre palomitas y Mr. Scrooge

No es inhabitual que en el cine se cuente con voces famosas de la lírica para añadir "glamour" a determinadas producciones. Así a bote pronto recuerdo la intervención de Plácido Domingo en el Hamlet de Kenneth Branagh, o de Ainhoa Arteta en La conjura del Escorial. A estos nombres podemos sumar ahora el de Andrea Bocelli, cuya voz podemos escuchar en los títulos finales de Canción de Navidad, la película que acaba de estrenar Robert Zemeckis y que pude ayer ver (en versión original, aunque no en 3D, que es como hay que verla) en un céntrico cine de Madrid. Una cinta, dicho sea de paso, de lo más irregular, que junto a numerosos hallazgos visuales fascinantes ofrece un montón de concesiones a la comercialidad más descarada que estropean el resultado.


La música es del colaborador habitual de Zemeckis, Alan Silvestri. En este sentido no hay novedad: una partitura de buena factura, muy bien hecha, espectacular en su tratamiento de orquesta y coros, pero terriblemente convencional y carente por completo de inspiración. De acuerdo con que el tratamiento de la obra de Dickens se pretende, a priori, de corte clásico, pero las posibilidades del argumento son muchas y deberían haber estado mucho más aprovechadas a base de riesgo e imaginación.

La melodía de los créditos finales es particularmente fea, y en ella nos encontramos a un Bocelli que luce su voz tan "bonita" como insignificante y sus nulos conocimientos de lo que es el canto. El resultado deja muchísimo que desear, aunque mucho de los que compren la banda sonora no repararán en semejante circunstancia y se sentirán orgullosos de apreciar una voz supuestamente reservada para los "exquisitos". De eso se trata, ¿no? Y es que el cine sigue siendo, muy por encima de cualquier otra cosa, una inmensa máquina de hacer dinero.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Macbeth en el Villamarta

Que el Villamarta siga sacando adelante varios títulos de ópera por temporada es un verdadero milagro para un teatro que cada año cuenta con un presupuesto más y más apretado. Lo he dicho muchas veces y lo seguiré repitiendo cuanto haga falta. Pero de ahí a bajar el listón de exigencia, llamar bueno a lo mediocre y excelso a lo simplemente correcto hay un trecho: semejante “inflación” solo conduce al desprestigio de los que escriben y a un conformismo acrítico y pueblerino por parte del público.

Por ello pienso que hay que llamar a las cosas por su nombre, aplaudir lo que -dentro de las consabidas circunstancias económicas- resulta manifiestamente positivo y rechazar lo que -también contando con las referidas limitaciones- parece un claro error por parte de la dirección del teatro. En esta nueva producción de Macbeth estrenada el jueves 5 cuya segunda y última función, la del sábado 7 de noviembre, pude presenciar, ha habido de las dos cosas.

Positivo es sin duda haber contado con José Luis Castro, director teatral sevillano que estuvo durante años al frente del Maestranza (hasta ser cesado presuntamente por Juan Carlos Marset) y que en los últimos tiempos ha estado más bien retirado de la vida pública (no le nombraron director del Cervantes de Málaga por presuntas presiones, de nuevo, del citado Marset, esta vez en su calidad de director del INAEM). En Jerez le vimos a Castro una buena Bohème y ahora se ha recurrido a él como decisión de última hora al no haber podido traer la producción inicialmente prevista.

El resultado ha sido la enésima demonstración de que la falta de medios económicos (este Macbeth fue muy pobre en ese sentido) se puede suplir con talento, buen gusto y un poquito de imaginación. Hacía falta, no obstante, una dirección de actores más trabajada (el protagonista vocal se movía mal en la escena), pero aun así el resultado convenció por su equilibrio entre sobriedad y fuerza expresiva.

Los personajes estuvieron bien definidos, sin caer en truculencias (la Lady es una señora terriblemente ambiciosa, no la caricatura de una bruja). Las proyecciones, muy bien realizadas por Álvaro Luna, se dedicaban a servir al drama y no a la exhibición narcisista (ay, La Fura). La iluminación de Olga García -oscura, como mandan los cánones en este título- estuvo planteada con un muy logrado carácter dramático. El vestuario de Jesús Ruiz, que defraudó un tanto en la escena del brindis, ofreció una gran belleza en el coro del acto IV y deslumbró con el hermosísimo traje rojo de la protagonista. Los cambios de escena estuvieron planteados con agilidad. Y el coro, algo monolítico, al menos no tuvo que ensayar poses propias de las representaciones operísticas de otros tiempos. Buen trabajo, sin duda, para una producción propia dignísima y muy exportable.

