lunes, 8 de diciembre de 2025

Xabier Anduaga en el Maestranza: la plenitud está por llegar

Dos motivos poderosos me llevaron ayer al Teatro de la Maestranza. Uno, escuchar por primera vez en directo a Xabier Anduaga, un tenor del que se hablan maravillas y que está asentando de manera rápida una notable carrera internacional. Dos, y no menos importante, el programa confeccionado para la ocasión, pues junto a las cosas inevitables en este tipo de recitales –canciones para calentar la voz, un par de arias de fuste, zarzuela para levantar al público del asiento–, había un nombre que alcanzaba especial y sorprendente protagonismo: Franz Liszt. Por un lado, la versión original para tenor de sus Tres sonetos de Petrarca. Por otro, y ya para piano solo, su formidable Paráfrasis sobre Rigoletto y la transcripción de la celebérrima Ständchen de Schubert. Habida cuenta de su currículo –acompañante habitual de Jose van Dam– y de lo que ha grabado, se deduce que la mente pensante detrás de semejante atrevimiento ha de ser la del pianista Maciej Pikulski, sensacional en todas las obras escuchadas. Tocar lo de Liszt solo está al alcance de un solista de verdad, pero es que además sacó petróleo hasta de las páginas españolas que cerraban la velada. Hizo mucho, muchísimo más que acompañar al solista: estuvo a su altura técnica y expresiva haciendo gala de un sonido particularmente moldeable y de un fraseo lleno de sutilezas en el que el sentido orgánico del discurso garantizó esa flexibilidad que permite a una voz explayarse de manera natural.

¡Y qué voz! Bueno, reconozco que su timbre puede resultar algo estandarizado, falto de verdadera personalidad. Pero se trata de un instrumento de muchos quilates: relativamente grande, carnoso en el centro, con un interesantísimo metal en el agudo y holgado en el grave, pero siempre manteniendo la absoluta homogeneidad de registros. Emisión canónica cien por cien. Legato de libro, dotado de una morbidez acariciadora. Reguladores depuradísimos, utilizados con prudencia y sensatez para no caer en amaneramientos. Buena dicción. Agudos sólidos, radiantes, soberanamente proyectados. ¿Hace falta algo más? Técnicamente no lo parece. En lo expresivo, sin embargo, se pueden poner ciertos reparos: mi impresión es que este señor lo canta todo más o menos igual, que no diferencia lo suficiente en lo expresivo, ni siquiera entre un estilo y otro. Entiéndaseme, el recital fue espléndido y yo lo disfruté mucho, pero me parece que Anduaga solo está desplegando parte de un potencial inmenso.

En las canciones de Bellini y Tosti el tenor vasco ya marcó sus parámetros estilísticos: canto apolíneo, depurado, aristocrático en el mejor de los sentidos, libre de cualquier afectación y también un punto distanciado. Tras una Paráfrasis de Rigoletto maravillosamente cantada por el piano –para el discófilo: más en la línea de Arrau que en la de Barenboim–, Anduaga se enfrentó a esa piedra de toque belcantista que es el Tombe degli avi miei… Fra poco a me ricovero de la Lucia di Lammermoor. Triunfo absoluto en lo técnico, como también en La donna è mobile a pesar de que no prolongó el agudo. Lo que no tengo muy claro es que lo primero sonara a señor agonizando y lo segundo a duque chuloputas: en los dos casos se echó de menos esa vibración emocional que han conseguido los grandes.

Ya en la segunda parte, los Tres sonetos de Petrarca se quedaron un poco a medio camino, porque el lied exige una sutileza expresiva sílaba a sílaba que solo puede ser fruto de la experiencia. Dicho esto, el mero hecho de que Anduaga quisiera cantar esta música exquisita y colosal demuestra que no estamos ante un tenor dispuesto a vivir de los agudos, sino ante un artista de verdad.

Tras la versión pianística del lied de Schubert, tres preciosas canciones de Reynaldo Hahn que dejaron claro lo que ya se venía intuyendo: Anduaga es un tenor de línea expresiva antes francesa que italiana, lo que equivale a sustituir extroversión y espontaneidad por una dosis considerable de morbidez, distinción y refinamiento. Estuvo maravilloso.

