martes, 29 de marzo de 2022

Memorable Pelléas et Mélisande en el Maestranza

Quien esto firma había tenido la suerte de disfrutar en directo dos veces Pelléas et Mélisande de Claude Debussy en versión escenificada. La primera fue en 2002 en el Teatro Real: oscura y sugerente producción de Leiser/Caurier, muy buena dirección de Armin Jordan y magnífico trío vocal formado por Bayo, Keenlyside y Lafont. La segunda, cinco años más tarde en el Covent Garden: estaban Rattle, Kirchschlager, Finley y otra vez Keenlyside, pero disfruté muy poco, tanto por la extrema lejanía de mi asiento como –sobre todo– por la estúpida producción escénica que me tocó aguantar. Entre medias, versión de concierto con la Sinfónica de Sevilla dirigida magníficamente por quien es hoy su titular, Marc Soustrot; he descubierto que aún anda mi reseña por la red. Pues bien, la que ha se ha ofrecido ahora en el propio Teatro de la Maestranza, esta vez con su correspondiente escena, ha sido la que más me ha gustado de todas. Es más, diría que ha sido una de las grandes noches de ópera del coliseo sevillano.


Enorme acierto traer una producción de Willy Decker para Hamburgo con bastante fama que, siendo ya relativamente antigua, ha resultado ser espléndida. Interesante compararla con la de Leiser/Caurier: si aquellos pretendían materializar las brumas de la música con una iluminación tenebrista y otorgarle fisicidad al drama haciendo que la protagonista se metiera en agua verdadera hasta la cintura, el regista alemán opta casi todo el tiempo por una luz azul muy clara y uniforme –no hay sombras– y por un marcado simbolismo. Por cierto, que la propuesta se parece mucho a la que él mismo realizará posteriormente en Salzburgo para el más famoso título verdiano. Me refiero a su célebre “Traviata del reloj” –pudimos verla en Valencia–, no solo en la concepción del espacio escénico –semicircular, con una gran piedra en medio– y en el colorido, sino incluso en detalles discutibles como convertir al pobre doctor –bondadoso en ambas óperas– en una inquietante personificación de la Muerte.


En cualquier caso, el conjunto funciona magníficamente desde el punto teatral y rima a la perfección con la música: Decker es “moderno”, pero no un vanidoso que monta dramaturgias paralelas atentando contra la partitura faltándole el respeto al compositor, al libretista y al público. Dicho esto, el mérito no es exclusivamente suyo, sino también del diseño de iluminación original de Hans Toelstede y, sobre todo, de la escenografía y los figurines de Wolfgang Gussmann. Lo que allí se veía era bellísimo, tan depurado y abierto a las sugerencias como la propia ópera. La reposición de la puesta en escena corría a cargo de Stefan Heinrichs. Siendo correcta, le hubiera pedido más a su dirección de actores. O quizá es que tenía yo aún en mente el prodigio de Peter Sellars aquí comentado.

 

Soustrot ha dejado esta vez la ópera en manos de su colega Michel Plasson. Ochenta y ocho años y medio cuenta el maestro parisino. ¡Quién lo diría! No fue la suya una dirección lenta, ni parsimoniosa, ni “de anciano maestro”. Fue ortodoxia francesa al cien por cien, dotada de levedad en su grado exacto y sentido difuminado del color, ciertamente, pero también con pulso, contrastada y expresiva, a falta de un punto adicional de tensión, de garra dramática en los pocos momentos escarpados de la partitura. El trabajo con la Sinfónica de Sevilla fue portentoso: no solo la ROSS parece haber superado el gran bache técnico de la etapa Axelrod, sino que ha ofrecido bajo su batuta la que quizá sea su mejor actuación de foso hasta la fecha: empaste, equilibrio, depuración sonora, gradación de las dinámicas, tratamiento de la tímbrica… Todo primer orden. Y excelente el coro en su breve intervención.

El rol más importante de la ópera es el de Golaud, y este estuvo estupendamente servido por Kyle Ketelsen, un señor que tiene ya dos filmaciones de este título –una de ellas con el horrible Tcherniakov, de la que solo he soportado unos fragmentos–. Su canto no es especialmente noble ni atento a sutilezas, pero creo que tal circunstancia encaja con el personaje: hace poco comenté como el enorme José van Dam se pasaba de aristocrático. La voz, por otra parte, es de considerable calidad, por no hablar de las enormes cualidades escénicas del cantante estadounidense.


El joven Edward Nelson logró lo que casi nadie logra, brillar en un rol tan poco agradecido como el de Pelléas: voz fresca y sana, emoción a flor de piel, valentía cuando se requiere –le ayudaba su buen registro agudo– y también capacidad para el canto mórbido y matizado. Su presencia escénica, además, era la más adecuada para el personaje.

Bien a secas Mari Eriksmoen. Cierto es que al ser soprano no podía contar con la calidez vocal de sus compañeras mezzos, pero aun así me parece que tampoco terminaba de conectar con el personaje: en esta ópera no hace falta ningún tipo de pirotecnia, pero sí un dominio muy especial de la prosodia francesa y una sutileza extrema a la hora de colocar los matices expresivos. Su rostro de increíble belleza, por lo demás, le hacía rimar con el atractivo físico de sus dos compañeros antes citados: los tres resultaron muy creíbles sobre el escenario en sus trágicos conflictos amorosos.


Mediocre el Arkel de Jérôme Varnier: la voz es muy sonora, pero su canto resulta pedestre a más no poder, sin rastro de legato ni de morbidez. También decepcionante (¡qué pena, en otros tiempos daba gusto escucharla!) Marina Pardo como Geneviève, personaje al que algún crítico de la prensa local, dicho sea de paso, ha confundido con la madre de Pelléas y Golaud. Sí que estuvo estupenda Eleonora Deveze como Yniold. Javier Castañeda mostró buenas maneras en el habitual doblete del médico y el pastor.

En fin, el Maestranza ha dado un paso fundamental ofreciendo una gran noche de ópera con un título absolutamente maravillosos de esos que, como ha escrito José Luis Téllez, no es “para amantes de la ópera al uso, sino para amantes de la música en sentido absoluto”.

PD. Las fotos son cortesía del Teatro de la Maestranza.

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