sábado, 31 de marzo de 2018

La agria Petrushka de Solti

No deja de llamar la atención que Sir Georg Solti no llevara Petrushka al disco hasta cumplir los ochenta años. Fue concretamente en los días 5 y 6 de enero de 1993 cuando se celebraron los conciertos frente a la Sinfónica de Chicago de los que procede esta toma –magnífica a la hora de recoger los graves, pero también con algunos instrumentos en primer plano que no deberían haber estado ahí– editada por el sello Decca. El resultado fue una interpretación poco o nada risueña. Al contrario: yo diría que bastante agria, áspera tanto en la tímbrica como en la expresión y por momentos muy violenta, amén de cargada de toda esa electricidad interna y de ese desarrollado sentido teatral que caracterizaba al maestro de origen húngaro.


Por todo lo dicho, esta lectura resulta en muchos sentidos reveladora, pero también se queda corta a la hora de explorar otros aspectos de esta música genial. Confieso que a mí no termina de convencerme. Alguien preguntará por qué entonces sí me quito el sombrero ante una aproximación aún más radical en lo expresivo, la de Otto Klemperer. Le respondo: porque lo del de Breslau alcanza mayor genialidad y, además, desprende convicción en cada uno de los compases. Sir Georg, por el contrario, da la impresión de no alcanzar en todo momento la suficiente concentración, circunstancia esta que vendría a marcar la última década de su trayectoria interpretativa.

Dos semanas después de Petrushka, el maestro interpretaba en concierto y llevaba al disco una obra mucho menos conocida del propio Stravinsky, el ballet Jeu de cartes. Y lo hizo con resultados abiertamente superiores, no ya admirables sino incluso reveladores, porque deja a un lado todos los tópicos de lo neoclásico, es decir, el sentido del equilibrio, del humor más o menos suave y del distanciamiento, para ofrecer una recreación llena de fuerza, de garra y de nervio interno. En algunos pasajes, verdaderamente arrolladora. Antes dramática que risueña en la expresión, se encuentra asimismo cargada de timbres incisivos y plagada de claroscuros teatrales de enorme atractivo. No podemos dejar de subrayar que se encuentra clarificada de manera admirable y que, como no podía ser menos, está tocada con ese portentoso virtuosismo que es propio de los chicagoers. Se puede echar de menos una dosis mayor de sensualidad que enriquezca la aproximación, pero lo cierto es que es todo un placer escuchar una música así –tan indisimuladamente floja– interpretada con semejante convicción.

jueves, 29 de marzo de 2018

Una preciosa marcha

Igual que el otro día les dejé en el blog una música de semana santa que me parece horrorosa, hoy he querido traer una marcha que hacía mucho tiempo que no escuchaba, y que pude el pasado Martes Santo volver a disfrutar en directo; en Sevilla, concretamente, en torno a la una y media de la madrugada, acompañando el recorrido del palio de María Santísima de Gracia y Amparo, de la Hermandad de los Javieres.



La pieza en cuestión es Desamparo, de Germán Álvarez Beigbeder (1882-1968), único compositor clásico de Jerez de la Frontera que ha alcanzado un cierto prestigio. Lo poco que conozco de su obra, apenas interpretada o grabada, me parece muy desigual, y ciertamente lo mejor de la misma parecen sus marchas muy sinfónicas de Semana Santa. Entre ellas, esta tan bella escrita en 1907 y dedicada a la dolorosa de la popular Hermandad del Prendimiento que desfila el Miércoles Santo por las calles de mi ciudad. Disfrútenla y pasen unas felices fiestas.

martes, 27 de marzo de 2018

Un bodrio semanasantero

Algunos de ustedes ya saben que soy entusiasta de la Semana Santa sevillana y jerezana, así como indisimulado amante de la buena música que forma parte de nuestros desfiles procesionales. Pero confieso que con frecuencia se escuchan bodrios que a mí me resultan imposibles de soportar.


Ayer Lunes Santo se me pusieron los pelos como escarpias cuando tuve que aguantar –Hermandad de la Cena de Jerez– una de las más horrorosas marchas que forman parte del repertorio más habitual de esos terroristas del pentagrama que se denominan "agrupaciones musicales" y que suelen ir detrás de los pasos de misterio de ciertas hermandades para complacer los gustos del público más chabacano que llenan nuestras calles: imaginen la cara de los canis y de sus respectivas chonis cuando los pasos se mecen a los sones de semejante chunda-chunda. La cosa en concreto se llama "Alma de Dios" y la gestó un tal Manuel Rodríguez Ruiz –el Señor le tenga en su gloria– a partir de la zarzuela homónima de José Calixto Serrano Simeón (sí, el de La canción del olvido). Hoy Martes Santo la hermandad sevillana de San Esteban amenaza con taladrar nuestros oídos con la dichosa marchita. Estaremos prevenidos.

lunes, 26 de marzo de 2018

Excelso Haendel de King en el Maestranza

Ya he hablado en la entrada anterior sobre lo mucho que estaba deseando escuchar este concierto de Robert King del pasado sábado 24. Baste ahora remitir a lo que escribí en este mismo blog hace muy poco sobre Diego Fasolis –donde vean el nombre el suizo, pongan el del británico– para situar al fundador del King’s Consort dentro del panorama de la interpretación: el lugar de la más ortodoxa, musical y sensata –que no tímida ni aséptica– interpretación historicista.


Ahora debemos concretar. La Water Music fue muy parecida a la de su disco grabado para Hyperion en 1997, incluyendo la alternancia entre los diversos números de las suites segunda y tercera en busca de la variedad tanto organológica como expresiva. La única diferencia notable fue la ausencia de cuerda pulsada en el continuo, aunque sí que hubo dos claves, el de Christopher Bucknall y el del propio King, realizando una labor fenomenal. Por lo demás, la lectura fue portentosa por el perfecto equilibrio entre los tres elementos básicos de toda interpretación: respeto al estilo, intensidad y exquisito gusto. La música voló melódicamente y tuvo claroscuros; estuvo fraseada con elegancia y también con vigor rítmico, con perfecta arquitectura pero asimismo con acertada ornamentación; con mucha agilidad sin que la misma supusiera pérdida de “carne sonora”, de músculo y de redondez; con sentido del humor y un punto de rusticidad en absoluto reñidos con la depuración sonora; con inconfundible distinción británica pero también con una buena dosis de sal y pimienta.

La orquesta estuvo espléndida a lo largo de toda la Música acuática. Las dos trompas empezaron la noche de manera formidable para luego incurrir en algunas notas falsas sin importancia, mientras que las trompetas estuvieron estupendas. La flauta dulce corrió a cargo de Rebecca Miles, sorprendentemente integrada en los violines segundos a lo largo del resto de la velada. Fue ella, al parecer, quien ya registrara esta parte en el disco antes citado: en Sevilla se mostró irreprochable en lo puramente técnico, si bien en lo expresivo me resultó algo más coqueta de lo que me hubiera gustado. Quizá tampoco esta vez –no estoy muy seguro: tengo literalmente la torrija encima– ornamentara tanto como once años atrás. Importa poco: últimamente he estado repasando la discografía y no encuentro un solo intérprete a la altura de Robert King y sus chicos en esta obra. La audición en el Teatro Maestranza fue un placer de principio a fin.

También fue una delicia Les Boréades, por más que, para mi gusto, este Rameau resultara en exceso british en su fraseo: imposible aquí olvidarse del milagro de Jordi Savall, como tampoco de la acertada percusión de su habitual Pedro Estevan en la “Contredanse en Rondeau”. Claro que tampoco puedo dejar de apuntar que la “Entrée d’Abaris” resultó bajo la dirección de King –aquí abandonó su clave para empuñar la batuta– un prodigio de sensualidad, de ensoñación y de sentido cantable.

En los Royal Fireworks King optó por una solución intermedia entre la macrobanda de viento y percusión que congregara en su registro discográfico –y en su interpretación sevillana anterior– y la formación reducida pero con inclusión de cuerda que resulta más habitual: si no conté mal, en el Teatro de la Maestranza sonó una agrupación de treinta y cuatro miembros, incluyendo un timbalero, dos tambores, tres trompas, tres trompetas, nueve instrumentos viento-madera, dieciséis de cuerda y un solo clave. Conjunto en principio adecuado para un recinto cerrado, pero no siempre equilibrado: a veces se perdía la limpieza de planos sonoros. Tampoco los metales, quizá por cansancio, tuvieron en esta página su mejor momento, y no lo digo tanto por las abundantes notas falsas como por un tremendo desajuste de las trompas en la sección rápida de la obertura. Por lo demás, King dejó constancia de su perfecto estilo haendeliano y de su enorme comunicatividad, sobresaliendo en el vigor que imprimió a “La Réjouissance” y en la decisión de abordar el principal de los minuetos con tanta amplitud como calidez para luego, tras ofrecer el otro a manera de trío, hacerlo volver con toda la marcialidad, grandeza y brillantez a la que estamos acostumbrados.