El resto del programa estaba ahí para ganarse al público del Maestranza, al que hizo pasar de la relativa frialdad al delirio. Está muy bien así, pero por mi parte he de confesar que no soporto la música de Jacinto Guerrero –cantó la romanza Flor Roja– y que la de SorozábalNo puede ser– me ha conmovido más con otros tenores. En O sole mio Anduaga me pareció insulso, incluso fuera de estilo. ¿Dónde quedan la frescura, la valentía y la luminosidad napolitanas? Eso sí, me maravilló la emoción contenida que supo inyectar a Adiós Granada, cuyos melismas fueron resueltos de manera espectacular.

domingo, 7 de diciembre de 2025

Argerich a los diecinueve (I)

Se supone que el próximo viernes 12 de diciembre Martha Argerich hará en el Teatro de la Maestranza, junto a Charles Dutoit y la Sinfónica de Sevilla, el Concierto en sol de Maurice Ravel. Y escribo lo de “se supone” porque esta señora ya ha dejado plantado dos veces al público hispalense. Aun estando a la expectativa –la entrada me ha costado una fortuna, dicho sea de paso–, parece buen momento de repasar qué hacía la de Buenos Aires a los diecinueve años, porque tenemos dos testimonios comercializados que dan buena cuenta de cómo se las gastaba allá por 1960.

Esta entrada se centra en el primero de ellos: debut discográfico en Deutsche Grammophon, un registro de julio del referido año realizado en Hannover. Comienza con el Scherzo nº 3 de Chopin, en el que la pianista ya da buena cuenta de su personalidad: fraseo ágil, incisivo, flexible y rico en contrastes, temperamento encendido y una cierta esquizofrenia que parece querer apuntar hacia el mundo de Robert Schumann, aunque en realidad lo que hace es poner de manifiesto la tendencia de Argerich a combinar la concentración con lo muy arrebatado. ¿Una pianista de temperamento musical bipolar? Sería una manera inexacta de decirlo, pero por ahí van los tiros.

Para las dos Rapsodias op. 79 de Johannes Brahms quiso contar con la ayuda de Nelson Freire, presente en las sesiones de grabación. No creo que le influyera demasiado, porque lo que se escucha es puro Argerich. La Nº 1 arranca con excesivo nerviosismo para luego alternar entre un lirismo de buena ley y ataques violentos, percutivos en lo sonoro. Los contrastes se extreman todo lo posible. No me convence, la verdad, por mucho que la densidad de su sonido pianístico resulte adecuada para el compositor de Hamburgo. Más lograda la Nº 2, expuesta con línea fluida natural y flexible que se ve enriquecida por preciosas irisaciones que dejan claro el dominio de la paleta tímbrica por parte de Argerich.

La breve y tremenda Toccata op. 11 de Prokofiev parece escrita para nuestra artista, que se suelta la melena al tiempo que logra mantener el más severo control de los medios. De ahí pasa a un universo diametralmente opuesto, el de los Jeux d’eau de Maurice Ravel. Aquí lo percutivo se convierte en ligereza bien entendida –el sonido mantiene un grado de corporeidad–, lo tremendo deviene en pura delicadeza. Por lo demás, el nervio de Argerich dibuja a la perfección el bullicioso discurrir del agua con pinceles inconfundiblemente impresionistas.

Más Chopin: la genial Barcarola op. 60. Hay que descubrirse ante la claridad de texturas que consigue Argerich, como también ante la flexibilidad de un fraseo ideal para conseguir el “balanceo” que la música pide, pero lo cierto es que nuestra artista va demasiado rápido y no termina de levantar el vuelo poético.

Para terminar, fuegos artificiales con la Rapsodia húngara nº 6 de Franz Liszt. Aquí el sonido poderosísimo de Argerich y su capacidad para combinar lo delicado con lo atronador son grandes bazas, pero también hay que admirar una increíble capacidad para administrar tensiones hasta alcanzar un final de rotunda espectacularidad. Todo ello con diecinueve añitos.

sábado, 6 de diciembre de 2025

Jordi Savall con la Filarmónica de Berlín: éxito incuestionable

El concierto sinfónico más morboso en lo que va de siglo, probablemente: Jordi Savall al frente de la Filarmónica de Berlín. Suite de Naïs de Rameau, Don Juan de Gluck y (¡arrea!) la Júpiter de Mozart. Hasta hace pocos años imaginar al de Igualada en el podio de Karajan era auténtica música-ficción, pero claro, poco a poco Savall fue grabando Beethoven, Schubert, Schumann y hasta Bruckner, así que los berlineses ¿Qué ocurriría? ¿Haría temblar los asientos de la Philharmonie con alguna radicalidad? ¿Se lo comerían vivo los simpáticos chicos de la orquesta, como se comieron en su momento a Karajan, a Abbado e incluso al siempre bienhumorado Rattle? Pues bien, acabo de ver la transmisión en directo a través de la Digital Concert Hall, así que tengo algunas respuestas.

El primer número de Rameau ya dejó al descubierto una decisión: ninguna radicalidad por parte de Savall a la hora de hacer sonar barrocos a los Berliner Philharmoniker. Esos grandísimos músicos que son Ton Koompan, Reinhardt Goebel y Emmanuelle Haïm sí lo han hecho, y con soberbios resultados. El maestro catalán ha preferido buscar un punto de encuentro ente tradición y praxis “históricamente informada”, para disgusto de la kale barroka y tranquilidad de los que aún no han pasado de Raymond Leppard; de hecho, no ha quedado muy lejos de este último. Ahora bien, hay que reconocer que en más de un momento -en esta y las otras obras del programa- la cuerda no estuvo del todo fina, quizá porque no parecía sentirse del todo segura en lo que se refiere a la articulación a adoptar.

