Music from the Great Movie Thrillers fue el primero de los discos con partituras propias que Bernard Herrmann grabó para Decca. El registro tuvo lugar el 12 diciembre de 1968 y en él se incluyeron temas de las películas que realizó junto a Alfred Hitchcock. El resultado fue, a mi entender, uno de los mejores discos de músicas de cine que existen.
Siguiendo el orden cronológico de composición, The Trouble with Harry nos presenta en una felicísima suite las dos caras del compositor neoyorquino: un lirismo tan intenso como lacerante a medio camino entre el postromanticismo y el mundo impresionista, y un humor negro, una socarronería y un sentido de lo macabro que encuentran su mejor plasmación en su tratamiento de las maderas. Significativamente, Hermann tituló a esta suite A Portrait of Hitch.
Vertigo es para mí –y para muchísima gente más– la mejor película de la historia del cine. Su hipnótica y personalísima música está a la altura, aunque por desgracia aquí solo se incluyen diez minutos: escuchen la grabación completa a cargo de James Conlon disponible en YouTube, por favor.
North by Northwest es un prodigio fílmico, no tanto musical: hay mucho de repetitivo en la partitura. Pero el impetuoso, obsesivo, implacable fandango de los títulos de crédito, que es lo que aquí se incluye, pasa por derecho propio a la lista de los más logrados temas escritos para la pantalla grande. Y de los más sorprendentes, porque en él el ritmo y el color (¡cómo orquestaba el señor Herrmann!) se ponen muy por encima de la melodía.
Otra de las cumbres del séptimo arte, y quizá de toda la creación artística del siglo XX, se alcanza en Psycho. Esta suite de menos de quince minutos ha sido interpretada hasta por la Filarmónica de Berlín, con toda justicia. ¡Qué sentido del ritmo, qué variedad de colores, qué dominio de la atmósfera! Bartók y Ligeti están ahí agazapados, ciertamente, pero la manera en que Hermann integró estas ideas en la pantalla y como jugó con los aspectos metafóricos de la música –esos glissandi del asesinato en la ducha aludiendo a los graznidos de los pájaros disecados por Norman Bates– han pasado ya a ser parte hasta de la cultura popular.
Queda Marnie. Sinceramente, nunca me convencieron película ni partitura: Hitchcock no terminó de creerse la historia y Hermann se mostró hinchado y fuera de estilo. Luego vendrían el silencio
–literal– de The Birds y la humillación de Torn Courtain, historias tan conocidas que mejor correr un tupido velo. Da igual. ¿Se nota que este disco, portentoso también en lo que a la dirección de la London Philharmonic se refiere, es uno de mis favoritos?
Un cajón de sastre para cosas sobre música "clásica". Discos, conciertos, audiciones comparadas, filias y fobias, maledicencias varias... Todo ello con centro en Jerez de la Frontera, aunque viajando todo lo posible. En definitiva, un blog sin ningún interés.
jueves, 30 de julio de 2020
martes, 28 de julio de 2020
Zimerman en Granada: deambulando por Beethoven
Cerró el Festival de Granada el pasado domingo 26 con la conclusión del ciclo de los Conciertos para piano de Beethoven con Krystian Zimerman tocando y dirigiendo –es un decir– a la Orquesta Ciudad de Granada. Ya en la entrada anterior dije algo sobre los injustificados chantajes del pianista polaco para evitar que se le fotografiara. Vamos ahora a por los resultados del concierto. O con lo que a mí me pareció, para ser exactos.
Miren ustedes, Zimerman es el firmante de alguno de los más portentosos, indiscutibles y demoledores discos de piano que conozco: las Baladas de Chopin, la Sonata en Si menor de Liszt, los Preludios de Debussy y esas Sonatas de Brahms cuya circulación él ha prohibido por no estar, supuestamente, a la altura que se esperaba. Luego hay que aplaudir sus quizá no geniales, pero sí magníficas recreaciones de los conciertos chopinianos con Giulini, de los brahmnsianos con Bernstein y de los de Ravel con Boulez, más alguna otra cosa suelta: el Primero de Bartók, la Sinfonía nº 2 de Bernstein, aquellos maravillosos Schumann y Grieg con Karajan… Claro que también hay fiascos, como su Schubert, o alguna cosa horrorosa como aquello que salió cuando quiso dirigir él mismo, haciendo gala del peor gusto, los conciertos de Chopin.