Negativo me parece el retorno de Miquel Ortega. Sobre las maneras de hacer de este señor en el foso he discutido mil veces durante años con Isamay Benavente cuando ésta era Directora de Producción. Ella afirmaba que yo le tengo manía al maestro catalán. Yo sostenía que el entonces director del teatro, Francisco López, no tiene ni pajolera idea de lo que es un buen director de ópera. Isamay es ahora la máxima autoridad del teatro y ha tenido a bien volver a contar con Ortega. Tiene todo el derecho a hacerlo, pues cada uno debe obecer a sus propios criterios. Y yo tengo derecho, como parte del público, a manifestar mi opinión de que contratarle ha sido un error monumental.

A Miquel Ortega i Pujol le he visto hundir muchos títulos de ópera y zarzuela, la mayoría de ellos en el Villamarta, pero también en Sevilla y Córdoba. De El barbero de Sevilla y Don Giovanni -en ambos casos con Carlos Álvarez, no por casualidad- tengo un recuerdo particularmente malo. Desaliño técnico, descoordinación con la escena, flacidez, falta de continuidad dramática, escasez de matices expresivos y un terrible aburrimiento del que se sale de cuando en cuando con algunas explosiones de grosería sonora son sus señas de identidad. De estilo, ni hablemos. “Maestro, questo non è Verdi”, le espetó una vez Elena Obratzova. Pues eso. ¿Que otros cantantes se sienten muy a gusto con él? No lo dudo. ¿Que conoce bien las partituras. Posiblemente, pero eso no significa que esté a la altura de lo demandan las mismas.

Este Macbeth lo encontré mal dirigido, tanto que casi eché de menos al López Cobos que durmió a las ovejas en el Real (no así al horroroso Daniel Lipton, que destrozó la obra en Sevilla con mayor saña aún). La Filarmónica de Málaga ofreció una de las peores actuaciones de las muchas que ha realizado en el Villamarta, con unos violines que iban cada uno por su lado, unos trombones propios de banda de pueblo y un clarinete que debería volver al conservatorio. Al menos el Coro del Villamarta sigue atravesando un buen momento, y bien que lo demostró en este título tan exigente para él. No obstante, cosas mejores se les ha escuchado en los últimos años: si hubo algo de barullo hay que achacárselo al señor que estaba en el foso.

Positiva me parece la apuesta por cantantes jóvenes de la tierra, independientemente de que unas veces se acierte más y otras menos. La jerezana Maribel Ortega no se estrelló como Lady Macbeth, lo que para una señora que acaba de llegar al mundo de la lírica -debutó en escena en 2006-, enfrentándose a un rol poco menos que imposible, es ya muchísimo. ¡Bien por ella! No hace falta insistir en que -no podía ser de otra forma- el papel le viene aún muy grande. En lo vocal es obvio que el registro grave le queda muy corto. En lo técnico, que este rol necesita un mayor dominio de los recursos belcantistas: estamos hablando de una ópera escrita en 1847.

Pero aun así el resultado me pareció muy interesante, porque pudimos escuchar a una soprano lírica de verdad, con una voz de estimable volumen, con cuerpo, rica en armónicos y muy esmaltada. Además, Maribel Ortega intenta resultar comunicativa en lo vocal (ojo: tiene que diferenciar mucho mejor en lo expresivo las partes del brindis) y demostró moverse con cierta habilidad en la escena. Mi impresión es que la soprano jerezana tiene muchas cosas que hacer y que decir en el futuro. El tiempo dirá si se convierte o no en una gran cantante.

A Carlos Almaguer sí que lo conocíamos ya en el Villamarta. No hay novedad: de nuevo puso su voz de estupenda pasta baritonal y su habilidad para el canto ligado al servicio de una expresividad muy limitada que no conoce matices expresivos. Tiene que trabajar más, mucho más, si quiere convencer como Macbeth, aunque al menos sacó adelante el papel con dignidad y correcto estilo. Para el presupuesto que maneja el teatro dudo que se hubiera podido encontrar algo mejor.

Francisco Santiago (Banquo) sigue con la voz en la gola, pero al menos en esta ocasión mostró buena línea verdiana y se esforzó en lo expresivo. Francisco Corujo (Macduff) estropeó su hermosa aria con unos gimoteos veristas fuera de lugar. Y Pablo García (Malcolm) sigue apuntando buenas maneras: prestaré atención a su carrera tanto como a la de Maribel Ortega, porque la cosa promete. Qué alegría que sigan apareciendo jóvenes con talento.