Interpretativamente no ha habido espacio para la duda: soberbio intérprete de Rameau y, en general, de todo el barroco francés -puede que supere incluso al enorme William Christie-, Savall recreó la suite de Naïs con la misma sabiduría estilística, riqueza expresiva, intensidad, chispa y delectación con que lo hizo en 2011 en su registro al frente de Le Concert des Nations. ¿Preferible con aquella orquesta? No lo sé: en principio los instrumentos originales me parecen más adecuados para Rameau, pero con los “modernos” hay colores distintos y posibilidades de nuevos acentos. Y claro, si encima se trata de la Filarmónica de Berlín…

Sí que me ha parecido decisivo el cambio de orquesta en el Don Juan de Gluck. En una entrada reciente hice una comparativa discográfica de este título en la que dije algo del registro de Savall con su propia formación. En la realización de esta tarde, aunque optando por la mucho más breve versión original de Viena, el maestro ha seguido al pie de la letra los parámetros de entonces, incluyendo la presencia del formidable Josep María Martí añadiendo su guitarra al continuo, pero las cosas han funcionado de manera apreciablemente más satisfactoria. La calidad de la orquesta, sin duda, como también el equilibrio de planos: clave y guitarra ya no se comen a la cuerda. ¡Y qué placer ver a Albrecht Mayer ornamentando a discreción la serenata de Don Juan a Doña Elvira! Confieso que eché de menos el sentido teatral, la riqueza de matices y la imaginación desbordante de Giovanni Antonini, pero también es cierto que Savall resulta más respetuoso con la esencia del estilo galante: los excesos pueden atraparnos, pero también son un poco tramposos.

Sinfonía nº 41 de Mozart para terminar. Ya conocen la discografía con esta misma orquesta: Böhm, Karajan, Giulini… “Tranquilos, que no vamos a hacer nada raro”, parecía decir don Jordi en un Allegro que ni siquiera era de “tercera vía”, sino que se movió dentro de lo “tradicional renovado”. Resumiendo mucho, sonó a Rattle. A un Rattle moderado, habría que puntualizar, porque su Júpiter es más claramente H.I.P. que la de Savall, que lo tenía más o menos claro: articulación ágil, baquetas duras en los timbales, algún que otro detalle historicista adicional y ya está. Cero excentricidades. La orquesta, en plantilla de tamaño mediano, sonó libre y sin problema alguno con las vibraciones, moderadas pero en modo alguno proscritas. Funcionó muy bien el movimiento, porque el maestro supo captar el carácter decidido y luminoso de la página.

No me gustó el Andante cantabile. Problema en parte de tempo, a mi entender muy veloz, en parte de articulación, aquí sí claramente “tercera vía”. Quedó bien recogido el anhelo que subyace en los pentagramas, pero sensualidad y sentido espiritual no encontraron su lugar. En cualquier caso, ahí estaban los vientos berlineses para salvar los muebles.

Soberbio el Menuetto. Como señaló a Joaquín Riquelme en la entrevista del intermedio, Savall lo concibe de manera binaria y no ternaria, lo que me parece un acierto: más rápido y rítmico, perdiendo en nobleza lo que gana en espíritu de danza, agilidad y sentido de los contrastes. ¿Y el Finale? Expresivamente, un prodigio: pocas veces ha sonado tan luminoso, vitalista y palpitante, tan sincero y tan alejado de la retórica, tan decidido y cargado de emotividad… Savall supo tensar de maravilla la electricidad desplegada y los músicos pusieron toda la carne en el asador. Nada de tocar “de memorieta”.

Dicho esto, la claridad del complejo edificio polifónico fue suficiente, pero no óptima, al tiempo que se echó de menos un fraseo de superior flexibilidad, más rico en matices, de mayor atención al peso de los silencios, más trabajado en lo que a las dinámicas se refiere. Seamos sinceros: Savall es, como quien dice, un recién llegado a la música sinfónica. No posee la mayor técnica posible ni domina el sentido orgánico del discurso.

Total, una grabación de la Júpiter superior a la que realizó en 2018 con Le Concert des Nations, no muy allá en lo técnico y enturbiada por los tremendos excesos de los timbales, pero que comparte con aquella un segundo movimiento cuyo espíritu el maestro no acierta a captar. Para los aficionados a los puntitos: 8 para los movimientos extremos, 6 para el segundo y 9 para el tercero. No está nada mal.