¿Y Beethoven? Quienes le hemos escuchado en directo alguna de sus sonatas sabemos que con el de Bonn pincha de manera considerable: ni su sonido es beethoveniano ni su temperamento conecta con este universo. Alguien me recordará que yo mismo he elogiado sus conciertos para piano, pero lo cierto es que allí estaban nada menos que Leonard Bernstein y la Filarmónica de Viena: eso se notaba. Había sintonía, había ganas de hacer música, había un virtuosismo desbordante y había, sobre todo, mucha intuición. Frescura e inmediatez se ponían por delante de los pliegues expresivos, y no digamos los filosóficos, que toda esta música contiene.
Han pasado treinta y un años. A mi entender, Zimerman no ha avanzado un ápice en su comprensión de los dos últimos conciertos de la serie. Toca menos increíblemente bien que antes –hubo algún momento algo marrullero– y en lugar de un pedazo de director y de una orquesta divina ha estado él mismo dirigiendo a una formación más que digna, pero que necesitaba bastante más cosas que recibir indicaciones para las entradas. Necesitaba una interpretación.
Semejantes limitaciones quedaron en muy en evidencia en el Concierto nº 4. La orquesta no sonó mal, pero sí que sonó sin una “idea” detrás, es decir, sin una interpretación de las notas. En lo que al piano se refiere, el problema no me pareció tanto que el enfoque fuera excesivamente apolíneo sino que nuestro artista pasó de largo ante muchas bellezas de la partitura y, sobre todo, ante muchos de sus significados. Por descontado que hubo variedad en el sonido pianístico, variedad en el fraseo y atención al matiz, pero daba la impresión de que el artista no tenía muy claro lo que estaba haciendo. Mejor dicho, lo que quería hacer. Zimerman deambuló por Beethoven sin rumbo fijo, patinando en una cadenza insufrible por lo saltarina y pimpante, pero haciendo gala a ratos de un pianismo de mucha altura: esas tres mágicas notas con que acaba el segundo movimiento estuvieron colocadas exactamente en el lugar y con el sonido que solo los más grandes genios del piano saben hacerlo.
Muchísimo mejor el Emperador, porque aquí si había una idea: ofrecer una lectura gozosa, vital y eminentemente dionisíaca. De nuevo el pianista se movió por las notas con mucha más intuición que cálculo, con más virtuosismo –en el sentido más amplio del término– que conocimiento, pero con muchísimo arte, todo ello luchando contra un viento que se llevó las partituras y le hizo pasar un malo rato. Y apareció, inesperadamente, el Zimerman director que supo conseguir que la orquesta tocada con vitalidad y con entusiasmo.
Debajo de la mascarilla se intuía a un músico feliz, como seguramente lo estábamos todos por haber vivido esta pequeña fantasía de la “normalidad” que tardaremos mucho en recuperar.
Miren ustedes, Zimerman es el firmante de alguno de los más portentosos, indiscutibles y demoledores discos de piano que conozco: las Baladas de Chopin, la Sonata en Si menor de Liszt, los Preludios de Debussy y esas Sonatas de Brahms cuya circulación él ha prohibido por no estar, supuestamente, a la altura que se esperaba. Luego hay que aplaudir sus quizá no geniales, pero sí magníficas recreaciones de los conciertos chopinianos con Giulini, de los brahmnsianos con Bernstein y de los de Ravel con Boulez, más alguna otra cosa suelta: el Primero de Bartók, la Sinfonía nº 2 de Bernstein, aquellos maravillosos Schumann y Grieg con Karajan… Claro que también hay fiascos, como su Schubert, o alguna cosa horrorosa como aquello que salió cuando quiso dirigir él mismo, haciendo gala del peor gusto, los conciertos de Chopin.
Han pasado treinta y un años. A mi entender, Zimerman no ha avanzado un ápice en su comprensión de los dos últimos conciertos de la serie. Toca menos increíblemente bien que antes –hubo algún momento algo marrullero– y en lugar de un pedazo de director y de una orquesta divina ha estado él mismo dirigiendo a una formación más que digna, pero que necesitaba bastante más cosas que recibir indicaciones para las entradas. Necesitaba una interpretación.
Semejantes limitaciones quedaron en muy en evidencia en el Concierto nº 4. La orquesta no sonó mal, pero sí que sonó sin una “idea” detrás, es decir, sin una interpretación de las notas. En lo que al piano se refiere, el problema no me pareció tanto que el enfoque fuera excesivamente apolíneo sino que nuestro artista pasó de largo ante muchas bellezas de la partitura y, sobre todo, ante muchos de sus significados. Por descontado que hubo variedad en el sonido pianístico, variedad en el fraseo y atención al matiz, pero daba la impresión de que el artista no tenía muy claro lo que estaba haciendo. Mejor dicho, lo que quería hacer. Zimerman deambuló por Beethoven sin rumbo fijo, patinando en una cadenza insufrible por lo saltarina y pimpante, pero haciendo gala a ratos de un pianismo de mucha altura: esas tres mágicas notas con que acaba el segundo movimiento estuvieron colocadas exactamente en el lugar y con el sonido que solo los más grandes genios del piano saben hacerlo.