Éxito enorme entre el público –que tristemente no llenó el recinto– para una noche musicalmente excelsa.

viernes, 23 de marzo de 2018

Veintisiete años después

29 de mayo de 1991. Andaba yo terminando el tercer curso de Geografía e Historia en la Universidad de Sevilla. Dentro de los Encuentros Internacionales de Música Cinematográfica y Escénica que se estaban celebrando –el día anterior había actuado el mítico David Raksin en el recién inaugurado Teatro de la Maestranza– se ofrecía un concierto muy particular: Música acuática y Música para los fuegos artificiales de Haendel bajo la Torre del Oro, en interpretación de Robert King y su King's Consort. Los Fireworks venían con su orquestación original pensada para el aire libre, es decir, con una enorme banda de viento y percusión. Las fuerzas que se congregaron a orillas del Guadalquivir debieron de ser todas las disponibles en Gran Bretaña: por aquel tiempo no había tantos especialistas en instrumento de época. Allí pude ver estuches del English Concert de Pinnock, y probablemente la mitad de los English Baroque Soloist y de la Academy of Ancient Music andaban por allí.


Desdichadamente, las cosas no funcionaron del todo bien: no solo los altavoces no le sientan bien a la música de Haendel, sino que además el sonido amplificado "se acopló" –perdonen mi ignorancia técnica– y numerosos zumbidos enturbiaron la velada. El propio Robert King hizo alguna broma al respecto mirando al cielo a ver si aparecía algún avión. Unos conocidos estuvieron en el ensayo general dentro del Maestranza y me aseguraron que allí dentro el disfrute había sido inmenso. Y aun radiante por la vistosidad del espectáculo, rematado con pirotecnia de verdad, me fui anhelando la oportunidad de escuchar el mismo concierto en el interior del teatro. Pues bien, la oportunidad ha llegado. Casi veintisiete años después, pero ha llegado. Mañana sábado dentro del FeMÁS.

Mucha agua ha pasado por el puente. King contaba con treinta años por entonces. Ahora tiene cincuenta y siete. Entre medias ha vivido una estancia en prisión –parecidas acusaciones a las de Levine, por cierto– que parecía que se podía llevar su carrera por delante. Felizmente no ha sido así: ha pagado su deuda con la sociedad y sigue felizmente en activo, incluso grabando algún que otro disco. También ha pasado el tiempo por la interpretación históricamente informada del repertorio barroco. Hoy se han impuesto la originalidad a toda costa, la extravagancia y el desmelene. Músicos que en su momento parecían atrevidos pasan hoy por ser venerables reliquias que adolecen, según el talibanismo historicista actual, de conservadurismo y de falta de imaginación, al tiempo que se ensalza lo que hacen verdaderos mediocres que, de no escudarse en eso de que andan renovando la praxis interpretativa, no pasarían de una discreta segunda fila.

Personalmente yo lo tengo claro: los Fireworks discográficos de Robert King son magníficos, y su Water Music es sencillamente sensacional, de referencia absoluta, todo un prodigio de belleza, comunicatividad y buen gusto. Imposible imaginar una interpretación mejor. Por eso mismo, y aun sospechando que la primera de las partituras citadas se ofrecerá en su versión tradicional –orquesta reducida y con cuerda–, acudiré mañana con muchísima ilusión al Maestranza. Por eso y porque han sido veintisiete años de espera.

miércoles, 21 de marzo de 2018

Peer Gynt por Barbirolli: imprescindible, inencontrable

El sello EMI ha reeditado una y otra vez las dos suites de Peer Gynt registradas por Sir Thomas Beecham con resultados –por muchas alabanzas que reciba de la crítica británica– más bien mediocres, pero lleva muchos años sin poner en circulación la selección de la música incidental grabada por Sir John Barbirolli con su Orquesta Hallé en 1968. Encontrar el disco resulta francamente difícil –yo lo compré hace siglos en Valencia–, y ni siquiera está en Spotify. En Rutracker hay un ripeado del vinilo que suena bastante mal. Una verdadera pena, porque se trata de la versión más recomendable de cuantas conozco. Por dos razones.

 
En primer lugar porque, aun sin ofrecer en modo alguno la partitura completa, incluye cuatro números más –dieciséis minutos– que las dos suites habituales, todos ellos de una calidad musical extraordinaria, particularmente la sublime Canción de cuna de Solveig; y lo hace además en la edición con coro y solistas vocales, y presentando los diferentes números en el orden en el que estaban pensados para el drama de Ibsen, lo que da una idea mucho más cabal del planteamiento original de Grieg para su música escénica.

En segundo lugar, porque Barbirolli realiza el milagro de destilar una perfecta fusión entre el mayor grado posible de refinamiento y el más conmovedor lirismo sin que haya la menor concesión a lo preciosista o lo decadente, y además manteniendo una sanísima rusticidad que se aparta por completo de esas sonoridades opulentas, sensuales y un punto relamidas de las interpretaciones tipo Karajan. La fusión de todos esos ingredientes parece imposible, pero Sir John lo logra. Y lo consigue no solo haciendo gala de una enorme convicción y de la adecuada variedad expresiva, sino también desmenuzando con mano maestra la orquestación y matizando mil y un detalles en la dinámica: escúchese El retorno de Peer Gynt para comprobarlo. Por si fuera poco, los Ambrosians Singers están a su nivel habitual, Patricia Clark realiza una buena labor en la Danza árabe y una exquisita Sheila Amstrong roza el cielo en las dos intervenciones de Solveig.

El disco se completa con la Suite Lírica op. 54, selección orquestal de sus hermosísimas Piezas líricas. Realizada en 1969 en el el Kingsway Hall con una toma algo pobre, se trata de una interpretación prodigiosa. El pastor ofrece un lacerante dramatismo. La Danza rústica noruega sabe ser precisamente eso, rústica y con carácter, resultando impagables los broncos metales de la orquesta, todo ello con trazo minucioso y soberbia planificación. El Nocturno es un prodigio, concentrado y de elevadísima poesía pero sabiendo no quedarse en lo contemplativo, sino aportando tintes misteriosos e incluso inquietantes. La Marcha de los enanos renuncia al espectáculo sonoro y a lo trepidante para ofrecer una buena dosis de potencia e incluso de carácter amenazador, sustituyendo el humor más o menos pintoresco por un manifiesto recochineo.

¿Qué quieren que les diga? Háganse con este disco sea como sea. Es una verdadera joya. Ah, no se olviden de las Suites por Leppard.

lunes, 19 de marzo de 2018

Rafał Blechacz , pianismo alado

Fue un brillante recital el de Rafał Blechacz anoche en el Maestranza. Un brillante recital que a mí no me convenció. El polaco es, sin la menor duda, un pianista grande: posee una técnica descomunal, tiene unas ideas claras sobre cómo quiere interpretar y sabe llevarlas perfectamente a la práctica, alejándose por completo de lo mecánico y de lo rutinario. Lo que ocurre es que esas ideas suyas no son de las que a mí me más gustan, y si en determinadas obras me parecen plausibles, las acepto y las puedo disfrutar, en otras me terminan incomodando.


La velada comenzó, tras una simpática introducción a cargo de la mismísima embajadora de Polonia –colaboraba y organizaba el evento el Instituto Polaco de Cultura de Madrid–, con el Rondó nº 3 en la menor, K. 511 de Mozart. Página de carácter no poco amargo, no en balde escrita en la misma tonalidad de la partitura que vino a continuación, la Sonata nº 8 de Wolfgang Amadeus cuya recreación a cargo de Emil Gilels tanto ensalcé en este mismo blog el pasado sábado. En ambas páginas Blechacz hizo lo contrario, exactamente lo contrario que el gigante de Odesa: en lugar apostar por una sonoridad tan densa y musculada como ascética en lo sonoro, de renunciar a la búsqueda de la belleza para potenciar en su lugar las tensiones armónicas y de decidirse en lo expresivo a explorar el lado más oscuro de las dos páginas, ofreció un pianismo ligero, efervescente, lleno de encanto, elegancia y luminosidad, incluso con un punto de coquetería. ¿Lo hizo con destreza técnica? Sí, superlativa: imposible pedirse más claridad en la articulación, mejor planificación de la arquitectura o más matizada atención a la dinámica, por muy limitada que fuera esta. ¿Resultó trivial, cursi o narcisista? No. ¿Fue quizá rígido o antimusical? Tampoco. Simplemente, Blechacz prefirió antes mirar al mundo rococó que subrayar los aspectos dolientes de la escritura mozartiana. Se puede hacer así: me olvidé de otras opciones y disfruté de lo que allí estaba sonando.

