sábado, 8 de octubre de 2022

Sobre el Barroco y las monarquías absolutas

La siguiente entrada no ha sido escrita para este blog, y solo habla muy tangencialmente de música. El texto lo he preparado pensando en mis alumnos del Bachillerato Intermacional pertenecientes al IES Padre Luis Coloma, con la idea de ayudarles a preparar el epígrafe "Monarquía, mecenazgo y las artes: el Barroco" dentro de un tema que se denomina Absolutismo e Ilustración entre 1650 y 1800. Lo comparto por si resulta de interés para el melómano y, por descontado, para otros docentes.

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No es fácil encajar cronológicamente el título de este epígrafe sobre el Barroco con el enunciado del tema al que corresponde, Absolutismo e Ilustración entre 1650 y 1800. El referido estilo había nacido medio siglo antes de que arranque el recorrido que se nos propone, en torno al paso del siglo XVI al XVII, gracias a las realizaciones, siempre en Italia, de pintores como Annibale Carracci y Caravaggio o de compositores como Claudio Monteverdi, y cuando llegamos a la fecha de 1650 ya han desarrollado buena parte de sus respectivas carreras autores tan fundamentales como Bernini y Borromini en Roma, Poussin en Francia, Rubens en Flandes, Rembrandt en Provincias Unidas –Holanda, para entendernos– o Velázquez en España. En 1800, once años después del inicio de la Revolución Francesa, el Barroco ya es un estilo olvidado, mal visto incluso, toda vez que el Neoclasicismo se había venido extendiendo a la par que el pensamiento de la Ilustración y se había consolidado con los revolucionarios de Francia: Napoleón Bonaparte terminaría dándole carácter oficial. ¿Entonces? Es muy posible que los autores del temario que estamos siguiendo tengan en mente a Luis XIV de Francia y a su palacio de Versalles como máximo exponente de la utilización del referido estilo por parte del Absolutismo, y no quieran tanto que se hable de los grandes creadores de formas como de la manera en que estas se ponen al servicio de poder.

En este sentido, habría que preguntarse hasta qué punto el Barroco aparece por pura evolución de las formas para luego ser absorbido, oficializado y –en el caso del Rey Sol– excesivamente encorsetado –eliminando imaginación y riesgo– por los monarcas de la decimoséptima centuria, o más bien nace precisamente con vistas a servir a una ideología muy concreta. Autores clásicos como Heinrich Wölfflin, que interpretó el estilo como una contraposición al Renacimiento que la había precedido, defendieron la evolución de las artes por sí mismas, mientras que un Arnold Hauser, célebre por aplicar las ideas del materialismo histórico a la evolución de las formas artísticas y literarias, entendió el Barroco como producto de una determinada época y defendió que, más que enfrentarse al clasicismo renacentista, lo que hizo fue rechazar la extrema artificiosidad del movimiento conocido como Manierismo –al final del Renacimiento– para encontrar unas formas y una sintaxis inteligibles por el público más amplio posible, y de esta manera garantizar la plena transmisión de las ideas detrás de esas formas. Quizá haya que plantear una síntesis de las dos posturas: los artistas van tanteando nuevas posibilidades de expresión al mismo tiempo que el contexto les va conduciendo por un sendero u otro. Un Bernini tiene claro que su arte –escultura y arquitectura– está al servicio del papado y que sus objetivos tienen que ser unos muy concretos, pero un Caravaggio comienza escandalizando con sus lienzos religiosos de crudo naturalismo para más tarde abrir una puerta completamente nueva, seguida gustosamente por una Iglesia Católica que encuentra en sus propuestas una vía idónea para llegar al fiel. El artista no siempre es fruto del contexto: a veces recorre su propio sendero y es el entorno el que termina haciéndolo suyo.


Sea como fuere, parece claro que hay una relación directa entre el Arte Barroco y el espíritu de la Contrarreforma que se había iniciado en el siglo XVI: frente a los planteamientos del protestantismo que se había difundido en Europa, el Concilio de Trento (1545-1563) insistía en la utilización de la imagen para promover la fe. No solo eso: de la imagen palpitante y emotiva, la que apela de manera directa al corazón. De ahí que, en la centuria siguiente, el equilibrio tanto físico como anímico de los personajes representados que es propio del Renacimiento, así como el control de las tensiones que habían sido llevadas a un límite –sin llegar a romperlas– por el genial Miguel Ángel, van a dar paso al movimiento del cuerpo y de la mente, a la captación del instante concreto, a la representación de los sentimientos extremos y a la liberación de las tensiones acumuladas; tensiones que en escultura y pintura se expanden en grandes líneas diagonales que se entrecruzan y desvían nuestra mirada hacia más alá de los límites de la representación, o se acentúan con marcados contrastes entre luces y sombras. En arquitectura, los edificios se atreven a ponerle imaginación a los órdenes clásicos, apuestan por los juegos de curvas y contracurvas, generan marcados claroscuros y convierten a la decoración en un elemento no secundario, sino verdaderamente sustancial de las formas, hasta el punto de romper los límites entre lo tectónico y lo ornamental e incluso, en determinados momentos y lugares, llegar a abrumar al espectador con su presencia.