En resumidas cuentas, y siempre en opinión del firmante (¿hace falta recordar que tan discutible como la de cualquier otro?), lo que se nos ofreció fue una buena producción escénica que podía haber estado acompañada de un muy digno nivel musical de no ser porque orquesta y batuta se movieron dentro de la más lamentable mediocridad. Y que conste que no se trata de presupuesto, sino de sabiduría a la hora de contratar: si hubiésemos tenido a la Orquesta de Córdoba (¡no digamos a la de Granada!) y a un Enrique Patrón de Rueda a su frente, por citar un nombre habitual del Villamarta, las cosas posiblemente hubieran salido mejor.

Miren ustedes, hay en España gente con mucho talento, y los aficionados no tenemos por qué conformarnos con quienes, a nuestro modo de ver, han demostrado una vez tras otra su incompetencia. De seguir escogiendo en función de “la comodidad de los cantantes”, de los acuerdos con la Junta, de quien sabe de qué oscuros compromisos con agencias o, sencillamente, de la tradicional sordera de la directiva del teatro en lo que a las tan decisivas cuestiones de foso se refiere, los resultados de las producciones líricas del Villamarta desmerecerán de los enormes aciertos que esa misma directiva ha venido ofreciendo a lo largo de estos años y han convertido al teatro jerezano en un referente a escala nacional.

martes, 10 de noviembre de 2009

Scheherazade por Gergiev, en disco

Esta noche las huestes del Kirov (o del Marinski, o como quiera que se llame) se reúnen en Valencia con su director Valery Gergiev para ofrecer tres veladas de ballet que incluyen Scheherazade en la segunda parte del programa. No puedo acudir, pero me ha parecido el momento oportuno para escuchar el disco a cargo de los mismos intérpretes y dejar aquí mis impresiones. Claro que quien haya tenido la paciencia de leer lo que he escrito sobre el director ruso en estos últimos días se hará idea de qué va a ir la cosa.

Pues sí, me parece una floja versión de la suite sinfónica de Rimsky la que aquí nos encontramos. La introducción, con un violinista (Sergei Levitin) pretencioso y afectado, ya deja un mal sabor de boca. No convence el primer movimiento, en exceso ampuloso y muy poco natural. Los dos siguientes están bien, pero su poesía es escasa y su magia más bien ninguna. Puro Gergiev el cuarto: fogoso, extrovertido y brillante a más no poder, pero terriblemente tosco y planteado con excesiva teatralidad, muy de cara a la galería. Desde luego el maestro sabe lo que hace, porque no serán pocos los que se dejen seducir por semejante desmadre efectista.

La orquesta, por descontado, es de buena calidad, y Gergiev la hace sonar con una rusticidad presuntamente muy rusa que algunos encontrarán atractiva. Yo no lo tengo tan claro a ese respecto. De lo que sí estoy seguro es de que hay versiones de la obra mucho mejores, entre ellas las de Reiner, Markevitch, Rostropovich, Ozawa/Boston, Kondrashin y Celibidache (ni Beecham, ni Karajan ni Barenboim estaría en mi lista, lo siento).

El disco Philips se completa con una prosaica lectura de En las estepas de Asia Central (Borodin) y con otra temperamental y muy basta -otra vez Gergiev en estado puro- de Islamey (Balakirev). La confusa, sucia y reverberante toma sonora, inadmisible para datar de 2001, acentúa los peores defectos de la batuta. Es dudoso que en la edición en Super Audio CD mejore mucho la cosa.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Franco Alfano

Esta noche se presenta en el Maestranza Cyrano de Bergerac, una producción de la Ópera Nacional de Montpellier y David Alagna con protagonismo absoluto del hermano del regista, Roberto. Mi trabajo me impide ir a ninguna de las cuatro funciones, pero al menos dejo aquí unas líneas sobre la biografía de su autor que he escrito para el libreto que edita el teatro hispalense.
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Franco Alfano nace el 8 de marzo de 1875 en el barrio napolitano de Posilipo. Es tan solo seis meses más joven que Gustav Holst y cinco que Charles Ives, viendo la luz doce meses antes que Maurice Ravel y veinte que Manuel de Falla. Abandona este mundo en octubre de 1954, el mismo año que el citado Ives. Su nombre ha pasado a la historia de la ópera por su tan esforzada y honesta como poco inspirada labor terminando la Turandot de su admirado Puccini. Su propia música, empero, en la que se incluyen tanto obras líricas como sinfónicas y camerísticas, no ha trascendido lo que la de su estricto contemporáneo norteamericano ni, menos aún, que la de los otros dos compositores citados, y aún hoy anda buscando su lugar en ese turbulento panorama musical del primer tercio del siglo XX en el que brillan nombres tan dispares como los de Mahler, Debussy, Strauss, Bartók, Janácek, Stravinsky, Prokofiev o Varèse, amén de los arriba señalados y, por descontado, del propio autor de La Fanciulla del West.

alfano

Es el eclecticismo de su un tanto indefinida personalidad musical lo que, independientemente de la irregularidad de su inspiración, explica las dificultades a la hora de situar a Alfano en el devenir musical de su época. Y para entender la mixtura de influencias y referentes que se dan de la mano en su obra debemos acercarnos a una biografía inquieta que da buena cuenta de los diferentes intereses del autor de Cyrano de Bergerac.