Pero hete aquí que llegó Beethoven. Su Sonata para piano nº 28, nada menos. Y ahí las cosas cambian. Estamos en 1816 y en la más visionaria etapa del de Bonn. Igual que ese otro sordo genial que fue Francisco de Goya, el autor de Fidelio rompe con el pasado y explora nuevas fronteras. Restar densidad, “brumas germánicas” y pathos trágico a estas obras finales no es “humanizar a Beethoven”, como pretenden algunos, ni situarle en el contexto de la época, ni limpiarlo de “contaminación wagneriana”. Es empequeñecerlo. Como si un pintor reprodujese en un lienzo Los fusilamientos de la Moncloa o el Saturno perfilando contornos, corrigiendo las proporciones de las figuras y usando la paleta de colores pastel de los cartones para tapices. Por eso en esta página no me pude olvidar de esas otras maneras de hacer, justo las que señalé en la última entrada. Y no disfruté, por muy increíblemente bien construido –tenso, clarísimo, lleno de fuerza, controlado con mano férrea– que estuvieran el Allegro conclusivo y todos sus pasajes fugados.

Sonata nº 2 de Robert Schumann para abrir la segunda parte. El pianismo alado y agilísimo de Blechacz en principio encaja a la perfección con esa imagen un tanto esquizofrénica que tenemos del autor de Genoveva. Pero creo que Blechacz se excedió a la hora de señalar las dualidades de su música, de tal modo que aquí Florestán no solo se dejó llevar por el arrebato temperamental, sino que también cayó en el nerviosismo y la precipitación, sin dejar respirar a las notas (¡el primer movimiento parecía un intento de alcanzar el récord mundial de teclas por minuto!), mientras que Eusebius se presentó como un soñador en exceso estático, contemplativo y falto de carácter, por no decir un tanto desmayado. Belleza sonora hubo a raudales, como también una absoluta limpieza a la hora de poner todas y cada una de las notas en su sitio, pero la verdadera convicción no asomó: fue una lectura vistosa, pero planteada muy de cara a la galería.

Lo mejor de la noche vino con las cuatro Mazurcas op. 24 de Chopin. Extrañamente, nuestro artista no hizo mucho uso ese particular rubato que enseguida asociamos al universo chopiniano. Menos sorprendió, habida cuenta de lo hasta entonces escuchado, que su recreación optara por sonoridades poco densas y dinámicas no muy acentuadas. Que la elegancia y la delectación melódica primaran sobre otras cuestiones. Sea como fuere, Blechacz hizo gala de una fluidez en el fraseo y una capacidad para el matiz de lo más certero. Por no hablar de la rítmica exacta que pide esta música, no precisamente la más profunda de su genial autor: quizá por eso se movió con semejante comodidad.

La celebérrima Polonesa heroica puso en pie a todo el respetable, y no es de extrañar porque fue interpretada con soberano virtuosismo y, ahora sí, una dinámica espectacular controlada con verdadera maestría. Otra cosa es que algunos echáramos de menos esas descargas de adrenalina con que Rubinstein y Pollini hacían irrumpir el tema principal; o una mayor diferenciación entre cada una de las secciones, algo más de sosiego a la hora de paladear la música, y también un carácter más propiamente heroico.

La propia brahmsiana fue recreada con una sonoridad suavona y una blandura expresiva para mi gusto seriamente censurables, y dejaron bien claro que Blechacz, de momento, es más un enorme virtuoso que otra cosa, lo que no quita que anoche hubiera muchísimas cosas que admirar en su pianismo. El enorme éxito entre el público así lo corrobora.

domingo, 18 de marzo de 2018

Siete interpretaciones de la Sonata para piano nº 28 de Beethoven

Beethoven compuso su sonata para piano nº 28, op. 101 en el año 1816, justo en el que inició la composición de su Sinfonía nº 9. Es la primera de ese grupo que conforman sus cinco últimas sonatas, y para algunos autores la página que abre su periodo tardío, el más visionario de su genial carrera compositiva: música al mismo tiempo abstracta y llena de significados, desmaterializada y cargada de fuerza, aunque semejantes términos parezcan contradictorios entre sí. Con la excusa de que espero escuchársela esta misma tarde en el Maestranza a Rafał Blechacz, he decidido realizar la audición de siete interpretaciones discográficas de la página y compararlas entre sí. Las cuatro primeras las escuché el viernes por la mañana, y las restantes las puse ayer mismo. Aquí van los resultados (con la puntuación del uno al diez al final, entre paréntesis), no sin antes avisar al lector de que he prescindido de nombres muy asociados a Beethoven como pueden ser los de Backhaus, Kempff y Arrau. No se trata de una comparativa más o menos rigurosa, pues, sino de una simple cata.



Decido comenzar la experiencia con el fortepiano, evitando así tener en mente la sonoridad de un piano moderno y las injustas comparaciones que de ellos se pudieran derivar. Y me decanto por ese músico tan sensato como desigual que es Ronald Brautigam, que hace uso de la copia de un Conrad Graf de hacia 1819, es decir, un año posterior al de la composición de esta sonata: suena con suficiente cuerpo y ofrece muchas posibilidades en lo que a la dinámica se refiere. Esta se encuentra plenamente aprovechada por el artista holandés, quien nos ofrece una recreación medianamente satisfactoria no solo en lo técnico sino también en lo expresivo, aunque algo alicorta en ese sentido del misterio y de la ambigüedad que lúcidamente destacan las notas al programa. Es el caso del Allegretto inicial, bien contrastado pero un tanto soso. Magnífico el Vivace alla Marcia, dicho con el empuje, la decisión y la rotundidad necesarias. En el Adagio la sonoridad del instrumento resulta, cuando se mantiene en piano, por completo distinta a lo que estamos acostumbrados; a algunos les irritará, mientras que a mí me parece fascinante. Brautigam frasea este tercer movimiento con musicalidad, ya que no con particular inspiración, para después entrar en el Allegro conclusivo con un ardor que le lleva a la precipitación. En poco tiempo el artista se centra y termina ofreciendo una recreación muy digna, aunque antes atenta a la claridad de sus estructuras fugadas que a las posibilidades poéticas de la página: resulta un tanto rígido, por momentos incluso mecánico, aunque no deje de ofrecer algún fortísimo abrumador. La toma de sonido realizada por los ingenieros de BIS resulta formidable en su edición en un SACD multicanal que, por cierto, tengo firmado por el propio Brautigam. (7)


 
Continúo con la que registró –con buen pero no excepcional sonido– Daniel Barenboim para el sello EMI en octubre de 1969. Esto es otro mundo. Y no porque el instrumento ofrezca muchas más posibilidades, sino porque el de Buenos Aires, al que aún le quedaba un mes para cumplir los veintisiete, se muestra ya como un beethoveniano de primera fila: el músculo en el sonido, la naturalidad del fraseo, la matización de la dinámica, la atención a los silencios, la riqueza de matices… Todo es aquí de primera, ya desde un movimiento inicial mucho más paladeado que el de Brautigam (5’09 frente a 3’32) y rebosante de inspiración poética. En el segundo se puede echar de menos la electricidad del holandés, pero Barenboim ofrece una flexibilidad superior y, sobre todo, una sección central apreciablemente más inspirada y musical, aunque sea a todas luces en el tercero donde la diferencia se hace más grande. Eso sí, nuestro artista hace caso omiso de que el Adagio es “ma non troppo” y, desgranando la partitura con una lentitud extremadamente concentrada, se decanta por el goticismo para indagar en los rincones más oscuros e inquietantes, también más reflexivos, de esta música genial. Tras una espléndida transición, el cuarto movimiento está dicho con un estilo y una convicción formidables. Se podrá reconocer que a la hora de delinear los pasajes fugados el toque del maestro no es el más claro posible en lo que a limpieza de una nota frente a la otra se refiere, pero su manera de manejar bloques sonoros y de otorgar significación expresiva a estructuras abstractas resultan admirables, por no hablar de cómo planea unos abrumadores picos de tensión. (10)

 
A 1977 se remonta la grabación de Maurizio Pollini para Deutsche Grammophon. Estamos hablando, pues, de la mejor época del pianista italiano, y no me refiero a su destreza digital –que sigue siendo suprema– sino a la interpretación: su Beethoven actual oscila entre lo discreto y lo horroroso. No es el caso de esta op. 109 estupendamente tocada y construida (¡qué dominio de la planificación global!), de una claridad polifónica apabullante y muy sensata en la expresión. Aunque solo eso, porque a decir verdad se percibe esa tendencia de Pollini a distanciarse un tanto, a adoptar una actitud objetiva que con frecuencia deviene en frialdad. En modo alguno aburre, pero tampoco emociona lo suficiente. Y la sección central del segundo movimiento parece por completo desaprovechada. Una circunstancia significativa: su toque es más limpio que el de Barenboim, pero también más duro, menos variado en el color y en general un punto monocorde. La calidad del sonido es estupenda en el SACD de Esoteric que he localizado “por ahí”. (8) 