Muchísimo mejor el Emperador, porque aquí si había una idea: ofrecer una lectura gozosa, vital y eminentemente dionisíaca. De nuevo el pianista se movió por las notas con mucha más intuición que cálculo, con más virtuosismo –en el sentido más amplio del término– que conocimiento, pero con muchísimo arte, todo ello luchando contra un viento que se llevó las partituras y le hizo pasar un malo rato. Y apareció, inesperadamente, el Zimerman director que supo conseguir que la orquesta tocada con vitalidad y con entusiasmo.
Debajo de la mascarilla se intuía a un músico feliz, como seguramente lo estábamos todos por haber vivido esta pequeña fantasía de la “normalidad” que tardaremos mucho en recuperar.
Zimerman y los móviles: chantaje intolerable
Entré en el Carlos V el pasado domingo 26 de
julio recibiendo una severa advertencia de las acomodadoras: “terminantemente
prohibido hacer fotografías, en caso de ver un móvil el señor Zimerman no dará
el concierto”. Que luego en la prensa se haya dejado constancia de que no se pudieron
hacer fotos oficiales de la clausura del Festival de Granada demuestra que no
ha sido una mera precaución de Antonio Moral ante los arranques de quien hace ya
muchos años, no recuerdo en qué lugar de nuestra geografía, dejó de tocar para
ir a quitarle la cámara al fotógrafo: es que el pianista polaco venía en plan
divo. Porque una cosa es realizar la justa demanda de que no se tomen imágenes
durante el concierto –semejante práctica molesta a los artistas y al público– y
otra muy distinta andarse con amenazas.
Miren ustedes, señor Zimerman, señor
Pogorelich, señor Barenboim: por muy grandes que sean, no tienen ningún
derecho a montar el numerito ni a hacer chantajes. Tienen un contrato por delante.
Cobran por trabajar. Y los trabajos con frecuencia vienen con inconvenientes sobreañadidos
con los que todos, ustedes y el común de los mortales, tenemos que apechugar. A
mí no me hace ninguna gracia que mis alumnos me graben o me tomen fotografías en
clase. Los profesores estamos hartos de sufrir semejante conducta. Pero en el
caso de pillar a un alumno in fraganti, lo más que podemos hacer es ponerle un
apercibimiento por escrito. No podemos quitarle el móvil. No se nos permite expulsarle
de clase. ¡Ni mucho menos podemos nosotros abandonar el aula! Tenemos que
aguantar y seguir adelante, nos duela o no.
¿Que las imágenes y los audios robados pueden
tener muy mal uso y perjudicar seriamente a quien se le han tomado? Por
supuesto. Pero lo mismo a un profesor –cualquier audio es susceptible de ser sacado
de contexto para ponerte en un serio compromiso– que a un señor músico que no
quiere, qué sé yo, que le escuchen dar notas falsas, o que alguien sepa de cómo
aborda determinada partitura antes de que esté "lo suficientemente
madura".
Lo que diferencia a un divo de cualquier otro artista es que el primero
no es consciente de que es, además de artista, trabajador. No es un genio que
desciende del cielo para entregarnos su arte a quienes no nos merecemos sino postrarnos
ante él. Su carrera se basa en el público. Sin nosotros, los que les admiramos,
compramos sus discos y vamos a sus conciertos, no serían nada. Hay una relación
de reciprocidad. Igual que el autoritario Barenboim hace muy mal por no ofrecer la propina prevista
cuando ve que hay alguien con un móvil –incluso cuando el resto del público se
rompe las manos aplaudiendo–, los señores Pogorelich y Zimerman no tienen
derecho a chantajear a la dirección de ningún festival, ni a estresar al
público teniéndonos pendientes de un hilo. Es una falta de respeto. Como
también lo es dirigir a una orquesta sin tener ni pajolera idea de cómo
hacerlo, ¿verdad, señor Zimerman? Pero de eso escribiré en otro momento.