La formación de Alfano fue en principio de lo más convencional: primero lecciones privadas de piano y más tarde clases en el Conservatorio de San Pietro a Majella. Inquieto por naturaleza, pronto logró que sus padres le enviaran a estudiar a Leipzig, donde a partir de septiembre de 1895 va a profundizar en composición de la mano de Hans Sitt y Salomon Jadassohn, lo que contribuye a su conocimiento de la gran tradición musical centroeuropea. La creación contemporánea de Ferrucio Busoni y Richard Strauss -este último aún no metido en el mundo de la ópera, pero ya grandísimo orquestador- va también a dejar su huella en el joven Alfano. Claro que aún más decisiva va a ser la influencia de su admiradísimo Edvard Grieg, que no en balde había sido alumno del conservatorio de la ciudad alemana y al que por aquel entonces pudo conocer en persona.

En 1896 se presenta en Berlín como pianista. Aunque esta sea una faceta que no va a abandonar del todo en el resto de su trayectoria, es en cualquier caso la labor compositiva lo que más parece interesarle, y junto a diferentes piezas pianísticas y orquestales escribe ya su primera ópera, Miranda, sobre libreto propio, página que según algunas fuentes debió de ser estrenada en Leipzig en el año arriba referido.

Atraído por contar con un libreto del mismísimo Luigi Illica, que acababa de colaborar con Giacosa en La Bohème y poco después haría lo propio con Madama Butterfly, Alfano se decide a componer La Fonte d’Enscir, ópera que conoce su estreno en Breslau en 1898 pero en la que pronto su autor detectará importantes insuficiencias.

A partir de 1899 Alfano se instala en París. Su espíritu ecléctico no será ajeno a las sugerencias que le llegarán con la presentación año siguiente de la Louise de Charpentier, pero más honda huella le dejará en 1903 el estreno de Pélleas et Mélisande: desde ese momento la influencia de Debussy se va a convertir en determinante, sobre todo en lo que al tratamiento de la armonía se refiere.

Aunque su apurada situación económica se alivia escribiendo un par de ballets para la compañía de revistas del Follies Bergère, Napoli y Lorenza, Alfano se decide a retomar su actividad pianística y se embarca en una gira que le lleva a Alemania, Polonia y Rusia; un viaje que debió de resultarle grato toda vez que, además de interpretar a su adorado Schumann, pudo recorrer la tierra de Borodin, Cui y Balakirev, otros de sus ídolos de juventud.

Precisamente en Berlín y Moscú va a escribir buena parte de su ya iniciada nueva ópera, Resurrezione, drama basado en la novela homónima de Tolstoi. Como la crudeza argumental hizo que la censura abortara su tentativa de estrenar en Rusia, Alfano decide probar suerte en su tierra. Finalmente Resurrezione se presenta en el Teatro Vittorio Emmanuele de Turín el 30 de noviembre de 1904 bajo la batuta de un por entonces joven Tullio Serafin, uno de sus grandes valedores en el futuro. El éxito será grande y se repetirá dos años más tarde en La Scala. Tras recibir algunas modificaciones, la obra recorre triunfalmente buena parte de los escenarios europeos y norteamericanos, incluyendo el Teatro Real madrileño; en 1951, tres años antes del fallecimiento de Alfano, la obra alcanzará la cifra de mil representaciones en Italia.

Para su siguiente ópera vuelve a colaborar con Illica, pero lo cierto es que Il principe Zilah, estrenada en Génova en febrero de 1909, no será recibida precisamente con el mismo entusiasmo. Tampoco su Sinfonia in mi maggiore termina de convencer: su eclecticismo acaba produciendo desconfianza en el mundo musical italiano. Establecido ahora en Milán, el Teatro alla Scala acoge en 1914 su cuarto título escénico, L’ombra di Don Giovanni, que lustros más tarde rebautizará con un título muy sevillano: Don Juan de Mañara.