 
La filmación de 2005 en la Staatsoper berlinesa protagonizada por Daniel Barenboim no difiere mucho de la grabada para en su juventud para el mismo sello, pero treinta y seis años no pasan en balde. Ahora frasea todavía con mayor naturalidad, se interesa más por la belleza sonora en sí misma y sustituye relativamente, solo relativamente, el enfoque oscuro y reflexivo de su primera recreación por otro más luminoso, más cercano, diríase que más atento a las deudas con el clasicismo musical. Semejante circunstancia se refleja sobre todo en un primer movimiento ahora más rápido (3’55, más cerca de Brautigam que de él mismo), más fluido, cercano y comunicativo, y desde luego de una muy singular hermosura. El resto sigue siendo colosal, todo un prodigio de lenguaje beethoveniano, de riqueza de matices y de equilibrio entre forma y expresión. A destacar nuevamente la riqueza de la pulsación y, por descontado, la manera tan “marca de la casa” con que resuelve esos trinos fundamentales en la transición entre el tercer y cuarto movimientos. La toma sonora es muy distinta según se escuche el DVD en PCM estéreo y Dolby Digital 5.0: esta última pista ofrece unas frecuencias graves mucho más ricas, y por ende gana en armónicos, pero también resulta un tanto borrosa, mientras que en la primera de las citadas el sonido es más nítido al tiempo que más plano. Quizá el CD de Decca –misma toma trasladada a este formato– sea el que mejor suene. (10) 



De la misma filmación de 1971 que la genial Sonata nº 8 de Mozart que comenté ayer –este Beethoven lo escuché inmediatamente después– procede la lectura de Emil Gilels. Nuevamente la sobriedad, la densidad del sonido, tensión armónica y la renuncia a realizar concesiones al oyente presiden la interpretación. El de Odessa es más radical que Barenboim. Se interesa menos que el de Buenos Aires por la belleza sonora, por la cantabilidad y por el humanismo, para en su lugar darle otra vuelta de tuerca al sentido trágico de esta música. ¡Qué dolor el que emanan los movimientos impares! Eso sí, se trata de una tragedia revestida de un perfecto equilibrio formal: la tensión se mantiene siempre en el trasfondo, revestida de la más absoluta severidad. Únicamente parece abandonar Gilels semejante rigor en la transición al cuarto movimiento, ofreciendo unos trinos llenos de efervescencia para luego arrancar el Allegro con enorme vitalidad. Pero en seguida las aguas vuelven a su cauce y la más granítica arquitectura se impone en los pasajes fugados; a destacar como la mano derecha marca picos de tensión llenos de interrogantes mientras la izquierda, en sus trinos finales, se muestra tenebrosa a más no poder. (10)


Dueña de un sonido pianístico de gran calidad, aunque ajeno a la tradición beethoveniana centroeuropea, Hélène Grimaud propone subrayar los contrastes entre los movimientos de la página. En los impares la máxima aspiración no es indagar en tensiones, ni dar paso a la reflexión ni ahondar en los aspectos más visionarios, sino ofrecer belleza en estado puro. Belleza sonora y belleza en la expresión, lo que por fortuna para la pianista francesa no significa trivialidad ni blandura: en el primer movimiento los picos de tensión están bien marcados, mientras que en el tercero sabe destilar perfectamente ese lirismo amargo que la partitura desprende. Segundo y cuarto son efervescencia pura: sanguíneos, vitalistas, llenos de nervio en el buen sentido, generosos en la gama dinámica y, en cualquier caso, estupendamente delineados. Se podré preferir enfoques diferentes, pero el de Grimaud resulta fresco, atractivo y coherente, beneficiándose de un espléndido trabajo de los ingenieros de la Deutsche Grammohon allá en julio de 2007. (9)


Termino volviendo al fortepiano, en este caso Paul Badura-Skoda haciendo uso de un Conrad Graf original de 1824. Extrañamente, el instrumento me ha gustado menos que le anterior: demasiada heterogeneidad entre sus registros. Tampoco parece ofrecer la densidad del que utilizaba Brautigam, aunque esto puede deberse en parte al pianista austriaco, quien fue el primero que se acercó –tras varias décadas interpretando y grabando a Beethoven con pianos modernos– a instrumentos de época para grabar este repertorio. En su momento hubo quien dijo que hasta que apareció esta integral no había escuchado “de verdad” las sonatas beethovenianas. El tiempo que ha pasado desde que Auvidis editara este disco en 1993 ha puesto las cosas en su sitio: Badura-Skoda carece de concentración, frasea con demasiado nerviosismo –realmente precipitada la sección central del Vivace alla Marcia– y, sin resultar ni mecánico ni inexpresivo, no resulta rico en matices. Incluso parece un tanto tímido, circunstancia que no parece deberse a las limitaciones del instrumento sino más bien a la manera que tiene de ver las cosas el artista, quien por otra parte tampoco logra delinear con nitidez las polifonías del cuarto movimiento. A la postre, una tentativa más interesante por las peculiaridades tímbricas del instrumento utilizado que por la interpretación en sí misma. (6)
 
Y esto es todo. Veremos qué tal Blechacz.

PS. En principio le puse un ocho a la última grabación de Barenboim, a la que obviamente –por lo que se desprende del texto– yo le pondría un diez. El error ya está subsanado.

sábado, 17 de marzo de 2018

Mozart es dolor

Me levanto hoy sábado y decido repasarme la Sonata para piano nº 8 de Mozart, que tenía en exceso olvidada y espero escuchar mañana mismo a Rafał Blechacz en Sevilla. Escojo el DVD editado por Deutsche Grammophon –encontrarán el YouTube– con la lectura de Emil Gilels correspondiente a un recital del verano de 1971. Quedo completamente conmocionado: por la naturaleza de la música y por la interpretación. Y por cómo ambas se encuentran relacionadas. Porque aunque se pueda discutir esa afirmación de Karl Böhm según la cual toda la música de Wolfgang Amadeus está llena de dolor, pocos podrán negar que esta página escrita en tonalidad menor –una de las dos únicas sonatas suyas en este modo– rebose amargura por los cuatro costados. Que semejante circunstancia pudiera deberse a la muerte de su madre o no tuviese nada que ver con las circunstancias vitales de un jovencito de veintidós años importa ahora poco. Estos pentagramas piden, exigen una interpretación a tumba abierta, que es justo lo que hace Gilels.



De romántica podrían calificar esta recreación algunos talibanes de la peña históricamente informada. Se equivocarían: ni arrebatos temperamentales, ni libertades creativas, ni recreación en el impacto sensorial del sonido, ni grandes conflictos sonoros y expresivos. El gigante ucraniano no hace concesiones. Todo con él es rigor, sobriedad y concentración. Muchísima concentración. La sonoridad es densa, granítica, mucho antes interesada por la tensión armónica que por la belleza (¿cómo no pensar en lo que hubiera hecho Klemperer al piano?). Los matices dinámicos y agógicos son abundantes, pero extremadamente sutiles. El equilibrio (¡clásico, no “romántico”!) entre forma y contenido se alcanza en su plenitud, no perdiéndose la compostura ni siquiera en ese tercer movimiento lleno de desazón. Y las notas hablan con una elocuencia que impacta al oyente en lo más profundo. Tanto, que un servidor no ha tenido más remedio que improvisar estas líneas y confesar abiertamente que este es el Mozart que más me interesa. Porque Mozart, el mejor Mozart de los posibles, es dolor. Mal que les pese a algunos.

jueves, 15 de marzo de 2018

Prokofiev por Jurowski: el ruido y la furia

Cuando comenté las horrorosas interpretaciones recientes de las sinfonías nº 2 y nº 3 de Prokofiev a cargo de Vladimir Ashkenazy prometí presentar un disco con lecturas mucho más recomendables. Pues aquí está: lo protagoniza Vladimir Jurowski, quien ya tenía una Quinta grabada para el mismo sello e inicia ahora con este primer volumen un nuevo ciclo sinfónico del autor de Pedro y el lobo.


En el aspecto puramente artístico, el irregular maestro –no hace mucho ofrecía las que quizá sean las peores Hébridas de la historia del disco– da aquí la de cal cogiendo al toro por los cuernos. ¿Son estas dos sinfonías las más representativas del Prokofiev decibélico, opresivo y brutal? ¡Pues que se note! Así las cosas, el maestro moscovita se decanta por el ruido y la furia para subrayar la vertiente más –digámoslo así– combativa de estas páginas, trátese del “maquinismo” de la op. 40 o del expresionismo de la op. 44. Y lo hace con todas las consecuencias.