domingo, 26 de julio de 2020
Chamayou en Granada
El recital de ayer sábado 25 de julio de Bertrand Chamayou
en el hermoso Patio de los mármoles del Hospital Real comenzó con La
catedral sumergida. No me convenció. Y eso que el pianista francés hizo
gala de unas virtudes extraordinarias: sonido leve en su punto justo y
adecuadamente difuminado, es decir, ideal para este repertorio, matizadísima
regulación de las dinámicas y absoluto virtuosismo digital. Pero resulta que
por Granada andaban (¡menuda coincidencia!) los tres más grandes intérpretes de
esta pieza que se conocen, unos tales Daniel Barenboim, Krystian Zimerman y
Javier Perianes. Y uno hubiera deseado ver en el escenario, para esa página en
concreto, a cualquiera de los tres. A Chamayou le faltaron tensión armónica, grandeza
y carácter visionario. Los otros dos Preludios de Debussy
estuvieron interpretados a pedir boca: al mismo tiempo sugerente y abstracta la Terrasse des Audiences du Clair de Lune, de increíble limpieza y perfecto control Feux
d'artifice.
El resto del programa respondió exactamente a lo que le
conocemos en disco, y por ende ya casi queda
comentado en esta otra entrada. Miroirs de Ravel conoció una
interpretación de altura, perfecta en el estilo y muy sensible, que alcanzó su
punto de mayor interés en Una barca en el océano, sencillamente
perfecta, y el más discutible en la Alborada del gracioso, rítmica y
festiva a tope, pletórica de virtuosismo, pero pasando muy por encima de lo
mucho que la pieza encierra de misterioso e inquietante.
El Liszt fue sencillamente soberbio, sensacional. El
sonido del piano se fundió maravillosamente con el ruido de la fuente del
patio para recrear los Juegos de agua en Villa d'Este. Mirando hacia
donde hay que mirar, es decir, hacia el mundo impresionista: ¡qué visión de
futuro tuvo el vejete Liszt! Venecia y Nápoles, una maravilla: hubo
canto netamente italiano, sentido del balanceo, sensualidad, magia poética… También tensión, apasionamiento “romántico” y una perfecta planificación que le
permitió terminar con una tarantela fulgurante y arrebatada sin merma de la
claridad y alejada de cualquier efectismo.
La preciosa Wiegenlied S. 198
de Liszt fue la ensoñada propina en esta velada no redonda, pero sí hermosísima
y llena de sugerencias. Acierto pleno haber contado con Chamayou para el festival.
PS. La fotografía la he tomado del Facebook oficial del Festival y tiene copyright de Fernando Daniel Fernández Álvarez. Espero no haber inflingido ninguna norma.
PS. La fotografía la he tomado del Facebook oficial del Festival y tiene copyright de Fernando Daniel Fernández Álvarez. Espero no haber inflingido ninguna norma.
sábado, 25 de julio de 2020
Barenboim en Granada, 2020: encuentros en la cuarta fase
Si se compara la Sonata nº 31 op. 110 de Beethoven que
Daniel Barenboim ofreció ayer viernes 24 de julio en Granada con las que ha grabado en disco y/o en
vídeo –un servidor se ha tomado la molestia de prepararse a fondo este
concierto escuchando esas y otras muchas versiones–, se apreciará con claridad la
evolución del de Buenos Aires en su manera de enfrentarse a este fascinante y fundamental
universo beethoveniano que es el corpus de sus sonatas pianísticas. En los años
sesenta, cuando todavía estaba en la veintena, ofreció lecturas
lentas, hondas y muy concentradas en las que ya hacía gala de una sonoridad
cálida y oscura, riquísima en armónicos, de un fraseo eminentemente orgánico en
el que cada frase solo tenía sentido con respecto a la siguiente, y de un singular
equilibrio formal que apuntaba tanto al mundo del clasicismo como a una cierta
intemporalidad; desde el punto de vista del virtuosismo la agilidad era plena,
pero su dominio del sonido de cada nota aún tenía que desarrollarse. En los ochenta –integral para DG y filmación con Ponnelle: mejor grabada esta última– su
Beethoven perdió en hondura y en carácter visionario lo que ganó en inmediatez,
en garra dramática y en capacidad para atreverse con los extremos. Fue,
abiertamente, un Beethoven “romántico” en el que se reivindicaban los aspectos
más atormentados del compositor. En 2005 –filmación para EMI, volcada a CD por
Decca– Barenboim quiso ofrecer una síntesis entre ambas aproximaciones, pero
añadiendo una buena dosis de sensualidad, de chispa, de encanto… Todo aquello
que su austera y reivindicativa personalidad como intérprete había querido
dejar de lado estaba aquí, servido por un toque ahora mucho más rico, más
hermoso y más seductor. Parecía que el maestro nos había legado su Beethoven más
plural, más redondo y más indiscutible, el gran legado de toda una vida