Todos estos planteamientos estaban ya presentes en el gran barroco romano de la primera mitad del siglo XVII, al servicio de unas ideas que son –obviamente– religiosas, pero que corresponden a una Iglesia que no solo es poder espiritual, sino también temporal: no olvidemos que los papas pueden considerarse, hasta cierto punto, como “monarcas absolutos” de un importante territorio de la actual Italia. El diseño que Bernini propone en 1657 para la Plaza de San Pedro del Vaticano incluye una plaza trapecial y otra ovalada que conforman dos brazos que parecen acoger a los miles de peregrinos que anualmente llegan a la basílica. En palabras del propio artista, «la iglesia de San Pedro (…) debía tener un pórtico que recibiera maternalmente con los brazos abiertos a los católicos para confirmarlos en la fe, a los herejes para reunirlos a la Iglesia y a los infieles para iluminarlos hacia la verdadera fe». La forma arquitectónica, por tanto, expresa una idea religiosa que es también una idea política: una Europa unida por el catolicismo bajo el poder espiritual del papado.

 

No solo la Iglesia hace uso del lenguaje barroco: cuando los Farnese encargan a Carracci que pinte una gran galería en la primera planta de su palacio romano, el gran pintor despliega todo un programa iconográfico a mayor gloria de la poderosa familia y, con sus figuras grandiosas y solemnes –también muy dinámicas y teatrales– que aluden a la mitología y a la antigüedad clásica, con sus arquitecturas fingidas y con su explosión de color, sienta las bases de los grandes techos pintados de muchos palacios posteriores, entre ellos el propio Versalles de Luis XVII.

Precisamente es el Rey Sol, con la muy considerable ampliación de lo que había sido un pequeño pabellón de caza de su padre Luis XIII, quien va a asimilar todas estas propuestas llegadas desde latitudes meridionales para transmitir una idea de poder que sin ser exactamente nueva –las monarquías autoritarias se habían comenzado a forjar en España con los Reyes Católicos–, alcanza con su figura la máxima expresión: la monarquía absolutista de derecho divino. Y lo hace porque, precisamente, esa monarquía era menos absoluta de lo que el rey hubiera deseado: además de una Iglesia Católica con la que ya se había logrado encontrar una confluencia de intereses, existe una nobleza de lejano origen medieval que conserva no solo un enorme prestigio social, sino también importante poder económico, incluso político en el caso de que sus correspondientes señoríos fuesen de carácter jurisdiccional. Luis XIV no solo va a prescindir de los validos para gobernar por sí mismo, sino que se va a traer a la alta nobleza a Versalles para que, aun sin hacerle renunciar a sus considerables privilegios, se ponga al servicio del monarca. El gran aparato decorativo e iconográfico versallesco no tiene como destinatario al pueblo francés –este sí que tiene la oportunidad de ver la solemne ampliación de su palacio en París, el Louvre–, sino a la nobleza.


Es precisamente ese gran conjunto de Versalles aquel del que se espera que escriba el alumno. Sin embargo, podría ser interesante subrayar cómo el monarca conocía importantes precedentes en el uso de la retórica barroca al servicio del poder. Su abuela paterna María de Medici, viuda de Enrique IV, había encargado a Rubens veinticuatro enormes lienzos elogiando sus propios triunfos. Con ellos, el genial creador flamenco nos legaría su más impresionante conjunto pictórico. Durante el reinado del hijo de Enrique y María, Luis XIII, se viviría un intenso patrocinio de las artes como servidoras de la monarquía gracias a la iniciativa del Cardenal Richelieu, valido del monarca. Fue él quien fundó la Académie Française y quien encontraría en el arquitecto Jacques Lemercier un perfecto traductor de la idea del estado, bien patente en la solemne fachada clásica y la imponente cúpula de la capilla de la Universidad de la Sorbona. Esta misma idea de la cúpula se repetiría algo más tarde en la iglesia de Val-de-Grâce, fundada por la reina Ana de Austria –hija de Felipe III de España– y diseñada por François Mansart.