Venturosamente, Jurowski no es Gergiev. No son estas versiones rutinarias, de brocha gorda ni planteadas de cara a la galería. Poseen el idioma perfecto, se encuentran trabajadísimas y evitan toda vulgaridad a pesar de poner la maquinaria a su máxima potencia. Los colores son los adecuados, los planos se encuentran perfectamente diferenciados, los detalles están en atendidos todo momento, los clímax parecen –en general– muy bien planteados y cuando hay que frasear con lentitud y concentración, así se hace. Los resultados son más que notables.

Concretando un poco, la Segunda sinfonía ofrece un primer movimiento de una potencia “mecánica”, una visceralidad y una fuerza opresiva abrumadoras, con la misma intensidad los directores que más han abundado en este terreno –exceptuando quizá el muy corrosivo Rozhdestvensky–, pero aportando una dosis superior de claridad y detallismo. El segundo movimiento está planteado con la intención de subrayar las diferencias expresivas entre cada uno de los pasajes de este tema con variaciones, aunque aquí hay que decir que las más conseguidas son aquellas en las que se requiere una rítmica más vigorosa, un colorido más incisivo y cierta dosis de mala leche: cuando hay que desplegar lirismo onírico, texturas refinadas y sentido del misterio, Jurowski se queda un poquito corto. Por eso mismo me sigo quedando con la sensualidad, el lirismo y la extrema depuración sonora de Seiji Ozawa en su registro con la Filarmónica de Berlín, aunque también sea cierto que con el maestro oriental se echaban de menos unas gotas de sentido del humor grotesco.

La Sinfonía nº 3 me ha hecho rememorar el Ángel de fuego –ópera de la que sale toda esta música– que presencié en la Ópera de Múnich en el verano de 2016, una función que no quise comentar en el blog a pesar de haber sido una de las cosas más impactantes que he presenciado en mi vida. En el foso estaba precisamente Jurowski, ofreciendo una labor formidable que ahora repite en disco con esta lectura eminentemente oscura, diabólica y terrorífica, de sonoridades virulentas –impresionantes texturas de las maderas en el tercer movimiento–, fraseo tan anguloso como obsesivo, atmósferas alucinadas y tensiones implacables. Expresionismo puro y duro, incluyendo dentro del mismo una buena dosis de humor negro –intervenciones de la madera grave llenas de socarronería– pero sin dejar espacio para otras consideraciones. Y ese es el único reparo que pongo: en comparación con Muti –referencial su disco con Philadelphia, por no hablar de la increíble lectura que le escuché en directo con la Sinfónica de Chicago–, al ruso le falta atender a esa atmósfera embriagadora, a ratos mística, a ratos sensual cuando no abiertamente erótica, que también anida en los pentagramas. La música de Prokofiev, ni siquiera la de esta época, es únicamente una sucesión de explosiones sonoras. En cualquier caso, la experiencia es de las que atrapan desde el primer minuto para dejarte exhausto al final.

No he dicho nada sobre la orquesta: la State Academic Symphony Orchestra “Evgeny Svetlanov”. Es decir, la Orquesta Estatal de la URSS de toda la vida, ahora llevando el nombre de quien durante tantos años fuera su titular. Obviamente se trata de una muy buena formación, pero no al nivel de la London Philharmonic de la que Jurowski sigue siendo titular, ni menos aún al de las verdaderamente grandes europeas. La cuerda en más de un momento me ha parecido rígida, mientras que el metal posee esa particularísima sonoridad “soviética”, algo vacilante y poco empastada, que a mí dista de convencerme. Sea como fuere, el maestro trata a su formación rusa con enorme conocimiento de lo que se trae entre manos y diseccionando con maestría –nunca he escuchado versiones más claras que las presentes– el complicadísimo tejido contrapuntístico elaborado por el compositor en estas dos obras decididamente a reivindicar.

Justo es añadir que la toma sonora es soberbia, y si ya resulta de admirar en calidad CD –que es como yo la he escuchado a través de la plataforma Tidal–, seguramente debe de ser la releche en SACD multicanal.

martes, 13 de marzo de 2018

Peter Serkin: Bartók a los diecisiete

Diecisiete añitos contaba Peter Serkin –a punto de cumplir los dieciocho– cuando en junio de 1965 registró el Concierto para piano nº 1 de Belá Bartók para RCA junto a la Sinfónica de Chicago y un Seiji Ozawa que a la sazón alcanzaba los veintinueve. Un año más tarde –julio de 1966– los mismos artistas grababan el Tercero. Visto de semejante manera, uno no puede sino descubrirse ante el hecho de que un chavalito de esa edad fuera capaz de tocar estás dos obras con semejante nivel técnico. Pero si comparamos estas lecturas con las de otros pianistas, el hijo de Rudolf no sale del todo bien parado. Y no tanto porque su enfoque sea percutivo –esto parece moneda corriente en estas páginas, aunque no resulte lo ideal–, sino más bien por lo monocorde de su toque y lo limitado de su expresividad, resultando por lo general plano e insípido. Tampoco Ozawa resulta ideal para el universo bartokiano: este universo requiere un sentido de la rusticidad y una tensión dramática que no casan bien con su batuta elegante, sensual y refinada. Así las cosas, los resultados interpretativos, ya que no desdeñables, son irregulares.


El primer movimiento del Concierto para piano nº 1 resulta más bien aburrido, animándose solo un poco hacia el final del mismo gracias a una batuta que por fin parece dispuesta a echar la carne en el asador. Mucho mejor el nocturnal Andante: aquí Ozawa se mueve muy bien explorando atmósferas y haciendo que las portentosas maderas de la formación norteamericana suenen de manera particularmente curvilínea. La transición al tercero resulta lentísima y de enorme atractivo; a partir de ahí se queda la interpretación en una notable solvencia –director y pianista poseen un buen sentido del ritmo– sin terminar de ofrecer el empuje y la garra que la agitada página necesita. ¡Cómo no acordarme de la tremebunda, genial interpretación de Barenboim y Rattle que he visto recientemente en la Digital Concert Hall y de la que espero hablarles pronto!

Ozawa se mueve mucho mejor en el lírico Concierto para piano nº 3 que en el atormentado Primero. Su recreación es en todo momento satisfactoria, particularmente en un Andante religioso paladeado con lentitud y delectación sin que las tensiones decaigan, y cuya secuencia “ornitológica” central le permite hacer gala de su portentoso tratamiento de las texturas. Es precisamente en él donde Serkin parece más dispuesto a interpretar –no a leer– los pentagramas, ofreciendo momentos de implacable y adecuada tensión sonora. Luminosidad y buen sabor folclórico –ya que no mucha chispa ni entusiasmo al arrancar: poco a poco se va calentando–, además de una enorme atención a la hora de clarificar la sección fugada, cierran en el tercer movimiento una interpretación a la postre muy notable.

He tenido la oportunidad de escuchar estos registros nada menos que a 192 KHz. Es decir, de manera óptima para la tecnología actual. Pues bien, hay gama dinámica y un estupendo equilibrio de planos sonoros, pero la toma original se ve lastrada por una relativa distorsión y cierta sequedad que impiden ponerla a la altura de las mejores que se hacía por aquella época.

domingo, 11 de marzo de 2018

Semiramide desde el Met: excelente, pero con cortes en la transmisión

Salí ayer sábado con mosqueo de la función de Semiramide ofrecida por el Metropolitan de Nueva York a cines de todo el mundo. Porque si uno paga nada menos que veinte euros, tiene derecho a que la transmisión sea técnicamente buena. No es de recibo que la señal se fuera durante aproximadamente dos minutos durante la obertura. Menos aún que se perdieran otros dos más adelante: ¡los del final de la ópera! Imagen y sonido volvieron cuando ya estaban los aplausos. Y desaparecieron una vez más, por cierto, cuando la protagonista salía a saludar. No se fue al traste una parte sustancial de esta página de Gioachino Rossini, pero resulta frustrante no ver cómo acaba el drama. Por no hablar de la corta gama dinámica de la toma sonora o de su precario estéreo, que a mi entender era más bien mono. El problema, se nos asegura, no era de los Cines Yelmo sino del satélite. Los señores del Met pueden jugar a la ley de la oferta y la demanda y exigir una tarifa especial para sus productos, lo que me parece bien, pero por eso mismo los espectadores tenemos derecho a que se cuiden semejantes aspectos técnicos y a que, en caso de anomalías de este calibre, se busque alguna manera de compensar tanto a los espectadores como a las salas cuya imagen se ve perjudicada. Supongo que semejante idea ni se les ha pasado por la cabeza.