En fin, éxito de público considerable y repetición de la danza de las furias de Don Juan/Orfeo y Eurídice. No se trató de un mero bis, sino de una reivindicación de Gluck en toda regla poniendo de manifiesto, al colocar esta música justo después del final de la Júpiter, la manera en que el alemán abrió el camino a Wolfgang Amadeus.

Ah, media orquesta contentísima con Savall y la otra media mirándole con cara de póker. Veremos si vuelve. De momento, éxito incuestionable.

Scherzo: cuarenta años de ninguneo a Daniel Barenboim

Cumple cuarenta años la revista Scherzo. Cuarenta años de ninguneo a Daniel Barenboim, convertida esta actitud, desde el primerísimo momento y en muy consciente deseo de diferenciarse de Ritmo, en una de las principales líneas editoriales que han vertebrado el espíritu de la publicación. Línea que ha conocido como último eslabón el absoluto mutismo sobre el libro que el autor de este blog escribió sobre el maestro de Buenos Aires. Libro, por cierto, que es el primero que un autor español dedica monográficamente a un director de orquesta, y también primero que a nivel mundial alguien consagra a un intérprete analizando no su biografía artística sino su estética musical, y haciéndolo tomando como base los testimonios sonoros que nos ha dejado. Solo por eso, independientemente de la estima en que se tenga al artista y de lo que se piense de los resultados del estudio, ya tenían que haber tenido la suficiente profesionalidad hacia los lectores que pagan para obtener un servicio, no se olvidecomo para decirles "miren ustedes, ha salido esta publicación que a lo mejor puede interesarles".

Pero no. Pese a que en seguida se les mandó un ejemplar, no han querido dejar constancia de su existencia. Por eso mismo me permitirán ustedes que no levante mi brazo para brindar por el aniversario. Al contrario, me permito devolverle a buena parte de su equipo, en particular a esos críticos rabiosamente antibarenboimianos que tantísimo daño han hecho al de Buenos Aires llamados Enrique Pérez Adrián, Enrique Martínez Mihura, Arturo Reverter, Miguel Ángel González Barrio y Andrés Moreno Mengíbar, junto con ese fundador y sumo sacerdote de todos ellos un sordo musical, léanse sus elogios a las más terribles cosas de Kirill Petrenko llamado Antonio Moral, lo mismo que ellos han mostrado hacia mi trabajo. Justamente eso.

viernes, 5 de diciembre de 2025

La asombrosa Júpiter de Barenboim en París

Se anuncia para el mes de marzo una caja de quince compactos con todo lo que grabó Daniel Barenboim al frente de la Orquesta de París para los sellos EMI y Erato. Se encontrarán allí algunos de los grandes fiascos del argentino, pero también algunos de sus mayores logros en el campo sinfónico, entre ellos una Sinfonía nº 41 de Wolfgang Amadeus Mozart que aún no había visto la luz en formato digital, al menos en tierras europeas. Warner ha tenido a bien ofrecernos un adelanto en streaming que incluye precisamente esta Júpiter: ustedes la pueden escuchar ya en su plataforma habitual o en YouTube. 


Se trata de una interpretación larga, no por los tempi sino por incluir todas las repeticiones. Larga en minutaje, musculada en la sonoridad, densa en concepto: los rigoristas de lo "históricamente informado" o quienes busquen un Mozart primordialmente amable, jovial y distendido que se mantengan bien alejados de ella, por favor. Porque se trata de una interpretación poderosa y combativa. Pero no por ello resulta "romántica" ni menos aún hinchada, por mucho que a los de la kale barroka les pueda parecer tal cosa, pues el más riguroso equilibrio entre forma y expresión preside el registro y se aporta, además, un punto de severidad neoclásica que le sienta muy bien a la partitura.


El primer movimiento se desarrolla sin prisas, permitiéndose el maestro cantar con efusividad las melodías y combinar la garra dramática habitual en sus maneras de enfrentarse a este repertorio por aquellos años con una buena dosis de luminosidad, incluso de carácter apolíneo. El Andante cantabile parece fraseado siguiendo los latidos de un corazón, con una especie de pálpito anhelante en el que se entremezclan lo terrenal y lo espiritual sin que sepamos muy bien qué sentimientos nos llevan a la desazón. Tampoco hace falta: lo importante es que esa experiencia humana está ahí, que cada uno puede interpretarla como quiera, pero quedando bien claro que no se trata de una música para sonar, para evadirse o para crear un hermoso telón de fondo. Difícil es explicar con palabras el vuelo lírico que aquí extrae la batuta de una cuerda cuya articulación debió de matizar hasta el extremo y cuyas maderas respiran con un humanismo sobrecogedor.