Ese mismo año Franco Alfano y su esposa -de nacionalidad francesa- construyen una vivienda en San Remo, y a partir de entonces la localidad costera será residencia estival fija. Desde 1916 su actividad docente en el Liceu Musicale de Bolonia, del que poco más tarde se convertirá en director, proporcionará ingresos regulares a la pareja. Con semejante estabilidad como respaldo, Alfano se siente con fuerzas para completar su más ambiciosa y -para algunos críticos- más lograda ópera, La Leggenda di Sakùntala, que basándose en una página del escritor del siglo V Kalidasa incide en ese interés que le despertaba el mundo hindú, interés del cual sus Tres poemas sobre Tagore, para voz y piano, dan buena cuenta por esos mismos años. Esta nueva obra escénica, que empezó a escribir en 1915 pero no estrena hasta diciembre de 1921, precisamente en el Teatro Comunale boloñés, ha sido visto como el más claro antecedente de su labor en la Turandot pucciniana.

Sakuntala

En 1923 se traslada a Turín como nuevo director del Conservatorio, donde va a permanecer hasta 1939. Para Alfano los “felices veinte” van a ser años consagrados a la música de cámara. Una Sonata para violín y piano (1922-23, revisada más tarde con discutidos resultados), el Trío para piano, violín, y violonchelo (1929), y sobre todo su celebrada Sonata para violonchelo y piano (1925), son algunas de sus creaciones de este período. En 1926 completa su Segundo cuarteto para cuerdas, que está dedicado a Benito Mussolini y que estrenará (ya en abril del año siguiente) en las habitaciones privadas del propio Duce en Roma. Alfano y el dictador se sientan juntos para la ocasión.

Por aquel entonces llega el encargo de terminar Turandot, un regalo envenenado que en principio rechaza pero que las presiones del gobierno le obligan a aceptar. Cumplido el compromiso y superados sus graves desencuentros con Toscanini a raíz del estreno de la obra póstuma pucciniana (26 de abril de 1926), Alfano retorna a la música escénica. En Balzac se basa Madonna Imperia, ópera cómica no muy bien recibida en el Teatro di Torino en 1927, aunque será paradójicamente su única obra representada en el Metropolitan de Nueva York. L’ultimo Lord, ópera semiseria, que se estrena en el San Carlo de Nápoles tres años más tarde, es valorada por los especialistas más como un gran paso en un triste proceso de involución que como otra cosa.

Son años complicados para Alfano en lo personal, toda vez que una progresiva enfermedad de la vista le va a ir conduciendo hacia la ceguera. Musicalmente parece volver a interesarse por la música sinfónica e instrumental, como evidencia la composición de su Segunda Sinfonía (1933), su Divertimento para piano y orquesta de cámara (1935) o su Quinteto para piano y cuerda (1936), obras que han sido vistas como ejemplos de una fase marcadamente neoclásica en la evolución de nuestro autor. En este marco se sitúa el que va a ser su último éxito, Cyrano de Bergerac, presentado en Roma en enero de 1936, y en París, ya en el idioma en que había sido escrita originalmente, en mayo de ese mismo año.

Esas excelentes relaciones con el gobierno de Mussolini que tanto se afanó por cultivar y de las que se arrepentiría al terminar la guerra le obligan a aceptar en 1940 el cargo de Superintendente de Teatro Massimo de Palermo, un puesto eminentemente burocrático del que lograría zafarse un par de años más tarde tras un par de quejumbrosas cartas dirigidas al Duce en persona. Mientras tanto, un bombardeo aliado daña seriamente las propiedades que aún guardaba en Turín y hace desaparecer la partitura orquestada de Sakuntala.

Terminado el terrible conflicto bélico la estrella de Alfano se va consumiendo poco a poco. Entre 1947 y 1950 es director en funciones del Liceo Musicale de Pésaro. Su nueva y última ópera, Il Dottor Antonio (1949), no consigue ser representada.Tras reconstruir de memoria la orquestación de Sakùntala, en enero de 1952 revive antiguas glorias con la reaparición de su apreciada página en el Teatro de la Ópera de Roma. El retorno de Cyrano a la Scala, ahora con Ramón Vinay en el rol principal, le ofrece en mayo de 1954 el último momento dulce de su carrera. Alfano fallece el 27 de octubre de ese año en su villa de San Remo, bautizada significativamente como Resurrección.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Los conciertos para piano de Prokofiev por Toradze y Gergiev

Iba a escribir algo sobre el Macbeth que acabo de ver en el Villamarta, pero no, de momento no voy a hacerlo. Mejor dentro de unos días, y a seguir ahora con Valery Gergiev. Vamos con uno de los autores que presuntamente mejor dirige, Sergei Prokofiev, y más concretamente con sus conciertos para piano, grabados por Philips con el concurso del pianista Alexander Toradze.