Dicho esto, fue una gran función en lo musical. Desde su deslumbrante Ana Bolena en el Teatro de la Maestranza en diciembre de 2016 hasta ahora, Angela Meade ha ganado en quilos (¡cuídese, que la salud es lo primero!), pero también en talento. Y si en la reseña de entonces me deshice en elogios, ahora no puedo sino repetirlos y corroborar que esta joven es una fuera de serie. Se podrá echar de menos un punto mayor aún de morbidez en su línea, unos reguladores aún más imaginativos, algunos filados… Cada cual tendrá su favorita en este terreno, pero a mí la soprano norteamericana me parece una belcantista a la altura de las más grandes, por voz (¡qué brillantes y esmaltados agudos!), por técnica (irreprochables todas las agilidades) y por buen gusto (ornamenta con sensatez, sin narcisismo alguno). También por la expresión: si en el título donizettiano se quedaba un pelín corta, ahora ha puesto toda su carne en el asador, sabiendo atender tanto a la faceta más autoritaria de la mítica reina asiria como a su carácter de enamorada.


Mantuvo el tipo a su lado Elizabeth DeShong, dignísima mezzo de medios relativamente modestos, no del todo expresiva, digamos que antes artesana que artista, pero cantante de sólida técnica y estimable musicalidad: muy bien, lo que en un rol tan comprometido como el de Arsace no es poco. ldar Abdrazakov no es un cantante muy depurado en lo canoro –le cuesta mover su poderoso torrente vocal, lo que en Rossini se nota más aún– ni sutil en la expresión, pero supo ir de menos a más y ofrece grandes dosis de electricidad y tensión psicológica en su protoverdiana escena de las alucinaciones.


Javier Camarena fue un lujo para el papel Idreno: el mexicano aprovechó todo lo que pudo sus escasas intervenciones y volvió a demostrar que un tenor rossiniano no tiene por qué cantar con una voz pequeña ni con una expresión afectada: su instrumento tiene carne, impacta en el agudo –bien que se recrea en ello–, se mueve muy bien en la coloratura –solo un par de roces sin importancia– y se ve acompañado por una enorme dosis de calidez, de ardor viril y de comunicatividad. Ryan Speedo Green cumplió como Oroe, Sarah Shafer estuvo muy bien en el papel de Azema y Jeremy Galyon brilló en la breve pero decisiva aparición del fantasma del rey Nino.


Se daba la casualidad de que en el foso se encontraba la misma batuta que acompañó a Meade en Sevilla: Maurizio Benini. Lo hizo estupendamente, no tanto en lo que se refiere a ese particular nervio y carácter bullicioso de la música de Rossini como en lo que respecta a cantabilidad. El maestro italiano no se dejó llevar por los aspectos más epidérmicos de esta música, dejó que esta respirase con amplitud y se integró de manera admirable con los cantantes sin que el fraseo perdiera naturalidad. Lo menos bueno fue la obertura, lastrada por solistas algo problemáticos –trompa, flautín– y pobremente planificada en los crescendi. Tampoco es que la orquesta fuera nada del otro jueves. Y el coro, la verdad, se queda en lo correcto: ¿de verdad que no hay voces mejores en toda Nueva York?

La producción era la del regista británico John Copley, ya filmada y editada comercialmente hace años con Anderson, Horne y Ramey en el elenco. Un bodrio, qué quieren que les diga: toneladas de brillos, de dorados y de bisutería a granel sin que existiera la menor dirección de actores. Todos los cantantes estuvieron mal en este sentido, con la excepción de Abdrazakov. Por cierto, el Met despidió a Copley hace pocas semanas por sus supuestas insinuaciones sexuales a un miembro del coro: lo deberían haber despedido por hortera. En cualquier caso, su propuesta escénica no llegó a impedir el disfrute de una interpretación musical que, con los reparos antedichos, fue de altísimo nivel.

¿Lo peor de todo? Aparte de los referidos cortes en la retransmisión, que tras estas representaciones el caché de la Meade subirá tanto que ya no podremos escucharla por aquí en directo. Pero eso se veía venir.

viernes, 9 de marzo de 2018

La Jeremiah por Barenboim

A raíz de mi penúltima entrada, un amabilísimo lector ha tenido la gentileza de subir esa maravilla interpretativa que es la Sinfonía nº 1, Jeremiah, de Leonard Bernstein, a cargo de Daniel Barenboim y la Sinfónica de Chicago. Desde aquí le doy las gracias y a ustedes les invito a escucharla.





jueves, 8 de marzo de 2018

Prokofiev por Denève: bodrio supremo

Los señores de Deutsche Grammophon llevan ya tres décadas intentando tomarnos el pelo. Primero fue con James Levine y Neeme Järvi: les hicieron grabar absolutamente de todo, sirvieron los productos con diseños gráficos espectaculares y se empeñaron en hacernos creer que esas grabaciones eran oro molido cuando en realidad, con algunas contadas excepciones, no valían un pimiento. Luego llegaron Pletnev y Minkowski: más de lo mismo. Vendieron como churros y todavía hoy hay quienes creen que estos dos terriblemente mediocres músicos albergan algún talento. Y ahora podrían estar planteándose hacer lo mismo con el francés Stéphane Denève (n. 1971), un maestro que ha sido titular de la Royal Scottish National Orchestra y de la actualmente disuelta Sinfónica de Stuttgart, es principal director invitado de la Orquesta de Filadelfia (¡nada menos!) y detenta la titularidad de la Filarmónica de Bruselas. Tras algunos discos en Naxos dedicados a Roussel aterriza en el sello amarillo, en el que ha grabado un CD dedicado al compositor contemporáneo Guillaume Connesson y otro a Saint-Saëns y Poulenc, este último con la mismísima Orquesta del Concertgebouw. Y ahora llega un monográfico Prokofiev que incluye suites realizadas por el propio maestro –siguiendo un orden bastante discutible– de esas dos enormes obras maestras que son Romeo y Julieta y La Cenicienta, en este caso con el concurso de la citada formación belga. Los resultados me han parecido calamitosos.


No sé por dónde empezar. ¿La orquesta? Mediocre tirando a mala. La batuta la trata con considerable vulgaridad, sin atender apenas a la limpieza de planos sonoros; se aprecia más de un desajuste. ¿Las interpretaciones? Por completo equivocadas. Denève se interesa sobre todo por la delicadeza que albergan estos pentagramas; pero bajo su batuta se trata de una delicadeza más bien frágil, tímida, carente de verdadera emotividad. Las sonoridades tienden a lo pringoso y se advierten aquí y allá portamentos fuera de lugar. La tendencia a la cursilería resulta evidente. Pero lo peor no es eso, sino la absoluta falta de tensión sonora, de contrastes y de fuerza dramática en los pasajes que exigen mayor temperamento. Nunca jamás he escuchado versiones tan blandengues, flácidas y aburridas de esta música. Y espero no volver a escucharlas. La marcha fúnebre tras la muerte de Teobaldo no puede sonar más pobretona, mientras que el Vals de la medianoche de Cenicienta resulta por completo deslavazado. En este último ballet sí que hay, algo es algo, un apreciable sentido del humor –no especialmente corrosivo: nada que ver con Rozhdestvenski–, pero los resultados globales no son menos irritantes que en la pieza basada en Shakespeare. Por si fuera poco, la toma sonora está muy lejos de los estándares de hoy día, incluso escuchando el registro en alta definición.

No sé si me dejo algo. Ah, sí: paupérrima la entrevista del libretillo. A la postre, a este producto no se le puede calificar sino de bodrio supremo. Que algo así haya visto la luz no dice nada bueno de la Deutsche Grammophon. ¿Qué se apuestan a que en los próximos meses vemos a orquesta y director en nuevas grabaciones de otras obras de repertorio? Así están las cosas.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Cinco versiones de la Sinfonía Jeremiah

Confieso no sentir lástima por perderme la mayoría de los espectáculos que está ofreciendo el FeMÀS –he llegado a un punto de total hartazgo ante determinadas maneras de interpretar la música–, pero sí que lamento no poder asistir al estreno en Sevilla de la Sinfonía nº 1, Jeremiah, de Leonard Bernstein, no diré magistral pero sí muy interesante pieza para mezzosoprano y orquesta que merece más atención de la que usualmente recibe. He decidido escuchar a lo largo de esta mañana cinco grabaciones comerciales de la referida partitura, y ahora me permito compartir con ustedes los resultados de dicha comparativa.