El Menuetto, poderoso pero sin pesadeces, resulta irreprochable dentro de su ortodoxia. ¿Y el Finale?  Solo a medida que avanza parece alcanzar la temperatura emocional de las recreaciones que le hemos escuchado con la WEDO, entre ellas la filmación neoyorquina disponible en streaming, pero globalmente este Molto allegro de París es superior en lo que se refiere a la administración de tensiones y, de manera particular, a la organización de su genial polifonía. ¡Y qué decir de la espiritualidad que desprende la pausa antes de la sección fugada final!

En fin, una de las Júpiter más asombrosas de toda la discografía. Suena magníficamente, además: hay un punto metálico en la cuerda, pero la orquesta suena con un relieve muy superior al de otras grabaciones del productor Suvi Raj Grubb. No se la pierdan.

jueves, 4 de diciembre de 2025

Don Juan de Gluck: discografía comparada

Este fin de semana Jordi Savall pone en riesgo su vida: enfrentarse a los muy fieros Berliner Phiharmoniker para hacer, entre otras cosas, Don Juan de Gluck. ¿Se lo comerán vivo, habida cuenta de que la técnica de batuta del de Igualada, a todas luces enorme músico, dista de ser excepcional? Mientras hacemos nuestras apuestas, podemos hacer un repaso sobre la escasa discografía de esta apasionante partitura.
Ojo con el asunto de las ediciones. La versión original se estrenó en el Burgtheater de Viena y constaba solo de unos pocos números, justo los que coreografió y bailó Gasparo Angiolini en aquel 17 de octubre de 1761: reparen en que nos hallamos un año por delante del estreno de Orfeo y Eurídice. Con el paso del tiempo se fueron añadiendo números al núcleo original hasta duplicar la duración del evento y acercarse a los tres cuartos de hora, perdiendo sobre la marcha concisión y enriqueciéndose con músicas más decorativas que alejaron la acción dramática de la idea inicial de prescindir de todo aquello que resultara superfluo. Esto es, lo mismo que le sucederé a la citada ópera llegue a su versión de París. En cuando a la cuestión interpretativa, tengo claro que prefiero a Gluck con un director historicista que con otro tradicional, aunque en lo que a los instrumentos se refiere guardo mis dudas.


1. Moralt/Sinfónica de Viena (Westminster, 1950?). Rudolf Moralt conocía a la perfección la tradición vienesa, pero obviamente esta era la que había llegado a 1940 –fecha en la que su batuta pasa a la Staatsoper–, lo que significa que su manera de abordar este repertorio se encuentra excesivamente deformada por el paso del tiempo. De ahí que encontremos números sonados de manera más masiva de la cuenta, expuestos sin suficiente agilidad ni impulso rítmico, y desde luego no muy atentos a la teatralidad que demanda la partitura, junto a otros cargados de energía bien controlada o paladeados con admirable delectación melódica. Siempre, en cualquier caso, muy bien expuestos y sonados de manera impecable por una orquesta que ya evidenciaba espléndido nivel. Lo menos bueno es el clave, más bien monótono. Que yo sepa, no ha pasado a compacto: solo se puede escuchar en esta transferencia realizada a YouTube. (7)


2. Marriner/Academy of St. Martin in the Fields (Decca, 1967). Mucho más ajustada estilísticamente que la de Moralt, esta interpretación tuvo suerte de contar con una orquesta de tamaño ajustado y depuración sonora excepcional, y especialmente con un maestro capacitado de manera especial para este repertorio. Marriner ofreció un clasicismo diáfano, de enorme elegancia y cantabilidad, pero -mucho ojo- no aéreo ni en exceso grácil, sino bien tensado y con su punto justo de músculo. Eso sí, siempre desde una óptica expresiva en la que se evidencia cierto espíritu rococó en su atención a la sensualidad, a la chispa e incluso a la frivolidad bien entendida, como también al alejamiento de los grandes claroscuros y de cualquier tipo de aspereza. El clave ha envejecido mal: imaginativo pero en exceso coqueto, muy en la línea de lo que se hacía con este instrumento en las agrupaciones británica de los sesenta y setenta. Da un poco de pena saber que el responsable es nada menos que Simon Preston. Si no fuera por él, la versión se llevaría más "nota". La toma necesita un nuevo reprocesado. (8)


3. Gardiner/English Baroque Soloist (Erato, 1981). Los tempi son muy parecidos a los de Marriner (44:32 frente a los 45:16 de su colega), pero el concepto es muy distinto. No es solo la utilización de instrumentos originales, de sonoridad adecuadamente rústica, sino la adopción de un fraseo mucho más incisivo en el que la atención no se centra ya en los aspectos melódicos de la música, sino en los puramente rítmicos, lo que tratándose de un ballet no es ningún disparate. Por lo demás, el relativamente joven Gardiner -iba a cumplir los treinta y ocho- aporta una dosis importante de fuerza, garra y tensión al tiempo que apuesta por esa severidad digamos que neoclásica que siempre ha caracterizado su acercamiento a este repertorio. La verdad, se hubiera agradecido menor rigidez y algo más de sensualidad y vuelo lírico en esta irregular interpretación que culmina, como no, en un descenso a los infiernos estremecedor. (8)