Esta integral, registrada con muy buen sonido por los ingenieros del sello holandés en Mikkeli (Finlandia) entre 1995 y 1997, posee algunas importantes virtudes. Por parte del solista, una pulsación muy ágil y transparente, capaz de ofrecer un gran virtuosismo en los pasajes más animados pero también de desplegar fuerza y robustez cuando la escritura así lo demanda. Por parte de Valery Gergiev, un elevado sentido teatral y una manifiesta voluntad por apartarse de la mera concatenación de explosiones sonoras -tentación a la que sucumbió hace poco en su integral de las sinfonías- para atender en su lugar al importantísimo contenido lírico de estos pentagramas. Por desgracia los resultados son irregulares.

Así, el descafeinado comienzo del Primer Concierto ya apunta que la interpretación no va a estar muy comprometida en lo expresivo. Por fortuna, solista y batuta saben atender tanto a la ironía con aristas de los movimientos extremos como a la poesía del central, y sin apenas pasarse de rosca: solo el final, estruendoso y vulgar, cae en el exceso.

El primer movimiento del Segundo Concierto, llevado a un tempo lentísimo y planteado con una muy poco idiomática evanescencia, es de todo punto inaceptable por su blandura y languidez, arreglándose tan solo en la monumental cadenza del solista. Estupendo el scherzo: ágil, animado y virtuosístico, como tiene que ser. Más que notable el intermezzo, de una ironía a la que director y solista saben aportar una interesantísima dosis de sensualidad y misterio. Correcto el cuarto movimiento, aunque de nuevo en exceso “impresionista” para tratarse de un Allegro tempestoso.

La más floja de las interpretaciones es la que recibe el Tercero. Un comienzo blando y quejumbroso avisa que nos vamos a encontrar ante una lectura dirigida de modo insincero, de un lirismo blando y algo trasnochado y de un carácter onírico en exceso evanescente: de nuevo el director ruso parece querer adoptar una especie de impresionismo mal entendido. El pianista se muestra muy solvente e intenta ser emotivo, pero tiende a precipitarse y a caer en lo cuadriculado, preocupándose solo del mero virtuosismo. En el segundo movimiento mejoran algo las cosas; su final, de un sobrecogedor sabor macabro, es todo un hallazgo. El Allegro ma non troppo final es lo más conseguido, y en su última parte por fin la interpretación se llena de la fuerza que tanto se echaba en falta.

Muy bien los dos conciertos restantes. Notable la interpretación del Cuarto: primer movimiento adecuadamente afilado y sin excesos, segundo muy lírico (quizá demasiado “romántico”, y por momentos algo evanescente), tercero poderoso y cuarto muy ágil y dinámico, aunque el pianista atienda más al virtuosismo que al contenido expresivo.

En el Quinto, finalmente, Gergiev y Toradze saben desplegar aristas -sin subrayarlas- en los tres primeros movimientos y alcanzar ese doliente dramatismo que exige el cuarto El quinto está bien, pero le falta un poco de garra.

Vista globalmente no se trata, pues, de una mala integral, pero claro está que las hay mejores. Mi preferida es la de Postnikova con Rozhdestvensky (Melodiya), pero está tan mal grabada que es preferible decantarse por Ahskenazy/Previn (Decca) o por Bronfman/Mehta (Sony). En cualquier caso, el disco que uno no se puede perder es el reciente de Kissin dirigido por Ahskenazy (enlace), que ojalá termine convirtiéndose en una nueva y definitiva integral.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Gergiev, un Barbazul sin aristas

El registro es muy reciente, de enero de 2009, y como todos los del sello LSO Live -baratísimo pero casi siempre con toma de sonido mejorable- fue grabado en vivo en el Barbican Hall londinense. Los primeros minutos de la audición prometen: la London Symphony demuestra seguir viviendo el mayor esplendor técnico de su historia y Valery Gergiev hace gala de un sentido del misterio y de la sensualidad que no puede dejar a nadie indiferente. Pero en cuanto empiezan a abrirse las puertas algo empieza a fallar, y a medida que avanza la interpretación uno se da cuenta claramente de que aquí falta algo.

El problema, o uno de los principales problemas, es el monumental desenfoque estilístico de Gergiev, que lejos de atender a los aspectos expresionistas y alucinados del drama apuesta por un romanticismo con toques impresionistas y decide ofrecer sonoridades opulentas, robustas y aterciopeladas, sin duda cargadas de sensualidad, pero con un inapropiado colorido apastelado y con todas las aristas cuidadosamente limadas, careciendo por tanto la interpretación del mordiente y la incisividad que esta partitura demanda: a veces parece que estamos escuchando Sheherezade antes que la ópera de Bartók.

Además falla el director ruso a la hora de planificar correctamente las tensiones. Así, la apertura de la quinta puerta alcanza sin duda una enorme opulencia sonora, pero a la explosión no se llega como consecuencia directa de la acumulación de tensiones previa: simplemente sucede, y punto. El pulso teatral, indispensable en esta ópera, resulta en irregular y la atención del oyente se resiente de manera inevitable. El final de la obra, más que demoledor, resulta inadecuadamente resignado.

