En febrero de 2004 el Teatro Villamarta ofrecía unas funciones de Manon protagonizadas por Ángeles Blancas y Juan Lomba, bajo la dirección de Enrique Patrón de Rueda y en producción escénica que venía del Arriaga. Ahora ha vuelto al título de Jules Massenet en producción propia. Creo que ha conseguido unos resultados musicales netamente superiores, gracias ante todo al trabajo del elenco vocal congregado, si bien la propuesta dramática del madrileño Alfonso Romero resulta desigual.
El regista parte de una idea innecesaria: Manon es una señora de clase media de algún momento indeterminado del siglo XX que, casada con Des Grieux y progenitora de dos niños, se evade de la realidad soñando toda la acción de la novela del Abate Prévost. Ello permite ofrecer una escenografía única marcadamente onírica a cargo de Ricardo Sánchez Cuerda, iluminada de manera muy sugerente por Félix Gama, así como desplegar al figurinista Jesús Ruiz su imaginación más libre y alocada.
Romero, por su parte, acumula objetos y figurinistas de manera excesiva, combina ideas interesantes con chistes bastante discutibles –el tenor baja al Telepizza y se trae una como cena mientras ella canta “Adieu, notre petite table”– y desatiende la dirección de actores para centrarse en el efecto visual. El resultado a ratos fascina, a ratos divierte y a ratos molesta, hasta llegar a un quinto acto que desentona por completo: la señora vuelve a la realidad y todo transcurre en la grisura de un apartamento moderno con los nenes tomando la sopa, su marido volviendo del trabajo y la protagonista atiborrándose de pastillas, todo ello en flagrante contradicción con una partitura que pide primero atmósfera y luego un grandísimo vuelo romántico. No hay diálogo entre música y escena: la segunda destroza a la primera y el público se queda con dos palmos de narices. ¿Cuántos años tendremos que seguir soportando a esos registas empeñados en cambiar la dramaturgia para ofrecer su propia idea aun a costa de las intenciones expresivas del compositor? Por lo pronto, en el Villamarta habrá que tragarse el Winterreise de Schubert al servicio del divismo insoportable de Rafael Villalobos, que por allí andaba preparando el terreno.
Ismael Jordi firmó una de las mejores noches –hablo de la segunda función, la del domingo 30 de enero– que le recuerdo. En parte, por presentarse en mejores condiciones vocales que nunca: la voz corre ahora mejor por la sala, se han corregido del todo las nasalidades de antaño y hay mayor comodidad en el grave, aunque el instrumento siga siendo muy lírico. Pero creo que la clave está en la sintonía. Todos lo sabíamos desde que comenzó a cantar. Él también lo sabía y supo hacer caso omiso de los cantos de sirenas que le animaban a abordar papeles italianos que demandan instrumentos más pesados y temperamentos más expansivos. Lo suyo, con total claridad, es este repertorio francés. Mi paisano posee exactamente las cualidades que para él se demandan: fraseo muy mórbido y sensual, sentido de lo aéreo y de lo difuminado, un punto de elegancia sofisticada y cierto distanciamiento expresivo bien entendido. La pasión debe estar calculada en su punto justo, siempre en equilibro con más cuidadosa la belleza formal y coqueteando un poco con el preciosismo, mas sin llegar a caer en él.
Así las cosas, Ismael ofreció un Des Grieux canónico, musicalísimo y magistral, a la antigua en el mejor de los sentidos, en el que el estudio, el trabajo esforzado, le ha servido para perfilar determinadas frases y superar los escollos de ciertas limitaciones vocales, pero no para alcanzar el estilo: este lo posee de manera espontánea, por su propia naturaleza de artista. Estuvo bien en el primer acto, destapó el tarro de las esencias en un segundo sublime (¡qué “sueño de Manon”!), compensó su falta de peso vocal en el muy exigente acto de Saint-Sulpice gracias al squillo de su instrumento –el fulgor plateado de su agudo le hace ganar en brillo lo que pierde en morbidez– y llegó a emocionarnos en el final pese al muy inconveniente carácter prosaico de lo que se veía sobre el escenario. El uso de los reguladores resultó tan seguro, sensible y subyugante como siempre. Bravísimo.
A Sabina Puértolas la encontré irregular, pero pienso que su trabajo se merece un fuerte aplauso. Debutaba el papel, y este no es precisamente ninguna tontería: larguísimo, muy exigente en lo vocal y harto complicado a nivel expresivo dada las múltiples facetas psicológicas del personaje. Me gustó muchísimo en los dos primeros actos, en los que hizo gala de un hermosísimo canto ligado y de un muy plausible estilo, además de recrear a la joven sin caer en ñoñerías. Mucho menos me interesó en su complicadísima gavota del tercer acto, en la que la encontré destemplada, no del todo suelta en las agilidades y escasamente seductora. Mejor en el resto de la función, aunque aún deberá solucionar algunos cambios de color en la franja grave y la tendencia al grito en los sobreagudos. Como actriz fue quizá la mejor de todo el elenco.
Magnífico desde el punto de vista vocal, Damián del Castillo fue un Lescaut expresivamente de una pieza. No se puede hacer más dada la extrema ridiculización al que este y el resto de los personajes fueron sometidos por Alfonso Romero y Jesús Ruiz. Contra semejante circunstancia tuvieron que luchar también Javier Castañeda, Manuel de Diego y César San Martín, con resultados musicalmente plausibles. Poquita cosa las tres coquetas.
Una vez más en el foso del Villamarta Carlos Aragón, director “de la casa”. Sinceramente, no sé si admirar la capacidad de trabajo de este señor o si más bien irritarme por la clara prioridad que Isamay Benavente le concede frente a otras posibles batutas. Al maestro le he escuchado cosas buenas, cosas dignísimas y cosas muy discretas, más una Novena de Beethoven que era para ponerle al teatro una denuncia: ¿es posible seguir contratando a una batuta que en una obra como la señalada fuera incapaz de marcar un solo matiz expresivo? Parece ser que sí, que en Jerez es posible si a la señora directora le sale del alma, que para eso es la que manda y tiene sus favoritos. Manon la ha dirigido con discreta corrección, intentando que la Filarmónica de Málaga sonara ajustada –lo consiguió, aunque sonar ajustada no significa sonar bella– y que las voces de un Coro del Teatro Villamarta en baja forma no se fueran de madre más de lo debido. El estilo fue correcto, no hubo excesos decibélicos ni tampoco puntos muertos. Me conformo con todo ello, dadas las circunstancias.
Próxima parada, Diálogo de Carmelitas en nueva producción escénica a cargo de, oh sorpresa, Francisco López. ¿A nadie se le cae la cara de vergüenza de que este señor siga acaparando una proporción escandalosamente elevada de los encargos del teatro del que fuera director? Dudo que en ningún otro centro lírico del mundo ocurra algo así. Mientras tanto, los críticos tan críticos con otras cosas miran para otro lado, que para algo son fieles a la causa.