4. Weil/Tafelmusik (Sony, febrero 1992).
Sonoridad en exceso afilada –influye la toma, no muy allá– para una interpretación historicista relativamente rápida (43:35), muy ágil y dicha con ganas, marcada e incisiva en los acentos, que pierde de manera considerable por su tendencia al fraseo saltarín y a la expresividad frivolona. No posee la sensualidad ni la delectación de un Marriner, como tampoco la fuerza dramática de un Gardiner. Dicho de otra manera, aporta poco o nada. Como curiosidad: meses más tarde de realizar este registro, el propio Bruno Weil dirigiría un Don Juan más famoso, el de Mozart, en la propia ciudad del mito por los fastos de la Expo’92. (7)


5. Noseda/Orquesta desconocida (YouTube). Selección de veinticuatro minutos extraídos de la versión larga –se omiten secuencias como la muerte del Comendador, la primera aparición de la estatua y el fandango– en la que el irregular Gianandrea Noseda se muestra no solo voluntarioso, sino también inspirado, apostando por una lectura tradicional y equilibrada, no muy coqueta pero tampoco severa, menos aún dramática. Resulta más bien soleada, cálida, vitalista y con su punto de sal y pimienta, sonada con 
agilidad sin renunciar a un punto adecuado de músculo, aunque también sabe apostar por un rico clave al continuo y por el sentido del ritmo. Se escucha con placer. (8)


6. Antonini/Il Giardino Armónico (Alpha, 2013). Giovanni Antonini es el primero y hasta ahora único que se decide a grabar la versión original de 1761, interesantísima por resultar mucho más escueta y centrada en el drama. Lógicamente, tratándose de quien se trata, la manera de tratar a la partitura incorpora todo ese nervio, esa agilidad felina, esa garra y esa imaginación desbordante que desprenden sus interpretaciones del repertorio barroco. Es la suya, por tanto, una mirada realizada desde el exceso, a todas luces discutible; pero también una mirada reveladora en la tímbrica, en el fraseo y en los efectos teatrales que redescubre literalmente la partitura para decirnos muchísimas cosas nuevas sobre ella al tiempo que –era inevitable– olvidamos otras que no son menos interesantes. Al final, la audición es toda una experiencia. Rico clave al continuo, y excelente idea la incorporación de castañuelas en el fandango. Aplausos para los ingenieros de los estudios Teldex. (8)


7. Antonini/Il Giardino Armónico (YouTube, 2014). Repetición de la jugada, esta vez sin castañuelas, y nada menos que en Palacio de Esterházy. Lástima que imagen y sonido anden desincronizados, porque la interpretación vuelve a ser tan discutible como reveladora. (8)


8. Savall/Le Concert des Nations (Alia Vox, 2022). El maestro de Igualada se decide por la versión larga de treinta y dos movimientos, que interpreta con rapidez (42:44), sentido teatral y mucha energía, pero también tomando una decisión sumamente arriesgada: además del habitual clave al continuo, en este caso un formidabilísimo Luca Guglielmi, incorpora a un exuberante Josep María Martí a la guitarra y el chitarrone. El sabor meridional está ahí, pero a mí me parece que esta música así no funciona: a veces suena emborronada, y en el caso de la fundamental bajada a los infiernos incluso llega a perderse de vista a la cuerda, sepultada por metales y continuo. Tampoco es que la orquesta sea muy allá, ni que tenga a su frente a un director realmente experimentado en lo sinfónico: la manera en que Savall la modela es más bien primaria, a base de contrastes toscos y acentos poco sutiles, oscilando entre la bronquedad y cierto carácter frívolo sin detenerse mucho a extraer el potencial poético de la música. Eso sí, hay excelentes detalles tímbricos –el tratamiento de los pizzicati, por ejemplo– y una sana rusticidad que le sienta bien a la música. Veremos qué hace poniéndose al frente de la Filarmónica de Berlín. (7)


9. Antonini/Filarmónica Checa (YouTube, 2023). Selección de un cuarto de hora de la edición original de la partitura en la que Antonini insiste en los mismos parámetros, pero cambiando a su relativamente pequeño conjunto de instrumentos originales por una orquesta no poco nutrida y “moderna”: la mismísima Filarmónica Checa. Y al final resulta que como mejor suena esta música de Gluck es así, con una formación “tradicional” tocando con articulación netamente historicista y atendiendo plenamente a los aspectos más teatrales de la partitura, con todo lo que ello supone de nervio, incisividad y atrevimiento en los claroscuros. Suena así, por otra parte, menos barroca y más claramente Sturm und drang, lo que parece encajar bien con la voluntad última de un Antonini que, en cualquier caso, no renuncia a su arrolladora personalidad. (9)