Sir Willard White posee una buena voz y canta con la autoridad que el personaje demanda, pero se queda muy corto a la hora de atender a todos los pliegues anímicos de Barbazul. En la escena decisiva de apertura de la última puerta apenas trasmite esa mezcla de admiración y dolor con que debe cantar durante la aparición espectral de sus esposas. Tampoco es que Elena Zhidkova -por cierto, una mujer bellísima- sea el colmo de la expresividad, pero no podemos dejar de atender a un instrumento extenso y muy sólido, especialmente por arriba, y a una espléndida línea de canto que sabe mantener la musicalidad y no caer en efectismos.

¿Alternativas? Mi versión favorita sigue siendo la de Sawallisch (DG, 1979), no tanto por la batuta como por la insuperable recreación de Fischer-Dieskau y Varady. Me gustan mucho la de Solti -también en DVD- y la segunda de Boulez (la primera no la conozco). Bajando un escalón, Kertész con el matrimonio Berry/Ludwig, Adam Fischer -muy impresionista- y, más recientemente, su hermano Ivan Fischer -grueso pero efectivo- han ofrecido también buenas recreaciones de la obra. La antigua de Dorati me interesa bastante menos. Esta de Gergiev, sin ser del todo desdeñable, es más bien para incondicionales del director.

martes, 3 de noviembre de 2009

El Cascanueces por Gergiev: alegría y frivolidad

La visita de Valery Gergiev al Palau de Les Arts me ha animado a escuchar algunas de las grabaciones protagonizadas por el mediocre director ruso que tenía pendientes de audición. ¿Mediocre? Pues sí, y como ya en otro lugar de la red he explicado porqué opino así (enlace) no voy a molestarme en repetir mis argumentaciones. Repasaré en las próximas entradas algunos de estos registros.

Este Cascanueces, grabado en Baden-Baden en agosto de 1998 por los ingenieros de Philips, es de lo mejorcito que le he escuchado. Valiéndose de unos tempi más bien apresurados -el ballet completo le cabe en un solo compacto-, Gergiev ofrece una interpretación extraordinariamente animada, ágil y risueña, llena de teatralidad, de alegría y de entusiasmo. Hay también una buena dosis de sentido del humor, aunque este sea más bien primario y nada tenga que ver con la mala baba que exhibe Barenboim en su tan discutible como genial interpretación (enlace). En cualquier caso es imposible aburrirse con esta lectura de Gergiev y sus huestes del Kirov, por cierto de espléndido nivel pese a que esa bronquedad de los metales tan presuntamente rusa no satisfará a todas las sensibilidades.

Por desgracia el proverbial mal gusto del director también hace aquí acto de presencia. No son pocas las ocasiones en las que se cae en el tópico de la cursilería y la blandura que tan mal le sientan a esta obra maestra. Así ocurre en la escena de Clara tras la llegada de Drosselmeyer (nº 6), que suena frívola a más no poder e incluso un punto repipi, y más aún en el vals de los copos de nieve que cierra el primer acto, con un coro de niños excesivamente infantil y un tratamiento orquestal (figuraciones de flautas, maderas y cuerda) de una levedad inadmisible.

Como Gergiev es un artista de extremos, también hay caídas en el más vulgar efectismo, como evidencian los clímax dramáticos de la partitura (demasiado ruido en el nº 7, metales prepotentes en el paso a dos) y algunas de las danzas características, como la rusa (precipitada, brutal) y la española (con unas castañuelas que no se les ocurriría ni al más hortera director hispano). Si hubiera moderado un tanto semejantes excesos, Gergiev hubiera ofrecido una importante interpretación del ballet. Pero no parece que el maestro esté precisamente por la labor.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Troyanos en Valencia: aburridos y abucheados

Comenzó la función a las ocho. Terminó a la una de la madrugada. Cinco horas en total, incluyendo dos descansos de treinta minutos cada uno. Y es que Les Troyens es una ópera larga. Larga y desigual. O se hace muy, pero que muy bien, o en determinados momentos puede pesar como una losa. En el Palau de Les Arts las cosas no funcionaron como es debido. En el segundo intermedio quedaron muchísimos huecos libres en el patio de butacas. Al final de la representación hubo desbandada general. Los pocos que no se marcharon corriendo aplaudieron sin muchas ganas al elenco canoro, con enorme -y merecido- entusiasmo a Daniela Barcellona y con -a mi entender, inmerecida- calidez a Valery Gergiev. Carlus Padrissa y sus compañeros de La Fura dels Baus se llevaron un monumental abucheo en el estreno de esta nueva producción que pronto se verá en San Petersburgo.