La obra fue compuesta en 1942 por un Bernstein de tan solo veinticuatro años de edad. No salió victoriosa de la competición del Conservatorio de Nueva Inglaterra al que se presentó, pero en seguida fue reconocida por el público, la crítica y el mismísimo Frizt Reiner, a la sazón uno de los maestros del joven artista. No he podido localizar el testimonio fonográfico de aquellos tiempos editado por el sello Pearl: la St. Louis Symphony Orchestra y la mezzo Nan Merriman dirigidos por el propio compositor. Así que me conformo con la primera grabación oficial, la de Bernstein y la Filarmónica de Nueva York registrada por CBS el 20 de mayo de 1961.

 
Se trata, a todas luces, de una espléndida interpretación. Lenny todavía no había alcanzado por aquellas fechas su madurez como director –lo haría a finales de los sesenta, después del primer encuentro con la Filarmónica de Viena–, pero a la hora de dirigir su propia música no solo sabía inyectar el carácter vibrante, la inmediatez y la comunicatividad que ya caracterizaban sus interpretaciones, sino también algo que, en otros repertorios, solo conseguiría con el paso del tiempo: autocontrol. De este modo logra ofrecer un primer movimiento, “Prophecy”, impregnado de fatalismo y de garra dramática; en el segundo, “Profanation”, exhibe una frescura y una chispa que dejan claros los vínculos de este pasaje con el mundo del musical y del ballet tan caros al creador de West Side Story; en el tercero y último, “Lamentation”, paladea la música con la concentración y la hondura filosófica que requiere el carácter programático del mismo, que no es otro que el de las lamentaciones de Jeremías. La parte solista corre a cargo de la mezzo de origen ruso-judío Jennie Tourel, tan vinculada al compositor: su instrumento vocal me interesa más bien poco, pero su expresión resulta tan doliente como sincera.


La siguiente grabación la realizó Bernstein para Deutsche Grammophon: registro en la Philharmonie de Berlín del 23 de agosto de 1977, con la Filarmónica de Israel y nada menos que Christa Ludwig. Dada la evolución de nuestro artista en su faceta de director, podríamos esperar una recreación más lenta y paladeada. Pues no: ahora son 24’43’’ frente a los 25’35’’ del registro en Nueva York, notándose poco la diferencia en el segundo movimiento pero sí bastante en el tercero (10’37’’ en esta ocasión, 11’19’’ diecicéis años atrás). Creo que en él se pierde algo de carácter siniestro, al menos en los compases finales, pero globalmente no creo que se trate de una lectura inferior: quizá ahora resulte un punto más depurada. En cuanto a la inmensa Christa Ludwig, nadie puede discutir la calidez ni la emotividad de su canto, pero en esta ocasión suena un poco castagna in bocca. Existe un registro videográfico paralelo comercializado solo en Norteamérica (Zona 1): es un auténtico espectáculo ver a Lenny defendiendo su obra, pero se pierde mucho en calidad sonora, considerable en la recientemente restaurada copia en HD que está comercializando Deutsche Grammophon.


Sorpresa: los siguientes artistas son Daniel Barenboim y la Sinfónica de Chicago, toma en concierto editada por la propia orquesta –la copia me la ha pasado un amigo que tuvo que encargar el doble CD directamente a los EEUU– correspondiente a los días 15 y 16 de febrero de 1996. La dirección del de Buenos Aires me ha gustado mucho más que la del propio Bernstein, ya desde los primeros compases: dramatismo, rabia, fuerza expresiva… Todo alcanza un grado superior aquí, lo que tiene mucho que ver con la calidad de una formación mucho mejor que las de Nueva York e Israel, pero también con el talento de un Barenboim que se cree esta obra de la primera a última nota, la paladea sin prisas (alcanza los 26’16’’) y da una verdadera lección de cómo plasmar en sonidos la más absoluta convicción expresiva. Convicción extrema: nunca le había escuchado mugir tantísimo en el podio. En el segundo movimiento el maestro se olvida de musicales y borra todo lo que de lúdico pueda encontrarse en esta música para mirar cara a cara al título de la página: “Profanation”. Y lo interpreta con toda la rabia, la saña y la mala leche que se podría esperar, claro está. Así las cosas, la “Lamentation” lo es más que nunca: ¡qué tremendo su clímax dramático! Todavía queda una sorpresa: Birgitta Svendén canta su parte con una voz espléndida, técnica irreprochable y una mezcla de amargura y rebeldía que llegan al alma. Lástima que la toma adolezca de cierta compresión dinámica.


El siguiente registro lo dirige Gustavo Dudamel y corresponde a la temporada 2010/11 de la Filarmónica de Los Ángeles. Lo ha editado Deutsche Grammophon dentro de su serie DG Concerts y yo lo he podido escuchar a través de la plataforma Tidal (ustedes pueden hacer lo propio en Spotify, con menos calidad técnica). El maestro venezolano se extiende nada menos que hasta los 27’55’’, pero por ventura no hay ninguna caída de pulso y sí mucha garra dramática, particularmente en un primer movimiento sensacional. En el segundo queda claro que ese sentido del ritmo, ese rico colorido y esa extroversión que caracterizan la batuta del muy irregular Dudamel son una baza importantísima, pero aquí se echa de menos el carácter combativo de Barenboim; en cualquier caso, admirable la atención al entramado polifónico de las maderas. En un paladeadísima “Lamentation” (11’55’’) el enfoque es muy distinto del de las versiones anteriores: en lugar de doliente desazón, contemplación distanciada y un punto consoladora, aunque sin regatear carácter escarpado al clímax. La mezzo norteamericana Kelley O'Connor está francamente bien, pero no alcanza a ninguna de sus compañeras. Bueno sonido, sobre todo a la hora de recoger las frecuencias más graves.


Terminamos el recorrido con el sello Naxos y la Sinfónica de Baltimore dirigida por Marin Alsop. La discípula de Bernstein es la que va con más prisas (24’14’’), pero lo cierto es que tal circunstancia no se nota, tal es la naturalidad de su muy sensible y elegante fraseo. Por desgracia, tampoco se evidencia una especial garra dramática en su enfoque. Antes al contrario: Alsop es quien menos logra tensar el discurso, y de ahí que la audición, tras las de las interpretaciones arriba comentadas, resulte un punto aburrida. Jennifer Johnson Cano canta con intensidad, pero su voz no es tan homogénea como la de las otras mezzos que se han enfrentado a esta parte. En cuanto a la toma sonora –noviembre de 2014–, ofrece mucha más gama dinámica que las cuatro anteriores y recoge muy bien la percusión, aunque la cuerda suena algo canija. ¿Culpa de los ingenieros o de la propia orquesta?

El asunto lo tengo claro: me quedo con la versión de Barenboim (escuchar aquí). Con diferencia.

martes, 6 de marzo de 2018

Michael Barenboim y Vasily Petrenko debutan con la Filarmónica de Berlín

Michael Barenboim debutó hace pocas semanas al frente de la Berliner Philharmoniker. Con el Concierto para violín de Schoenberg, nada menos. Iba a dirigir el evento Zubin Mehta –con el que en su momento estaba previsto que hiciera la obra en Valencia–, pero a la postre el maestro indio canceló y fue sustituido por Vasily Petrenko: debut por partida doble, pues. Seguí el concierto en directo el 17 de febrero a través de la Digital Concert Hall, pero he esperado a volver a ver la primera parte para realizar alguna comparación y así escribir  con más propiedad.


En lo que al concierto de Schoenberg se refiere, no he repetido la audición del registro que Michael tenía con su padre dirigiendo, que comenté en su momento, pero sí que he repasado la de Hilary Hahn con Salonen. Pues bien, sigo quedándome con el sonido denso y carnoso de la sensacional violinista norteamericana, pero en lo que a la interpretación se refiere creo que esta no le va a la zaga. No sé si es que entre 2012 y 2018 nuestro artista ha madurado todavía más su acercercamiento a la complicadísima –en lo técnico y en lo expresivo– partitura  o quizá es que ha mí me ha cogido más receptivo. Lo cierto es que Barenboim hijo realiza una formidable teatralización de la parte solista, que entiene como un encendido diálogo –por no decir discusión– consigo mismo: las maneras de dotar de significado expresivo a cada una de las frases, diríase incluso que de otorgarle matices propios del lenguaje hablado, es de no dar crédito. Diríase que con esta lectura es menos complicado que nunca entender esta página, tal es el grado de comuniatividad y convicción que alcanza su labor. Por no hablar, claro está, de la parte puramente técnica: ¿quién fue el que dijo, en España, que Michael Barenboim era un violinista de conservatorio? Hay que ser acémila para afirmar tal cosa.

En cuando a Vasily Petrenko, su labor en Schoenberg resulta cuanto menos notable: hay vida y colorido en su lectura, también nervio bien entendido, pero asimismo un formidable control de los medios. Todo ello, como confiesa en la entrevista complementaria, aprendiéndose la partitura en un tiempo récord, lo que tiene mucho más mérito. Que se pueda preferir la más cálida y plural dirección de Daniel Barenboim es otro cantar. De propina, Michael interpretó el segundo movimiento de la Sonata para violín solo de Bartók, que ya había grabado en su formidable primer disco para el sello Accentus aquí comentado.