domingo, 30 de noviembre de 2025

Orfeo y Eurídice de Gluck en el Maestranza: experimento barrokizante

Ante todo, agradecer al Maestranza que haya contado con este blog y este crítico en un acontecimiento especial en el que las entradas se encontraban muy demandadas: Orfeo y Eurídice de Gluck en versión semiescenificada con la megadiva Cecilia Bartoli. También darle al teatro sevillano el pésame por el tristísimo fallecimiento a destiempo de que fuera su primer director, José Luis Castro. Fue un hombre honrado, director de escena por vocación que cuando recibió el encargo de tomar las riendas del coliseo no cayó en la tentación de convertir este en una plataforma para difundir sus propias labores artísticas: durante todos los años que estuvo a su frente, solo se encargó a sí mismo Alahor en Granata, El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro. Nada que ver con lo que otros, yo diría que demasiados, han hecho a este y al otro lado de los Pirineos. Me consta que se dejó la piel en Sevilla y que el tremendo estrés de su cargo hizo mella en su salud, pero aún así ha querido seguir trabajando: al parecer, ha muerto en Mallorca con las botas puestas. Se plantea uno si eso merece la pena, si se debe correr el riesgo de quitarse años de vida a cambio de continuar haciendo lo que a uno más le gusta. A tenor de lo ocurrido, José Luis Castro pensaba que sí, que sin dedicarse a aquello para lo que uno cree y para lo que uno vale, la existencia carece de sentido. Difícil es irse con mayor dignidad: nuestro máximo respeto y admiración hacia él.

Y ahora, Bartoli. A ver cómo me explico. Fui de los cientos de miles de melómanos que allá por el siglo pasado caímos a sus pies con su Rossini, para luego rendirnos de asombro ante sus intensísimas y un punto desmelenadas interpretaciones del repertorio barroco. Avanzada la nueva centuria pasé a alienarme con sus no pocos haters: esta señora se había vuelto pazza del chamounix. A ese periodo corresponde la primera vez que la vi en directo, justo en el Teatro de la Maestranza: saturación de amaneramientos y considerable artificiosidad. No me gustó. Pero hete aquí que en julio de 2022 pude cumplir uno de mis sueños de melómano: escuchar a la mezzo romana en un título de Rossini. Fue Il turco en Italia, en la Ópera de Viena pero con los mismos conjuntos "históricamente informados” que ahora se ha traído a Sevilla, Les Musiciens du Prince-Monaco bajo la dirección del maestro Gianluca Capuano. Allí comprobé, y aquí intenté explicar, que aunque el instrumento de Bartoli había sufrido mermas desde aquella etapa de gloria de los noventa, era falso eso de que más allá de la primera fila no se la escuchaba: desde arriba la pude seguir sin problemas. Y claro, en el mundo rossiniano esta señora alcanza su plenitud, así que la disfruté plenamente.

Ha venido ahora con Gluck. Pero no el Gluck barroco de las agilidades, sino el de la reforma que se enfrentaba precisamente a los excesos a los que ella misma acostumbra. O sea, Bartoli sin red, sin su famosa coloratura en forma metralleta. Al igual que Mozart, esta música te desnuda completamente: virtudes y limitaciones quedan al descubierto. Y ha venido, además, en una producción muy pensada y trabajada, nada de bolos. ¿Resultados? En lo que a ella se refiere, notables. Nada más, nada menos. Le encontré fría en el primer acto, quizá por mostrarse prudente y reservona; se podía haber ahorrado algún da capo a media voz, pero entiendo que quisiera lucir la marca de la casa. Mejor en el enfrentamiento con las furias, y espléndida en la tensa secuencia con Eurídice, verdadera piedra de toque para comprobar quién hace ópera y quién se limita a cantar bonito. Sí, su canto legato sigue siendo mórbido y acariciador, pero Bartoli sabe construir un personaje. Junto a ella, la soprano Mélisa Petit se encargó tanto de Euridice como de Amore. En el primero de los roles la encontré carente de la elegancia y el refinamiento de los que hizo gala en el segundo, pero en cualquier caso se mostró expresiva y convención sin problemas.