La dirección de Gergiev no fue tan mala como podía haber sido, habida cuenta de cómo se las gasta el maestro ruso (enlace): en Valencia no hubo apresuramientos, caídas de tensión ni delicadeza mal entendida. Horribles solo fueron el coro inicial -desmadejado y frivolón- y la escena de la tormenta -de una vulgaridad extrema-. El resto fue pura rutina, con las cosas en su sitio pero sin inspiración. Todo sonó plano, indiferenciado, vulgar. Ni rastro de la sonoridad particular que exige la música de Berlioz. La fabulosa orquesta sonó bastante menos bien que cuando la dirigen Mehta o Maazel. Eso sí, lo hizo “a la Gergiev”, con esa bronquedad en los metales que le caracteriza.

Magnífica Daniella Barcellona debutando el muy exigente papel de Dido. Solo en su gran escena final mostró ciertas desigualdades en el instrumento, perdonables habida cuenta la enorme lección de estilo, de musicalidad y de entrega dramática que ofreció la mezzo italiana. Me gustó bastante menos Elisabete Matos, pues su habitual tosquedad canora y sus insuficiencias en la zona grave no son lo más adecuado para cantar a Cassandre; puso, en cualquier caso, toda la carne en el asador y compuso un correcto retrato del atormentado personaje.

Muy mediocre Stephen Gould, calante y desafinado todo el tiempo. Su dúo de amor -fabulosa Barcellona- fue insufrible, lo mismo que su escena del quinto acto; seguramente lo hará mejor Lance Ryan en las dos funciones que le corresponden. El otro “galán” de noche, Chorèbe, estuvo discretamente servido por Gabriele Viviani. El resto, muy normalito: las voces del Anillo del pasado verano estuvieron bastante mejor escogidas. Gran labor, en su exigente y decisiva parte, del Coro de la Generalitat, con algunas desigualdades que entiendo hay que achacar a Gergiev.

La Fura ofreció un espectáculo desigual. Me pareció muy inteligente usar el gusano (en referencia a los troyanos informáticos) como leitmotiv iconográfico de la producción, y en este sentido hicieron gala de una enorme imaginación en sus sucesivas transformaciones en diferentes elementos escenográficos. El acto III alcanzó una asombrosa espectacularidad (lamento no tener fotos) y en el IV hubo momentos de mágica belleza. La iluminación, en general bastante oscura, estuvo utilizada con sabiduría.

El problema, como ocurría con la Tetralogía, es que la propuesta de Padrissa y los suyos fue mucho antes una yuxtaposición más o menos lograda de estampas de gran fuerza plástica y de recursos visuales impactantes que la materialización de una idea dramática concreta. Claro, en el Anillo estaba detrás la poderosísima dramaturgia wagneriana y la cosa funcionó de maravilla, mientras que aquí no había nada en absoluto. Y de nuevo la dirección de actores brilló por su ausencia: hay funciones escolares de fin de curso que están mejor dirigidas.

Por otra parte, los recursos de La Fura empiezan a resultar manidos: estos Troyanos fueron más de lo mismo. El narcisismo y el amaneramiento empiezan a hacer mella en las propuestas operísticas del grupo catalán, que además hizo esta vez gala de una mirada irónica sobre el libreto que en ocasiones funcionó y otros momentos chirrió de manera considerable. A destacar el horroroso vestuario de Chu Uroz y la ridícula coreografía de las danzas a cargo de María Jesús Sánchez, aunque un par de ellas vinieron a solucionarlas, positivamente, dos bailarines del Marinski traídos por Gergiev.

El que la acción estuviera trasladada a una Tierra invadida por los ordenadores (a la manera de Terminator) en los primeros actos y a una nave espacial en los restantes, para terminar Eneas y los suyos buscando agua en Marte, a mí me pareció lo de menos, aunque seguramente fue esto lo que movió al respetable a abuchear al grupo, creo que de manera inmerecida: a pesar de los reparos expuestos, hubo un trabajo imaginativo, personal y audaz que cuanto menos hay que respetar.

De todas formas creo que no le ha venido mal su primer abucheo al Palau de Les Arts, un teatro que ha conocido éxitos justificadísimos pero que anda un poco subido a la parra. Circunstancias como la ausencia de libreto con la traducción o -sobre todo- el que los espectadores no se pudieran enterar de quién cantaba esa noche (Barcellona/Simeoni, Gould/Ryan) hasta que leyeran el programa de mano que se entregaba a la entrada, son de un cutrerío inaceptable para un teatro que gracias a su asombrosa orquesta y a producciones como la de su Anillo se encuentra ya en primera división. Que tome nota Helga Schmidt.

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