En cualquier caso, es su hijo Luis XIV quien, con las sucesivas ampliaciones del palacio de Versalles a cargo primero de Louis Le Vau y más tarde de Jules Hardouin-Mansart, nos legue el gran complejo edilicio que más pone de manifiesto la idea del poder que caracteriza a las monarquías absolutas. Una idea que nos habla de solidez, fuerza y severidad en lo puramente arquitectónico, renunciando en este sentido a las propuestas más fantasiosas que se realizaban en Italia, y que se ve reforzada desde el punto de vista iconográfico con el gran programa decorativo coordinado el pintor Charles Le Brun, a la sazón director de la Academia real de pintura y escultura encargada de controlar rígidamente las artes para ponerlas al servicio del estado: la mitología clásica no es sino una excusa para hablarnos de la idea que de sí mismo tenía un monarca que se veía reflejado en el mismísimo Apolo, dios del sol. No debe extrañar que, en sus años de juventud, a Luis le gustara danzar frente a la corte, al son de la música para él compuesta el italiano Lully, engalanado como el astro solar. El espectacular diseño de los jardines versallescos a cargo de André Le Nôtre y el repertorio de estatuas y fuentes entre ellos desplegado no hacían sino remachar la misma idea, desarrollando al mismo tiempo otro interesante concepto: la naturaleza sometida y racionalizada por la acción humana.

De cara al pueblo francés, al parisino concretamente, la actividad edificatoria patrocinada por Luis XIV no es menos relevante a la hora de materializar una idea del poder: la imponente cúpula de Los Inválidos diseñada por su querido Jules Hardouin-Mansart sigue la línea de las citadas de La Sorbona y Val-de-Grâce, y a su vez apunta a los deseos enlazar con la tradición italiana que buscaba referentes en la mítica Roma imperial. La misma solemnidad clásica evidencia la gran columnata de Claude Perrault para la ampliación del Palacio del Louvre. 

El caso de España es diferente. No es fácil encontrar en los Austrias menores una clara voluntad de utilizar el patronazgo regio para hacer exhibición del poder: más bien será la Iglesia Católica, justo en el siglo en el que se consolida y define plenamente ese gran espectáculo total –verdadero teatro en la calle– que es la Semana Santa, la principal promotora de las artes que conocerán un insólito esplendor gracias al genio de artistas como –en la primera mitad del siglo– Martínez Montañés, Juan de Mesa, Gregorio Fernández o Zurbarán, y ya con un lenguaje más propiamente barroco –avanzada la centuria– Pedro Roldán, Alonso Cano, Murillo o Valdés Leal. No obstante, hay que citar el caso particularísimo de Diego Velázquez, rápida y sagazmente contratado por Felipe IV para trabajar en la corte madrileña y, entre otras labores diversas, desarrollar un renovado concepto del retrato de la familia real en el que, lejos de la rígida y fría pompa mitológica de Versalles, se dan de la mano de manera magistral la solemnidad regia y la profunda humanidad de las figuras representadas. El pintor sevillano desempeñó asimismo el papel más relevante entre los pintores que participaron en la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, concebido como salón de ceremonias para la recepción de embajadores y grandes personalidades de las monarquías europeas. En el rico programa iconográfico diseñado probablemente por el Conde-Duque de Olivares, valido del monarca, se incluían los Trabajos de Hércules, retratos de la familia real y doce lienzos celebrando los triunfos bélicos de Felipe IV; el retrato del infortunado Príncipe Baltasar Carlos –iba a ser heredero del trono– y La rendición de Breda han pasado a convertirse en dos de las más justamente célebres obras velazqueñas. Aunque esta realización corresponde a los años treinta de la centuria, y por tanto se antecede al marco cronológico propuesto en el tema, parece de suficiente relevancia como para ser mencionada dentro de la utilización del lenguaje barroco por parte de las monarquías absolutas antes de que Luis XIV elevase esta práctica a la máxima potencia.


Las ideas del Rey Sol llegan con el cambio de siglo y el acceso de los borbones al trono español. Felipe V es su nieto, ha nacido en Versalles y se ha criado allí. No debe extrañar que decida construir, cerca de Segovia, el Palacio de la Granja de San Ildefonso como réplica a menor tamaño del de su abuelo. Los tiempos artísticos han cambiado y, desde el punto de vista estético, se pierde en rotundidad lo que se gana en ligereza, pero la idea subyacente es similar, de manera muy especial en los jardines y las fuentes a los que se abre el edificio.