Bueno, ¿y cómo pudo Petit encargarse de los dos papeles si hay un trío en la conclusión? Pues porque se suprimió el final feliz, así por todo el morro: Orfeo desaparece por una puerta del patio de butacas, suena el arranque orquestal de las furias y a continuación se repite el primer coro de la ópera con tempo particularmente lento. No se aclara si esto se debe al uso de la edición de Parma de 1769, pensada para castrado soprano y por ende más adecuada a las posibilidades vocales de Bartoli en la actualidad, o más bien a una decisión artística. Apuesto que a lo segundo, al igual que la incorporación del coro de las furias que, por lo que tenemos entendido, no aparece hasta la versión de París de 1774 cortada y pegada del ballet Don Juan. Teatralmente, la decisión es interesante y nos deja con el corazón en un puño, pero desde el punto de vista musical la cosa es más que discutible, porque se pierde la manera en que la obertura rima con el final aquí amputado. Tampoco parece muy coherente con la ideología detrás de este título, una exaltación en toda regla de la fuerza del amor conyugal. Pero claro, supongo que también se intenta mirar hacia el mito clásico: véase cómo Jean Pierre Ponnelle intentó resolver la contradicción en su propuesta para L’Orfeo de Monteverdi, haciendo que sonara una cosa y se viera otra.

Llegamos así a la madre del cordero de esta producción que ha llegado al Maestranza: la idea musical y dramática de Gianluca Capuano. Su Turco en Italia arriba referido me gustó regular, no porque fuera un Rossini historicista, sino porque entre la enorme electricidad desplegada no hubo espacio para la depuración sonora, la elegancia y la sutileza. Su dirección fue muy basta. Tampoco me hizo mucha gracia la orquesta, particularmente en la noche siguiente, la gran gala Rossini encabezada por Bartoli: aquello sonó de una manera bochornosa para un espacio como la Wiener Staatsoper. En Sevilla el maestro y los Les Musiciens du Prince-Monaco, tocando muchísimo mejor de como lo hicieron entonces, han dejado claro lo que son en realidad: una buena agrupación de Barroko Radikal. Lo diré de otra manera: si en el breve recorrido discográfico que aquí realicé dejé claro que un Solti o un Leppard, al margen de sus virtudes e insuficiencias, se encontraban fuera de estilo, Capuano también lo ha estado, pero por escorarse justo hacia el lado opuesto. Su Orfeo y Eurídice ha sonado barroco, con todos esos contrastes extremadamente marcados, esos ataques muy incisivos, esas asperezas sonoras y esa enorme imaginación a la hora de plasmar los afetti (¡cuánto odio esa palabreja que tantos desmanes ha encubierto!) que asociamos a un repertorio con el que precisamente este título quiere romper.

¿Un disparate, pues? No. Es interesante hacer el experimento, descubrir cosas nuevas en la partitura y ver cuánto puede heredar de una música que no es que fuera anterior, sino estrictamente contemporánea. Ya lo hicieron el horrible Stefan Plewniak y sus rascatripas en la versión protagonizada por Orlinski, que no comenté en mi anterior entrada porque la he escuchado a posteriori. Capuano y los suyos lo han hecho con bastante mejor gusto, también con mucha mayor imaginación, aunque la tendencia del maestro por tallar la música a golpe de hacha y enriquecerla con algunos portamentos insufribles sigue ahí. Resultados desiguales: obertura anodina a pesar de las aportaciones, buenos coros luctuosos y danzas, muy notable secuencia de las furias, no del todo poética escena en los Elíseos...

Lo más original y discutible, lo hecho con la emblemática “Che faró senza Euridice”: entendiéndola como una plasmación de las diferentes fases del duelo, Capuano y Bartoli reinventaron por completo articulación orquestal y vocal al tiempo que decidieron ir de lo disparatadamente rápido –furia, rebeldía– hasta lo terriblemente lento, sin hacerle mucho caso a la delectación melódica ni a eso que se llama el equilibrio clásico. Pathos a lo bestia, no sé muy bien si barroco o sturm und drang, pero pathos al fin y al cabo, añadiendo –por si fuera poco– algún efectismo indisimuladamente verista. La utilización de fortepiano en lugar de clave pareció un atrevimiento modernizador, pero lo que hizo fue añadir cursilería a la sonoridad. Hubo buenos primeros atriles, sin ser nada del otro jueves: la Barroca de Sevilla es una formación claramente mejor y posee músicos de superior técnica y musicalidad. Compárese la algo desvaída flauta de Jean-Marc Goujon con la de Rafael Rubérriz, sin ir más lejos.

No hay reparo alguno para el coro Il Canto di Orfeo, que bajo la dirección de Jacopo Facchini ofreció momentos de enorme intensidad expresiva junto con arriesgados reguladores y pianísimos imposibles.

La puesta en escena venía sin firma. Escenario a oscuras, coro con candelas y Bartoli deambulando por el patio de butacas: en un momento cantó (¡les juro que no exagero!) a cincuenta centímetros de mis oídos. Ella y Mélisa Petit actuaron bien, el coro se movió de manera sensata –nada de marear al personal– y se evitó la rigidez de una versión de concierto sin tener que sacar los pies del plato sin más que en final reinventado. Funcionó francamente bien.

Abrumador éxito entre el público. Era de esperar.  Yo me lo pasé estupendamente.

Fotos: Guillermo Mendo/Teatro de la Maestranza

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