dedicada al sordo de Bonn: cuatro integrales de las sonatas, otras tantas de
las Diabelli, el mismo número de los Conciertos para piano, tres de las Sinfonías, dos de los Tríos con piano –contando
con la reciente filmación en la Pierre Boulez Saal–, más luego las Sonatas para violín –Zukerman–,
las Sonatas para violonchelo –Du Pré–, Fidelio, la Solemnis…
Bueno, pues tanto la sonata del Carlos V como las Diabelli
que vinieron a continuación dejaron claro que Barenboim ha entrado en
una “cuarta fase” en la interpretación beethoveniana, que no es sino la que se
podía esperar. La de los grandes genios de la interpretación al final de su
vida, la de los Furtwängler, Giulini, Celibidache o –por citar un ejemplo pianístico– el inolvidable
Arrau, cuyo espíritu sobrevoló en más de una ocasión el patio trazado por Pedro Machuca: la fase de la desmaterialización, la espiritualidad y la reconciliación
con el mundo y con uno mismo. Por eso mismo se pueden preferir otras maneras de
acercarse a los dos primeros movimientos de la op. 110; maneras más extremas,
más sanguíneas y dramáticas. Y por las mismas razones al llegar el tercer movimiento
uno tiene la sensación de estar ante el mejor Beethoven posible. No se puede ir
más allá a la hora de dar continuidad a las cuatro secciones que comprende esta
genial música, de respirar el fraseo con tanta naturalidad, tanta cantabilidad y tan
elevado sentido poético, de dar a cada nota el peso justo a medio camino entre
la densidad que este repertorio exige y la espiritualidad que nuestro
intérprete pretende alcanzar, de otorgar tanta significación a los silencios sin
necesidad de caer en la gravedad de aquella –sin duda maravillosa, pero muy
radical– interpretación de los años sesenta… Significativo fue que ya el
maestro no necesite resaltar la indicación de “arioso dolente” en la sección intermedia:
el dolor ya no es el centro ni el motor de su acercamiento al mundo
beethoveniano. Los acordes in crescendo
ya no le suenan tan terroríficos como antes –aunque sigue lejos de la timidez con que
los abordaban esos muy sobrevalorados intérpretes llamados Backhaus
y Kempff–, y la fuga que viene a continuación, delineada con verdadera magia
sonora, ya no consiste en una acumulación de tensiones hacia el paroxismo: es
más bien una lógica, perfectamente natural e inevitable consecuencia de todo lo
anterior para llegar a una serena transfiguración.
Las Variaciones Diabelli estuvieron en la misma línea
que las del pasado abril, que comenté aquí. Sigo considerando aquella como una de
las más descomunales interpretaciones de cualquier obra para piano que yo haya
escuchado. Las de ayer en la colina de la Alhambra estuvieron en la misma línea
expresiva, que es la apuntada en los párrafos anteriores. Pero debo reconocer
que no estuvieron tan bien tocadas –hubo más de un roce–, que el maestro no desgranó
el tema de Diabelli ni la primera variación con la debida concentración y que
después… Bueno, pueden ustedes leerlo en la crítica de Luis Gago. Pese a los errores
y relativas insuficiencias de esta lectura, bastante menos lenta de lo
esperable –creo que cronometré 54 minutos–, hubo tantas cosas tan absolutamente
maravillosas que solo puedo calificar de genial su recreación. Las tres últimas
variaciones, particularmente la nº 31, volvieron a alcanzar el podio de lo más
grande jamás escuchado. Por no hablar de algunas increíbles transiciones (¡qué
manera de otorgar continuidad a este mosaico!), de la ductilidad del toque pianístico,
de la cantabilidad transparente y un punto mozartiana de algunas de las
variaciones o, por el contrario, de la manera en la que Schubert e incluso
Chopin se asomaron por allí… Fue una experiencia inolvidable.
Una cosilla más. Algunos periodistas y críticos, sevillanos
fundamentalmente, han realizado durante años denodados esfuerzos por hacer creer
que Barenboim ha estado viviendo a Andalucía para sacar dinero
de nuestras arcas, y que lo hizo con la complicidad del PSOE que gobernaba
la Junta. Pues bien, el concierto de ayer lo dio gratis a beneficio de la Cruz
Roja y con el Partido Popular en el Palacio de San Telmo. Zasca en toda la cara
para los que muy interesadamente han estado sembrando mentiras sobre un músico
genial –hoy por hoy, el más genial de todos– que se siente aquí muy a gusto y al que los
andaluces tenemos muchísimo que agradecer.
PS. La fotografía la he tomado del Facebook oficial del Festival y tiene copyright de Fernando Daniel Fernández Álvarez. Espero no haber inflingido ninguna norma.
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