El programa se había abierto con la obertura de Rosamunda. La interpretación de salva por la calidad de la orquesta, porque la dirección me gusta más bien poco. La introducción resulta más bien aséptica, y el resto se deja llevar por el nervio y carece de elegancia. Inlcuso los tutti suenan más bien vulgares. ¡Qué difícil es hacer bien Schubert! Pero la segunda parte, dedicada íntegramente a Maurice Ravel, funcionó mucho mejor.

Ya desde el arranque de La valse, soberbiamente trabajado en la tímbrica y en la expresión –decididamente siniestra–, se aprecia la gran afinidad del maestro de San Petersburgo con la música raveliana, a la que sabe dotar del fraseo curvilíneo, el rico colorido y la sensualidad que le corresponde, mas sin caer en lo decadente o en lo hedonista, sino dotando a la página de pulso y sentido dramático. Solo le falta resolver mejor la continuidad entre algunos pasajes –algo harto complicado en esta obra, a decir verdad– para alcanzar lo excepcional.

Todavía mejor la suite nº 2 de Daphnis et Chloé. Frente a los reparos de La Valse, aquí no hay ninguno: conozco un buen puñado de recreaciones a la misma altura, pero ni una sola claramente superior. Claro está, no es mérito solo del excepcional trabajo que Petrenko realiza con las texturas –prodigioso el amanecer–, de su riquísimo sentido del color, de su excelente equilibrio entre brillantez y depuración sonora, de su prodigiosa manera de jugar con el fraseo sin caer en amaneramientos o del estupendo pulso narrativo de que hace gala, sino también de una orquesta que es un verdadero prodigio en tanto en sus diferentes familias como en todos y cada uno de sus solistas. Mención especial para Mathieu Dufour, el antiguo flautista de la Sinfónica de Chicago, en la bellísima Pantomima.

Solo una pega: en la retransmisión en directo hay algo de compresión dinámica que perjudica el disfrute. Esperemos que la Digital Concert Hall se vaya poniendo las pilas en este sentido. 

sábado, 3 de marzo de 2018

Notable debut de Dima Slobodeniouk con la Filarmónica de Berlín

Dima Slobodeniouk (Moscú, 1975), actual titular de la Sinfónica de Galicia, debutó hace un mes nada menos que frente a la Filarmónica de Berlín con un repertorio por completo afín a sus raíces musicales, a medio camino entre Finlandia y Rusia: Sibelius, Shostakovich y Prokofiev. Pude seguir el concierto del día 3 de febrero en directo a través de la Digital Concert Hall y tomé notas tras la retransmisión, pero he demorado la edición de esta entrada para volver a verlo y realizar algunas comparaciones. Pues bien, ya lo he hecho y aquí va el resultado, no sin antes advertir una importante circunstancia técnica: la emisión en diferido reduce sensiblemente, aunque no del todo, la molesta compresión dinámica que afecta al directo.

Se abrió el programa con Tapiola, en versión rápida –poco más de dieciocho minutos–, nerviosa y dramática que atiende a la vertiente más encrespada de la partitura dejando un tanto a un lado el lirismo desolado y contemplativo que asimismo alberga, pero en cualquier caso demostrando buen idioma y una excelente técnica para manejar las masas sonoras de una orquesta que, como ya demostrara en las grabaciones de Herbert von Karajan –sobre todo en la última, tan distinta a esta– resulta la mejor posible para esta página: la cuerda es suntuosa, los metales de una seguridad apabullante, las maderas todo lo incisivas que deben sin perder belleza.



Siguió el Concierto para violín nº 2 de Shostakovich. Solo un año posterior al Concierto para violonchelo nº 2, tiene en común con este tanto su orquestación extremadamente esencial, como su carácter fantasmagórico en el que los diálogos del solista con otros instrumentos de la plantilla, mucho antes que con el tutti, se convierte en vertebradores del discurso. Por desgracia, la inspiración de esta op. 129 resulta mucho menor que la de aquel. O al menos a mí me parece una obra más bien insípida y aburrida, diría incluso que interminable, a la que solo una interpretación de primerísima línea como la de Oistrakh con Kondrashin o la de Vengerov con Rostropovich puede salvar. Esta de Berlín ha sido muy notable. Slobodeniouk fraseó con concentración, Baiba Skride –que había dejado una extraordinaria lectura del Concierto para violín nº 1 en esta misma Digital Concert Hall junto a Nelsons– lució su carnoso sonido violinístico al tiempo que lograba aunar lirismo con desgarro. Los formidables solistas de la orquesta berlinesa dejaron en evidencia su enorme categoría, con especial mención para la trompa de Stefan Dohr. Y sin embargo, todo ello no me ha librado de sufrir cierto tedio, quizá porque todavía hacía falta una última vuelta de tuerca en lo que a compromiso expresivo se refiere.

Sinfonía nº 2 de Prokofiev en la segunda parte. Una obra interesantísima que se programa con poca frecuencia, quizá porque muchas orquestas la encuentran difícil de tocar. No hay problema en ese sentido con la Berliner Philharmoniker, que en 1990 registraba bajo la batuta de Ozawa una lectura admirable. He querido repasarla, como también la no menos espléndida de Rostropovich; además he escuchado la nueva grabación de Kitajenko –notable- y las recientes de Jurowski –magnífica– y Ashkenazy –deplorable– para así juzgar con mayor perspectiva. Tras las comparaciones y la referida segunda audición, creo que Slobodeniouk alcanza un nivel notable, sin llegar a lo excepcional.
El maestro ruso acierta por completo en el primer movimiento, demostrando su batuta, aun sin llegar al nivel de depuración sonora ni de riqueza tímbrica del maestro oriental, poseer virtuosismo más que suficiente como para mover las tremendas masas del maquinista y decibélico sin que aquello resultara un caos, planificando con enorme virtuosismo y apreciable atención al detalle. Y lo hace, además, sin caer en la vulgaridad ni en la machaconería, sin precipitarse ni dejarse llevar por el nervio, aunque se puedan preferir enfoques más viscerales: ya les hablaré de la grabación de Jurowski.

En ese largo tema con variaciones que es el segundo movimiento, Slobodeniouk convenció algo menos. Cierto es que hubo trazo fino y se dejó a la música respirar, como también que se diferenciaron correctamente los diferentes universos expresivos, desde la nostalgia onírica hasta la violencia alucinada pasando por la fina ironía y el humor grotesco, pero a mi entender faltó una pizca de emotividad lírica en la exposición del tema y en su retorno final –pese al magnífico el oboe de Markus Weidmann–, al tiempo que se necesitaba una dosis adicional de magia, misterio y vuelo poético en las variaciones más introvertidas. Una tímbrica más contrastada y con mayores significaciones expresivas hubiera asimismo servido para redondear una lectura de alto nivel que se vio beneficiada por una orquesta cuya potencia y carnosidad sonora (¡tremenda cuerda grave!) son sencillamente ideales para Prokofiev, por no hablar de su insuperable virtuosismo y su enorme implicación emocional. A la postre, notable concierto.

viernes, 2 de marzo de 2018

La Arlesiana, un gran logro de Abbado

Cuando hace poco puse a caldo la grabación de La Arlesiana de Bizet por Minkowski cité de paso la grabación de Clauddio Abbado, es decir, la que el milanés registró para Deutsche Grammophon al frente de la Sinfónica de Londres allá por 1980, vieja conocida por todo buen melómano. He vuelto a escucharla y de nuevo he quedado maravillado. ¡Lástima que la toma no fuera aún mejor!


El acierto del maestro consiste en aportar una buena dosis de músculo, de empaque sinfónico y de tensión sonora al mismo tiempo que mantiene, de manera milagrosa, todo el sentido de la delicadeza, de la levedad bien entendida, del encanto y de la picardía que esta música pide. Y en llevarlo a la práctica con un virtuosismo de batuta verdaderamente asombroso: la naturalidad en el fraseo, la matización de las dinámicas, el cuidado de las transiciones, la transparencia y la enorme finura (¡sin rastro de amaneramiento!) con que maneja a una Sinfónica de Londres en estado de gracia son de no dar crédito.

Solo falta, lástima, ese punto último de morbidez y sensualidad en el color de algunas versiones más entroncadas en la tradición francesa, léase Cluytens, Beecham o Martinon, pero globalmente la de Abbado no desmerece en absoluto de las mismas. Ah, se me olvidaba: no se olviden de la magnífica heterodoxia de Barenboim en esta página.

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