En cualquier caso, desde el punto de vista ideológico es más significativo el Palacio Real de Madrid: la desaparición del antiguo alcázar de los Austrias por un incendio en 1734 da la oportunidad al primer borbón de la monarquía hispana de levantar un enorme edificio cuya robustez y monumentalidad dejen claro ente los súbditos la fortaleza del poder real. No es casualidad que el arquitecto Filippo Juvara, aun partiendo de su experiencia en el Palacio Madama de Turín, partiera del proyecto –finalmente no ejecutado– que en su momento había propuesto el mismísimo Bernini para el Louvre de Luis XIV. Más adelante Giovanni Battista Sacchetti modificaría el diseño de su maestro buscando una alusión a la tradición de los alcázares españoles: la síntesis entre tradición hispana y renovación llegada de otras tierras europeas sería finalmente la idea expresada en el Palacio de Oriente madrileño. Algo parecido ocurre con la Plaza Mayor de Salamanca, que el monarca había ofrecido a la ciudad castellana como recompensa por su decidido apoyo en la Guerra de Sucesión. Su modelo retomaba la tradición de la plaza mayor de los Austrias que había dado ejemplos tan emblemáticos como los de Madrid y Valladolid, pero ahora con unas formas de dinámico y muy ornamentado Barroco pleno diseñadas por Alberto de Churriguera e incluyendo un programa iconográfico en el que se incluyen monarcas, conquistadores y militares hispanos; el Pabellón Real luce flores de lis –emblema de los borbones–, las armas reales y las efigies de Felipe V e Isabel Farnesio.

La influencia versallesca también queda de manifiesto en otras latitudes europeas. El Palacio de Schönbrunn fue inicialmente concebido por Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico, aunque su configuración actual se debe a la iniciativa de María Teresa de Austria: si en la coqueta, movida y exuberante decoración de los interiores se hace patente la estética del Rococó de Luis XV de Francia, la monumentalidad clasicista del exterior recoge más bien las ideas del Versalles anterior, el de Luis XIV, dejando clara a quien se acercarse a este conjunto al sur de Viena qué idea del poder tenía para sí misma la que fuera Archiduquesa de Austria y emperatriz consorte del Sacro Imperio, una de las máximas representantes del Despotismo Ilustrado.

Dentro de la misma corriente política podemos clasificar a Federico II el Grande de Prusia. Su conocida residencia de Sanssouci –no lejos de Berlín– tenía carácter privado, y de ahí que el confort, la delicadeza y el carácter aéreo que son propios del rococó se impongan sobre otros conceptos. Aun así, este palacio es un perfecto representante de la promoción artística de las monarquías de los siglos XVII y XVIII, siempre dentro de la estética del Barroco –el Rococó es considerado como un subestilo del mismo–. Promoción que iba mucho más allá de la arquitectura, de los lienzos y de las artes suntuarias destinadas a recubrir los interiores. En el caso del melómano y musico aficionado que fue Federico, parece imprescindible citar la presencia del flautista Johann Joachim Quantz como maestro del rey y compositor a su servicio. La visita del más grande músico del Barroco, Johann Sebastian Bach, no tuvo excesiva trascendencia más allá de la composición de La ofrenda musical a partir de un tema dado por el monarca; mejor le fue a su hijo Carl Philipp Emanuel Bach, aunque tampoco su estilo terminara por encajar en los gustos de Federico.


Y ya que hablamos de grandes compositores, no podemos olvidar que la Música Acuática de Georg Friedrich Händel se encuentra vinculada a los paseos en barca que por el Támesis realizó Jorge I de Gran Bretaña allá por 1717. Tampoco que será su hijo Jorge II quien años más tarde encargue al compositor alemán la no menos conocida Música para los reales fuegos de artificio para celebrar el fin de la Guerra de sucesión austríaca. La ceremonia no funciona como es debido, pero la circunstancia de que al ensayo de la música llegasen a acudir doce mil personas deja en evidencia hasta qué punto el arte tenía capacidad para transmitir a grandes masas una determinada idea política. En este caso la de una monarquía que, no lo olvidemos, en Gran Bretaña ya no es absoluta, sino equilibrada con la fuerza del Parlamento: no debe extrañar que sea la clase social en claro ascenso, la burguesía, la que se encuentre detrás del más grande éxito de Haendel. Hablamos, obviamente, del oratorio El Mesías.

 

© Fernando López Vargas Machuca, octubre de 2022.

1 comentario:

Antonio Pérez Villena dijo...

Excelente publicación amigo.

¡Gracias a los valencianos!

Me dicen mis editores que en la Feria del libro de Valencia el volumen de Barenboim se está vendiendo bastante bien. No sé cuánto es "b...